VI

 

MI alma estaba aterrorizada, mientras yo seguía tendido en mi camastro, atado con mis correas y mirando hacia abajo este planeta rojo que parecía hincharse hasta devorar los cielos. Lo que estaba realizando era un suicidio en gran escala. A lo largo de nuestra historia, los hombres habían salido de nuestro mundo, subiendo y volando; pero nunca dejaban de volver. Nunca habían aterrizado en ningún otro lugar. ¿Quién podía conocer el efecto que había de causar esta transposición de substancia, de uno a otro planeta? Incluso si mi cuerpo muerto quedaba allí, aplastado en el naufragio del cohete en cualquier llanura de Marte, sería un residuo de la Tierra lo que persistiría allí; una bacteria de la Tierra que se había desprendido de ella.
Sin embargo, por muy grande que fuera mi proyecto, más lo era la tosudez humana que quedaba en mí. Para una criatura terrestre, nacida y adaptada a las reacciones terrestres, era terrible ver este mundo que se ensanchaba.
Aun cuando me sentía sin peso y cayendo libremente, había adquirido, dentro del cohete, cierto sentido de la estabilidad. Era ahora, mientras observaba mi caída, cuando pude apreciar al planeta, no como una mancha o un disco colgado lejos de mí en el espacio, sino como una esfera con un horizonte que iba creciendo y acercándose de hora en hora; cuando volví a sentir, en mi interior, la angustia insidiosa del miedo. Mis nervios se pusieran tensos como si renaciera en mí alguna profunda y atávica premura que me inducía a volverme a meter en la misma cola del cohete para esconder allí mi cabeza. Encerrado en mí había un animal que no comprendía y no sentía más que el terror. Ya, debajo de mí, un mundo se engrandecía y adquiría forma. Ya no era un disco brillante, una mancha de luz de color: tenía substancia, forma.
Pude ver dos casquetes polares con nieve: uno grande, otro pequeño. Pude ver una roja llanura en la parte del disco iluminada, mientras la noche se extendía al otro lado. Pude ver grandes fajas y espacios de colores alegres. Esto era un mundo, un mundo real. Había visto fotografías de Marte —¿quién no las ha visto en la Tierra?— pero aquellas confusas miniaturas que tanto impresionaban con sus detalles, ni tan siquiera reproducían la realidad del tema; no era nada comparable con lo que yo estaba contemplando. Es verdad que no podía concretar muchos más detalles. Cierto que no podía ver ni ciudades ni señales de vida, ni tan sólo cadenas de montañas, pese a que evidentemente las había tal como las que se hacen visibles en algunas fotografías de la Luna. Se aparecía como un planeta llano, sin mares ni grandes accidentes sobresalientes; pero era su realidad lo que impresionaba, su abrumadora existencia en cuanto a mundo sólido.
Varié el ángulo de proa del cohete. Me pareció que Marte iba a atravesar mi proa. Era por este sistema, dejándolo momentáneamente atrás, que yo hubiese evitado la superficie y me habría colocado en su órbita, girando a su alrededor. Afiné el cohete hasta ponerle en dirección rectilínea, siguiendo la curva aparente del movimiento de Marte. Entonces puse en marcha los motores. Pensé que, con ello, no buscaba otra cosa que asegurar mi propia muerte. Pero, al mismo tiempo, mi cerebro me decía con insistencia que no abandonara toda esperanza: sólo quedaba una pequeña esperanza; pero una verdadera esperanza. Con ayuda de las hélices, gracias a las cuales podía imprimir a la proa la ruta que deseaba, di vuelta a la nave hasta ver de nuevo al planeta. Marte estaba, perceptiblemente, más cerca y me pareció que su movimiento relativo era ahora más pequeño.
Suspendido por mis correas —ahora tenía realmente la sensación de estar suspendido, cuando mis ojos miraban fijamente hacia abajo— ya no tenía idea del peso, pero sí tenía una percepción clara y creciente de que me caía precipitadamente. Me preguntaba hacia qué parte del planeta apuntaría para aterrizar, si dependiera de mí la elección. Ahora podía distinguir claramente los casquetes polares. El casquete del polo sur era grande y la superficie del planeta que tenía alrededor era de un solo color castaño obscuro. El del polo norte era pequeño, y aunque desde mi altura no pude ver a qué era debido, distinguí un color vivo rojo cerca del polo y verde hacia los trópicos, cosa que ya se había observado desde la Tierra como característica de los veranos marcianos. ¿Aterrizaría allí, donde la estación, evidentemente, ya estaba avanzada, o en el sur, donde el verano todavía no había llegado? ¿O en los trópicos, donde la temperatura, por lo menos durante el día, sería igual a la temperatura del día de la Tierra, pero donde el agua, o vapor de agua, según se suponía, sería más escasa?
Desde luego, no podía escoger. Cuando aterrizara estaría demasiado ocupado para saber donde lo hacía. Únicamente procuraría ir a parar lejos de los mismísimos polos.
Con las hélices, hice dar vuelta al cohete. Desvié mi mirada de la ventana, que me procuraba una vista de proa, para dirigirla por el periscopio movible que me proporcionaba la vista de debajo la cola del cohete. Es decir: donde se encontraba ahora Marte y donde yo iba a caer. Cuando gracias al magnífico periscopio pude ver la superficie, confusa e indeterminada, abalanzándose hacia mí, todo lo que pude hacer fue no soltar todo mi combustible en el acto.
Sabía que estaba cayendo y, entre sudores de angustia, tenía que dejar persistir la caída puesto que me encontraba ya entre las garras del planeta y no podía pasar de largo rozándolo.
No sé cuántas horas pasaron desde el momento en que me sentí plenamente agarrado hasta que aterricé. Comprendo que prolongué el período de mi agonía y terror, lanzando mi primera maldición anticipadamente.
No obstante, procuré no entrar en su atmósfera demasiado de prisa. Sabía que la atmósfera de Marte era muy tenue y delgada subiendo a grandes alturas sobre su superficie, al revés de la de la Tierra que es más espesa y más comprimida. Si me sumergía en esta atmósfera demasiado de prisa, podría inflamarme y quemar como un cometa. Me apoyé sobre las palancas de los frenos lentamente y, luego, volví a frenar con desesperación, satisfecho al notar el gran peso que caía sobre mí al suavizar la caída.
Seguí cayendo y cayendo, ahora con mayor suavidad; pero siempre demasiado de prisa para mi gusto. Observé por mi periscopio y luego disparé otro freno.
Entré en la capa superior de la atmósfera del planeta, asustado y triunfante. A través de la lente de mi periscopio, vislumbré rápidamente una llanura.
Luego rocas.
No rocas fijas, sino planas y peñas y colmillos, que parecían brotar en catarata como si la tierra se desmoronara.
Entonces sentí un miedo salvaje e incontrolable. ¿Por qué había decidido aterrizar en Marte? Debajo de mí había una superficie salvajemente movediza y desolada. Cierto que no era la superficie la que se movía, sino que era yo quien estaba tocándola y resbalando por encima. Aun cuando yo bajé suave como una pluma, el verdadero girar del mismo planeta hacía que yo pudiera sobrevolar esta superficie a millares de millas por hora.
Fue entonces cuando comprendí la locura de mi intento. Si el aterrizaje hubiese sido normal, allí habría estado Maxwell, a mi lado, siguiendo un objeto sobre la superficie, con su oscilante telescopio: hubiera habido los ingenieros, yo mismo, como uno de ellos, observando los cuadrantes en la cámara de ingeniería que nos tendrían constantemente al corriente del combustible empleado. De tales observaciones, el pronosticador electrónico hubiera deducido el ángulo en que debía situarse la nave y los frenos que se debían emplear.
Mi única esperanza consistía en un sonido sordo que empezó como un susurro a mí alrededor y luego creció hasta enronquecer. ¡La atmósfera! Era mi inmediato y mayor peligro y la única cosa que podía frenar mi precipitada carrera tangente alrededor del planeta. ¿Estaría ya ardiendo el casco del cohete? ¿Se vislumbraría una chispa brillante engendrada por alguna aspereza al rozar con la superficie exterior, la cual podía extenderse como una cadena, hasta que yo pereciera como un llameante rastro de luz? Lo ignoraba. Reflexioné acerca del fuego y la muerte e incliné mi nave en barrena contra el ángulo de giro del mundo que había debajo de mí.
Volvía a caer. Un piloto inexperto no podía neutralizar los movimientos en dos planos a un tiempo. Tuve la visión terrible, muy cerca, demasiado cerca, de una cadena de montañas rocosas y luego la de una línea encarnada: después una llanura, vacía y sin fin.
Clavándome en mi camastro, disparé los motores del cohete con prodigalidad excesiva. Mi mente se agarraba fantásticamente a una simple esperanza: que Marte, que era mucho más pequeño que la Tierra, solamente tenía un tercio de su gravedad. Aunque yo era un manirroto, un desmañado, debía conservar combustible suficiente para frenar mi caída.
Entonces llegó el primer estallido: un martillazo terrible.
Hacía rato que estaba preparado para ello y, no obstante, cuando llegó me pareció demasiado pronto. Fue un choque como una gigantesca coz a lo largo de mi espina dorsal. Me sentí muerto y, luego, otra vez vivo. Me pareció que estaba dando vueltas por el espacio. ¿Estaría rebotando?
Vino el segundo estallido. Pensé que iba a ser aplastado y despachurrado hasta convertirme en una pasta. Tuve la visión del gran cohete que daba la vuelta como una rueda al caerse. ¿La proa primero, o la cola antes, esta vez? Lo único seguro es que yo no podía hacer nada. Toda mi existencia estaba encerrada y circundada por un rugir de sonidos, puesto que mi universo se estaba rompiendo en la íntima composición de sus átomos.
Después del segundo estallido, un porrazo que me hizo chocar contra mis correas, me quitó el sentido y terminó en un nuevo e intolerable grito histérico. Entonces tuve la visión —no sé si a través de la ventana o de la lente del periscopio— de una llanura que estaba surcada, entre nubes de polvo y restos del naufragio que andaban esparcidos y rodando retorcidos. El ronquido —aquello podía haber sido mi sangre— se convirtió en un chillido.
Como aconteció que empezaba a obscurecer pensé: «¡Esto es el fin!» Ya me figuraba como cosa inevitable que mi compartimiento fortificado de proa, quedaría despedazado. Luego, como la presión se escaparía, yo también sería despedazado: mis pulmones explotarían.
«¡Qué manera de morir!», pensaba. El camino del espacio hacia la muerte. El final de muchas aventuras de cohetes, antes de llegar a alcanzar el éxito.