XXIX
ERA una flor, semejante a una
rosa, de un pálido tinte rosado. Crecía al borde de un terraplén,
el primero, descendiendo, de los que estaba contemplando. Cuando
estiré la mano para cogerla, me quemó y me roció con un millón de
fragmentos de finísimo cristal.
Seguí mirando. Contemplé la mano,
sorprendido al ver que sólo contenía polvo, semejante al polen.
Luego miré hacia abajo, hacia el terraplén, y vi otras flores de
colores suaves que crecían entre una vegetación frondosa. Trepé,
primero con las rodillas y luego con los pies, hacia una especie de
roca desplomada que me servía de camino fácil hacia el plano
inferior.
La roca desplomada, así como otras seis que
la seguían, habían sido ya utilizadas para tal fin. Parecía que
todo un ejército las había cruzado. Intenté descubrir nuevos pasos,
nuevos senderos y encrucijadas por donde hubiesen pasado las
criaturas migratorias a través de las regiones devastadas. Pero,
aquella flor me interesaba sobremanera. Había visto una rosa y
había resultado ser una pura ilusión.
A lo largo de la ladera, se extendían las
flores y las plantas, como en surcos, formando verdaderos
callejones. Por donde se había transitado, y en una anchura de una
docena de yardas, no existían flores.
Cuando me dirigí hacia ellas, a lo largo de
aquella especie de pasarela, se dispersaban ante mí,
desparramándose ante la más suave vibración producida por mi
movimiento. Únicamente moviéndome furtivamente y respirando con
gran tiento dentro de mi mascarilla, conseguí acercarme a
ellas.
¿Eran plantas? Parecían cristalinas y
transparentes Eran plantas de cristales, parecidas a las que los
niños, en sus juegos, consiguen saturando de sales un jarro de
agua. Sólo que allí no había agua. Eran productos áridos de un
mundo mineral y, cuando obsesionado por el constante pensamiento
del agua, cogí la botella de mi cintura y la descorché, dispuesto a
sorber un trago, las flores cayeron, por montones, a mi
alrededor.
No era la vibración la que las agostaba,
sino la humedad, la simple transpiración de mí piel transmitida a
mí alrededor por el menor movimiento violento. Entonces me di
cuenta de que mi botella me parecía pegajosa y, al mirarla, vi que
no era la botella, sino mi mano espolvoreada por la substancia
quebradiza de las plantas la que aparecía viscosa. Se había mojado
con aquella mezcla, como si se hubiese cubierto de azúcar en polvo
en un día húmedo y tormentoso de la Tierra.
Sentí el pánico durante un instante. Dios
sabe en lo que pensé. Intenté secar mi mano, temiendo casi que los
cristales empezarían a crecer en ella. Pero no ocurrió tal cosa.
Sólo que, al remover mi botella de agua, se originaron oleadas de
destrucción entre las plantas minerales que me rodeaban. Bebí
rápidamente y la tapé.
Me pregunté, demasiado tarde, si había sido
sensato beber, con tanto polvo en la atmósfera y sobre mi persona.
El agua tenía un gusto dulzón, en nada parecido a cuanto yo
conocía, y no me atrevía a imaginar qué clase de vida habría
introducido en mi cuerpo.
Por un instante, sólo por un instante,
permanecí parado, preparado a cualquier agonía, a cualquier dolor.
Miré hacia abajo, hacia el valle en sombras que se extendía ante
mí, más allá del borde del terraplén. Las sombras iban
desapareciendo puesto que el sol caminaba hacia el oeste y lo
iluminaba con su luz.
Esperé bastante rato y me apercibí que había
lamido inconscientemente mis labios. Sólo lo comprendía al notar en
mi boca un gusto de creciente dulzor. Pensé que iba a volverme
loco. Fue un arrebato incontrolable ante el nuevo fenómeno que se
me presentaba. Fue como una conciencia instantánea y, no sabiendo
qué tenía que temer, no podía tomar ninguna providencia. Fue un
instante en el que pensé, complacido, que iba a morir y terminar
con todo.
Arranqué la mascarilla de mi cara y,
deliberadamente, lamí mi mano y, luego, me eché la careta a la
espalda. Me complacía aquel gusto agridulce. Tuve una instantánea
sensación de triunfo. Por fin, había obtenido —antes de morir — un
sabor agradable de alimento nuevo. Luego, me horroricé de lo que
había hecho.
De nuevo esperé la muerte, y no vino. Sentí
un profundo anhelo. Comprendí mi pánico y mi terror hasta que sentí
la angustia de la esperanza. Supongamos, me dije, supongamos que
estas cosas sean comestibles... Mi mente se embarullaba en mil
hipótesis. Se trataba de cosas minerales que crecían en una tierra
árida hecha de rocas polvorientas. No podían ser cosas vivas.
Debían de ser minerales en bruto, creados por la brisa y el aire.
Y, aunque no podía precisar su forma, su forma que me permitía
identificar a varias especies distintas, por lo menos contaba con
algún elemento para determinar su estructura.
De pie en el borde del valle, viví instantes
de temor, de pánico, de angustia y de esperanza. Si el dolor
hubiese llegado me habría parecido como una liberación. Pero no
sentí ninguno. Iba a invocar a Dios, al verdadero Dios, en el que
había creído y que había olvidado.
Aquellos minerales cristalizarían en igual
forma, una y otra vez, con las mismas estrías; pero, sin embargo,
sabía que los minerales no pueden multiplicarse por sí mismos, con
excepción de algunos virus que son minerales, o por lo menos,
tienen una estructura básica similar más compleja. Pensaba que,
probablemente, estaba tomando una droga, terriblemente viciosa, que
podía paralizar los nervios de mi cerebro. Recordé mis experimentos
con la «miel» de los insectos...
Después de todo, yo era alguien cuyo destino
era morir. Veía ante mí mi destino, que sería corto y brutal. Podía
regresar. Podía abandonar aquellas «plantas» malditas. Podía volver
a montar en mi máquina, y escapar hacia el desierto, para perecer
con tranquilidad.
Me dirigí hacia las «plantas» que estaban
ante mí. Alargué las manos y cogí su substancia mientras se
derretía. Me saqué la mascarilla y comí, pareciéndome que tragaba
algo como melaza, como si chupase caña de azúcar. Lo único que
ocurría era que mi sed iba en aumento y que tenía que deglutir
aquella substancia, empujándola con grandes sorbos de agua.
No caí insensible. Debía haber tomado una
cantidad así como de una o dos onzas, cuando me noté satisfecho
como después de una buena comida. Me sentía agradablemente cansado
y, si no hubiese sido por temor de que se agotara mi ración de
oxígeno, lo que me obligaba a volver a mi máquina antes de que
llegara la noche, me hubiera echado allí mismo para descansar
tranquilo.
Entonces di perezosamente, pero con mayor
energía, un paso hacia el límite del terraplén. En aquellos
momentos, la luz del sol iluminaba todo el contorno del valle. Era
mi sola oportunidad para ver lo que había a mis pies y hacer nuevos
planes.
Los terraplenes descendían, escalonados, a
mis lados, uno debajo de otro, hacia la llanura. Eran como
jardines, como las paradas de los viñedos europeos, sin que
tuvieran propietario ni administrador.
En el fondo del valle, sobre el suelo de
árida roca, estaba tumbada una de mis criaturas nocturnas. Estaba
—¿cómo podría decirlo?— estaba amamantando a sus crías.