VII

 

SILENCIO, peste de aceite y obscuridad.
Yo era como el viajero de un submarino, el último superviviente encerrado entre la maquinaria del barco, a la deriva en un océano lechoso y desconocido.
Yo era un aviador, tumbado, sumergido en el terror después de un descenso en barrena. De un momento a otro estallaría la explosión. Para cualquier reacción era demasiado tarde.
Creí sentirme acostado de un lado y desprovisto de mis correas. No podía ver nada. Todo era una absoluta y bochornosa obscuridad. En algún sitio cayó un objeto, sembrando el terror dentro de mis huesos. Produjo un sonido débil y sonoro.
Estaba en Marte. Ahora lo recordaba metido en una nave destrozada. A mí alrededor se extendía un mundo ignoto. Estaba en presencia de peligros innumerables. Mi conciencia iba y venía y mi valor daba vueltas. ¡Había triunfado! ¡Estallé, pero seguía viviendo!
La nave no podía ser que estuviera de pie después del topetazo que había tenido que soportar. Lentamente, pero inevitablemente, el aire debía estar escapándose de ella. La asfixia no podía tardar y con ella la muerte. Esto no era más que un descanso antes de la total confusión: una pausa que antecedía al terror final.
Enredándome con mis ataduras intenté ponerme en movimiento. Vi un rayo de luz que procedía de debajo de mi. Venía del boquete de una tronera de la nave, medio enterrada en el suelo. Esto me recordó lo angustioso de mi situación. Peleando con las correas, empecé a desatarlas y acabé por librarme de ellas. En el momento de soltarme, seguro que me caí. Pero ¿sobre qué? ¿Es que era posible que me habituara a aquella obscuridad, cuando mi mundo, mi pequeño mundo, tomara forma a mí alrededor?
¿Mi alrededor? Me pareció que el cohete estaba inclinado descansando sobre un costado. ¿Qué había debajo de mí? ¿Cómo podía saberlo si mi cabeza estaba dando vueltas? Era un naufragio. No había más que pavesas en todos los compartimientos.
Volví a luchar conmigo mismo ante el temor de una catástrofe inminente. En aquel momento me di cuenta de que, en Marte, no podía encender fuego.
Me incorporé suavemente algo más tranquilo. Había aterrizado en Marte. Ni bien, ni mal. Seguía viviendo entre los escombros de mi nave. La habitación presentaba las apariencias de un verdadero naufragio. En aquel momento estaba de pie, apoyado en el borde de una de las literas. Pese a todos los demonios del infierno que me lo impedían, era necesario moverse, hacer algo. Trepé, me deslicé y, entre trompicones, acabé por llegar hasta la tronera empotrada en el suelo. Saqué la cabeza y miré con ansia hacia el exterior. Pero estaba incrustada diagonalmente.
Recurrí a la lente del periscopio que me había servido para aterrizar. Sólo percibí una luz opaca, obscura, porque sus lentes se habían rajado. Pude centrar los focos y percibí una llanura estéril.
Me senté en el borde de la litera. ¡De modo que, aquello, era Marte! En el exterior se extendía un paisaje ignorado, con menos aire encima que la cumbre del Everest en la Tierra. Ignoraba si mi llegada se produjo de amanecida o al atardecer. Aguardar la presencia de algún signo de vida era soñar demasiado. Puede que no hubiese. Había leído que los colores cambiantes de este planeta eran debidos a los cambios en la cristalización de las rocas.
Me hallaba confinado en el interior de los restos de mi naufragio. En aquellos momentos era inaudito pensar que el cohete era algo comparable a un vehículo.
¿Por qué había aterrizado allí? ¿Qué había esperado salir ganando, aun en el caso de que hubiese sido un éxito total si, en realidad, sólo era un parcial fracaso?
Sentado en medio de la obscuridad de mi estropeado departamento de control, me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lo único que ocurría era que persistía una especie de sentimiento de esperanza y de potencia, fuera de toda razón.
Noté una sensación de peso. La tirazón constante de la atracción de la gravedad sobre todo cuerpo sólido.
Cogí los almohadones de una de las literas y los extendí sobre el suelo. Me puse a pensar.
Me encontraba situado en un mundo no desprovisto por completo de aire, a tal distancia del Sol que podía hacer peligrosa la temperatura si no fuera por la diafanidad del aire y la ausencia de vientos. En realidad no podía exponerme a salir de noche. Pensé que, seguramente, disponía de aire bastante y de suficientes alimentos para esperar algún tiempo. Me encontraba en el que había sido el compartimiento superior del cohete. Si los compartimientos inferiores, hasta llegar a la segunda carlinga, estaban intactos, podría disponer de una escafandra y utilizar una escotilla de salvamento. Pero había que andar con mucho tiento y no cometer ninguna temeridad. Cualquier error sería irreparable.
Pero ¿es que en estos momentos estaba pensando en vivir en Marte?
Pese a todo, así parece.