XXIV

 

EN un principio no capté todo el horror. Al comienzo, simplemente, yo me estaba quieto y miraba la llanura estéril a mi alrededor, veía la tierra despojada y me preguntaba si las «Cosas» volverían a aparecer. En cuanto a su regreso, solamente me interesaba saber si yo estaría vivo cuando volviesen o si, en el caso de que se hubiesen ido hacia el sur, con la perenne onda de vida progresiva, si antes me daría tiempo de dejarme morir de hambre, lentamente, en aquella llanura sin frutos.
Fue poco a poco, mientras estaba mirando e intentaba reconstruir de nuevo los incidentes de la noche, cuando empecé a comprender de una manera confusa. Fue entonces cuando comprendí todo el horror.
Seguro que aquellas criaturas que venían hacia mí cruzando la llanura a la luz del día y algunas de las cuales había matado eran hombres. Cierto es que con su estupidez, con su negligencia en responder a las amenazas, con su inexperiencia o, tal vez, con su fatalismo, se habían votado ellos mismos a ser los primeros en morir. Pero, pese a todo, no dejaban de ser «hombres», animales de dos patas, respirando con pulmones, que vivían de los frutos de la tierra y eran nómadas errantes. Eran igualmente «hombres» como los «insectos» marcianos eran insectos, como las «plantas» eran plantas, como las substancias que constituían mi desierto podían ser expresadas con el nombre común que se llama «tierra».
Lo que ocurría era que todos ellos no constituían la más alta forma de la creación en Marte. Si lo que yo había visto tenía el significado que le atribuía, todos aquellos seres no eran más que chusma, criaturas campestres, el ganado de un ser superior que les devoraba durante la noche. Todo aquello era algo biológicamente inconcebible para nosotros y, en esto consistía el horror, en el hecho de que aquel ser pudiese ser concebido en Marte como una forma superior.
Físicamente agotado a causa de la noche anterior, me apoyé en el cohete con la sensación de que me habían dado una paliza. Pasaron minutos, puede que horas; antes no empecé a comprender lo que ocurría. Pero luego, cuando comprendí lo que me estaba preocupando, todo apareció diáfano y, poco a poco, fui realizando mis pensamientos. Y es que yo me encontraba frente a frente con una experiencia que jamás ningún ser humano antes que ahora había comprobado.
Claro que el hombre podía haber pensado que, al aventurarse en otro planeta, se encontraría con nuevas experiencias. Pero no es eso. El hombre imaginaba que se encontraría con los mismos casos que en la Tierra, aunque en un orden distinto. Puede que, para él, resultase imposible imaginar algo completamente nuevo; puesto que, para esto, su experiencia no estaba preparada. Pero yo, inmóvil y solo, sin osar examinar los cuerpos ni los restos del festín de medianoche, fascinado e incapaz de andar, permaneciendo sin abandonar la escena, tenía que comprender, poco a poco, el sentido de lo que había ocurrido ante mis ojos.
Mi mente funcionaba de manera opaca, como si estuviera en oración. ¿Cuál era el motivo de que el hombre pretendiera siempre aventurarse fuera de su mundo? ¿Por qué había yo venido? ¿A causa de que la generalidad de las gentes de todas partes está interesada, apasionadamente interesada, en los vuelos interplanetarios en cuanto empieza a vislumbrarse su posibilidad? Esta necesidad, esta urgencia, tiene sus raíces en la propia situación humana, en lo que cada hombre sabe del Universo y en su propia posición en el mismo. El hombre había tenido una esperanza, una rara esperanza. Pero en esta mañana de Marte mis esperanzas se habían aquietado y en mí alma encogida se helaban las emociones.
El hombre se había encontrado a sí mismo. En este frío planeta Tierra, había una mínima expresión de vida que se daba cuenta que el Universo que le rodeaba era incomprensible en su grandiosidad. Se daba cuenta de que, el tiempo, tal y como él lo conocía era sólo un instante en comparación de los períodos de tiempo que habían existido y los que tenían que existir. Sabía, y lo supo demasiado pronto, que él mismo estaba condenado a morir.
Pero también supo que, a su alrededor, en la misma Tierra, había incontables criaturas que él podía dominar. Dio la vuelta al planeta y supo que sólo él, entre las diferentes criaturas que lo pueblan, tenía uso de razón. Sólo él podía levantar sus ojos y su espíritu para comprender las estrellas. El espacio podía ser infinito; pero sólo él había soñado cruzarlo. El tiempo podía ser infinito; pero él había soñado que su raza, sus descendientes, podían continuar, como amos que eran, extendiéndose en forma explosiva a través del Universo, poblándolo hasta que dejaran de depender del destino de cualquier otro planeta. Por fin, el espíritu del hombre, esta criatura, la más perfecta de la creación, había cogido su propio destino entre sus manos, había llegado a ser, en un amplio sentido, su propio creador, y podía comprenderlo todo. Podía comprender la misma eternidad y, comprendiéndola hacerse dueño de ella. Porque lo otro, ser simplemente un mito, ser una cosa que se arrastra sobre la costra de un mundo que se está muriendo, dependiendo de sus congéneres, al igual que una bacteria que medra durante un tiempo sobre el cuerpo de una criatura que se descompone, para terminar en la nada, era igualmente terrible admitirlo.
Puede que pensara todo esto porque yo mismo había abandonado mi hogar, había jugado a desgrado con diferentes maneras de vivir hasta que mi suerte me había convertido en experiencia humana, precisamente en un plano subalterno, haciéndome formar parte de una expedición que abandonaba la Tierra, sin que yo mismo lo hubiese deseado. Únicamente esta mañana, después de mi noche en Marte; únicamente cuando empecé a penetrarme, bien que fuese de manera confusa, de que la escatología del planeta no era igual que la de la Tierra: únicamente cuando comprendí que los hombres no eran necesariamente los Señores de la Creación en ningún sentido biológico, sino solamente un paso en el desarrollo de la vida, comprendí que, al igual que en la Tierra, como había ocurrido en el pasado, en el que los invertebrados y los reptiles habían tenido su época, podía ocurrir (y en aquellos momentos se trataba sólo de una hipótesis por muy espantosa que fuera) que estuviera en una de estas épocas en Marte.
No llegaba a comprender como miraba, con mis ojos enrojecidos, aquellos cuerpos en una primera mañana de Marte henchida de descubrimientos. No me bastaba pensar en teorías de evolucionismo para dilucidar mis ideas y separarlas de los acontecimientos que ocurrieron semanas más tarde, mientras yo tenía, ante mí, noche y día, un constante problema. Lo que pensaba en este momento y lo que era indudable debía planteárseme en este mi despertar (bien que fuera únicamente como una idea que tenía que servirme de base para mi comprensión) era esta visión de la evidencia que me había proporcionado mi experiencia marciana, para la cual yo mismo, sin enterarme, me había estado preparando.
Mi recuerdo retrocedió a los tiempos en que choqué con mi cohete en la superficie marciana, y salí a ella. Había encontrado vida, pero mi primer rompecabezas había sido el de encontrar un solo y simple tipo de plantas. Había encontrado insectos, pero sólo de una especie altamente desarrollada. Era como si, sobre un mundo más viejo que la Tierra, se estuviera desarrollando un proceso complejo; como si aparte de la proliferación de las varias especies que yo conocía, la mejor de cada orden, la más altamente adaptada, hubiese podido sobrevivir. Por esto yo había encontrado una representación única del reino animal. ¿Era sorprendente que este representante pudiese ser una degenerada forma, falta de inteligencia, de la raza humana? Pensaba también que, en este aire tan tenue, todos los seres animales eran sólo pulmones y era muy posible que dadas las condiciones que había en el planeta, ninguna criatura pudiese retener el equilibrio preciso de temperatura, presión y pureza química indispensables para mantener un sistema nervioso fríamente adaptable.
Lo único en que yo no había pensado era que pudiese existir otra criatura que se hubiese desarrollado cuando Marte estaba repleto de vida como lo estaba la Tierra. Que tal criatura pudiese existir en el suave declinar de la vida del planeta, no lo había imaginado, como tampoco había imaginado que pudiese haberse solucionado el problema vital en un planeta sin ningún mar, y que carecía de lo más indispensable para vivir: oxígeno y agua.
Este ser podía ser que viviera independientemente de las provisiones de oxígeno. Era posible que mantuviera su cuerpo caliente, sin tomar en cuenta las oscilaciones de calor del día y de la noche. Puede que, sus energías totales, derivaran de formas de vida inferiores. En Marte, podía agarrarse al reino animal y depender de él, como en la Tierra hay animales que viven exclusivamente de plantas, que sacan su fuerza de los rayos solares y de las bacterias, que extraen el nitrógeno del aire y lo convierten en útil en el suelo.
En la Tierra, el hombre extrae el oxígeno del aire y bebe agua al igual que un mineral; pero, para lo demás, depende en absoluto de las substancias complejas producidas por otros seres vivientes. Era necesario pensar en una etapa más adelantada de la evolución y entonces...
Contemplé con horror aquellas masas putrefactas, de las que yo era responsable al haberlas matado junto al cohete. ¿Era sangre aquel fluido malva? Era una substancia pulmonar oxigenada, tan roja como la sangre humana, que contenía y esparcía hacia los tejidos vitales, no sólo el alimento combustible sino también los agentes indispensables para tal combustión, gracias a una reacción química que se convertía en fuerza. ¿Y qué había que pensar de aquel polvo blanco y cristalino que, lentamente, se transformaba en una costra sobre la masa que iba pudriéndose? ¿Se trataba de hongos, de virus o de bacterias? Algo debía ser. Comprendí que había tropezado con los más complejos y necesarios elementos de la vida en Marte. Algo así como si en la Tierra hubiese caído sobre los hidroácidos que retienen la esencia de la vida, como ocurre, por ejemplo, con las levaduras.
Lo que tenía ante mis ojos era un campo vital que aquel ser superior había aprovechado y, ahora estaba seguro, se trataba de un ser que no tenía pulmones y no ingería substancias en estado de descomposición. Era una «Cosa» que no necesitaba vivir en la Tierra para existir, donde, el oxígeno, ocupa la mayor parte de la atmósfera y donde el agua puede encontrarse en cualquier parte. Una «Cosa» que, sin tener necesidad de preocuparse de su desarrollo, como le hubiese ocurrido en nuestro planeta, encontraba en el reino animal su natural sustento, sin preocuparse de que, en Marte, los animales estaban representados únicamente por aquellas caricaturas de la raza humana.
Pensé que eran caníbales. Crusoe, en su isla, aparentemente tan quieta y pacífica, también había encontrado su reverso, su lado de bestialidad salvaje, y su instinto le había mandado matar y matar y matar porque él, con sus prejuicios sobre Dios y el puesto que le correspondía al hombre en el Universo, se sentía ultrajado. Pero, pese a todo, Crusoe, a pesar de sus carabinas y sus fusiles, no se atrevió a matar porque no quiso que todo un mundo desconocido se enzarzara en un combate mortal.
Desde luego, Crusoe no había tenido más remedio que avenirse a un pacto con lo que encontraba, aceptando la evidencia de su propia debilidad y escapándose y escondiéndose como una bestia acosada que necesitaba seguir viviendo.
Él que tenía ganado y cosechas y aire y agua.