XV

 

DURANTE los días siguientes me dediqué a estudiar la geografía de la llanura que se extendía a mi alrededor. En primer lugar sentía gran temor a alejarme en no importa cuál dirección, por miedo de perder contacto con mi destrozado cohete y no tener la seguridad de encontrarlo de nuevo. La estrechez de los horizontes del desierto, con su ondulante planicie, hacía posible que, al volver de un viaje de cincuenta millas, casi de un día de duración —unos dos grados de latitud, en la escala marciana—, podía ir a parar a tres millas de distancia de mi base y dejar de ver para siempre el brillo apagado del casco de metal roto, que era cuanto, a distancia, podía orientarme.
La pérdida de contacto con las máquinas de las que dependía mi existencia, representaría la muerte en el plazo de un solo día, ya que, por entonces, sólo podía llevar conmigo una reserva de oxígeno suficiente para cuarenta y ocho horas. No me quedé tranquilo hasta que levanté, en mi base, un mástil de treinta pies con una bandera en lo alto y luego, partiendo en todas direcciones, establecí seis mástiles más pequeños, justo en el punto en que se dejaba de ver el mástil principal. Los clavé en la tierra desértica y los incliné en forma que señalaran la dirección que debía seguir para llegar al centro. Así contaba con un blanco de diez millas de diámetro que podía atravesar tranquilo con la certeza de estar siempre a la vista de algo.
Tal vez estas precauciones fuesen innecesarias, pero nadie puede atreverse a criticarlas y menos todavía si hubiesen sentido la sensación de vacío que daba aquella tremenda soledad inhumana que se desprendía del desierto de Marte. Ningún hombre, ni aun el que se encontrase perdido en los desiertos helados del Tibet, podía sentir el pánico que producía la ausencia de toda huella, como en Marte. Aquel hombre contaría, por lo menos, con el firmamento de la Tierra por encima de su cabeza, las nubes, la lluvia y el viento. Las ráfagas heladas que destrozasen sus vestiduras y que, tal vez, le dejaran exhausto con sus embates serían, por lo menos, de aire respirable. Podría hallarse perdido; pero en la Tierra, a una distancia de unas pocas millas, una distancia de un paseo, del género humano y de los medios de subsistencia. No tendría, como tenía yo, por encima de mí, un firmamento que no era el de la Tierra, oscuro o verde pálido algunas veces al amanecer o al atardecer, sino que era otra parte del vasto hemisferio, de un azul marino profundo en el cual, incluso durante el día, se distinguían las tristes estrellas. Y este firmamento, carecía de aire, y los seres que en escaso número habitaban su tierra, eran tan inútiles para el hombre que hubiese sido mejor que no existieran. Y la humanidad estaba a millones de millas a lo lejos, a una distancia casi infinita y absolutamente impracticable.
En cuanto me separé de los restos del aparato, comprendí que cualquier error, cualquier percance, por insignificante que fuera, la simple torcedura de un tobillo, por ejemplo, podía ocasionar mi muerte.
Aquella chatarra era mi vida, mi única solución vital y, ni por un instante, en cuanto me sentí alejado, dejé de pensar en la manera de regresar antes de que llegara el momento en que, consumido mi oxígeno, surgiera la muerte al sumergirme en el aire marciano.
Me había fabricado una brújula; pero no estaba muy seguro de que pudiera fiarme de ella. Cierto que un brazo de su aguja señalaba regularmente hacia al sol al mediodía; pero yo ignoraba entonces que el magnetismo planetario es un efecto de la rotación del mundo. Lo que no ignoraba es que, en la Tierra, los primeros navegantes habían tenido dificultades debidas a la variación de la aguja y que, en Marte, tales desviaciones no habían sido comprobadas y que nadie las comprobaría jamás si no lo hacía yo mismo.
Mi primer avance puede que tuviera algo de ridículo. Antes de decidirme a emprender la marcha, medí la distancia que separaba una planta de otra en las proximidades de mi pavesa. Conté el número de nidos que podía ver puesto de pie en el suelo y en una determinada posición. Luego viajé hacia el sur, hacia el sol, durante la mitad de un día, aunque, en esto, no estaba muy seguro: puede que yo estuviera al sur del trópico septentrional y que el sol estuviera a mi norte durante el mediodía. Luego volví velozmente hacia mi aparato destrozado y comparé los resultados obtenidos con los de otro viaje similar emprendido hacia el norte.
Entre ambas posiciones sólo había una distancia de sesenta millas. Esto equivalía, en Marte, a una diferencia de dos grados. Era como si, en la Tierra, hubiera intentado determinar la geografía del planeta midiendo la distancia que separase árboles parecidos creciendo en condiciones parejas, en lugares tan separados como Londres y Manchester.
Confiaba en la regularidad de Marte. Sabía que, mientras en la Tierra el tiempo determinaba los climas, en Marte la vegetación se arrastraba hacia el sur partiendo del polo durante el verano, debido, según mis deducciones, al derretimiento del casquete polar que aumentaba el vapor acuoso del aire. Puede que esto no fuera así y que sólo se tratase de una hipótesis mía. Estaba muy lejos de ser un teorizante que pudiera esperar la acumulación de los hechos antes de sacar las consecuencias. Como hombre práctico, no podía depender de la importancia de los hechos, sino que tenía que formular una hipótesis y obrar de acuerdo con ella.
La distancia que separaba las plantas entre sí, alrededor del cohete, era de unas cinco yardas y un pie en todas direcciones. Crecían hasta una altura máxima de tres pulgadas y sus raíces se extendían sobre el suelo a una distancia de dos pies y seis pulgadas. Hacia el sur, la distancia, la altura y la circunferencia de las plantas era exactamente igual; pero presentaban diferente aspecto. Parecían más finas sus ramificaciones sobre el suelo. Hacia el norte, la distancia entre las plantas era menor de cinco yardas, su circunferencia era más estrecha y su altura llegaba a las cuatro pulgadas. Los hormigueros, evidentemente, eran más abundantes.
Decidí realizar mi primer viaje largo, de una noche completa, dirigiéndome hacia el norte. Podía perderme. Los insectos y las plantas eran fauna y flora de desierto. Yo era el único que podía internarme en aquel desierto. Puede que el norte fuera el sur; pero sólo podría aclarármelo la experiencia. Era necesario que comprobara experimentalmente mis hipótesis.
Salí al amanecer, cuando los oblicuos rayos del sol se reflejaban en cierto modo en la parte más alta de la atmósfera, produciendo un matiz verde pálido parecido a un fluido tenue y perceptible en el que flotaban las estrellas sin pestañear. A aquella hora, hacía en Marte un frío terrible y, aun cuando, a través de nuestras mascarillas hubiese sido muy difícil la conversación, confieso que sentí vehementemente la necesidad de un compañero. Descubrí un hecho espantoso: por mucha pena que dé dejar a buenos amigos para lanzarse hacia lo desconocido, era mucho más terrible no dejar a nadie que pudiera esperarte.
Seguí un camino algo diferente que el emprendido al mediodía. Así llegué a un espacio en el que no había planta alguna mientras que, más lejos, se levantaba un montón de arena. Me detuve un momento para cobrar ánimos y miré: se trataba sólo de arena y perdí la esperanza. Cualquier variación del paisaje constituía una sorpresa. Fui hacia la arena y recogí una muestra. Aunque fuese sólo arena corriente podría tener su aplicación; con ella podría fabricarse vidrio...
Monté de nuevo en mi triciclo y proseguí el camino.
Al mediodía la arena había desaparecido y me detuve para medir las plantas. Se ajustaban a mis suposiciones, mi expectación iba en aumento: en la dirección que seguía parecía haber un incremento en su desarrollo debido a alguna mejoría del terreno.
Antes de seguir era necesario que comiera y la cosa resultaba difícil, convirtiéndose en un problema peligroso. Por una sola vez intenté respirar aire marciano. Mi mente se obscureció emborrachándose con los primeros síntomas de la anoxia. Apenas tuve fuerza y habilidad bastante para colocarme de nuevo la mascarilla. Comprendí que, aunque el aire marciano no era peligroso respirándolo mezclado con oxígeno como yo lo hacía por medio de la mascarilla, tenía algo de traidor. El cuerpo sufría al respirar pareciendo, no obstante, que lo hacía normalmente. Ahora, sentado al lado de mi triciclo sobre la tierra desierta, bajo el firmamento azul obscuro del mediodía en cuyo horizonte brillaban las estrellas mientras el sol gravitaba sobre mi cabeza, levanté con cuidado mi mascarilla; después de hacer una fuerte inspiración, bebí el agua que llevaba y me coloqué, de nuevo, la mascarilla. Comer resultó más difícil, porque había que mascar: pero logré hacerlo aplicándome con el mayor cuidado.
Terminada la comida descansé unos cinco minutos. Sentí, de nuevo, el ansia de hablar con alguien. Mis ideas se aclararían si podía exponerlas. El hombre, me dije, es un animal parlante. Su mente trabaja de este modo: por medio de conceptos expresados en palabras que convierten sus experiencias en realidad y les dan su sentido. Sin palabras, sin conversar sobre lo que ve y piensa, poco se distingue de los animales. Después de esta reflexión, monté de nuevo y seguí mi camino.
Hasta entonces, había marcado, con mi triciclo, un surco a través de la inmensidad. Mis ruedas pisaban rara vez las plantas y, cuando así ocurría, apenas si lo notaba. Eran demasiado débiles para alterar la suspensión. Ahora, evidentemente, aparecían más espesas y mis ruedas no podían evitarlas, produciendo un traqueteo que me desconcertaba. Y menos mal que, en la llanura, había pocas piedras. Mi sillín improvisado no era muy confortable y no había podido poner muelles a la máquina. Hacerla andar, por la tarde, me costaba sudores.
La distancia que pudiera haber recorrido al llegar la noche, marcaría el término del viaje. Al amanecer volvería hacia el cohete para llegar antes de que anocheciera de nuevo.
Serían las tres de la tarde cuando comprendí que las plantas se convertían en un obstáculo insuperable. Mi fatiga era tal, que no me di cuenta de la que iba a ocurrir. Tuve la suerte de detenerme al pasar junto a un nido que ahora resultaban demasiado frecuentes. Apenas si tuve la sensación de algo así como de la ausencia de alguna cosa que había existido.
Hasta aquel momento, las raras criaturas a las que llamaba hormigas, habían sido visibles. Las había estado viendo, alrededor de sus nidos, yendo y viniendo y había pasado no pocos apuros para no atropelladas. Noté que hacía rato que no se veía ninguna. Observando aquel nido, desde lo alto, vi que la abertura que hacía de puerta en la cúspide por donde entraban las obreras, estaba cerrada.
Me detuve y observé el nido. Era igual que los demás, con la misma forma piramidal y construido con la tierra inalterable del desierto. Pero el agujero estaba obstruido y el montículo abandonado.
Miré las plantas a mi alrededor. ¿Tenía alguna relación aquello con el hecho de que las plantas hubiesen perdido todas sus flores?
En aquella región del páramo, relativamente lozano, las flores habían abundado y ahora se presentaban marchitas y con los pétalos desprendidos. El desierto se extendía, a lo lejos, de color verde y no rojo o morado como antes.
Les di a los pedales durante media hora y reflexioné de nuevo. Las plantas, sin flores, levantaban ahora un pie del suelo y era difícil viajar entre ellas. Pero no fue esto lo que me detuvo. Fue que, en lo alto de una planta, vislumbré un fruto redondo y verde.
Las hormigas estaban invernando —si puede emplearse esta expresión puesto que nos hallábamos en la mejor de las estaciones— y las plantas daban su fruto.
Recordé que, al ver las flores, había pensado: ¿para qué estas flores? Luego había visto las hormigas.
Dos horas más tarde, casi de noche, en mi avanzada por la región veraniega de Marte, alcancé a ver el primer fruto maduro. Era grande, correoso y fuerte como un cactus. Tendría un pie de diámetro y dos de alto.
Puede que hubiese crecido más todavía, hasta llegar a los cuatro pies, si no hubiese sido cortado, evidentemente, por la mitad.
Cuando intenté hincarle mi cuchillo, la piel resultó tan correosa como el cuero de la suela de mi zapato.