XVI
RECUERDO otra imagen de mi
famoso precursor en el arte de vivir en la soledad. Estaba en la
playa vacía de su isla solitaria, mirando hacia el suelo con
expresión de temor y desconcierto. Lo que motivaba su actitud
forzada, era que, aquel hombre que hasta entonces no había tenido
nada que temer o que esperar, había descubierto la huella humana de
un pie desnudo en la arena.
Del mismo modo permanecía yo, de pie,
mirando aquel fruto de cactus cortado. Era el fruto que yo andaba
buscando y que, tal vez sometido a algún procedimiento, se pudiera
convertir en alimento para el hombre. Pero, en el momento de
encontrarlo, cuando percibí que había sólo una parte, comprendí que
no estaba solo.
No creía que pudiera existir la vida en gran
escala sobre el planeta Marte. Me parecía tan imposible que allí
pudieran existir seres de cualquier naturaleza remotamente animal,
como que el abominable hombre de las nieves pudiera vivir en las
alturas de los montes del Tibet. Esto había sido una desagradable
invención que no se apoyaba en ninguna base sólida.
No obstante, en la Tierra, la tundra más
salvaje bastaba para mantener a los renos. En los mismos polos
había grandes animales, como los osos polares y las ballenas. En
nuestros desiertos subsistían los raros camellos, la llama y el
yak. Si en la cima del Everest no había vida animal, no era por
causa de la altura o el frío, sino porque el viento, la nieve y el
hielo, habían reducido la tierra a una pelada roca.
Mirando aquel fruto y luego a su alrededor,
vi que me encontraba en un desierto de frutas. Estaba en el límite
del verano del planeta y, a lo lejos, la tierra se teñía de rojo y
oro.
Este rojo y oro era el que se divisaba desde
la Tierra. Creíamos que, puesto que había tan poco oxígeno en la
atmósfera, sólo podrían vivir las plantas más pequeñas. Pero era
muy posible que nuestras ideas estuvieran equivocadas. Hombres de
la Tierra, juzgábamos de todo en relación con nosotros mismos.
Creíamos el camello como forma de vida inferior a la de los monos,
e indudablemente, existía otra vida de forma más
desarrollada.
Mirando aquel fruto rojizo partido y de
corazón amarillento, pensé que juzgábamos de la vida superior o
inferior como seres inteligentes. Sólo así la biología se convertía
en ciencia. Pero aquí, «superior» era un término que podía
admitirse, puesto que la vitalidad se había desarrollado gracias a
inconcretas mezcolanzas químicas que nos eran desconocidas. De
repente, contemplando desconfiadamente aquel fruto, deduje que yo
no constituía la vida «superior» de Marte. Al contrario. Era un ser
altamente inadaptable. Vivía con dificultad y gracias a las
máquinas. No estaba mejor adaptado para sobrevivir en Marte, de lo
que pudiera estarlo en la Tierra un chiquillo atacado de parálisis
infantil, colocado en la cámara de un pulmón de acero.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para
contener el anhelo que sentí de montar en mi triciclo y huir, a
toda velocidad, para volver a mi desierto desnudo y abierto.
Porque, una criatura que hubiese podido cortar una raja de aquel
fruto, tenía que ser un ente extraordinario, extraordinario, por lo
menos, por su tamaño, ya que, debido a que la fuerza de gravedad
era allí como de la mitad de la de la Tierra, indudablemente habría
crecido de manera formidable. Me obligué a permanecer allí y a
pensar. Mis ojos me habían cerciorado que, dentro de los confines
de mi horizonte, no había ningún ser visible. Yo sabía, por
experiencia, que cualquier cambio en el desierto no podía
escapárseme.
El desierto de alrededor del cohete, desde
que llegué, había sido sólo un agujero lleno de plantas
desparramadas y florecientes. Allí las plantas permanecían igual y
su distribución no podía cambiar aunque la estación avanzara. Pero,
su desarrollo podía ser igual que el de estas plantas. Cuando yo
las dejé estaban todavía en su punto de brote y floración. Los
insectos libaban su polen. Pero pronto echarían frutos como éstos.
Y entonces, si los seres desconocidos vivían de estos frutos, se
trasladarían hacia el sur cuando su estación llegara...
No se me había ocurrido, al ver las plantas
alrededor del cohete, que debían dar su fruto. Me había contentado
estableciendo una relación entre las plantas y los insectos,
simplemente como ocurre en la Tierra. De ver un manzano en flor
hubiese pensado en las abejas zumbando a su alrededor imaginando
que éste era un cuadro completo sin acordarme de que existían los
pájaros. Igualmente podía haber visto un campo de trigo sin
acordarme de relacionarlo con el hombre.
Rápidamente miré de nuevo a mi alrededor
mientras en mi mente se esbozaba un pensamiento que me obligó a
concentrar mi atención en aquel fruto asombroso. Las ideas cruzaban
rápidamente por mi cabeza, y desaparecían suavemente sin dejar
rastro, forzando la persistencia de las que predominaban fijándose
en mi memoria.
Debí de haber sospechado la existencia de
otras criaturas. Incluso los astrónomos de la Tierra lo habían
sospechado al descubrir la vida vegetal de Marte. Nuestras
reflexiones sobre estas materias habían sido en extremo inocentes.
Habíamos creído que los planetas con poco oxígeno, no podían tener
animales. Ni Marte ni Venus podían tenerlos puesto que sus
atmósferas contenían un exceso de dióxido de carbono.
También antes, con razonamientos parecidos,
habíamos creído que el Sol daba vueltas alrededor de la
Tierra.
Contemplando aquel cacho de fruto, se me
ocurrieron de pronto nuevos conceptos sobre nuestro cosmos. Pensé
que la Tierra era un planeta bien regado cuya próspera vegetación
era su principal forma de vida. Esto era
lo que indicaba la cantidad de oxígeno de su atmósfera y no el
hecho de que la vida animal y humana fuese posible en nuestro
planeta, ya que, éstos, respiraban el oxígeno en la misma
proporción que lo exhalaban las plantas. En Venus las cosas podían
ocurrir de otro modo. Si su vida animal era sólo de bacterias y
constituían su característica predominante, las plantas, aun cuando
crecieran en condiciones apropiadas para ellas, desaparecerían
rápidamente en cuanto aparecieran.
¿Qué ocurría en Marte?
Como había comprobado sobradamente, el
oxígeno era escaso en la atmósfera. Había en ella un exceso de
dióxido de carbono.
Temeroso, miré a mi alrededor y luego a mi
espalda, para volver a contemplar aquel fruto... De nuevo recorrí
el horizonte plácidamente extendido ante mí, y volví a examinarlo a
mis espaldas. En mi mente resultó evidente, al tener en cuenta la
ligera fuerza de atracción del planeta y la delgadez de su capa de
aire, que si además de mi existían otros seres, tenían que haber
crecido hasta el tamaño de un Gargantúa, con huesos largos y
delgados, pulmones berreantes y mandíbulas que pudiesen cortar
aquella clase de frutos. Di la vuelta, esforzándome en fijar el
cúmulo de pensamientos que bullían en mi cerebro. Hice lo que debí
hacer durante los minutos precedentes. Miré, no al fruto, sino al
suelo alrededor de la planta. La tierra estaba hollada por mis
pies; pero podían existir otra clase de pisadas.
Y allí vi la gran huella alargada de una
suela de zapato gigante.
Me fui al otro lado de la planta. La tierra
estaba removida a su alrededor y en una pequeña distancia hacia el
norte. Por las huellas en el suelo, por las plantas pisadas y las
raíces rotas, deduje que un ser de dos patas había venido
rápidamente desde el nordeste, que se había detenido ante la planta
y que partió, luego, en dirección noroeste. Los cielos son testigo
de que no tenía ninguna pista; pero las impresiones y las huellas
sobre el suelo, no dejaban lugar a dudas.
No eran mías. Era imposible que yo hubiese
impreso potentes huellas a una distancia de tres yardas. Lo que no
pude saber fue si el ser que las había hecho era hombre, pájaro o
res.