I

 

AQUEL puesto de lanzamiento, situado en Woomera, alrededor del cual habitábamos todos en barracones de estaño, no se parecía en nada a un campamento militar de los tiempos de la primera guerra mundial. Es verdad que había cráteres producidos por alguna explosión o por inesperados cañonazos; pero eran cráteres hechos en la tierra dura y no en el barro. Cierto es que, a la madrugada y al anochecer daba la impresión de que, los descarnados y ennegrecidos postes metálicos dominaban todo el paisaje y no faltó por lo menos un hombre que decía ver en ello cierta belleza y quiso reproducirla en un cuadro que esperaba ver, un día, colgado en la mismísima Tate Gallery de Londres.
Ignoro si llegó a terminar su cuadro. Lo que sí sé es que no pasó mucho tiempo sin llegar a obtener un permiso para ir a cuidarse en una clínica psiquiátrica. Él hablaba siempre de la soledad y el silencio, de la impresión que le ocasionaban los cohetes, en aquellos tiempos en que se disparaban a bombo y platillos. Lo cierto es que la soledad del desierto se apoderaba de su ánimo debido al paisaje que se adivinaba tras las empalizadas.
No todos eran como él. La mayor parte de los hombres se quejaban de la luz del sol que descendía, día tras día, sobre los techos de estaño, desde lo alto de un cielo bruñido, sin nubes y ventoso. El viento levantaba el polvo y, el polvo, hacía que, algunas veces, el sol apareciera verdoso, con el tono verde-gris del cobre. Todos estábamos de acuerdo en que, nuestra posición, hubiese sido más soportable si dispusiéramos de la cantidad de agua necesaria.
Mirando el desierto hacia el oeste, impresionaba pensar que, en millares de millas, no se encontraba un solo ser humano. Solamente torres de radar, cada centenar de millas, para mensurar el vuelo de los cohetes.
Yo acostumbraba a recibir, por lo menos, dos cartas de mi madre y ninguna otra. Ella me preguntaba de qué podíamos hablar en un lugar tan vacío y desolado como el que yo le describía. Le contestaba que había mucho que hablar y que escuchar sobre velocidades de escape, combustibles, metalurgia, de las cámaras de combustión, trayectorias y desplazamientos causados por los cambios de dirección en las grandes alturas. Hubiera podido hablarle de muchas más cosas; pero eran de carácter técnico y pensaba que ella tampoco podría comprenderlas.
Yo no estaba loco; a las seis semanas de estar allí comprendí que tenía que elegir entre adaptarme a vivir en medio de aquellas cosas, en compañía de barbudos profesores de universidad, de matemáticos embutidos en sucios shorts, de químicos que cubrían sus calvas cabezas con sombreros de paja y de físicos de pelo en pecho, o empezar a lanzar alaridos. Mucho se podría contar sobre los que aullaban, antes de decidirse a pintar sus extravagancias o a escribir para aprender, por correspondencia, cómo se toca el oboe. Se paseaban con una cara tristísima y, cuando se intentaba hablarles de algo interesante como, por ejemplo, la nueva fórmula comparativa del peróxido-nítrico-ácido, te volvían las espaldas y se alejaban como si hubiesen visto el diablo tras de ti. Los que así se portaban, desaparecían pronto. En Woomera sólo había una cosa que mantuviera a los hombres sanos, y, esta cosa, eran los cohetes.
No pueden ustedes imaginar como, estos hombres, se emocionaban profundamente con los cohetes; quiero decir hablando de la diferencia que existía entre uno y otro cohete. Pero nosotros, cualquiera de los que durante seis o más meses hemos vivido aquí, nos encontrábamos en un estado casi permanente de revuelta. Estaban los americanos con sus investigaciones de altos vuelos, con sus Departamentos de Medicina del Espacio; el ejército de los Estados Unidos con sus laboratorios volantes y sus experimentos con ratones y monos. En cambio, nosotros, permanecíamos atados al control terrestre y sólo se nos permitía lanzar un cohete detrás de otro todo a lo largo de la línea. Claro que me figuro que esto también nos ayudaba. Nada cura tanto a los hombres como sentirse profundamente interesados por algo y se ponen enfermos cuando están aburridos.
El Gobierno lo ignoraba; pero casi la mitad de los cohetes que se lanzaban a lo largo de la línea, llevaban hombres en su interior. Las muertes que acaecían —que fueron pocas— se registraban siempre como «deficiencias en el equipo a causa de la escasa financiación». Esto también era verdad. Si hubiésemos tenido un Wing de la R.A.F. para ayudarnos en el vuelo inicial y una financiación proporcional a la que tenían los sabios atómicos, hubiésemos llegado a la Luna antes de que los americanos lanzaran su satélite artificial.
Por si el lector lo ignora, diremos que, los americanos, lanzaron su satélite artificial en 1954. Ha ido dando vueltas por el universo a una distancia de mil millas y, su objetivo, consiste en actuar como una estación de radar cuyas señales se utilizarían para dirigir bombas volantes contra Moscú, proyecto, por otra parte, muy difícil de realizar debido a la curvatura de la Tierra. En el momento en que estoy escribiendo, las noticias del satélite han empezado a filtrarse entre nosotros. Hasta ahora, sólo habían tenido conocimiento de ello los rusos, que habían iniciado un examen detenido y sistemático hacia cada posición del firmamento desde el año 1949, a base de un potente telescopio y del radar. Su satélite artificial fue colocado en órbita en 1955, cruzando los Estados Unidos por el paralelo 49. Su situación no se había publicado en absoluto y se habían tomado todas las precauciones para que esto no ocurriera, ya que tales hechos se consideraban todavía como secretos militares en el momento en que yo abandoné la Tierra.
En Woomera estábamos inquietos y encolerizados. Nos comparábamos con Drake y Raleigh y los ministros isabelinos. Ellos también, cuando la presa consistía en un Nuevo Mundo, habían tenido que competir con naciones que podían gastar millones y dedicar veinte años a planear, organizar y equipar sus grandes armadas. Ellos también habían tenido que trabajar con un presupuesto escaso y no permitieron que su propio Gobierno conociera la mitad de lo que deseaban y planeaban. Todo ello nos convertía en salvajes. Teníamos construidos dos grandes cohetes, capaz cada uno de salir de la Tierra a una velocidad inicial de siete millas por segundo y algo más que guardábamos para el regreso. Teníamos que mantenernos en el espacio durante un año con el equipo fotográfico astronómico adecuado para tomar rápidas fotografías de la Luna mientras girásemos a su alrededor.
Sólo después que las noticias sobre los satélites se filtraron a través de los círculos militares llegando hasta los jefes de la Plana Mayor, obtuvimos un telescopio decente con un reflector de cinco pies y un aparato de radar de un millar de kilovatios por vibración.
En cuanto al proyecto M. 76, que es de lo que quiero hablar, el único medio que se le podía ocurrir a cualquiera para esconderlo a las miradas investigadoras de nuestros visitantes políticos, a los empleados de hacienda y a nuestros propios y estúpidos guardas de seguridad, consistía simplemente en emprender un proyecto hidráulico, excavar un pozo artesiano, construir una torre de elevación de aguas, abandonar el pozo porque estaba seco y luego esconder el proyecto en la torre. ¿Por qué otro medio podía esconderse un cohete erguido, de doscientos pies de alto y con un diámetro de cincuenta y seis pies en su base?
A veces llegábamos a ponernos furiosos. Los mejores cerebros de las dieciséis Universidades del Imperio iban a desgastarse porque ninguno llegaba a comprender, por mucho que se lo explicaran, la causa por la cual nosotros necesitábamos tanques de trescientas toneladas de oxígeno líquido para cohetes cuyo peso máximo se suponía por los alrededores de las treinta toneladas. Recuerdo al barbudo profesor Maxwell, con una tuerca en la mano y manchas de aceite en su cara, con sus shorts aguantados por la vieja corbata del colegio, con las espaldas despellejadas por las quemaduras del sol, levantando los brazos y clamando al cielo:
—¡Dadme el cruel metal y, con estos diez dedos, construiré lo necesario!
Lo logró, casi. Por lo menos llegó a inventar y luego a construir un equipo de soldadura de aluminio. Gracias a ello llegamos a desmontar tanques de treinta galones de acero y aluminio y los reconstruímos tal y como los necesitábamos, en planchas superpuestas, como si se tratara de tablones de madera.
A medida que el proyectado M. 76 crecía dentro de su enmascaramiento de la torre elevadora de aguas, iba temiendo que fuese descubierto. Cuando se terminó, no existía ya ningún matemático en el campamento que se hablara con otro matemático. Cada uno tenía su propia curva, cada uno había calculado, mezclándolas, las órbitas de Marte y de Venus, asegurando que eran las más convenientes dentro de nuestros límites de fuerza y alcance. Se trataba de curvas que partían tangentes al Sol, se sumergían cayendo como una flecha, se desenfocaban luego pasando por Venus, la Luna y Marte, volviendo hasta alcanzar la Tierra a los doscientos días. Eran órbitas que se iniciaban en espiral, órbitas bonitas, según afirmaban los contrincantes, pero en las que, cualquier nave del espacio, una vez situada en ella, tendría, fatalmente, que estropearse y caer. A mí me parecía que iban adornando al sistema solar con una serie de gallardetes parecidos a los que lucen los bailarines que danzan en una fiesta de año nuevo.
Existía un solo M. 76. Por circunstancias especiales podía sólo existir uno. Luego, cuando el M. 76 hubiese realizado un vuelo satisfactorio y hubiese descendido con fotografías que reprodujeran la vida, sino exactamente las ciudades de Marte, gracias al interés que provocaría en el ancho mundo y gracias a la bandera británica enarbolada en tres mundos, entonces habría llegado el momento para obtener el apoyo oficial para construir un segundo.
Habían sido reservados los dos cohetes de siete millas por segundo. En aquellos, últimos días, cuando ya estaba decidido que debía realizarse la prueba, se les había sacrificado el equipo fotográfico automático sin explicación alguna. Los cohetes tenían que alcanzar la Luna al mismo tiempo que el M. 76 era enviado a Marte porque, en Marte, debía filmarse toda su superficie en el instante en que un 76 se colocara en su verdadera órbita y girara a su alrededor. Una fotografía análoga de Venus sólo nos procuraría nebulosas.
—Cuando pienso — decía Maxwell, de pie dentro de la torre de aguas y mirando hacia arriba la punta del cohete que casi la llenaba por entero—, cuando pienso que si por lo menos hubiésemos obtenido otros tres millones de libras, habríamos podido lograr un desembarco, se me saltan las lágrimas.
Era él quien había vencido entre los matemáticos. Fueron sus planes y su trayectoria los elegidos por nuestro eficiente Comité de Partida y fue él el elegido para pilotar la nave, para navegar en ella y devolverla a la Tierra. Había cierta exageración en esto de devolverla a la Tierra.
Todo aquello me interesaba. Durante seis meses había estado ensayando sillas astronáuticas. Era el juego en que tenía que ejercitarse cualquiera que tuviera la esperanza y el deseo de formar parte del equipo de una 76. Primero cabalgabas en la posición que te parecía favorable y luego había que demostrar lo muy especializado que estabas para lanzarte a la suave carrera que tenia que emprender cualquier cohete. En mis funciones de ingeniero del Consumo de Combustible, había logrado construir uno de nuestros cohetes standard y lo habíamos disparado, a lo largo del campamento en diferentes ocasiones para divertirnos. Le hacíamos dar un doble salto mortal encima del edificio de la Administración y lográbamos que aterrizara cien yardas más allá.
Cuando les vi limpios de los pedazos de cristal que se habían esparcido metiéndose en sus orejas y ocultando sus papeles, me limité a decir:
—Disparo irregular.
Y lo atribuí a un ligero error de los automáticos o de uno de mis subordinados. Tales accidentes no volverían a ocurrir. A menos que fuera con un M. 76. Lo más importante era que la nave llevase un ingeniero del Consumo de Combustible, y, estaba convencido de ello, era necesario que fuese yo mismo. Tal inmodestia tuvo su premio. Después de una noche de deliberaciones, el Comité de Partida publicó sus decisiones sobre la formación del equipo.
Mi nombre era el segundo de la lista, puesto que el primero era el de Esteban Maxwell. Aquella noche me fui al bar y viví, en efecto, una hora de éxito deslumbrante.
Quince días más tarde, siete de nosotros penetrábamos en el cohete y nos tendimos sobre nuestras colchonetas mientras alguien, desde el exterior, apretó el gatillo.