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ES extraordinario lo que se le ocurre a un hombre cuando se encuentra cara a cara con la muerte. Intentaba no pensar mientras me preparaba algo de comida en aquella cocina volcada y sin esperanzas. Fue después de haberla tomado que me tendí en el camastro improvisado entre el desorden interior del destrozado cohete. El brillo de la única bombilla parecía hipnotizarme al reflejarse en la pared.
Había visto lo suficiente en mi viaje al exterior para darme cuenta de con qué contaba. Tenía aire, comida y agua para beber, puede que para unos ciento cincuenta días. Después, nada.
¿Nada? Tenía la maquinaria rota del cohete. Tenía un gran tanque de combustible que, en la Tierra, me hubiese proporcionado fuerza bastante para conducirme alrededor del globo a la busca del agua para los riegos, aunque para ello fuera necesario llegar hasta los casquetes helados de los polos. En Marte, a causa de la escasez de oxígeno en la atmósfera, este combustible no llegaría a arder.
Tenía una batería eléctrica que me proporcionaba buena luz. La batería no duraría ciento cincuenta días. La bombilla ya empezaba a arder débilmente. Durante nuestro viaje por el espacio, usábamos un aparatito de combustión interna para cargarla, alimentándolo con combustible y oxígeno y haciendo que el vapor de escape se descargara en el mismo espacio. Ahora, para hacer esto, tenía que decidirme a malgastar mi oxígeno sin ninguna esperanza de poder reponerlo cuando se hubiese terminado.
¿Qué más tenía? No había pertrechos de repuesto ni equipos de exploración en el cohete. Había dos hélices estropeadas y una multitud de bombas, algunas rotas, otras en buen estado, y muchas millas de tubería. Las bombas se habían usado para introducir combustible y otros líquidos en los motores. La mayor parte de ellos funcionaban eléctricamente.
Me encontraba en un planeta con una atmósfera tan tenue que la luz del Sol, aunque más débil que en la Tierra, parecía mucho más caliente cuando brillaba. Incluso en la sombra la temperatura era siempre por encima de cero grados. Por la noche, en la intemperie, debía hacer mucho frío Esta delgadez de la atmósfera era lo que en realidad influía en la escasez de agua.
Si hubiese salido y me hubiese puesto a excavar en el hoyo que había visto en busca de agua, si, por un milagro tuviera bastante suerte para construir un pozo, la evaporación de la superficie del agua sería tan rápida que el pozo se secaría muy pronto.
Probablemente si me fuera a las regiones polares (cosa imposible puesto que estaba atado al tanque de oxígeno del cohete) descubriría que la nieve no se derrite con el sol Como ocurre con las nieves del Everest, nunca pasa por el período de licuificación sino que salta directamente de su estado de nieve al vapor en cuanto la temperatura se eleva a una graduación determinada. Sólo por la noche —consulté mí reloj y vi que ya debía acercarse en el exterior— podía posarse un ligero rocío que se convertía en seguida en hielo, cayendo del aire que era demasiado frío para soportar el peso del vapor. Únicamente las plantas, con sus finas redes de raíces radiadas, podían apoderarse de este rocío cuando se derretía suavemente durante la mañana.
Me revolví dando vueltas en mi cama. Intentaba relajarme v dormir, pero no lo lograba. Había otra cosa a mí alrededor. ¿Qué era? Los insectos. Andaban despacio y se mantenían directamente de las plantas. Puede que no sólo chuparan humedad sino que, en alguna otra forma, también absorbían oxígeno.
No me sentía capacitado para investigar la química de la vida en Marte.
¿O lo estaba tal vez? La verdad es que no podía dormir. Desde luego no podía intentar una nueva salida del cohete. Mi vida en Marte, corta como era inevitable que fuera, debía dividirse entre unas ocho horas de trabajo a la luz del Sol y dieciséis horas diarias escondido en mi guarida.
Pero, práctico en mis reflexiones, cogí las lentes de los telescopios rotos y construí un objetivo con el cual podía examinar, al microscopio, la vida bacteriológica de Marte. Así evité que mi mente volviera a descarriarse pensando en las cosas de que carecía. Esto era lo más conveniente.
Si por lo menos tuviera fuego... Si el fuego fuese posible en Marte. ¿Qué era un hombre sin fuego? ¿Hubiese salido nunca del mundo de las cavernas, si no hubiese ocurrido el fausto accidente de que, en la Tierra, la mayor parte de las substancias orgánicas quemasen con sólo ser encendidas por medio del pedernal o por fricción? Si en la Tierra no hubiese existido el fuego ¿qué civilización hubiese nunca sido posible?
Por un momento, permanecí quieto en mi camastro. Recuerdo que, con el descenso de la temperatura durante la noche, empecé a temblar. Durante un instante mis reflexiones fueron más allá de los límites del miedo personal y del horror. Vi los problemas en una escala más amplia, llevándolos hasta las últimas consecuencias de la naturaleza humana.
¿Qué era el Hombre —yo mismo— sino una criatura que, por una serie de afortunados accidentes, había aprendido a vivir en los árboles y así desarrollar sus manos; aprendido a saltar de los árboles y así andar de pie; aprendido a usar herramientas para defenderse y usar las manos que tenía, y, de este modo, desarrollar su cerebro? ¿Y de qué le hubieran servido todos estos accidentes, si no se hubiese producido el mayor de todos, o sea el descubrimiento del fuego?
De repente me pareció que, la carencia de fuego, era más abrumadora, más grande todavía que la carencia de aire y agua. Con el fuego el Hombre podía aprender a construir máquinas. Con él podría haberme construido algo para mí, vehículos, excavar pozos, usar su fuerza en muchas cosas.
El hombre sin fuego estaba desnudo, era una cosa desvalida, apenas superior al ratón de árbol que había sido hacía un millar de millones de años. Desde trescientos millones de años antes, el hombre había tenido fuego y herramientas y utensilios de pedernal...
En este momento me dormí. No puedo explicármelo. Debió ser a consecuencia de cierto desgaste físico y nervioso. No obstante, un momento antes, mi mente había estado nerviosamente activa, fatigada en extremo y desvelada; y, en el momento siguiente, sucumbió.
En esta segunda noche de Marte soñé más horriblemente. Soñé que me veía a mí mismo como un Crusoe de nuestros días montado en una bicicleta fantástica que me había construido con fragmentos y trozos de maquinaria. Me veía vestido con pieles de cabra, con una sombrilla, un fusil a la espalda, un loro en mi brazo y llevando, además, una máscara de oxígeno, arrastrando un microscopio y una caja para coleccionar especies. Mi bicicleta se rompió cuando me encontraba muy lejos del cohete y tuve que volver atrás, antes que se terminara mi oxígeno.
Volví a soñar. Ahora había construido una cúpula perfecta de hielo, bajo la cual las plantas florecían. Yo andaba entre ellas, cuidándolas, como un jardinero en su invernadero. Las rociaba con una regadera y respiraba el aire dulcemente perfumado por ellas, cambiando el dióxido de carbono de mi respiración por el oxígeno que ellas desprendían y comiendo también los magníficos frutos que de ellas arrancaba,
Pero las plantas fueron atacadas por una especie de hongo marchito, seco, que no podía identificar. Observé cómo se extendía por sus tallos y hojas y vi cómo se me morían. Entonces noté que el hongo —un fungo o un virus o lo que fuese— crecía en mis manos...
Me desperté, gritando horrorizado en medio de la noche Creo que fue el frío la causa de mis sueños. Di una vuelta por la habitación buscando prendas de vestir y mantas y me acosté para dormir de nuevo.
No lo conseguí. Era un hombre, y Hombre era una criatura desgraciada que sólo por una serie de accidentes, por trepar a los árboles y bajar otra vez, por descubrir el fuego y hacer uso de herramientas, había construido un cerebro. Era una burla de la naturaleza que vivía sin propósito determinado, brutalmente, y que sabía que tenía que morir. Ahora, tendido en la obscuridad, veía negro todo en la vida.
Mis coberturas suplementarias me calentaban suavemente, y esto hizo variar mis pensamientos.
Supongamos, pensaba, que el hombre no hubiese trepado por los árboles. Supongamos que no hubiese descubierto el fuego, que nunca hubiese existido nada parecido al Hombre en la Tierra. ¿Ningún ser hubiese llegado a la conciencia de sí mismo, como yo lo era, ni del universo que le rodeaba? ¿Las estrellas y los planetas habrían rodado en sus órbitas para siempre, desconocidos y sin que nadie los hubiese tenido en cuenta, sin que ningún ojo los contemplara maravillado? Puede que fuera porque sabía que iba a morirme que pensaba estas tonterías.
Sin embargo, me parecía contemplar un misterio. El hombre era la única criatura que tenía conciencia de sí mismo. Era la única cosa viviente que inquiría su puesto en el Universo, que tenía dioses y esperanzas para más allá de su muerte. Sin el Hombre sería exacto decir que el mismo universo no tenía razón de existir. En este caso, en efecto, sería insensato y sin objeto.
Podía pensarse que, todo esto, eran extraños pensamientos de un moribundo arrojado en una ruina sobre un planeta extraño. Pero, para mí, no carecían de sentido.
Seguramente era el calor, los abrigos suplementarios los que lo habían producido. Sólo esto podía explicar el desbordamiento de comodidad que experimentaban, a la vez, mi cuerpo y mi espíritu. ¿Qué importaba, qué podía importar que yo hubiese descubierto que, si el hombre no hubiese entrado en la existencia siguiendo un camino (trepando a los árboles, encendiendo fuego) podía haberlo hecho siguiendo cualquier otro? ¿De qué me servía haber descubierto una Naturaleza repentinamente tan activa que podía vivir con una fuerza que condujera, atravesara y superara todos los obstáculos? ¿De qué me servía que concibiera la vida, en este o cualquier otro planeta, interrumpida, como parte de un proceso que no estaba en mi mano resolver?
Me encontraba extendido entre mis propios escombros, con sólo ciento cincuenta días de vida por delante, confinado y embrutecido, sin esperanzas, y condenado a terminar, seguramente, en una locura completa.
Luego me dormí, con la dulce inocencia de un chiquillo, sin pesadillas, y bien a mis anchas.