XXXI
FUE al cumplirse los quince
años de mi estancia en el planeta, que en la latitud 35 de la
llanura sur aterrizó la nave americana. El hemisferio sur, que se
hallaba en pleno verano, presentaba el mismo aspecto que las
tierras del norte cuando yo las vi por primera vez.
Me acerqué a la nave al segundo día de su
llegada, subiendo por el bajo horizonte y llevando sólo conmigo mi
máscara y mi tubo de oxígeno. Iba vestido todavía con trajes de la
Tierra, pues había ido gastando los monos de trabajo que usábamos
en nuestro primitivo y fatal cohete. A una distancia de media milla
pude distinguir, pintadas en una pequeña sección del costado del
navío, las famosas «barras y estrellas». A un cuarto de milla vi
que la base descansaba sobre el suelo, cerrada e inmóvil, lo cual
me demostraba que había tomado tierra gracias a un descenso
perfectamente medido y controlado.
Había una ventana o escotilla, detrás de la
cual mejor imaginé que percibí ciertos movimientos, ya que no se
oían voces ni murmullos. Si vivían, no cabía duda que estarían
alerta y me habrían visto. No me sorprendí cuando, después de una
hora de andar y cuando me faltaban por llegar unas veinte yardas,
vi cómo una puerta redonda empezaba a abrirse, oscilando lenta y
pesada, y que salía una figura metida en una escafandra.
Sus trajes de presión eran mejores y más
perfeccionados que los de los tiempos en que yo obtuve el mío. Eran
de un material brillante de fibra metálica, que no se hinchaba a su
alrededor, como el mío, convirtiéndome en un globo. Vi cómo se
tambaleaba al pasar la escotilla y descender al suelo. Tanto el
traje como la ligereza de la gravedad eran para él cosa nueva.
Comprendí que era su primer intento de andar por el planeta. Vi
cómo daba la vuelta, cómo oteaba rápidamente el horizonte a su
alrededor, no como un hombre asustado, pero sí como alguien que
ignora lo que va a suceder. Se inclinó y echó una ojeada a una de
las plantas esparcidas, que estaban entonces en floración. Luego,
dejándolo para más tarde, se dirigió hacia mí.
Nos paramos frente a frente. Yo podía ver su
cabeza dentro de su casco. Alargué la mano y vi cómo la miraba;
pero hubo una pausa antes él no alargó la suya. Puede que me fuera
simpático y hubiese podido sonreírme, si hubiese tenido
ánimos.
No era poco llegar a Marte y encontrarse con
un ser vestido con un mono que tenía la costumbre de saludar con un
apretón de manos.
Seguí andando con él en dirección a la nave.
Era inútil intentar hablarle allí fuera. Pude ver que él hablaba,
puesto que sus labios se movían rápidamente y su expresión parecía
muy excitada; pero, a través del casco, sólo me llegaba un sonido
tenue y confuso. Sospeché lo que ocurría. Estaba dando una
descripción de mí y de todos mis gestos. Estaba empleando la misma
táctica que usaría un soldado en presencia del dispositivo de un
proyectil peligroso: detallaba todos los movimientos para que, si
algo ocurría, los que estaban escuchando pudiesen captar, en el
acto, el menor gesto sospechoso. Impaciente, le di en un brazo y
empecé a moverme hacia la escotilla. Él me cogió inmediatamente y
me obligó a retroceder con él. Después de tantos años de soledad,
aquella demora me exasperaba. ¿Imaginaba, tal vez, que yo era algún
ruso que, secretamente, había llegado allí antes que ellos, y que
ahora estaba espiando los triviales secretos de su nave?
Esquivé sus manazas, cosa que me resultó
fácil, puesto que andaba bastante torpe con su vestido, y me dirigí
a la escotilla.
Mientras me aproximaba, la puerta empezó a
deslizarse Fuese cual fuese la razón, no parecían dispuestos a
permitirme la entrada. Se cerraba a medias luego se detenía y
giraba de nuevo para dejarla entreabierta. Empecé a enojarme. Me
dirigí a una lucerna que pude alcanzar. Vi un rostro asustado, una
cabeza y unos hombros uniformados. Con mis dedos escribí sobre el
cristal, teniendo cuidado de hacerlo hacia atrás: «Déjenme
entrar.»
La cara desapareció y oí un grito y un
repiqueteo dentro de la nave. Me volví de nuevo hacia la escotilla,
que se cerraba con aire comprimido y que empezaba a abrirse
suavemente. Les concedí un rato para que se recobrasen de la
sorpresa.
El hombre que llevaba la escafandra me tenía
cogido de nuevo. Me asía por un brazo y hablaba de prisa por su
micrófono. Mirando a través del cristal vi que, de pronto, se
paraba con la boca abierta, con expresión de ridículo
desaliento.
Súbitamente me soltó y se dirigió, primero a
tientas y luego enfático, hacia la escotilla. Medio en broma le
hice la señal clásica de levantar mi dedo pulgar.
Cuando la puerta se abrió, había una
escalerilla de mano que descendía. Subí por ella. La escotilla era
más amplia que la nuestra y la nave también era mayor. El reducto
tenía cinco pies de diámetro por tres de profundidad. Agachándome
un poco podía estar de pie en él. Pero mi compañero, el segundo de
los hombres que había pisado el planeta Marte, me siguió. Estábamos
apretujados, y hasta que la puerta se cerró y aparecieron las luces
no ocurrió nada.
Con su casco a seis pulgadas de mi oído y en
este espacio limitado, pude oír hablar al hombre que, estaba
dentro. Me pareció que argüía rápido y que hablaba preocupado. Miré
a mí alrededor buscando algún micrófono. Debían poseer algún
sistema de comunicación, aparte de la radio, para establecer
contacto con la escotilla. Vi como una reja de metal incrustada en
la pared recubierta de plástico amarillo. Quitándome, por un
momento, la mascarilla, hablé por ella:
—¿Qué esperan? ¡Suelten la presión!
Yo mismo me quedé sorprendido de la
vehemencia de mis gritos.
Mi compañero se volvió y me miró
indignado.
En algún sitio, detrás de mí, había un
altavoz. Intenté volverme para verlo, cuando me detuve porque
empezó a hablar. Decía:
—¿Quién es usted? No podemos desperdiciar el
aire. Tenemos que asegurarnos de que usted no es portador de alguna
bacteria infecciosa. De modo que vamos a tener que desinfectar la
escotilla.
Exclamé:
—¡Maldito sea! Soy un hombre de la Tierra
como vosotros y he vivido aquí durante quince años. ¡En Marte sólo
hay una bacteria que pueda perjudicaros, y no la llevo
puesta!
Hablé rápidamente, en un solo impulso, y me
coloqué de nuevo la mascarilla. Tenía que hacerlo y la mitad de mis
palabras se perdieron, porque allí dentro el aire empezó a silbar y
yo respiré una bocanada. No querían arriesgarse. Lo habían
dosificado con gran cantidad de desinfectante.
Seguimos esperando. Mi compañero empezó a
moverse como un buzo cuando vuelve a la superficie. Estaba medio
encorvado porque tenía que respirar con la mitad de aquella
atmósfera y resultaba difícil con el cambio de presión. Oí
claramente que alguien le decía:
—No te preocupes, John. Todo irá bien.
Me quité la mascarilla. Inhalé un poco de
aquella humareda desinfectante y dije:
—Está desmoralizado. No le censuro. También
lo estaría usted si tuviese que permanecer en este gas.
Giré en redondo. Miré la lisa y suave
superficie de la puerta exterior. Después de tantos años todavía no
había olvidado el momento en que una puerta igual, la de la
escotilla de nuestro cohete, me había abierto el paso. Me estremecí
recordando aquel accidente y todo cuanto había ocurrido desde
entonces. Tenía prisa en sentirme más cómodo y tranquilo. ¿Por qué
no habrían aparecido a los seis meses de mi aterrizaje en el
planeta? ¿Por qué no ocurría aquello hasta los quince años de mi
estancia?
Sentí un apretón en mi brazo. John se había
quitado su casco. Era un joven delgado y moreno, con los ojos
fanáticos de un científico experimental cuyo conejo de indias
acostumbraba a ser él mismo. No parecía hombre que pudiera
equivocarse sobre si la presión sube o baja. Comprendía que estaba
presa de una tremenda emoción.
—¿Es usted británico? — dijo.
—Sí.
Se quedó quieto mirándome y luego
añadió:
—Está usted en el mismo caso que cierto
explorador. Un hombre llamado Scott se fue al polo Sur y se
encontró con que Amundsen había llegado antes. No se lo tome muy a
pecho si no resulta muy popular en esta nave.
No hice ningún comentario. Aquello para mí
carecía de importancia en tales momentos. No podía creer que se
comportaran de modo tan despreciable.
Su puerta interior empezó a abrirse. Ante
mí, rodeado por hombres en uniforme especial, había un general de
las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.
—Entre —dijo con arrogancia—. Y
felicidades.
Entré. Me adelanté hacia él con la mano
extendida. Empecé a darme cuenta que sería más difícil de lo que
había creído exponer las comunicaciones que traía conmigo.
—Felicidades a usted —dije—. No son ustedes
nuestros sucesores en este planeta. Son los primeros que han tomado
tierra bajo control. — Miré a mi alrededor. — Son los primeros que
han llegado con medios para poder volverse. —Hice una pausa—.
Ustedes son mis salvadores — añadí secamente.
Y luego, con mayor acritud y
lentamente:
—Así lo espero.