XXII
ESTABA recogiendo los frutos
cuando ocurrió. Según podía apreciar, estaban suficientemente
maduros, puesto que habían adquirido un color de oro rojizo que
daba cierto resplandor a toda la llanura. Lo que no comprendía era
la causa de que las «Cosas» no reaparecieran. Mientras ellas no
aparecían yo avanzaba sensiblemente en los trabajos de mi pavesa.
Salía hasta más de una milla al norte, recogía la cosecha de
aquellos frutos parecidos a los melones y los ponía en sacos que
colocaba sobre mi triciclo para después guardarlos dentro del
círculo de mi alambrada.
Cuando llegué a ella, oteé el horizonte,
levanté determinada piedra y apreté la escondida palanca. Cortada
la corriente, entré con mis bártulos después de separar un trozo de
la alambrada. Descargué la mercancía v la vacié en el depósito de
almacenamiento Naturalmente tenía que entrar en el cohete. Era
necesario examinar mis máquinas v manómetros de presión, tenía que
rellenar mis cilindros de oxígeno y anotar y registrar los
progresos de mis últimos experimentos microbiológicos con los
frutos. Había solucionado el problema de hacerlos perfectamente
comestibles v esperaba que almacenando los productos, obtendría una
variante seca y deshidratada. El valor nutritivo que tuviera aquel
producto lo ignoraba todavía. Intentaba, por todos los medios,
hacer crecer una variedad de levaduras y cultivos en los jugos, con
la esperanza de producir proteínas, hidratos de carbono e incluso
vitaminas.
Después de pasar puede que una media hora
ocupado en mis trabajos domésticos y en mis investigaciones, volví
a salir del cascarón del cohete a través de la escotilla
simplificada que me había construido v eché una mirada a mis vastos
pero todavía vacíos depósitos y me fui al campo de nuevo, para
seguir trabajando en mi sector norte.
Fue al terminar una de estas rondas, cuando
había conducido con esfuerzo mi triciclo y estaba preparándome para
una nueva recogida, cuando les vi llegar. Se les veía hacia el
norte y formaban una larga línea, puede que de doce cabezas,
saltando como langostas, en tal forma que, tras de ellos, el
horizonte parecía más pálido, más verde y más desolado.
Me quedé helado en el sitio. Su progreso era
tan lento que podía quedarme inmóvil esperándoles por lo menos
durante media hora. Se paraban a intervalos. No veía claro lo que
hacían con los frutos, pero una vez los habían cogido parecían
comérselos. Aturdido y maravillado asistía a su evidente proceso
digestivo. También ellos parecían gordos y maduros, como tenía que
ser, puesto que se habían apacentado de aquel modo, a lo largo del
camino, desde el polo norte. Apresuradamente, empecé a recoger
cuantos frutos pude. Comprendía que, en mi regreso, podía llenar,
por lo menos, un saco. Al llegar, me detuve un momento ante la
empalizada.
Era media mañana. No podía esperar a la
noche para intervenir. Volví a salir de la empalizada con el
aparato que me había fabricado. Consistía en una batería, una
bobina de alambre y estacas, adaptado todo a un mecanismo que
únicamente puedo describir como un ballestero mecánico. Avancé
hacia aquellos seres desenrollando mi carrete y empezando a clavar
las estacas, construyendo una barrera ante ellos.
Para poderlo montar con tiempo, había
calculado cuidadosamente la rapidez de su avance. Había empleado
cuanto alambre poseía y alcanzaría una extensión de un centenar de
yardas. Conectado a una bobina vibratoria, y a la batería,
constituía una barrera. Me situé tras ella. Monté el ballestero
sobre el triciclo, puse una flecha en la ranura y preparé la
maniobra que debía arrastrar el alambre. Esta vez, cuando apretara
el gatillo, la flecha partiría con la misma fuerza, bien que no con
igual rapidez, que la bala de un rifle.
Había montado el aparato sobre el triciclo
porque, de ese modo, si su funcionamiento fracasaba, y no podía
detenerles, me serviría para huir. Había tenido tan poco éxito con
la primera criatura, que dudaba de mi habilidad contra una docena,
pese a los improvisados aparatos de que disponía. Además, no me
atrevía a esperar que ellos estuviesen tan faltos de inteligencia
que no se les ocurriera rodearme por los flancos.
Avanzaban sin prestarme la menor atención.
Su avance por la llanura tenía algo de inexorable. Yo les esperaba
con sentimientos contradictorios. Por un lado, creía que era mejor
que tardaran. No me apetecía establecer contacto con ellos. Pero la
espera me ponía nervioso. Al cabo de diez minutos mi mayor deseo
era que llegaran cuanto antes para poder ver lo que
ocurriría.
Excepto uno de la derecha, todos parecían
distintos al primer ejemplar de su especie que había visto.
Parecían más cortos y más anchos, más parecidos a barriles
ambulantes o a una especie de tubos de grasa difíciles de
describir. Imaginé, equivocadamente, como más tarde pude
comprobarlo, que tal vez me hallaba ante una manada o una tribu,
con un macho y el resto hembras.
Mi proyecto de ataque se estropeó cuando el
«macho» se separó del sendero. Fascinado, lo observaba con horror.
Tropezó con uno de los puestos donde yo había almacenado el fruto.
Fue un episodio que me ilustró mucho sobre el grado de su
inteligencia. Había visto que él iba de uno a otro de los frutos
que, días antes, había separado siguiendo las señales que había
hecho en el suelo. Cuando variaba su curso el grupo le seguía.
Ahora se encontraba con que, al llegar a las estacas que yo había
plantado, el fruto había desaparecido.
Se detuvo. Miró alrededor del horizonte.
Mostró claramente su angustia, adelantando y retrocediendo,
mientras el grupo se mantenía esperando. Cuando vi lo que estaba
ocurriendo me quedé boquiabierto. Era como si hubiese tenido un
plan preconcebido, un área que debía ser cubierta aquel día, y
ahora ese plan había fracasado. ¿No implicaba esto cierta
inteligencia? ¿No les había juzgado por debajo de su nivel? Esperé
atentamente y con enorme curiosidad.
Entonces le vi hacer la que hacen los
insectos cuando se ven inquietados en sus procesos
instintivos.
Mientras la línea permanecía quieta, él se
separó, solo. Se puso en marcha por mi derecha y me pasó
largamente. Empezó a cortar frutos y volvió a marcar el suelo como
lo había hecho días antes.
Se dirigía alrededor de mi alambrada. No
podía permitirlo. Avancé. Sabía lo que tenía que hacer para
obligarle a detenerse. A mi vez, yo había hecho una salida como si
marchara en un coche blindado. Si no se tratara de un duelo a
muerte, resultaría ridículo este conflicto entre un habitante de la
Tierra, con recursos improvisados, y un marciano que no tenía la
clase de inteligencia que podía advertirle de lo que iba a
ocurrir.
Me acerqué, hice fuego y continuó avanzando
hasta una distancia de cincuenta yardas. Mi ballesta era capaz de
apuntar como un rifle y no podía equivocarme. Miré como la flecha
volaba y, al instante, retrocedí medio vuelto, para vigilarle y
dispuesto a echar a correr.
La flecha penetró. Era como si hubiese
atravesado una delgada hoja de armadura de acero. Vi como se
tambaleaba y como luego, ciegamente, desmemoriado, proseguía su
camino.
Siguió como antes, cortando frutos y
marcando el terreno en dirección a la pavesa. Abandoné la alambrada
que ya había flanqueado y rodé, paralelamente con él, a una
distancia de unas cien yardas, hacia la segunda empalizada, la que
estaba junto al cohete y que había dejado dispuesta. Estaba allí,
esperándole, cuando vacilante y tambaleándose, pero sin que
pareciera darse cuenta de nada, le vi avanzar hacia su ignorado
final en cuanto la alcanzara. Le vi tocar y abrazar la alambrada. Y
el contacto se produjo.
Todavía continuaba. Cayó al suelo a pocas
yardas del cohete. Intentó levantarse, pero cayó de nuevo.
El resto de las criaturas, alineadas,
seguían esperando. Simultáneamente, sentí mi triunfo y mi angustia.
Había matado. Había ganado el primer «round». No obstante, mi
empalizada no era lo bastante fuerte para detener a las «Cosas».
Veríamos qué ocurriría cuando el jefe hubiese muerto. De momento
sabía que él se moría, pero ignoraba lo que podría ocurrir.
Su segundo, empezó a andar, adelantándose.
Seguía el nuevo trazado de los frutos apartados y que había marcado
el jefe muerto. El resto de la línea adelantó también, como si nada
hubiese ocurrido. Empezaron a pacer de nuevo y se acercaron hacia
mi solitaria y larga alambrada.
Vi otro centelleo y, uno de ellos,
tambaleóse y cayó. Pero ni él ni ningún otro prestó al hecho la
menor atención. Se levantó y prosiguió su ruta. Pasó a través de la
alambrada dirigiéndose hacia mí. Hice marcha atrás. Puse otra
flecha en mi arco y disparé. Volví a matar.
Dando una vuelta para rodearles, mientras
ellos seguían ignorándome, maté cuatro veces. Después, ya no tenía
más flechas y ellos seguían avanzando, cerrando sus líneas,
arrasando toda la cosecha alrededor del cohete. Al llegar a él, se
separaban y ondeaban a su alrededor como una marea.
Desesperadamente miré al horizonte hacia el
norte. Había mucha llanura que permanecía intacta. Entonces vi, en
el extremo de la línea del norte, las cabezas y los troncos de otro
grupo de «Cosas» que avanzaba.
Comprendí que estaba perdido. La llanura se
convertiría en un desierto estéril a mi alrededor y no podría
detener la invasión que iba avanzando.
Me refugié en un sendero arenoso y salino
donde no crecía hierba alguna. Contemplé, durante toda la tarde,
como aquellos seres se comían mi cosecha. Evitaban aquella porción
de tierra arenosa y salina, y, al caer la noche, se dirigieron
hacia el sur, silenciosos y, al parecer, dormidos.
Cruzando el desierto volví cautelosamente
hacia el cohete. Miré mi bodega que seguía intacta. Disponía de dos
pisos de frutas, cantidad muy escasa para pasar el doble año
marciano. En conjunto tenía cinco reses muertas, cinco grandes
cosas bulbosas, criaturas muertas con menos sesos que un mosquito y
que me resultaban odiosas.
Al entrar me encogí de hombros. Pensé que
tal vez tendría que intentar comer aquellas cosas, pero, sólo de
pensarlo, me ponía enfermo.
No me había acercado ni tocado a ninguno de
ellos, a excepción del primero que vino a morir casi junto a mi
puerta exterior.
A la luz de la tarde vi que ya aparecían
sobre su cuerpo las señales de la descomposición. Su ser, grueso y
retorcido, estaba cubierto de un lustre malva, seguramente de
bacterias. Resultaba asqueroso. Sus extremidades estaban
incrustadas de un polvo blanco.
Era un polvo parecido al de los senderos
arenosos y salinos de los que sólo había encontrado dos en mis
excursiones. Miré este polvo blanco que, levantado a mi paso, se
había posado sobre mi cuerpo y sentí un asco repentino en
proporciones insensatas. No comprendía a Marte. Más que no
comprenderlo, de repente, sentí un miedo loco en grado tal, que en
comparación, la seguridad de mi próxima miseria se convertía en una
mínima, lejana y pacífica amenaza.