XXXVI
HABÍA una luz en la
obscuridad, un simple parpadeo iluminado en la sombra que se
extendía cruzando la entrada de la caverna. Era Eii, nombrado así
porque ésta era mi traducción a su parpadeo inicial luminoso que
hiciera antes de repetir mi señal claramente.
Ya no existía, entonces, ninguna pared que
obturara la entrada de la cueva. No era necesaria, desde que yo
había aceptado, para mi propia seguridad, vivir permanentemente
dentro de la caverna. Sólo contaba con agua, con el alimento que
ellos me traían y con el equipo que Eii me había traído un día,
incomprensiblemente, desde el lejano cohete. Al hacerlo, pensé que
había comprendido mis necesidades. Imaginé, por un momento, que él
sabía cuan necesario era para mí disponer de combustibles, de las
piezas y repuestos para mis máquinas y de las planchas de metal que
necesitaba para construir un departamento hermético. Pero no era
así. Lo había traído como si se tratara de algo fundamental, de
algo que fuese mi mismo «yo» y que formara parte de mi
naturaleza.
No me ayudaron a construir el tubo de neón
que ahora utilizaba para contestar a sus señales luminosas. No me
ayudaron en mi diario y laborioso trabajo de triturar el fruto que
me proporcionaban, para fermentarlo y destilar de él el alcohol
para la combustión. Fue una sorpresa para ellos que yo necesitara
los cristales azulados. Poco a poco había tenido que persuadirles,
para hacerles comprender mis necesidades, noche tras noche,
haciendo relampaguear mis luces y elaborando así un código desde
sus comienzos.
Mientras no lo hube hecho todo, necesité que
naciera la «conversación». Eii tenía una paciencia ejemplar. Era
tal vez como uno de estos raros chiquillos que son capaces de tener
un animalito y amaestrarle.
—¿No estabas aquí? —me dijo con sus
relampagueos luminosos, cuidadosamente empañados de manera
fantasmal que se reflejaban en las paredes de barro
humedecidas.
Yo, sentado en la silla que me había hecho,
con la luz neón colocada en una repisa encima de mi cabeza y con la
llave morse encima de mis rodillas, comprendí lo que quería decir.
Durante los primeros días ésta era toda nuestra conversación. Se
necesitaba una gran agilidad mental y saber de qué se trataba para
los que no teníamos palabras para expresarnos. Por encima de todo
necesitaba conocer cómo trabajaba su mente, y él, tenía que
descubrir cómo trabajaba la mía.
—No nací aquí — dije.
Vi su luz apagada, tal como estaba cuando
hacía memoria. Tenía que recordar esta señal: la palabra «nacido»
que él no leía como letras del morse, sino como un trazado de doce
puntos y doce rayas. Tenía que recordar y, tal vez, no comprendía
del todo.
—Has dicho otro mundo.
—Y una gran distancia.
Su luz se empañó de nuevo y cambió de
color.
—No existen distancias que dices.
—Sí. Distancia. No tiempo —contesté—.
Distancia, cosa reversible.
Asustada, con una luz amarilla, llegó su
contestación.
—Será así para ti.
Luego, apagó su luz y se marchó, dejando
expedita la entrada de la cueva.
Volvió a la próxima noche. Todo ocurría
siempre durante el período de obscuridad que constituía su «día».
Se extendió a través de la entrada de la cuerva, como un tren
cuando entra en una estación. En cuanto estuvo bien instalado su
luz me iluminó de tal manera que pude leer perfectamente:
—¿Cómo cruzaste la distancia?
Fui de prisa hacia mi silla para responder.
Era raro que, para todo preguntase «¿cómo?» Hasta entonces no
comprendí que no era esto lo que quería significar. Su «¿cómo?» era
una variante de su eterno «¿por qué?»
—Crucé la distancia gracias a «cosas»
parecidas a las que me has visto hacer aquí. «Cosas» útiles.
También pueden serlo para ti.
—¿Útiles? —relampagueó—. ¿Por qué
útiles?
Me desconcerté. Me pareció que nunca
acabaría de explicarme las características intelectuales de
aquellos seres extraños.
—Ellas pueden hacer trabajos para ti —
dije.
—Es raro —contestó— que tú que gastas tiempo
haciendo «cosas» admires «cosas» que están haciendo trabajo para
ti.
Fue ésta la primera vez que me tropecé con
la expresión «estar haciendo» que no parecía fuera de lugar en este
momento; pero que luego me resultó imposible hacer comprender a los
americanos en su cohete.
—No puedo respirar, ni vivir, ni comer en
este mundo, si no tengo un «equipo» — dije por milésima vez.
—Bien puedes morirte, pienso —dijo—. Tú y
los que dices son como tú.
Me puse furioso. Toqué el reóstato de mi
equipo y acentué el voltaje de mi batería.
—Nuestras deficiencias son nuestra fuerza
—transmití—. Como nosotros necesitamos ropas y todo el calor y
comodidad que vosotros poseéis por naturaleza, tenemos que inventar
con nuestros medios. Hemos aprendido tanto que ya podemos cruzar
aquellas «distancias» de que hablamos. También vosotros podríais si
tuvieseis interés en construir «cosas». Deja por lo menos que os
ayude. Permíteme hacer «cosas» que os sean útiles.
Lo pensó. Cuando pensaba, su luz oscilaba
sin encenderse ni apagarse del todo.
—¿Todo posible? —dijo—. ¿Mediante
hacer?
—Hacer es aprender.
Relampagueó una negativa.
—Saber «cómo» es saber «por qué».
Relampagueó otra negación.
Perdí por completo la serenidad.
—¡No sabéis nada! —grité—. No sabéis de qué
«cosas» estáis compuestos. No conocéis las «distancias» entre las
estrellas.
La luz apareció con el verde de la
risa.
—Te juro que sois vosotros los que no sabéis
nada.
Apareció a la noche siguiente y se extendió
como una mole negra a través de la entrada de la caverna, sin decir
nada.
—Tengo algo aquí para vosotros —le dije—.
Hace ahora seis meses que os observo en este valle. He visto que,
los que permanecéis aquí, dependéis de las dos emigraciones de los
vivientes que tienen que cruzar este espacio. Vosotros matáis y
coméis y luego, durante seis meses, os dejáis morir de hambre. Pero
yo construiré cercas dentro de las cuales podréis encerrar vuestra
presa y así la tendréis siempre cuando os hagan falta.
Siguió silencioso, con absoluto desinterés e
indiferencia. Únicamente apareció su luz de un azul pálido, como de
un ojo que se abriera adormilado. Al cabo de un momento dijo:
—Es pena que tú no puedas ser lo que eres,
en lugar de querer ser más y distinto.
Quise comprenderle. Lo quise
desesperadamente. Durante quince años, mi vida dependía de ello.
Dije:
—Nuestra vida es corta. Hacemos lo que
podemos con ella, mientras disfrutamos de ella.
Siguió una larga pausa. Cuando volvió a
relampaguear, lo hizo con una idea extraña para mí. Puede que no le
comprendiera. Decía:
—Si pararais de «hacer» vuestra vida sería
eternidad. ¿Por qué os esforzáis? ¿Dónde vais a parar con tanto
esfuerzo?
Miré fijamente hacia él, hacia la obscuridad
donde se encontraba. Intenté comprender, pero no pude. Me indigné.
Me pareció que vituperaba el valor de todo esfuerzo. No me detuve
en reflexionar por qué motivo la negación de la utilidad del
«hacer» me podía denigrar de tal modo.
—Nos esforzamos para conocer todas las
«cosas» y hacer todas las «cosas». Pensamos en el futuro de nuestra
raza, en cómo nos propagaremos entre las estrellas y llenaremos los
espacios del Universo con nuestra presencia.
Hubo un silencio, sin luz, durante un
momento. Luego contestó graciosamente:
—Pienso que os esforzáis para adquirir
fuerza y comodidad que no tienen vuestros cuerpos. Pienso que ya
sois demasiados. Pienso que cada uno de vosotros se siente débil y
no sabe «por qué», ni qué es ni adonde va. Lucháis por el poder
porque significa seguridad. Lucháis por el conocimiento porque no
conocéis nada. Lucháis por la fuerza porque sois débiles, y estáis
inseguros de vosotros mismos. Lucháis por conquistar el Universo
porque es tan vasto y vosotros tan pequeños. Pensáis siempre que,
si podéis saber un poco más, si podéis viajar un poco más lejos,
tropezaréis con algún secreto que transformará vuestra naturaleza.
Pero vuestra naturaleza es lo que es. Es esto lo que intentáis
cambiar.
Se levantó y se marchó. En la obscuridad me
quedé pensando en lo que me había dicho. Naturalmente, no porque me
preguntara si todo nuestro hacer nos era útil. Tenía que serlo. Un
centenar de millones de cerebros humanos no podían estar
equivocados. Pero, por primera vez me preguntaba, con
desesperación, si lo que yo podía hacer para seres más perfectos,
que no necesitaban esforzarse, podía serles de alguna utilidad.
Empecé a comprender que su extraña naturaleza se regía por una
tabla completamente distinta de valores: tenían una apreciación
distinta de las cosas que me dejaba frío y lleno de miedo desde el
momento que se me negaba que yo, y lo que yo pensaba, pudiese tener
ningún sentido y serles de ninguna utilidad a ellos.
Cuando volvió me pareció que era él, y no
yo, quien había resuelto el problema. Llegó hasta la entrada de la
caverna y escondió las estrellas, y su luz parpadeó brillantemente,
fría y azul. Dijo:
—En vuestro mundo, no aquí, ¿qué clase de
cosas hacéis?
Pensé. Me había vuelto más cauto en mis
respuestas. Me pareció que, de un momento a otro, iba a, vivir una
de mis últimas angustias.
—Hacemos cosas para protegernos —contesté—.
Algo para cubrir nuestros cuerpos. Nos esforzamos para que el clima
de nuestro mundo que podría ser cruel para nuestro cuerpo desnudo,
sea más cómodo para nosotros. Producimos calor y luz en todos sus
grados. Preparamos nuestros alimentos para que sean agradables a
nuestros sentidos. Educamos a nuestra prole para que adquiera la
habilidad y los conocimientos que poseemos. Y, además de todo esto,
nos esforzamos en ver nuestro mundo y en aprender cuanto podemos de
cuanto vemos.
Su luz fría y azul dijo amable: —Y ¿tenéis
éxito en todas estas cosas? Miré la negrura que proyectaba la
sombra de su gran masa y no contesté. ¿Cómo podía decirle que lo
que esperábamos no era el éxito ni nos esforzábamos para
alcanzarlo? ¿Cómo podía admitir que estábamos en un grado tal de
desenvolvimiento que, cada generación, tenia que repetir
trabajosamente las mismas acciones de sus padres y añadir muy poco,
muy poco a las suyas? ¿Que cada hombre que nacía tenía que hacer
frente a los mismos problemas, y aunque fuese más hábil en sus
esfuerzos nunca podría llegar a realizar una tarea completa?
Hubiese sido, para el, demasiado fácil argüir que nuestras
esperanzas, fuesen las que fuesen, eran vanas y que, antes de que
el hombre pudiese viajar entre las estrellas, millones y millones
de otros hombres tendrían que morir.
Dijo, creo que muy suavemente, puesto que
tal era la calidad de su luz:
—Supongamos que un día tengáis un éxito
completo en vuestro hacer. Me has dicho que tenéis grupos de
hombres activos que continuamente se esfuerzan para ser más
eficientes. Supongamos que su eficiencia llega a ser perfecta, de
modo que vosotros ya no necesitaréis nunca más hacer esfuerzos sino
que podréis vivir sin esforzaros, únicamente tocando un botón en
una de vuestras «cosas». Supongamos que, puesto que sois creadores,
podéis crear lo que deseáis sin un esfuerzo grande y que podéis
viajar y adquirir todo el conocimiento. ¿Qué «haréis» entonces?
¿Tenéis todavía otras «cosas» perfectas en vuestra mente? ¿O es que
sólo concebís «medios» y no «fines»? ¿Es que lo que necesitáis es
sólo el «poder de hacer» y por esto estáis tan celosos de él, o es
que tenéis un «propósito» para cuando vuestra mente haya conseguido
la perfección?
No busqué la llave que tenía sobre mis
rodillas. Hice algo que jamás imaginé que pudiera llegar a hacer.
Yo, un hombre de sangre caliente, me sentí derrotado y me eché a
llorar. Era como si, por primera vez en mi vida o en la vida de
cualquiera, resultara que el esfuerzo no sólo no era útil sino que
nunca jamás sería necesario. Yo, debió tratarse de una alucinación
seguramente, veía un retrato de mí mismo en este estado de
beatitud, en que él me colocaba. Y sabía que este estado era lo que
yo había ansiada y deseado. Nunca, ni yo ni ningún hombre, había
pensado en lo que haría entonces. Nunca había creído poder poblar
el cielo con la gente actual.
Su luz, la de su mirada, no la de su hablar,
jugaba sobre mí.
Vio mi desgracia en la caverna que ellos me
habían proporcionado. Sentía mi desventura física y mental.
Muy gentilmente y de manera muy suave, dijo
con una luz de brillo violáceo.
—Si pudierais concebir la frialdad hacia la
que estáis usando vuestra fuerza, si ocurriera esto, entonces
encontraríais innecesario poseer la fuerza. El fin y el propósito
de vuestra existencia pueden conseguirse por medios más sencillos
que toda esta acción compleja y trivial, consumidora de vida, de
que me hablas. ¿Por qué te haría malgastar tu tiempo, que desde
luego es más corto que el nuestro, construyendo empalizadas para
nosotros, si durante milenios de años nos hemos pasado sin ellas?
¿Y por qué, por la misma razón, te esfuerzas siempre en hacer
«cosas», en terminar «cosas» para ti mismo?
Eché mano a mi llave. Con mi mano izquierda
empujé el enchufe que convertía mi tubo neón en un resplandor
encarnado. Oí ronronear a mi generador de alto voltaje, lanzando mi
sistema de comunicación hasta su máxima fuerza.
—¿Por qué me torturas? —dije—. ¿Por qué
quieres arrancarme lo poco que tengo? ¿No vivo bastante torturado
en esta caverna? Ya te he dicho que mi razón tiene su única fuerza
en «hacer». Somos los únicos que podemos realizarlo. Somos los que
penetramos vuestro mundo y todo el Universo. Es verdad que no
conseguimos saber cómo llegamos a vivir ni por qué. Es verdad que
los últimos fines y el conocimiento de su significado, es
precisamente lo que más nos interesa. ¡Pero no me vituperes por
ello! Tu charlatanería es peligrosa. Cuando hayamos conquistado
vuestro mundo y hayamos descubierto tal y cómo es, entonces
sabremos cómo contestar mejor a tus preguntas de «por qué». O por
lo menos, esperamos que así sea. Esta es nuestra fe. Tenemos la fe
de que encontraremos un sentido. Encontraremos un significado, no
sólo a nuestras vidas, tal y como las están viviendo ahora los
hombres de nuestra especie, sino que encontraremos la razón de las
vidas de todos los hombres que han vivido y muerto antes que
nosotros. ¡Nosotros! Nosotros los débiles, cuya debilidad, cuya
necesidad de actuar, se ha convertido en nuestra fuerza. Entonces,
entonces por saber y por conquista, encontraremos nuestra propia
finalidad.
Me contestó con un brillo amarillo, hecho de
palabras que pronunciaba muy despacio:
—Pero, ¿y si yo te dijera ahora este
propósito final y te evitara el esfuerzo?
No contesté. Su rayo de luz de mirar jugaba
de nuevo por encima de mí y me veía sentado, rígido en mi silla. En
torno mío, la pared de barro húmedo, resplandecía con su súbito
luminar.
Dijo:
—Éste código que tienes no sirve para esto.
Tienes que empezar a usar los colores. Tienes que observar e
intentar comprender. Tienes que abrir, muy grandes, tus ojos
empañados y dejar de lado tus preocupaciones.
Miré. No podía hacer otra cosa que mirar. Le
vi como, lentamente, inundaba de luz todo su cuerpo. Vi una
trascendente multiplicidad de colores que, suavemente, empezaban a
cambiar. ¡Y él era joven! Sólo tuve este pensamiento sorprendente.
¡Él no era más que un chiquillo entre aquellas criaturas; era como
un niño que mantenía un diálogo con su perrito y se atrevía a
interpretarme las esperanzas humanas en su propio lenguaje! Miré su
azul y oro, y oro y verde y, tal como me había dicho, mis ojos se
agrandaron a cada uno de estos cambios, a cada una de sus
pulsaciones y transfiguraciones. Yo sentía, mejor que pensaba, los
conceptos que empezaban a formarse.
Chillé. Cubrí mis ojos con las dos manos.
Caí de rodillas ante él. En alta voz grité las palabras;
—¡Basta!, ¡basta!
Agaché mi cabeza. Hubiera querido enterrarla
en la tierra. Me pareció, de pronto, que una lívida obscuridad me
ayudaba. Chillé y volví a chillar. Luego, ya no sé qué pasó.
Cuando recobré el sentido estaba tirado en
mi caverna iluminada por la luz del día. Mis máquinas ronroneaban
suavemente. El oxígeno se escapaba de mi máscara, como si alguien
(alguien que tenía que haber sido Eii, al que nunca había visto
tocar ninguna de mis máquinas, pero que ahora parecía
comprenderlas) la hubiera abierto para llenarla.
Miré a mi alrededor como un poseso. Me
arrastré hasta mi cama y me dormí. Dormí una noche y dos días. Y
Eii no volvió hasta la noche siguiente.
Entonces sus luces fueron sombrías, como lo
es la cara de un chiquillo arrepentido cuando mira a un cachorro
que ha herido.
Vacilante en la obscuridad, relampagueó los
puntos que significaban su nombre y luego el mío.
Yo me agitaba y él vio cómo me agitaba, pero
no le di la réplica.
Entonces dijo:
—Siento haberte herido. He hablado con los
demás. Estaremos contentos si nos construyes una empalizada.
¿Podrás hacerlo cuando estés curado? Le miré, sin hablar y sin
pensar. Añadió:
—Deja que te convenza de que realmente la
necesitamos. Ya sabes lo desvalidos que somos para hacer «cosas».
Para nosotros sería muy beneficioso conseguir asistencia práctica
en nuestro mundo.
Le creí. Era necesario vivir. Puse mi mayor
empeño en creerle, durante quince años, durante aquella vida en la
muerte, porque la razón de ser del compañerismo humano, del soporte
mutuo y la seguridad entre los hombres me eran negados y, sin él,
no podía vivir.
Trabajé en el valle sin parar y la cuestión
del último fin del hombre no volvió a salir a luz. Lo único que
ocurría era que cuando una criatura marciana se me acercaba, yo
procuraba evitarla y ella se iba. Incluso me alegró que Eii no
intentara hablarme como lo había hecho antes. Se limitaba a
alabarme. Me alimentaba y encontraba algún trabajo práctico que me
distrajera.
Así fue la vida. Yo trabajando y Eii
proporcionándome los materiales que necesitaba hasta que gracias a
un aparato que yo había instalado en los peñascos de encima de mi
caverna, pude decirle a Eii (que había perdido todo interés hacia
mí) que habían llegado otros hombres.
Había visto la nave, dando vueltas sobre el
planeta, situándola en una línea distante unos centenares de
millas. En mi telescopio aparecía con la forma de un cigarro
plateado y romboidal, entre las estrellas.
Ni ahora puedo explicar por qué se lo dije,
en lugar de ponerme en camino, simplemente, en busca de los hombres
y escapar con ellos. Estoy absolutamente convencido de que Eii no
me hubiese detenido.