XXXVIII

 

DÍA tras otro proseguía el viaje de vuelta. La nave parecía deslizarse suavemente inmóvil entre las estrellas, flotando a cero de gravedad, y nosotros, dentro de ella, trepábamos por las galerías, gracias a los pasamanos, y nos reuníamos, cada mañana, en la cabina del general o en la habitación de control.
Generalmente asistían los cuatro a cada sesión, ya que cada uno de ellos era el especialista de su actividad y el general parecía especialista en eficiencia. Cierto que por esto había sido escogido, ya que se trataba de uno de los aviadores más jóvenes que podían hacerse cargo de la expedición de un cohete hacia otro planeta, lo cual, al mismo tiempo, constituía una de las pocas oportunidades que pueden presentarse, en tiempo de paz, para hacerse un nombre y apoyar una carrera.
Pero ahora, el general ignoraba si su expedición había sido un éxito o un fracaso rotundo. La opinión que de ello se formaría la prensa, y el propio Pentágono, dependía pura y exclusivamente de mi testimonio. En todo caso había sido vencido por criaturas a las que no se consideraría más importantes que los animales salvajes. Era como si, en una época primitiva, hubiese descubierto África y hubiese huido asustado ante los elefantes, A menos que se estimase que había establecido un primer contacto humano con un plano de realidades absolutamente desconocido, con una forma absolutamente nueva del conocimiento.
No era de extrañar que, durante aquellos días, semanas y meses, él y su pequeño grupo de oficiales intentaran posesionarse de todos mis conocimientos, para tener una respuesta preparada cuando llegara el momento y disponer de la réplica adecuada contra las críticas que pudieran surgir.
En primer lugar existía el hecho incontrovertible y horroroso de lo que les había ocurrido al intentar su desembarco. Aquella fuerza paralizadora, desconocida de físicos y matemáticos. Durante tres mañanas seguidas se convocó a la junta al técnico matemático y me confrontaron con él, deseosos de aclarar hasta su menor detalle lo sucedido, bien que esto resultaba difícil, ya que el matemático y yo hablábamos, por así decirlo, dos idiomas distintos. En mi propia presencia le encargaron la tarea de establecer una interpretación coherente de los hechos, alguna hipótesis científica que aclarara suficientemente lo acontecido y que, por lo menos, atrajera, si no la convicción, el interés de otras mentes científicas y que pudiera ser incorporada, pese a que fuera poco plausible, a un informe de carácter oficial.
—El capitán Vanburg va a redactar un informe —decía el general—. Y he de ser yo quien lo encabece. ¡Por el amor de Dios, hombre! Imagine que soy llamado a la Casa Blanca: ¿qué le digo al Presidente? ¿Imagina que puedo irle con esa especie de chisme?
Al hablar, daba golpecitos nerviosos sobre un papel que se encontraba encima de su mesa. Un papel en el que Jaeger, el delgado matemático de ojos pálidos, había trazado una serie de gráficos que pretendía presentar como un informe coherente.
—No veo que pueda decirles otra cosa —dijo Jaeger—. ¿Qué puedo hacer más sino explicar lo ocurrido y crear una hipótesis matemática que lo explique? ¿Qué más esperaba que yo pudiera hacer? ¿Exponer todas las ideas posteriores a Einstein sobre el Universo y añadir algo que sea más que simples palabras?
Parecía que le hubiesen cogido en una trampa y estaba asustado. Tenía la obligación de exponer todo aquello de que se estaba hablando, pero no podía. Lo que ocurría era que, él mismo, no era un Einstein: era sólo un manejador de fórmulas esotéricas que trabajaba calculando el progreso de un cohete en su ruta desde «A» hasta «B».
—¡Holder! —dijo el general—. Usted conoce aquellos seres. Usted sabe lo que piensan. Por lo menos, usted ha de conocer la idea que ellos se han formado sobre todo esto. Usted puede intentar exponer lo que sabe y facilitar a Jaeger que le dé un significado en su teoría, suponiendo que todo esto tenga algún sentido. Entre ambos, ¡por amor de Dios, tienen ustedes dos meses!, pueden pergeñar algo que esté bien documentado.
—Bien, procuraré hacerlo —dije—. Eii (este es el nombre del ser de quien le hablé) me había guardado con él demasiado tiempo para que yo crea que quisiera perjudicarme. Me envió a ustedes, seguramente, dudando que yo fuese a volver. Es probable que se preguntara si yo ni nadie volvería hacia él. Puede que pensara que nosotros intentábamos declararles la guerra o algo por el estilo. Seguramente imaginó que el sistema de rehenes, si era aceptado, había de ser suficiente para mantenernos en jaque. Lo que efectivamente vio fue que yo había sido leal; pero que nadie más venía conmigo como tenía que haber ocurrido si había que hacer un canje. Eso lo pensó en el acto, o puede que ni siquiera tuviese necesidad de pensarlo. ¿Cómo puedo saberlo? Eii conoce muy bien nuestras limitaciones y se sirvió de ellas. Nos considera como un peligro al que no puede permitirse que se instale en su planeta.
Todos me escuchaban. Vanburg y el general, cuando empecé a hablar, me miraban con cierta esperanza. Les interesaba saber lo que aquellas gentes o «cosas», hacían y por qué las hacían. Pero, cuando terminé, me bombardearon a preguntas, más preocupados que nunca.
—¿Cómo, cómo, cómo? —dijo el general—. ¿No comprende, Holder, que esta es la pregunta a la que nosotros tenemos que contestar? ¡Demonios! Decir que aquella criatura hizo esto o aquello, es no decir nada. Importa poco, a no ser que sea capaz de hacerlo una y otra vez, en cada uno de nuestros aterrizajes, y que, en consecuencia, nosotros nada podamos conseguir. ¡Por el amor de Dios, hable con Jaeger y díganme lo que se puede hacer!
Yo pensaba en ello; pero, por entonces, ya me había acostumbrado al aire de la Tierra y a su presión. Me sentía cómodo y relajado y, después de todo, yo me iba a mi casa.
—Lo único que puedo decirle — añadí—, es que él nunca hace preguntas anteponiendo la palabra «cómo», sino que las formula con el interrogante «¿por qué?»
Esto hizo levantar la sesión. O mejor dicho, fue una carcajada histérica de Boles la que hizo que se levantara.
Por las noches acostumbraba a sentarme en mi litera y escribía este diario. Tenía que pensar en cómo viviría cuando llegase a la Tierra. Decidí escribir mi historia y tenerla preparada para venderla a un editor. Publicarla en folletín en los periódicos sería un buen comienzo. Decidí que, por este medio, podría iniciar bonitamente mi cuenta corriente en el banco.
Otra mañana intentaron conmigo otro plan de acción.
Cuando entré en la cabina no estaba el general. Según dijo Vanburg estaba ocupado.
—Pero —dijo—, yo voy a llegar al fondo de la cuestión. Estas son mis órdenes.
—Está bien. ¿Por dónde va usted a empezar? ¿Con lo que yo le dije a Eii y con lo que él me decía, o con los vagabundeos primeros que tuve que hacer por el desierto, o en el momento en que vi a las «criaturas» por primera vez? Probablemente nos conviene decidir qué fragmento nos resultará más ventajoso detallar.
No se atrevió a decidirse. Por un momento pareció desconcertado. Luego añadió:
—Nos limitaremos a hablar de lo que ellos harían con nosotros. Usted les conoce y puede exponerlo.
—No puedo — dije—. Este es el trabajo de Jaeger. Es él el matemático.
—¡Por el amor de Jesucristo! —exclamó Vanburg—. ¿No hemos visto esto antes? ¡Él no puede explicarlo! Si usted no puede decirnos cómo, explíquenos, por lo menos, lo que hacían. ¡Explíquelo con sus propias palabras! Dígalo como lo dirá a un reportero cuando hayamos regresado. ¡Dígalo como si nosotros no hubiésemos estado allí, como si no tuviéramos idea de nada, y permítame que le escuche!
Observaba, con interés, que su diálogo iba debilitándose. Me preguntaba qué le habría dicho el general, para meter tal temor de Dios en la mente de un capitán en servicio. Pero ellos eran mis libertadores y yo no deseaba perjudicarles.
—Si usted piensa que yo puedo ayudarles, haré cuanto pueda —contesté—. Si tuviera que contarlo a alguien que no conociera, seguiría este camino. No pienso que esta criatura, a la que yo llamo Eii, nos quisiera. Yo mismo, incomodándole una y otra vez, apenas representaba algo para él. Si Eii tuviera alguna dificultad para hacer lo que hace, sería más despiadado. No pienso que le hubiese sido difícil evitar que nosotros pudiésemos marcharnos: en realidad nos tenía en sus manos. No creo, tampoco, que, si me hubiese quedado, me matara. Podía haberlo hecho fácilmente cuando me vio por primera vez. Pero usted sabe lo que ocurre con «algo» que se ha tenido cerca durante mucho tiempo. Lo único que deseaba era tenernos sujetos, de manera que no pudiésemos pasearnos por allí y convertirnos en un peligro. Probablemente recordaba la confusión que ambos sentimos cuando empezamos a hablar del espacio y el tiempo. Seguramente, al igual que me ocurría a mí, él comprendía que ambos veíamos el Universo de una manera distinta. Yo veía superficies planas y sólidas y, por lo que pude comprobar, él veía átomos y electrones, o espirales en el espacio. Era un ser distinto: esto es lo que tiene usted que comprender. Distinto y perezoso y siempre con ganas de abreviar cuando entra en acción. A menos que estuviera cazando o alimentándose o haciendo aquellas cosas que incluso los humanos más perezosos practican como un deporte. No puede usted pensar en él como una criatura sin instintos: sólo como un ser que tiene muchos menos de los que nosotros tenemos. Por esto, conociendo nuestras limitaciones, levantó esta incomprensible barrera a nuestro alrededor. Nunca le he dicho lo que ocurrió con unas cercas que me propuse levantar para él, ¿verdad?
Vanburg parecía muy descorazonado y sufría una verdadera depresión. Fue De Lut quien dijo:
—No, no. No nos lo contó. Siga usted. Esto es muy importante. Puede dar alguna luz sobre lo ocurrido.
—En aquella ocasión llegué a tener un gran disgusto —añadí—. Usted sabe que, como les dije, cuando vi por primera vez las «Cosas» que tenían apariencia de hombre, intenté separarlos de mi terreno construyendo una cerca. Empleé todo el alambre que pude, pero no usé una carga bastante poderosa para que surtiera efecto. Luego viví en aquel valle, donde las criaturas más grandes tenían, digamos, su instalación permanente, donde nacían las plantas que eran como cristal, de evolución diferente a las nuestras. Ellos estaban allí confiando en el paso de la ola de vida que ocurría cada seis meses. Una vez cada semestre todas las «Cosas» de vida móvil de Marte, venían a parar allí. Para seres de gran tamaño, que podían esperar seis meses desde una a otra comida, era suficiente. Todo lo que yo quería era organizar una enorme carnicería bianual. Pero la ola de vida cruzaba el valle en un ancho frente. Todo lo que yo tenía que hacer era construir alambradas en los diferentes pasos, y, esta vez, emplear una carga suficiente para ahorrarles el trabajo del acecho y la caza.
Los ojos negros de De Lut adquirieron un brillo de fanática comprensión.
—¡Siga! — interrumpió.
—Hice lo que pude —añadí—. Eii indicó que no tenía nada que oponer si tenía que hacer algo en las líneas que había sugerido. Así lo hice, trabajando durante el día y bajo la luz solar. Me ocupó seis meses este trabajo. Seis meses marcianos, que son el doble de largos de lo que serían los nuestros. Y luego me encontré con que no servía para nada.
—¿Para nada? —dijo Vanburg—. Pese a él mismo parecía mostrar un destello de interés.
—Las «Cosas» nunca se acercaron a mis setos —dije—. Naturalmente, cuando llegó la ola de vida, me fui a verla. Me sentí anonadado cuando vi que Eii y sus compañeros habían derribado algunas de mis empalizadas y que las usaban únicamente para posarse sobre ellas y esperar. Ni siquiera se molestaron en ocultarse, cosa que, viéndolo desde la pequeña colina que había escalado, me pareció enormemente ineficaz. Pero, las «Cosas» como hombres, vinieron y, por primera vez, sentí mi propio parentesco con ellas. Por algún proceso que no pude comprender, parecían andar deliberadamente y sin motivo, directamente hacia las trampas que les habían preparado. Fue... ¡Bueno!, fue una carnicería. No era agradable verlo. No era agradable como no lo es ver lo que ocurre en nuestros mataderos, aunque nosotros los escondemos y, si nos da la gana, podemos vivir exclusivamente con una dieta vegetal. Las criaturas como Eii no pueden. Hacían lo que les resultaba indispensable para vivir.
De Lut dijo rápidamente, antes de que Vanburg interrumpiera de nuevo:
—¿Por qué cree que aquellas criaturas apresadas, seguían determinadas direcciones en su marcha?
Reflexioné y dije:
—Lo ignoro. Puede que para ellos no fuese posible elegir otro camino. Vi uno o dos que se fueron por los lados; pero no parecían llevar dirección precisa y pronto volvieron. Puede que tenga usted razón. Puede que se rijan por los mismos patrones de tiempo y espacio como nosotros. Pero si consideramos lo ocurrido aquella vez, tendremos que aceptar otra cosa. Aquella barrera o lo que fuera, que levantaron contra nosotros, no fue una cosa nueva ni una invención de ahora. Forma parte de la potencia natural de Eii y los suyos. Del mismo modo que los conceptos espaciales son naturales para los humanos. Pero no hay ninguna indicación que nos demuestre que las hormigas levanten nunca la vista ni que se pregunten qué hay en el firmamento por encima de ellas. No hay nada que nos permita suponer que jamás se hayan apercibido de que existe un firmamento o, simplemente, algo en lo alto.
Vanburg tuvo la impresión de que había llegado a algo concreto en esta sesión que él dirigió en ausencia del general. Durante una quincena siguió machacando, haciendo preguntas y obligando a De Lut a formularlas. Pero nunca llegamos más lejos.
El general, cuando volvió a presidir las sesiones, dijo:
—Ha expuesto usted un nuevo argumento para probar que aquellas criaturas pueden hacer lo que quieren. Pero no es necesario exponerlo así. Lo hicieron y nosotros estábamos allí para verlo.
—Por lo menos —le dijo De Lut— tenemos a Holder, y nos lo hemos llevado como prueba de que nosotros hemos estado allí. Aparte de él no tenemos gran cosa para probarlo: apenas unas fotografías, algunas piedras y un poco de musgo.
El general le miró con aspereza. No aprobaba a De Lut. Le creía demasiado inteligente y demasiado predispuesto a no mantenerse con la boca cerrada.
Trabajé constantemente en mi diario y, poco a poco, todo el personal de la nave aceptó que habían estado en Marte, que habían descubierto allí a un hombre de la Tierra y que luego, cuando ellos intentaron caminar a través de la llanura, no pudieron llegar a ninguna parte. Andaban, pero no hacían ningún progreso. Todo lo que podían hacer, cuando llegasen a la Tierra, era contar su historia y mantenerla contra viento y marea.
Pasados dos meses, cuando todavía nos encontrábamos en el espacio, pero ya cerca de la Tierra, el general dijo:
—Voy a darles un buen consejo. La próxima nave que se flote al espacio, tiene que tener una reserva de fuerza, y «fuel» de mayor resistencia. Aterrizará y, si tropieza como nosotros con una barrera, volverá a subir al espacio y volverá a bajar en cualquier otro sitio hasta que logre posarse. Si es necesario, exploraremos todo el planeta por medio de estos saltos y brincos. Nos costará tiempo. Necesitaré tiempo y todo el dinero de una casa de moneda. Pero, al final, lo lograremos.
De Lut me miró y yo miré a De Lut. Pero ambos nos callamos.
Aquella noche, como teníamos por costumbre, fuimos al pequeño observatorio náutico, capaz para dos personas, que estaba instalado cerca de la cola. Por aquel entonces no era necesario guiar la navegación y no hubo que hacerlo durante una semana o más. El Sol y la Tierra eran ya grandes en el firmamento, aunque invisibles para nosotros, y el resto de la tripulación estaba trabajando en sus puestos.
Con la noche del espacio, el observatorio estaba frío y obscuro. Lejos, muy lejos, perdido entre millones de estrellas, el planeta rojo seguía rodando. Nos quedamos allí, mirando aquella pequeña esfera durante largo tiempo.
—¿Cree usted —dijo De Lut— que el general o gente de su calaña, llegarán a tener éxito si molestan demasiado a Eii y los suyos? ¿Piensa usted que, la gente como nosotros dos, podrán llegar a convencerles de que deben dejar de actuar y contentarse a seguir viviendo y muriendo como lo están haciendo? Yo ya conocía entonces lo bastante a De Lut para adivinar lo que se escondía bajo la apariencia de sus palabras.
—¿Piensa usted que sería mejor así? —contesté—. ¿Cómo llamaremos a nuestra actitud y a la suya? ¿Sensibilidad? Dudo mucho que, en un millón de años, logremos comprendernos suficientemente unos a otros para unificar nuestros puntos de vista. Yo no soy más que un biólogo— dijo. Esperé a que se lanzara a hablar. No tenía ninguna prisa. Estaba satisfecho mirando a través del firmamento negro, entre sus luces brillantes, al pequeño planeta del que no creí que jamás pudiese salir.
—«Ellos» —dijo— no saben lo que es la competencia. Si tuvieran rivalidades sentirían la necesidad de actuar. Pero, sin competencia, de acuerdo con las leyes de la Tierra, tienen que degenerar. Deben estar ya degenerados. No deben ser ni sombra de lo que fueron.
Tampoco él tenía prisa. El espectáculo que nos ofrecía el espacio era algo que ninguno de los dos, por mucho que viviéramos, volveríamos a contemplar. Al revés del general, me concedía todo mi tiempo para poderle contestar.
—Dice usted según las leyes de la Tierra. Yo pensaba en algo más. Puede que todo sea por culpa nuestra — argüí.
—Supongo que quiere significar que no pueden aplicarse las mismas leyes. Pero la ciencia es la ciencia. Lo que es verdad en un sitio, ordinariamente, es igualmente verdad en otro.
Yo me hacía una pregunta y dije:
—¿Y en las ciencias sociales?
Él contestó:
—Lo estoy reflexionando. Supongamos que dejamos de tener guerras entre nosotros. Supongamos que, realmente, llegamos a estar por encima de nuestro medio ambiente, que se han acabado todas las enfermedades y que se han construido todas las carreteras para andar con seguridad por ellas. Supongamos que tuviésemos todo, que cada uno de nosotros tuviera todo el poder que necesitara y todos los bienes y todas las comodidades y todo lo necesario. Instantáneamente habría algo por lo que lucharíamos. Tal es la meta de nuestras ciencias, de nuestra economía y de nuestra política. Hablando biológicamente, la consecución de esta meta sería fatal para nosotros. Según las leyes de la Tierra, degeneraríamos. En diez generaciones seríamos una raza de pigmeos. Pero ellos, Eii y sus compañeros, parece que hayan nacido en esta situación que es, al mismo tiempo, la suma de todas nuestras esperanzas y el enigma de todos nuestros temores. Si, por lo menos, pudiésemos aprender de ellos, si por lo menos pudiésemos establecer mayores contactos que los que usted ha logrado en quince años... es decir, si ellos no hubiesen degenerado. Si ellos hubiesen encontrado alguna otra ocupación, aparte del «hacer» peleas y competencias...
Me moví en el observatorio de modo que pudiese mirar hacia Marte, mirando hacia abajo. Fue por última vez. Pronto entraríamos en la zona de atracción de la Tierra y todos nuestros pensamientos y esperanzas se dirigirían hacia lo que teníamos por delante. Veríamos a Marte como una manchita en el firmamento, cubierta por el humo y las nubes.
—No creo — dije.
Siguió silencioso. Esperaba el significado de mi exclamación.
—No creo que tengamos paciencia —añadí—. No estableceremos contacto. Las gentes, como el general, tratarán el asunto como un problema práctico. Considerarán que han sido contrarrestados por la fuerza en Marte y buscarán el medio de volver allí con una fuerza mayor. Llegaré más lejos. Al final creo que nosotros venceremos. Conquistaremos los raros animales de Marte, tal como hemos conquistado las raras bestias de los continentes y los océanos. Y, conquistándolos, no aprenderemos nada de ellos. Ni siquiera los trataremos como criaturas que pueden ver, sentir y conocer. Los mataremos y los usaremos, como le dije: por sus huesos, por su sangre o por su aceite. Puede que sea esto lo que se debe hacer. Eii y los suyos, tampoco tenían ninguna simpatía por ninguna de aquellas criaturas marcianas que tenían aspecto humano. Nosotros haremos esto y seguiremos. Después de Marte, será Venus, Júpiter, Saturno, Mercurio y los demás. Luego seguirán otros sistemas solares de nuestra Vía Láctea; después, otras Vías Lácteas, más lejanas y del propio espacio. Pienso que nosotros llegaremos a ser un movimiento vital que pasará más allá del tiempo y del espacio. Cuando estaba en Marte, a veces, lo dudaba; pero ahora estoy convencido. Únicamente puede que subsistan algunos rincones tranquilos, fuera de la corriente principal, en lugares donde la esperanza ya no sea posible y donde la acción resulte fútil y siga siendo considerada fútil durante generaciones a través de los tiempos...
Miramos hacia abajo a Marte y comprendimos que se estaba alejando de nosotros. La nave se inclinaba. Sin nosotros saberlo, había llegado el momento y se había dado la orden de dar la vuelta a la nave y apuntar hacia la Tierra.
—Entonces —dijo De Lut—, ¿se refiere usted a unos remansos, unos espacios donde las condiciones sean análogas a las de Marte, donde la competencia no exista, donde el espíritu pueda vivir en un desierto de materia suficiente para satisfacer las necesidades de su cuerpo?
—Entonces... —dije—. Miraba a las estrellas que empezaban a moverse y girar. Estaban evolucionando en su brillante Universo, y pasaban por las ventanas de la cúpula, tachonando la obscuridad exterior. —Entonces —repetí — otra cosa nacerá. La conciencia de «ser» y no de «hacer». Las consecuencias de la realidad y no de su «devenir». La estabilidad que se deriva de la pérdida del concepto «tiempo»: cuando un momento es eternidad y eternidad es un momento y todas las épocas podrán incorporarse en un solo instante. Tal vez entonces, algunos de nosotros, por una vez siquiera, comprenderemos que el trabajo de nuestras vida activas, que consiste únicamente en trasladar materia alrededor del espacio, es una futesa, como lo es realmente, y desaparecerá el concepto de estructura y dimensión... permitiendo que surja algo nuevo.
Marte se ocultó mientras lo estábamos contemplando. Sin sospecharlo, yo esperaba que el destello cegador de un rayo de sol apareciera y que la gigantesca y llameante esfera colgara dentro de nuestro cielo.
—Entonces —terminó De Lut—, todo el conocimiento que ahora nosotros poseernos arderá en un crisol, en estado de desintegración y reconstrucción, como arden los átomos en la hornaza del Sol.
Allí nos detuvimos, pálidas y blancas figuras bajo una cúpula de cristal, lanzados a toda velocidad hacia la liberación.

 

 

 

FIN