XI
AMANECÍA cuando me desperté.
Una luz grisácea penetraba a través de la puerta de la escotilla
medio enterrada. Me levanté y me froté las entumecidas mejillas.
Pese al dolor, mi cara esbozó una nueva sonrisa. Trepé hacia la
cocina, saqué una cantidad de agua e hice lo que no me había
atrevido a hacer antes. Enchufé la estufa eléctrica. No importaba.
Pronto tendría fuerza para cargar las baterías.
Pensaba en ello mientras tomaba mi desayuno
sobre la mesa horizontal de la cocina. Era vergonzoso detenerse
ante dificultades que hubiese resuelto mi imaginario hombre
prehistórico, si hubiese conocido el fuego. Pero, seguramente él no
se habría encontrado en un desierto de un par de millas. Al final,
habría encontrado los productos químicos en bruto que, mezclados,
producían el calor. Podrían haber transcurrido otro centenar de
miles de años antes de que descubriera y fuera capaz de encender un
fuego artificial, hubiese o no hubiese oxígeno en el aire. Pero yo
no disponía de un centenar de miles de años que pudiese
desperdiciar. Tenía que maniobrar con las menudencias de que
disponía y tenía que hacerlo rápidamente. Lo importante era hacerse
con los instrumentos científicos. Aparté a un lado mi desayuno y
volví a la habitación de control.
Los instrumentos inmediatamente
aprovechables eran un barómetro, un termómetro y media docena de
manómetros de diversos tipos. No desperdicié nada. Desenterré el
lote y me lo llevé a la escotilla. Tuve que dejar en el suelo un
manómetro de presión de oxígeno para cargar con mi botella; pero
esto no me inquietaba.
Me pareció que había suficiente material
entre los escombros para poder ir viviendo. Durante uno o dos años
no serían pocas las chapuzas que podían hacerse.
Ajusté mi botella y mi mascarilla y salí por
la escotilla, llevando conmigo todo mi equipo, incluyendo los
manómetros, un destornillador y una llave inglesa. Aquello era mi
abrelatas para abrir el planeta Marte.
Era más temprano que el día anterior. Serían
las once, poco más o menos. Ya sabía, por mi anterior salida, que
el aire sería agradable. La tarde sería calurosa. Ahora,
especialmente en la sombra, hacía frío.
Para un hombre, esta simple indicación era
bastante. Empleé el termómetro inmediatamente. El instrumento
registraba diez grados bajo cero en la sombra y setenta grados
Fahrenheit cuando lo exponía a los rayos del pequeño y caliente sol
naciente. Esto era debido a la delgadez de la atmósfera. En la
Tierra, el calor directo del Sol habría sido disminuido y la sombra
menos fría, gracias a que el aire era más espeso.
La diferencia entre ambas temperaturas era
de ochenta grados. La presión atmosférica de cien milibares. Me
rasqué la barba por donde la mascarilla estaba un poco rota.
Tendría que hacer algo para arreglarla.
Me preguntaba si el combustible me sería
útil. Dios sabe que había bastante pero que no podía usarlo como
tal, mientras no pudiese disponer de una atmósfera de oxígeno para
poder mantener la combustión. Para quemarlo en los motores del
cohete, mezclábamos el petróleo sintético con el oxígeno. Ahora
pensaba en ello de otra manera. Extendí con cuidado mis
instrumentos en el suelo, y con mi llave inglesa en la mano entré
en la cámara de ingeniería, a través del boquete del
cascarón.
Con mucho cuidado aflojé la espita de la
abertura del tanque de combustible. Pensé que podían surgir muchos
problemas. Muchos líquidos hierven a bajas presiones y no quería
chamuscarme con un chorro helado de vapor de alcohol.
En el frío intenso de la sombra del interior
del cohete, vacié, simplemente, un poco de líquido que se evaporó
rápidamente, envolviéndome en fuertes y pesados vapores que podía
oler a través de la mascarilla al inhalar el aire exterior mezclado
con oxígeno. En la Tierra hubiese tenido miedo a prender fuego. En
Marte, simplemente cerré la espita otra vez y reflexioné.
Iba mirando alrededor del compartimiento de
ingeniería. Lo único que tenía era un exceso de tuberías y de
bombas. Había una de seis pulgadas, conectada a este tanque, que
había sido utilizada para llevar la mezcla a las cámaras de
combustión. Había una bomba de oxígeno que, si se empleaba en su
cometido, en menos de nada haría desaparecer mi suministro de aire.
Había una bomba de agua de una pulgada, conectada a la tubería de
suministro doméstico y otra gran bomba con la que se extraía el
agua de los motores. Ambas estaban conectadas al tanque rajado y
vacío.
Había otras bombas conectadas a la
maquinaria hidráulica. La única cosa que tenía, todavía en mayor
cantidad que bombas, eran motores eléctricos y todos estaban
estropeados mientras yo no gastara mi inteligencia en repararlos.
Conectados tal como estaban, eran inservibles.
Empecé a trabajar. Lo primero era encontrar
dos emplazamientos: uno que recibiera la luz del sol todo el día y
otro, que permaneciera a la sombra. Cuando los hube escogido empecé
a desconectar trozos de tubería. Era un trabajo lento y tedioso el
de desconectar junturas y codos y volver a juntarlos. Tenía que
hacer dos tendidos de tuberías paralelos uno en el sol y otro en la
sombra. No todas las junturas y secciones servían a mi propósito y
tuve que improvisar. Pero, al terminar la mañana, era
tranquilizador descubrir que en las tuberías calientes expuestas al
sol, mi petróleo se evaporaba en seguida y que, en las tuberías
frías de la sombra, se volvía a condensar y se convertía en
líquido.
Trabajé en ello toda la tarde. Comprobé que
el resultado sería muy primario. Empleaba una bomba de una pulgada
para impulsar el combustible líquido dentro de las tuberías
calientes. Otra de seis pulgadas fue todo lo que pude encontrar, la
mayor de todas para transportar el petróleo caliente. Tenía la
confianza de que mis recuerdos sobre las calderas de vapor de la
Tierra fuesen exactos. De vez en cuando iba vigilando mi
trabajo.
Con todo, la cosa ocurrió antes de que
terminara. Había introducido una cantidad de combustible en las
tuberías frías que usaba como condensadoras y movía la bomba de
mano para introducir un poco de líquido en las tuberías calientes.
La bomba grande no funcionaba con vapor, sino con petróleo
hirviendo y lanzó un estallido y luego otro. Antes de que pudiese
darme cuenta de lo que ocurría estaba escapándose, alegremente, el
petróleo. Tuve que esperar hasta que la carga se hubiese vaciado
antes de poder conectar de nuevo las dos bombas.
El sol se estaba ocultando. No esperaba
hacer trabajar mi aparato calentador en este momento del día,
puesto que había enterrado en toda su extensión las tuberías frías
en la tierra helada que no estaba bajo la acción del Sol. Pensé
que, tal vez, tendría que trabajar sólo por las mañanas, cuando la
diferencia entre las dos temperaturas era más grande. Pero yo había
olvidado que, aunque las presiones que yo empleaba eran muy
débiles, también lo era la fuerza de gravedad y, por tanto, el roce
en Marte.
Retrocedí y examiné el funcionamiento de las
ruedas. Dudo si alguna vez existió alguien que tuviese la misma
sensación de creador que yo tenía. No es que hubiese creado una
máquina que produjera fuerza. Simplemente la controlaba. Esto es lo
que había logrado. El petróleo iba siendo bombeado dentro de las
tuberías calientes donde aumentaba su temperatura hasta la
ebullición por efecto del calor solar. El vapor desarrollaba
presión suficiente para impulsar el émbolo de la bomba grande. La
bomba grande hacía mover a la pequeña. El vapor, después de pasar
por la bomba grande, iba a través del condensador y se convertía en
líquido para ser de nuevo bombeado por la bomba pequeña. La misma
cantidad de petróleo daba la vuelta, una y otra vez, como el agua
en la máquina de vapor. Ni se quemaba ni se desperdiciaba, salvo
algunas pérdidas debidas a las grietas. La fuente de energía era el
Sol y la diferencia de temperatura de sólo sesenta grados
Fahrenheit.
Las máquinas caloríferas eran más eficaces
en Marte que en la Tierra, precisamente por la liviandad de la
atmósfera. El calor que procedía del Sol no se distribuía por igual
en la superficie del planeta, al revés de lo que ocurre en la
Tierra en que la atmósfera se convierte en un vasto depósito del
calor.
Mi mano enlodada temblaba al recoger mi
llave inglesa. Había observado cómo trabajaban aquellas dos bombas,
una dirigiendo la otra. En aquel momento era el hombre más feliz
del Universo. Las ruedas iban girando. Tenía una fuente de fuerza
motriz. Ya, incluso con mi máquina en su estado primitivo, los
motores eléctricos que había dejado conectados con las bombas,
actuaban como generadores y marcaban cierto voltaje en mi
contador.
Fuerza.
Fuerza en forma más flexible y más práctica
que el fuego. Fuerza magnífica. Con esto me parecía que lo podría
hacer todo.
El sol iba despacio hacia el ocaso y, como
las sombras se alargaban por la llanura vacía, cada pequeño hueco y
cada declive de la tierra, se convertía en un hoyo de obscuridad,
la máquina se disponía a descansar moviéndose cada vez más
lentamente hasta que, por fin, se paró. Poco me importaba.
Funcionaba y. cuando me refugié en mi departamento cerrado del
cohete, me sentí lo bastante tranquilo para atreverme a usar mi luz
libremente y usar mi batería de fuerza para guisar mi comida. Muy
tarde en la noche, me encontré sentado encima del camastro,
envuelto en una manta, a decir verdad, sentado y mirando con cierta
admiración mi propia mano, mi mano derecha en la cual, sin ningún
motivo ni razón, conservaba mi llave inglesa.