XXVI
CUANDO lo tuve todo dispuesto
para dedicarme al vagabundeo, se habían terminado mis
preocupaciones. Había hecho meticulosamente mis preparativos.
Buscarse la vida por la extensa superficie de Marte, entre peligros
desconocidos y luchas insospechadas, abandonando el cohete que
había sido mi hogar y el depósito de todos mis materiales, no era
cosa que pudiese decidirse precipitadamente.
Miré a mi nueva máquina que trazaría un
nuevo surco en el suelo. Para cualquiera que desconociera su
origen, podría parecer improvisada como el producto de un trabajo
de náufrago efectuado con toscos utensilios. Pero para mí,
satisfecho de su ingeniosa fuerza, era algo tan distinto de lo que
había sido mi triciclo, como lo hubiese podido ser un bote
comparado con la balsa improvisada que había construido Crusoe con
los restos de su naufragio.
Poco dejaba en el cohete, convertido en una
cáscara vacía. Gracias a la fuerza que había descubierto, soldé
algunas placas a mi vehículo. Con extremo cuidado había modificado
el carburador, construyendo un verdadero motor de explosión,
gracias a la mezcla del petróleo y el cristal. Ahora, el motor de
explosión estaba incorporado a mi vehículo, convirtiéndose en su
elemento principal y en una fuente de energía.
Podía elegir entre rodar encima o dentro de
mi artefacto. No había otra limitación que la del peso que podrían
soportar las ruedas y las pistas, dentro del ligero campo de
gravedad de Marte. Me parecía más práctica la forma de vehículo
abierto. Había resuelto lo más importante que consistía en
establecer el equilibrio gracias a un centro de gravedad bajo. Por
esto el vehículo debía ser bajo puesto que, de haberlo hecho alto,
podría volcar al más ligero desvío o al realizar un viraje.
Rondé alrededor del cohete, buscando si
había algo más que llevarme como reserva y que pudiese serme útil.
Luego volví hacia mi vehículo, observando con sumo cuidado todos
sus detalles, hasta que me decidí a darle mi visto bueno.
Entre los ejes había colocado las tinajas
fabricadas para guardar los frutos, cuando me figuraba que tendría
que convertirme en agricultor y no en cazador. Llenas y bien
cerradas contenían el combustible en el que había disuelto, por
entero, mis reservas de cristales. Puse, en la forma que pude,
muelles en las tinas, para evitar el traqueteo de la máquina. Era
necesario mantener la estabilidad de la mezcla.
Tras las tinajas, había mis instalaciones de
agua y aire, reforzadas por la electricidad y comprendiendo,
además, una bomba accionada por el motor. Para completar mi
inspección, lo puse en marcha. A tres mil revoluciones, la bomba
empezó a funcionar. Examiné los termómetros y los manómetros de
presión. Salió primero el agua y pasó mucho tiempo antes de poder
conseguir que apareciera el aire líquido; pero lo conseguí.
Controlada la presión y cerciorado de que el tanque de aire estaba
lleno, paré el motor.
Encima de las tinajas, sobre bandejas
protegidas por un toldo, dispuse mis reservas alimenticias. Me
parecieron lamentablemente escasas. Precisamente ésta era la causa
de que yo marchara hacia lo desconocido.
El asiento para el conductor consistía en un
banco sobre la batería. La conducción era mecánica y no muy buena,
bien que yo esperaba conducir mi máquina por largas y rectas
carreteras. Los controles eran eléctricos y consistían en
resistencias y enchufes en los motores. Como una caricatura humana,
sobre el asiento, se mantenía mi escafandra que revestiría durante
la noche: su mascarilla estaba conectada a la reserva de
aire.
Pasé por detrás de la máquina y contemplé mi
equipo. Había cogido todo cuanto pude imaginar que me sería de
utilidad. Constituía un fardo alto y ancho. Si tropezaba con arenas
movedizas o con un terreno demasiado duro, todo aquello podía
volcarse.
Volví la cabeza para contemplar los restos
del cohete. Yo había confiado en vivir allí, dedicado tranquilo a
la agricultura y a la construcción. No era culpa mía si no podía
vivir en Marte de este modo. Sentí una especie de amargura viendo
todo aquel acero y todos aquellos compartimientos cerrados. Hasta
entonces, permanecer allí, me había parecido el mejor medio para
seguir viviendo. Pese a todos mis preparativos y precauciones, me
inquietaba mi suerte si llegaba a encontrarme desprovisto de algo
indispensable que pudiera hallarse dentro del cohete. Pero ya era
casi mediodía y monté a bordo. Me quité la mascarilla que llevaba y
me deslicé en la otra, en la que estaba sujeta a la máquina. Puse
mi cilindro portátil de oxígeno en el bastidor que a tal fin había
construido, para que estuviera siempre a mi alcance, y lo conecté
con el tanque de oxígeno a fin de cargarlo.
Accioné el conmutador que disparaba el
motor. Lo dejé funcionar un momento y luego miré el indicador de
voltaje. Tanteando estiré el contacto del motor y empuñé la barra
de dirección en el momento en que el vehículo inició su
movimiento.,
No volví a mirar hacia atrás, hacia el
cohete. Hubiese sido tan fútil como si mirara al firmamento en
busca de mi planeta Tierra. Desde luego, después de rodear mis
viejos trabajos y escombros, inicié el camino hacia el sur, a
través de las llanuras de Marte. En algún sitio, situado en aquella
dirección, marchando a quince millas por día, tenía que encontrarse
la oleada de la vida marciana. Habían transcurrido días y semanas
desde que las raras criaturas vinieron hacia mí. Tendría que seguir
hasta el ecuador y más allá todavía.
Aquel era el sistema de vida propio de aquel
planeta. Un hombre no puede adaptarse a su uso lo que le rodea, si
antes él mismo no se adapta a la vida local.
Más tarde podría volver; pero no antes de
que hubiese intentado de nuevo algún sistema de inteligencia con
aquellas criaturas que, fisiológicamente, me eran superiores. En la
parte delantera de mi máquina, junto a mi primoroso sillín de
muelles, había instalado mi única y potente bombilla. La ensayé
mientras corría, pero la desconecté de nuevo. No podía arriesgarme
a que se me fundiera: pese a que había logrado construir vehículos,
bombas e instrumentos, pese a todo mi ingenio, no había sido capaz
de fabricar una bombilla eléctrica. Nunca lo logré y me sentía
derrotado pensando en mi fracaso, cada vez que intentaba construir
un artículo que podía encontrarse sin dificultad en cualquier
almacén de saldos de la Tierra.