II
VOY a explicar quién soy. Nací
en la ciudad de Manchester en el seno de una familia honorable. Los
tranvías circulaban por delante de mi casa y, a un lado de mi
puerta había un librero y un ferretero al otro. Sobre el estrecho
cristal de la ventana había un rótulo que decía: «James Holder,
tablajero».
Si juzgan ustedes que el hijo de un
carnicero local de una calle de Manchester no pertenece a una
familia honorable, es que no saben nada de Manchester. La clase
media de los tenderos es la parte más firme de la firme clase
media. El padre era dueño de la tienda enteramente, absolutamente,
y sin hipotecas. Díganme de algún almacén, con no importa qué clase
de mercancías, que pueda afirmar lo mismo. Ninguno puede. Son
tinglados financieros y no otra cosa. Mi padre era el propietario
de la tienda y pagaba al contado las reses al peso vivas, o al peso
muertas y, la familia, vivía en el piso de encima.
Pasado algún tiempo, el letrero fue cambiado
y se podía leer: «James Holder e Hijo». Pero el hijo no era yo,
sino Alberto, el segundo, que tenía cierta afinidad con los hígados
de cerdo y un pie izquierdo deformado que le libró de la guerra.
Jim, el pequeño, murió en el Alamein, por chulo. En cuanto a mí, el
tercer hermano, tenía mi propio campo donde arar.
Decidí que mi padre y mi hermano mayor, en
aquella estrecha tienda de carnicero de Manchester, habían acabado
pareciéndose a las blandas y bien alimentadas reses que cortaban.
Yo ya estaba trabajando en la industria de los aeroplanos, después
de haber asistido al Colegio Tecnológico de Manchester, bien que
siguiera viviendo en casa, con mi madre y toda la familia. Todo
aquello me ponía tan violento que, durante una temporada, me hice
vegetariano. Esto sólo a mí podía perjudicarme y, por aquella
época, empecé también a hacer ciclismo.
En Manchester, si haces ciclismo en serio,
más pronto o más tarde te encuentras metido en uno de los clubs
locales. Sería un derroche emplear tanta energía y no intentar
ganar por las buenas una prueba de tiempo récord. Me entrené y
llegué a ganar. Claro que yo no había contado con las consecuencias
de la victoria. Lo que los periódicos de la noche publicaron fue lo
siguiente: «El chico del carnicero obtiene el
éxito de la carretera para el Club de los Vegetarianos».
Alberto me contó más tarde que mi padre no
supo comprenderlo. Estaban vendiendo el doble de la cantidad de
carne que acostumbraban a despachar los martes. La gente llegaba a
la tienda para comprar un cuarto de piltrafas o un par de tajadas,
y, al mismo tiempo, se aprovechaban para hacer toda clase de
humorísticas referencias al vegetarianismo. Como por casualidad
apareció alguien que llevaba, debajo del brazo, un ejemplar del
periódico en forma que el titular resultara bien visible. Éste fue
el origen y el principio de nuestras batallas familiares.
Lo peor de todo es que yo había retrasado la
prestación de mi servicio militar. Podía aplazarlo hasta que
hubiese terminado mi aprendizaje. Hasta entonces seguiría viviendo
con mi familia. Tenía la sensación de que yo sería como una rueda
de molino colgada del cuello del orgullo familiar durante la época
que empezaba.
Por esto pensé que mi padre estaría
satisfecho cuando le mostrase la notificación. Los ingenieros me
comunicaban que, debido a las calificaciones obtenidas, podía ir a
Woomera. Primero unos cursos especiales en una escuela situada al
otro extremo del país de mis antepasados, y luego la partida
definitiva. Para mí, la principal atracción consistía en que
solucionaba mi servicio militar, que iba pareciéndome más
inevitable y menos delicioso a causa de haberlo aplazado. Yendo a
la plana mayor permanente de Woomera me daba la sensación de que me
evadía del servicio militar.
La naturaleza humana es mala. Imaginé que mi
padre estaría satisfecho de quitárseme de encima. Podría haberme
dicho como Cromwell: «Ya estamos hartos de ti; vete en nombre del
Señor». Por el contrario, en cuanto vio que yo empezaba a
entusiasmarme con la idea, empezó a combatirla aun en contra de sus
propios intereses.
Decía que los jóvenes que se van a los
confines de la tierra en plena juventud, nunca llegan a nada bueno.
A este propósito me soltó un sermón de tal magnitud y contenido,
que empecé a sospechar que el mundo, visto desde una tienda de
carnicero de Manchester, era muy distinto al que imaginaban los
hombres de las oficinas del Gobierno que redactaban las
notificaciones. Según él, los jóvenes que salían de casa como yo me
proponía hacerlo, invariablemente se emborrachaban de whisky,
contraían fiebres y morían, sin asistencia, sin amigos y lejos de
cualquier hombre blanco, en las nocivas junglas de Malaya. Mi
madre, al oírle, lloraba. A través de todas las fases de la lucha,
y hubo muchas, ella seguía llorando. Nunca pude saber si era por el
temor de perder a su hijo pequeño por tan espantosos medios, o si
solamente le resultaba odioso contemplar a su gente masculina
peleándose incapaz de llegar a un acuerdo.
Alberto decía:
—Si quiere irse que se vaya. ¿Por qué no ha
de hacerlo? Sólo hay una cosa a señalar: nos ahorra una
habitación.
Mi padre y yo nos manteníamos a distancia.
Su argumentación se iba enraizando y se vio claramente que nadie
podría cambiar su punto de vista. Nunca había creído en la teoría
de que, si los hombres se reúnen alrededor de una mesa de
conferencias para hablar de algo determinado, acaban por ponerse de
acuerdo, y la lucha con mi padre lo estaba demostrando. La idea de
ir a Woomera había empezado por ser una simple idea que yo sometía
al estudio. Pero se terminó con la prohibición rotunda de mi padre
y con la penosa obligación de darle el disgusto de que me expulsara
de la familia y de su cariño a menos que redactara, ante sus
propios ojos y en la misma mesa familiar, una renuncia y saliera
luego a echarla al correo.
El asunto se convirtió en una cuestión de
principio. Nunca supe si pensaba pasar el resto de mi vida en
Woomera, o si se trataba sólo de circunstancias fortuitas que me
llevaban accidentalmente a una oficina de Londres donde me
proporcionaron, pocos días más tarde, una documentación
deslumbrante. Aquello era un billete de ida para Australia.
Mi padre me trataba de loco. Parecía
envejecido. Empezó a hablar solo en el cuarto de baño mientras se
afeitaba. Decía que, cuando pasaran los años, me daría cuenta de la
locura que cometía. Esto ocurrió antes de mi salida definitiva,
cuando volví al dejar la escuela de cohetes de Bristol. Hasta más
tarde no supe lo que representaba; pero supongo que carece de
importancia. Yo y otros veinte volábamos con rumbo directo hacia
Woomera, sin tener la oportunidad de detenernos y contemplar las
Pirámides de paso. Esto fue lo que me hizo entrar en una especie de
pánico.
Pese a lo extraño del lugar y de la
inimaginable desolación y soledad de los alrededores —nunca había
visto antes un desierto— tuve tanto miedo de que mi padre tuviera
razón, que decidí convertir aquello en un éxito. Me convertí en uno
de aquellos pobres idiotas que hacían cuanto les ordenaban y más, y
cuando me encontraba con uno de los inefables pelmazos científicos
que se proponía instruirme en las altas matemáticas del vuelo del
cohete, me sentía más que contento. Reconsiderándolo todo, lo veo
ahora tan lejos como sólo los cohetes y sus semejantes pueden
llegar. Había ido a dormitar durante dos años.
Pasé mucho tiempo sintiendo mis pies
firmemente plantados en la arena del desierto. Luego, poco a poco,
fui despertando ante la idea de que, aun cuando yo era un chico
entre muchos, de ojos azules y bien orientado para ser un hombre
inteligente con un propósito determinado, todavía no existía ningún
medio (por muy alto que fuese subiendo en la jerarquía de los
cohetes) para lograr que cambiara aquel mundo de arena, de polvo y
de sol abrasador, en una visión de bellas muchachas, de rosas, de
riachuelos en el campo y de flores abrileñas.
Me di cuenta tarde y me di cuenta mal. Me
convencí de que era mi padre quien tenía razón, pese a todo, aun
cuando, desde su tienda de carnicero de Manchester, no había ni
siquiera vislumbrado lo que podía ser la vida en Woomera.
Pero ya entonces no existía ninguna vía de
escape, ni por los lados ni horizontalmente a través de la
superficie de la Tierra. El único camino era vertical, hacia lo
alto, vía proyecto M. 76. Incluso es posible que, en general, todo
el asunto haya ocurrido por causas igualmente negras y oscuras de
parte de aquellos que constituían mi familia.
De otro modo no era explicable el motivo por
el cual, cinco de nosotros viajábamos acostados en una lata de
estaño de un cohete y consentíamos en que alguien, en el exterior,
apretara una palanca.
Pese a todas nuestras charlas y reflexiones
sobre Drake y Raleigh, sobre la competencia americana y sobre la
época de la reina Isabel, a consecuencia de las cuales íbamos a
convertirnos en exploradores y descubridores, pienso que algo
similar les debió de ocurrir a ellos. Los primeros isabelinos
debieron verse convertidos en viajeros más que por lo que ellos
apetecían, por las condiciones espantosas en que se encontraban los
barrios bajos de los primitivos isabelinos en las que se hubiesen
visto sumergidos si no hubiesen salido a hacer fortuna.