IX
GASTÉ aquellas horas matutinas
arreglando mi máscara. Costara lo que costase tenía que descubrir
lo que había en el exterior. Cogí la botella de oxígeno de la
escafandra estropeada y la conecté en forma que las reservas de la
nave la cargaran de nuevo. De vez en cuando, interrumpía
ansiosamente mi trabajo para ir a mirar si aparecía la luz de la
aurora en el trozo de paisaje visible a través de la pequeña
ventana. El cristal estaba empañado por dentro. Cuando apareció la
luz, había como una capa de escarcha sobre el suelo.
Pensé que, mientras el sol no estuviera más
alto, era mejor que prosiguiera el trabajo que había empezado en la
escotilla. Tenía que simplificar su mecanismo de cierre para que
pudiese salir tranquilamente. No era nada agradable trabajar entre
escombros, de modo que decidí poner en orden cuanto había en la
nave para saber exactamente con qué recursos contaba. Pero, hasta
que pudiese salir y echar una ojeada al mundo, me sentiría como un
ratón en su ratonera. Trabajaba desesperadamente, estimulado por
todas las preguntas que me hacía y no podía contestar; pero a pesar
de todo, el arreglo me tomó más tiempo del que había creído.
Al amanecer puse mi reloj a las seis en
punto y desplacé ligeramente el dispositivo regulador hacia el
«atraso» para convertir mi día de veinticuatro horas, en un día de
veinticuatro horas y media. Mi reloj señalaba las once cuando hube
acabado de reparar mi máscara y pude dedicarme a trabajar.
Pensaba en todo, especialmente en cuanto
había reflexionado respecto al aire.
La cosa estaba dispuesta: de pie en la
semiobscuridad del interior del cohete, me daba cuenta de la suerte
que me esperaba. Algunos planetas, como Júpiter y Urano, tenían
atmósferas de amoníaco. De nada serviría a un hombre enriquecerlas
con oxígeno, si las respiraba una sola vez. Pero, ¿es que yo podía
escoger? No había estrellado mi nave en Marte, para permanecer
encerrado en ella.
Me arrodillé rápido para penetrar en la
escotilla que se encontraba en un plano más bajo. Me decidí tanto
por claustrofobia y por miedo de lo que pudiera encontrar, como por
la esperanza y la expectación que sentía. Pensé, sobre todo, aunque
con cierta ironía, en el momento histórico que estaba viviendo.
Realmente era un momento histórico el de abrir la puerta interior y
meterse por el agujero. Por la inclinación en que estaba la
escotilla me dije que la puerta exterior estaría justo, justo, a
ras de tierra. Después que di la vuelta con dificultad y que cerré
la puerta tras de mí, sólo tenía que tirar hacia mí la manivela,
para convertirme en el primero hombre que pisara el suelo de
Marte.
Me encontraba a obscuras. Tenía la
empuñadura en mi mano y dudé un instante. Tiré de ella. No puse los
pies en Marte. Caí encima de Marte a consecuencia de mi impulsivo
empujón.
La luz me cegó. Mis ojos no estaban
acostumbrados a ella después de la semiobscuridad que reinaba en la
nave.
La tierra era sólida. Una superficie
polvorienta y guijarrosa, debajo de mis manos y mis rodillas.
¿Tenía que nombrar aquello «marte» en lugar de tierra? Estaba
rodando por ella e intenté levantarme; pero tropecé con la pared
inclinada de la nave.
¿Cuál fue mi primera, mi inmediata reacción?
Miedo. Miedo porque, instintivamente, al caerme, respiré con
fuerza. Este aire no olía igual que el de la Tierra ni tenía el
mismo sabor. Era lo bastante distinto para cambiar mis temores
imaginarios en hechos concretos. Absorbí el oxígeno de mi tubo y
esperé los sufrimientos que anteceden a la muerte. Solo pensaba en
respirar y, por esto, cuando caí de bruces, me atreví a tomar una
bocanada de aquel aire que debía estar compuesto con bastante
nitrógeno y otros gases inertes.
Quise ponerme de rodillas. No estaban
agarrotadas. En cuanto me aseguré de ello, me dispuse a salir de
debajo la curva de la nave. Mientras mis ojos se adaptaban, me
contemplé a mí mismo: estaba impaciente por maravillarme y, a un
interés salvaje, se mezclaba una aguda desesperación.
Lo maravilloso llegó porque, en mi primera
impresión abrumadora, vi que la plana llanura no era una llanura.
Para contemplar aquella tierra, sobre la cual me encontraba, me
hacía falta aclarar aquellas impresiones que se convertían en parte
de mí mismo. Cuando, en la Tierra, se ve el horizonte a dos millas
de distancia, se descubre que la Tierra no es plana, sino que tiene
forma convexa. Cuando un hombre está de pie, el horizonte, sobre la
Tierra, se sitúa a unas cinco millas. Este horizonte estaba a nivel
a dos millas de distancia, y la tierra era plana.
El interés salvaje apareció cuando, después
de haber echado una ojeada al horizonte, miré hacia el suelo y vi
una flor. Era tanto lo que esto significaba que no me atreví a
comprenderlo inmediatamente. Registré solamente que, delante de mí,
justo detrás del hueco producido por la nave al chocar en el suelo,
había una extensión verde fibrosa, con una pequeña flor encamada en
su mismo centro, que tenía una forma parecida a la anémona. Mi
mente dijo: ¡vida! Luego vino el descorazonamiento, conduciéndome
rápido hacia la aguda desesperación.
Había adivinado lo que podía esperar; pero
su evidencia me hirió como un porrazo.
Había visto desiertos. Había vivido en
Woomera y, desde allí, había volado hacia el Irak. Conocí sus
desiertos que, en general, no eran más que grandes acumulaciones de
arena. Conocí allí a un tipo de hombres que, si tenían un rebaño de
cabras, podían vivir en el desierto con un promedio de diez millas
cuadradas de extensión. Pero no se me alcanzaba cómo podría vivir
yo sobre aquella extensión pedregosa y polvorienta, con sus
pequeñas y esparcidas flores, aunque pudiera disponer de todo el
planeta y éste estuviera cuajado de ellas para divertirme.
Tanta vaciedad y desolación era algo
demasiado terrible, de modo que me volví y miré al cometa que había
abandonado. Pero tampoco allí hallé ninguna esperanza; sólo un
milagro podía hacer que pudiera huir lejos. No sólo la cola del
cohete naufragado estaba completamente perdida, sino que el resto,
no sólo estaba torcido, agrietado y doblado, sino que se encontraba
raramente aplastado. Únicamente el sitio donde yo había
permanecido, es decir, una décima parte de la totalidad, la más
alejada del golpetazo, se había conservado casi intacta.
Volví a apartar la vista del cohete y miré
la llanura.
Había otras flores. Las iba descubriendo,
separadas unas de otras por distancias variables, pero nunca
inferiores a una yarda. Di unos pasos hacia adelante y me arrodillé
para contemplar la primera que había encontrado.
Era una especie de raíz, con zarcillos
infinitamente suaves y finos, verdes cuando estaban esparcidos
sobre la tierra, corriendo en todas direcciones. Aquella planta era
una delicada tela de araña, con una única flor en su centro. Cierto
que no existía nada igual en la Tierra, y era algo muy distinto de
los líquenes primitivos y de los musgos que se había supuesto que
constituían la flora de Marte. Lejos de ser de forma primaria, era
una flor altamente desarrollada.
Inclinado sobre ella, pensé: ¿una flor?
¿abejas?
Miré en todas direcciones alrededor de la
llanura. No pude distinguir ningún indicio de insectos voladores y
no supe qué pensar. Las abejas no viven en las grandes alturas y no
pueden volar en el aire rarificado. La carencia de oxígeno no
permitía, seguramente, la existencia de ningún animal
verdaderamente activo, al igual que la escasez de humedad hacía las
plantas raras y con raíces ampliamente esparcidas.
Algo se me ocurrió; pero se me olvidó en
seguida. Inclinado como estaba pude notar que algo se movía a mi
derecha. Miré con mayor atención. Estaba equivocado al creer en la
inexistencia de una vitalidad móvil. Había un insecto. Largo de
seis pulgadas, todo piernas y con la forma aparente de una araña,
con un pequeño pero gordo cuerpo. Me pregunté cómo no lo había
visto antes, habida cuenta del grosor de su cuerpo que, además, era
de un rojo brillante. Entonces noté la lentitud de sus
movimientos.
Estaba apoyado contra una flor, dentro de
cuya corola había introducido una larga trompetilla. Chupaba como
una abeja. Pero, cuando dejó la flor para encaminarse a otra, vi
que se movía como un animal terrestre a pasos muy lentos. Sólo una
criatura cuyo metabolismo fuese de gran lentitud podría moverse
así. Y sólo una criatura sin enemigos, podría sobrevivir. Estaba
contemplando la vida en Marte. Puede que la única vida en
Marte.
Me levanté ¿Qué me había ocurrido cuando
contemplé el insecto? Algo... algo sobre la planta. No pude
recordarlo. Anduve un poco, alejándome más del cohete, cambié de
dirección y miré el horizonte. Di la vuelta al cohete y volví a
mirar. Hacia el oeste había montañas bajas, como dunas. Aparte de
esto, en todas direcciones, todo era llanura. Y el horizonte se
extendía hermético a mi alrededor. En cualquier dirección no vi más
que tierra que podía cruzar en menos de una hora andando.
¿Qué iba a hacer? ¿Dedicarme al cohete, o
explorar a través de la llanura? Permanecí un momento indeciso y me
di cuenta de que mi respiración era profunda, pero segura, a través
de mi máscara.
Vi otro insecto que se movía con la misma
penosa e inevitable lentitud que el primero. Era todo cuanto se
presentaba en mi campo visual: las flores, que debían crecer con el
relente de la noche sobre la tierra agrietada y los insectos que
las succionaban Tenía que averiguar si había más cosas que
ver.
Desesperado me dirigí hacia el oeste Andando
en esta suave atmósfera, me sentía enredado por el movimiento de
mis propias piernas, como si fueran más largas de lo necesario,
como si volara a zancadas. Era lo mismo que los insectos, pensé. La
cantidad de energía que ellos empleaban debía de ser increíblemente
pequeña. Y, en consecuencia, la cantidad de combustible que
quemaban para su alimento en este aire débil y pobre, debía ser
mínima. Por esto eran pequeños y lentos. Supongamos que cojo uno de
ellos y le administro un soplo de oxígeno. ¿Saltaría como una pulga
de las de la Tierra o, tal vez, se encogería para morir? De nuevo
intenté recordar el pensamiento que se me había ocurrido a
propósito de las plantas y no lo logré. Era algo, seguramente,
sobre la naturaleza de la vida en Marte.
Me acerqué a las pequeñas dunas con una
rapidez sorprendente. Encontré, sólo, las mismas plantas, las
mismas especies, en todo el trayecto. Había cierto orden en su
distribución sobre el suelo. Sobre el ras del suelo, o sobre las
pequeñas pendientes, al norte y al sur, estaban colocadas con
regularidad, cada una a cuatro pies de la próxima. Sobre los
declives del este, el espacio era más amplio. En los huecos y en
las pendientes que daban al oeste, las flores eran evidentemente
más grandes. Estaba pensando en esto, cuando vi un nido de
insectos.
Naturalmente, ya había pensado que tenían
que tener nidos. Como las abejas en la Tierra. Pacían durante el
día y se retiraban por la noche. En la Tierra, las flores, sólo
podían ser libadas por los insectos voladores. Aquí, nada crecía
hacia lo alto, las flores no sobresalían más de media pulgada del
suelo y los insectos podían alcanzarlas fácilmente. Era como si la
función de las abejas en la Tierra, fuese aquí ejercida por las
hormigas. No habiendo pájaros en el cielo, habían podido
desarrollarse y hacerse más grandes.
El nido era un montículo de tres pies de
alto, con una abertura en la cúspide. Despacio y penosamente, un
insecto subía mientras otro estaba descendiendo. Me estremecí.
Pensé que tales nidos podían ser una reserva de miel, y me imaginé
comiéndola...
Miré hacia atrás para contemplar mi pavesa.
Tenía que andarme con cuidado. Casi la había perdido de vista. Ante
mí, la pequeña colina, no era más que un montículo de arena rocosa
completamente estéril. No era en realidad una colina, sino una
minúscula protuberancia de piedra sobre el polvo.
Al subirla me hice una advertencia. Sentí
que mi respiración se hacía más frecuente, observé una rara
debilidad en las piernas y noté cierta carencia de voluntad en la
mente. Como tomaba oxígeno al inhalar, pensé que debía haber andado
con mayor facilidad en aquel planeta. La presión era demasiado
baja. Si quería sobrevivir, debía adaptarme a la lentitud
marciana.
Desde la cima contemplé la llanura infinita
que se extendía a mi alrededor. En todo el espacio, que podía
abarcar unas diez millas, todo el suelo aparecía fantásticamente
rojo, sembrado de las pequeñas flores. Ningún cambio. No veía nada
nuevo. Sólo un agradable valle que creía debía encontrarse a unas
dos millas de distancia. Allí, la vegetación me pareció más espesa.
Pero nada me hacía pensar que allí podría encontrar nuevas especies
de plantas ni otra clase de seres.
Volví hacia el cohete. Al volver, de
repente, me acordé de lo que había pensado a propósito de las
plantas. Se trataba de las raíces fibrosas, de su distribución
sobre el suelo. Su limitación era debida a la escasez de agua. La
escasez de agua producía más efecto sobre las plantas que la
escasez de aire. Hasta en los desiertos de la Tierra crecían más
cosas. Y, en la Tierra, unas plantas como éstas serían comidas
enteramente por los lagartos, por los activos y voraces insectos,
por el ganado, por las cabras y los corderos. Y la razón de que no
existieran en Marte tales animales, era la carencia de plantas que
proporcionaran oxígeno a la atmósfera.
Dudé de que hubiera otros animales activos,
aparte de los insectos que había visto. Si los había, se comerían
las plantas y despojarían al planeta de todo su oxígeno.
Reflexioné.
Era curioso, me dije, que hubiese dejado la
Tierra sin darme cuenta de que era sólo la preponderancia del agua
lo que había hecho posible la exuberancia de las plantas sobre los
animales, siendo así que, el agua, no era suficiente para el
alimento de las bestias. Incluso en la Tierra, cuando el agua no
era bastante, las plantas eran eliminadas por los seres de sangre
caliente que se comían cuanto vivía, antes de morirse. El agua era
la llave de la vida en Marte. La presión actual de aquel aire
inerte, era suficiente. ¡Pero agua! Pese a la amonestación que me
había hecho, no pude evitar la prisa para volver a mi cohete.
Di la vuelta a la cola. Volví la vista y
contemplé a lo largo la zanja que la máquina, al chocar contra la
llanura, había abierto. Allí no había más que desperdicios
retorcidos y en desorden. Pero ¿dentro? Por un boquete penetré en
el estropeado cascarón. Había un tanque de combustible, todavía
intacto. Uno de los muchos que habíamos utilizado para nuestra
puesta en marcha. En la obscuridad, empecé a trepar por las puntas
afiladas del retorcido metal. Vi el tanque de oxígeno líquido que
sabía que tenía que estar allí. ¿Pero agua? La habíamos usado, y no
sólo para los usos domésticos y la cocina. Había sido elemento
esencial en nuestro consumo de combustible, para limitar la
temperatura de las cámaras de combustión. Allí tenía que haber un
tanque de un millar de galones. Tenía que estar allí.
Mi corazón temblaba mientras trepaba entre
las vigas retorcidas y las máquinas hechas trizas. Tuve que
agacharme, utilizando mis manos y mis pies, para subir a través de
los boquetes y atisbar entre las sombras obscuras. Igual que un
buzo que inspecciona un cascote naufragado, temía quedarme cogido
dentro. Pero el temor de que se terminara mi oxígeno mientras me
encontraba encerrado en esta parte del cohete, estaba compensado
con la esperanza de encontrar agua. Aunque parezca extraño,
conservaba cierta fugaz esperanza. Era como si me supiera hechizado
y que allí estuviera cuanto me hacía falta.
Entonces, confusamente, no encima de mí como
esperaba, sino debajo, vi el tanque. Me detuve y quedé
horrorizado.
Incluso desde donde me encontraba, pude
notar que estaba hendido. Había sido colocado en aquella parte del
cohete que sufrió el mayor embate cuando el topetazo final.
Me deslicé hasta él y no me sentí satisfecho
hasta que hube levantado su tapadera y metido la cabeza en su
interior.
La luz que penetraba por las rendijas era
bastante para convencerme de que no había nada en su fondo: sólo
una ligera capa cenagosa.
No sé el tiempo que permanecí allí
rehaciéndome de mi sorpresa. Estaba como atontado. Después del
accidente, de mi llegada a Marte, del aterrizaje y del
descubrimiento de un sistema para poder respirar y moverme, me
parecía imposible que, ahora, pudiera encontrarme sin el elemento
que había decidido que era el más importante para sobrevivir en
aquel árido planeta.
Yo ya me había forjado una imagen de cómo
viviría en definitiva, con plantas que crecerían bajo la escarcha,
supliendo los alimentos y el oxígeno que todo hombre necesita para
subsistir. Es verdad que ya me había dado cuenta de que surgirían
muchas dificultades. Puesto que en Marte no existía el fuego,
habría que superar muchos problemas, cuando quisiera iniciar
cualquier manufactura. Pero, para esto era yo un hombre hábil e
ingenioso que deseaba y podía sobrevivir.
Pero ahora no había agua. Sólo una poca,
veinte galones tal vez, que se hallaban en el tanque de servicio
dispuesto para la sala de tripulación de la nave.
Aturdido, saqué la cabeza del tanque y me
senté a su lado, entre los restos.
Volví de nuevo a reflexionar. Había visto
las plantas que constituían la vegetación de esta parte del planeta
Marte. Disponía de una amplía superficie de un sistema de raíces
que parecían crecer con el rocío de la noche al posarse sobre el
suelo. En las pendientes de cara al oeste, en las que no daba la
luz más que cuando avanzaba la mañana, eran más espesas, como si
crecieran mejor donde la humedad persistía más tiempo. Donde la
tierra hacía un declive, crecían, comparativamente, en profusión.
Pero allí donde la tierra estaba seca, no crecía nada.
Miré entre mis pies hacia abajo, la
hendidura del cohete por donde se había escapado el agua y casi
pegué un grito. Allí las plantas habían crecido, blancas y tristes
por falta de luz solar, pero con una abundancia que la hacían
parecer a una jungla blanca y enferma.
El agua desparramada había sido absorbida
por la tierra como por una esponja. Las plantas no volverían nunca
a crecer tanto bajo el hielo, como lo hubiesen hecho con aquel
millar de galones de agua si éstos hubiesen durado muchos,
muchísimos días.
Puesto que no disponía de agua no podía
crear un huerto de plantas que crecieran como una espesura. Puesto
que no tendría huerta, pronto desaparecerían dos cosas: la comida y
el aire.
Por un momento creí volverme loco. Era
debido a lo raro de mis reflexiones, los cauces insólitos por donde
ellos fluían, la desolación del interior del cohete y el silencio,
el mortal silencio de aquel terrible, desolado y solitario planeta.
Temí que el oxígeno de mi botella pronto iba a terminarse.
Volví a trepar desesperado para huir de
aquella parte destrozada del cohete. Volví a la escotilla y,
difícilmente, me metí dentro de los compartimientos inclinados que,
por lo menos, me ofrecían un asilo temporal hasta que el pequeño
fluir constante del oxígeno desapareciera también.