XXX

 

AQUELLA noche observé la línea que dibujaban las colinas sobre el firmamento. Por dos veces vi en la obscuridad el reflejo de unas luces entre los picos. Durante un rato hice funcionar cuidadosamente mi máquina para cargar la batería y hacer trabajar la instalación que me proporcionaba aire y agua. El compresor de aire funcionaba a la perfección como siempre; pero el agua se hacía esperar. Al cabo de una hora había conseguido media pinta Al otro lado de las montañas el aire sería todavía más seco. Este hecho podía ser fatal para mí si, como esperaba, había llegado al final de mi viaje.
Así, pues, permanecí echado, a ratos despierto y otros vigilante, mirando el cielo cuajado de estrellas y meditando en aquella forma de vida que nunca había existido en la Tierra. En la Tierra no puede existir vida en la aridez, necesita disolverse en la humedad para reproducirse. En Marte la vida había podido nacer en una región estrecha, en un valle protegido por las montañas, de las nubes y de la humedad, en el mismísimo ecuador del planeta. Pensando en esto y considerando que el nacimiento de la vida era inevitable, me preguntaba qué formas adoptaría la vida para desarrollarse tal y como nosotros lo entendíamos, sobre cuerpos gaseosos como el sol, o sobre mundos de nieve, hielo y gases helados, como el planeta Neptuno. Pero cuanto había visto me demostraba que la vida no era una cosa única que existía sólo en la determinada forma que se adaptaba a las condiciones de nuestro planeta Tierra, sino que consistía en una fundamental y regeneradora cualidad de toda materia.
Habíamos estado ciegos. Yo mismo había estado ciego. Al suponer que la vida sólo podía existir en la forma que se había adaptado a las condiciones terrestres, habíamos sido tan egotistas e inocentes, como cuando nuestros antepasados habían supuesto que la Tierra era el centro del Universo y que el sol y las estrellas y todos los planetas daban vueltas a su alrededor.
Permanecí mucho más tiempo despierto, pensando de qué manera yo, una criatura absolutamente extranjera, subordinada a las características de mi propio medio ambiente hecho de agua (que era la condenación de la vida en aquella zona remota) podía adaptarme a las circunstancias que se me presentaban y hallar un rinconcito para mí dentro de aquella escatología enemiga.
Incluso durmiendo mi mente seguía debatiéndose con mi problema, porque soñaba que, criaturas de otros planetas, habían aparecido en la Tierra. Unas reclamaban calor y no podían subsistir a temperatura inferior a la de un horno calentado al rojo vivo. Otras requerían protección contra la vida bacteriológica, fuese cual fuese. Unas terceras únicamente subsistían en una atmósfera gaseosa de ácido nítrico. En todos los casos, tales criaturas sólo podían subsistir a condición de que la humanidad estuviese allí para ayudarlas y crear zonas artificiales para ellas.
Cuando me desperté era de día. Miré la larga y blanca escarpadura, con sus eslabones y sus cuestas. Me puse de pie, di una vuelta y contemplé mi máquina. Era algo que tenía que hacer subir allí. El día antes, el proyecto me había parecido impracticable, al pensar que no sólo tenía que subirlo, sino correr por encima y creía que mi tiempo pasaría antes de encontrar alimentos. Ahora pensaba a base de períodos más largos, de años, en que podría subsistir en Marte.
Para vivir, tenía que lograr lo más esencial: la cooperación de una inteligencia completamente extraña a la mía. Era para desesperarse.
Examiné mi ración de alimentos. Ahora resultaba lamentablemente insuficiente, pero mi rápida comida del día anterior no había tenido fatales consecuencias. No obstante, lo que tenía había que llevarlo. El resto del equipo lo descargué de mi máquina y lo escondí entre un montón de piedras.
Tomé entonces mi desayuno. Luego cogí una palanca de acero de mi equipo y empecé a escarbar en el primer peldaño de la roca, que se desmenuzó fácilmente. Escogí con cuidado el sitio: un lugar que, si todos los peldaños se nivelaban convirtiéndose en un recto sendero ascendente, podría hacer montar mi máquina.
Tardé media hora en nivelar el primer tramo; había que igualar los bordes, amontonar los escombros y seguir la rampa hacia abajo. Al terminar, bajé, monté en mi máquina, la hice girar con cuidado en círculo, y la puse en la cuesta. Subí cautelosamente, con fuerza bastante para ascender hasta el segundo peldaño: allí paré la máquina y apuntalé las ruedas.
Pasé tres días realizando la ascensión, acampando por dos veces a los lados, en mitad de la subida. Entretanto, por dos veces también, subí andando hasta la cima. Me movía allí con la precaución de un cazador que teme asustar la caza. Crucé la cresta arrastrándome, me deslicé hasta el terraplén, y allí llené mi marmita con el «alimento» que encontré. Igual que un cazador, estaba sucio y delgado, cubierto por el polvo de las rocas, alerta, con el pelo largo y despeinado, y temeroso, ¿Es que una criatura de otro planeta tomaría tantas precauciones en la Tierra para acercarse al hombre? Si es que llegaba bien equipado, con una embarcación que le diera seguridad en sí mismo, lo que seguramente intentaría sería dominar a la raza humana. Pero yo, conocedor de las venturas y desventuras de un aterrizaje planetario, pensaba que obraba mejor escondiéndome durante un tiempo, para esperar y estudiar. No conocía a los marcianos; pero conocía a los hombres terrestres y sus reacciones hacia cualquier cosa que les pareciera demasiado rara y posiblemente ofensiva.
La tercera noche la pasé en la cumbre. En mi esfuerzo por llevarme todo lo posible, tenía conmigo un pequeño objetivo del telescopio de uno de los sextantes que se habían utilizado como instrumentos de navegación del cohete. Era a través de este pequeño instrumento, ventajosamente colocado en una hendidura entre dos rocas, en la loma de la cima, que atisbaba el valle.
Durante el día había visto a pocas criaturas. Sólo seguía allí la «madre», con cuatro o cinco —no estaba seguro del número— pequeñas reproducciones de sí misma, tomando el sol o durmiendo sobro las rocas. A lo lejos, en lo más profundo del valle, imaginé una vez que veía otra tribu. Consideraba al valle como el plantel de las especies, y a través de él circulaban los demás seres en su doble viaje anual de polo a polo. Allí tenían lugar los nacimientos, antes de que abandonaran el valle para seguir el oleaje de la vida en su calidad de voraces noctámbulos. Forjé una teoría gratuita, según la cual, los «monstruos» marcianos no habían evolucionado simultáneamente con los «hombres» marcianos, por cuyo motivo, aquéllos tenían que disponer de otra fuente de vida básica, más simple, que no dependiera del simple y continuo pasar de un rebaño indefenso, de modo que les hubiese permitido, con el transcurso de los tiempos, hacerse dueños del planeta.
Acechando desde mi refugio, vi luces al fondo del valle, que empezaron a dar señales de vida a la caída del sol. Al principio me parecieron estáticas, simplemente como un resplandor rojizo. Luego, después de recorrer todos los colores del espectro hasta llegar al azul, empezaron a moverse. Vi una larga hilera, que supuse ser la «madre», que resplandecía con un color fijo turquesa. Los otros, creciendo sucesivamente, me atemorizaban con sus rápidos relámpagos de color violáceo. Pero no lograba hacer la menor averiguación, sobre su «lenguaje». Lo único que podía comprender era su movimiento, el recorrido continuo de sus luces, su separación y sus secuencias.
Como chicos que se disponen a un juego, se pusieron en círculo.
Prescindí de mis cristales y, a simple vista, miré los ejemplares silenciosos que estaban debajo de mí. ¿Podía admitir mi supuesto de que aquella actividad era un juego? Intenté imaginar si toda vida, aun cuando se tratara de una vida completamente extraña, tenía que desarrollarse, forzosamente, a base de errores y ensayos, gracias a la adquisición de costumbres y hábitos que acabarían por dirigir las futuras actividades. Puede que fuese así. Puede que alguna extravagante clase de sistema nervioso, inimaginable para nosotros, pudiese existir, convirtiéndose en algo que enseñara los hábitos del camino de la vida, no como lo hacen los hombres y los gatos y los tigres, gracias a la senda del deporte, sino por algún otro medio más súbito que provocara las reacciones. Pero, si así era, el hecho de que lo que avanzaba ante mí en la oscuridad pareciera un juego, era un signo esperanzador. La diferencia que pudiera existir, por horrenda que fuese, entre aquellas raras criaturas y yo, no era tan enorme.
Lentamente, con mucho cuidado para no andar debajo de la luz lunar que proyectaría mi sombra sobre las blancas rocas, salí de mi escondrijo. Había notado que las criaturas, en su mayor parte, permanecían en el fondo del valle y que, únicamente por azar, escalaban unos pocos terraplenes laterales; pero yo no quería convertirme en un ratón para su juego gatuno, de modo que procuré que, ni por pienso, notaran ninguno de mis movimientos. Me retiré de la cima y esperé la llegada del día y, cuando me sentí completamente a salvo, me dormí.
Esta noche cogí todo el alambre que me había traído del cohete. Antes de que oscureciera inspeccioné todo a lo largo de la carena, hasta que encontré una grieta en la cual apenas si podía introducir mi cuerpo, pero que, desde ella, podía ver el valle y un punto de mira en el terraplén, exactamente debajo de mí. Extendí mi cable desde aquella grieta al terraplén escondiéndolo en agujeros entre las rocas y enterrándole con cascotes cuando tenía que correr al descubierto. Al llegar al terraplén lo enterré a dos pies de profundidad. Luego confeccioné una reja de metal para proteger la bombilla eléctrica.
Al caer la noche yo estaba en mi escondrijo. En mi mano tenía el alambre que iba desde la lámpara situada debajo de mí hasta la máquina y la batería colocada a mi retaguardia. Empleando bobinas y resistencias en el circuito, podía hacer que la bombilla luciera desde el rojo, a través del amarillo, hasta llegar a una luz de blanca pureza. No podía producir una luz azul, salvo con la linterna que conservaba en mi mano. Para cubrirla, había usado jirones de mi propia indumentaria.
Estaba preparado. Estaba preparado para intentar el primero, auténtico y desesperado contacto entre la raza humana y aquello que, en mi supuesto, constituía la especie dominante en Marte. No había otro camino. Aunque yo hubiese estado dispuesto a vivir como un ratón en su madriguera del jardín de su casa, carecía de agua, carecía de cobijo; carecía de fuente segura de combustible y fuerza. Incluso, en materia de alimentos, aquel que accidentalmente había encontrado no podía constituir una dieta eterna y permanente para mí. Necesitaba más de todo...
Necesitaba... Como Crusoe, necesitaba un criado, al que él llamó el Hombre Viernes. Necesitaba un ser que conociera el terreno y supiera por dónde se andaba. Necesitaba una «cosa» que pudiera adiestrar y usar para completar mi fuerza, un cuerpo que pudiera vivir «en» y ser independiente «de» aquella atmósfera delgada y fría. Necesitaba una inteligencia que fuera «inteligencia de Marte», además de la mía propia.
Y, por encima de todo, necesitaba probar el dominio de la especie humana. Necesitaba demostrarme a mí mismo, y a los demás hombres que llegaran a venir, que el Hombre, pese a estar desnudo y sin más armas que las que pudiera lograr para su supervivencia, podía dominar aquel planeta extraño. Porque creía que tenía que haber algo en la humanidad, algún asidero, algún espíritu, alguna inteligencia y comprensión trascendente que pudiera demostrar que toda la historia de la Humanidad valía la pena, puesto que, si no era así, todo se había terminado y nada quedaba por hacer: nada más que un tortuoso abandono, una vida fatal para todas las miríadas de individuos de nuestra especie condenadas a morir, del mismo modo que están condenadas a la muerte insensata las nubes de bacterias que se multiplican en forma explosiva en un líquido y que, después de haber consumido su alimento, se mueren sin pena ni gloria, dejando al líquido tranquilo.
De todos modos, había en mí algo que me impulsaba a vivir, aun cuando fuera entre formas de vida más altamente desarrolladas, porque estaba convencido de que el Hombre era la raza escogida que podía y debía heredar todo el Universo, ya que, de lo contrario, llegaba a la conclusión de que, mi inteligencia, era sólo un rasgo de humor, un horrible accidente de la casualidad, ya que me sentiría convertido en un gusano que se daba cuenta de su propia insignificancia que no podía tener ni siquiera conciencia de cuando tendría que morir aplastado por un pie gigante que estaba levantado sobre mí, dispuesto a quitarme de en medio.
Terminadas mis improvisadas preparaciones, me encontraba situado en la oquedad de mi roca, dispuesto para realizar mi ensayo. Al fin había comprendido que sobre este estéril planeta Marte, no podía hacer otra cosa, con los elementos de que disponía, que intentar entrar en relación con otras criaturas, con otra vida, al igual que lo había hecho Crusoe cuando se encontró que, después de realizar múltiples ensayos y de sufrir tormentas y naufragios, su existencia quedaba supeditada a la jurisdicción d» los salvajes y de las cabras.