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La tercera apuesta del Kriminalrat Pannwitz
Bruselas, Francfort, Varsovia, Stuttgart, Nápoles, Berlín occidental, Munich, etapas que recorrí sin cesar, sin hablar de los incesantes viajes a los cuatro puntos cardinales de Francia. Esta investigación fue lo que debía ser: una maratón. Llegará el tiempo en el que alguien examinara el botín con suficiente distancia. Por el momento mi tarea consistió en recoger, antes de que callen para siempre, los testimonios de los actores.
En un principio me acompañó mi editor, Constantin Melnik. Pensamos hacer el circuito en seis meses. Caminamos juntos un largo trecho sin interrumpir jamás nuestro diálogo de sordos. (Amigo Perrault, su candor me encanta: con la Orquesta Roja usted se porta como un adolescente que vive su primer amor. —Amigo Melnik, su cinismo me gusta, pero ¿por qué el amor debe evocar para usted las enfermedades venéreas? Manejar a los agentes significa soborno, corrupción, explotación del vicio y de las fallas psicológicas. Al espía le enseñan a despreciar al hombre. Miro a la Orquesta Roja y busco, de buena fe, el soborno, la corrupción, la explotación del vicio. Y no los encuentro. Trepper le habló solamente de Resistencia. Es la gran época, la bella época, la unión sagrada, lo que quiera. Después —y aun antes— hemos visto de qué cosas fueron capaces los servicios rusos. —Es posible, pero yo sólo me intereso en la Orquesta Roja. Con su descripción parcial, los lectores, infortunadamente, tendrán una imagen idílica del fresco en conjunto, etcétera). No hubo ruptura entre nosotros, nos alejamos para no rompernos los oídos con discursos repetidos. Un buen día me encontré solo, sin darme cuenta de la partida de mi compañero de equipo.
Al final, enriquecido con sus relatos, me convertí en el cartero de la Orquesta Roja, porque ellos, los actores, vivían metidos en sus cuevas y se cuidaban bien de reanudar toda relación para no despertar las sospechas policiales. Mi saco contenía a veces participaciones de muerte y otros sobres rosados (la alegría de Bill Hoorick al enterarse de que tal vez Makarov-Alamo vivía: la dicha de la señora Queyrie al saber que Patrick se había casado en Nueva York donde estudia historia del arte porque hacía diez años que no tenía noticias suyas; la emoción general cuando supieron que el Gran Jefe sobrevivía, el rostro inolvidable de Michel cuando le dije que Kent, a quien suponía enterrado en alguna tumba desconocida, vivía en Leningrado —lo que pasó por la cara de ese hijo al que restituían a su padre valía por sí solo todas las fatigas).
Pero ni las efusiones ni las emociones disolvían mi devorador deseo de conocer la verdad. Busqué en cada recodo de cada relato una prueba suplementaria de la traición de Trepper y los suyos cuando creía en esa traición dando crédito a los informes de la Gestapo. Aunque escuchaba con ánimo compasivo, mi mano estaba siempre lista para firmar el acta de acusación. Por fin lo inimaginable se hizo posible: quienes hasta este momento han escrito sobre esta historia, doctos profesores o simples periodistas, ¿se equivocaron al afirmar que la Gestapo triunfó sobre la Orquesta Roja y redujo a sus jefes a la categoría de lacayos? Dependía de mi perseverancia o de mi suerte que el Waterloo de la Orquesta Roja se convirtiera en un victorioso Austerlitz. Rara vez un historiador o un aprendiz de historiador encontró en su camino semejante trébol de cuatro hojas: ser investido con el poder de designar al vencedor de una batalla librada hace veinticinco años. Desde que descubrí esta posibilidad mi pasión no tuvo límites (y no digo mi curiosidad porque la palabra me parece débil salvo que la curiosidad se convierta en desesperación).
Mi pasión me llevó a tomar el té con Manfred Roeder y sus pares, a escuchar las divagaciones antisemitas del doctor Darquier, a escribir al S. S. Koppkow que sus acciones merecían ser conocidas por la posteridad. No me abandonó durante el largo viaje a Stuttgart adonde me dirigía como a un combate en el que todo golpe está permitido. Estaba dispuesto a cualquier cosa para hacer hablar a Pannwitz.
Tiene aspecto juvenil. Es cierto que sólo tenía treinta y dos años cuando lo pusieron al frente del Kommando. Las pruebas pasadas no han dejado rastros en su cara. Sonríe mucho, habla sin cesar saltando de un tema al otro. Una curiosa jovialidad la suya… Su mujer debió ser hace veinte años un magnífico ejemplar de la «raza de los señores», alta, de anchos hombros, con una opulenta cabellera rubia de walkyria. Habla de los checos como de una tribu primitiva, pero cuida con extraordinaria devoción a sus dos perros.
Tienen tres hijos. Pannwitz recibe una pensión del gobierno de Bonn y trabaja en un banco especializado en préstamos para la construcción. Posee un viejo Mercedes y vive en un pequeño departamento muy agradable. No nada en la abundancia, aunque lleva una confortable existencia de pequeño burgués.
Su primera pregunta fue para saber qué servicio de informaciones me había mandado; dudaba entre la C. I. A. norteamericana y el S. D. E. C. E. francés. No lo convenció mi respuesta de que había ido a verlo por mi cuenta. Cuando los rusos lo liberaron después de diez años de cautiverio cayó en manos de los servicios alemanes, norteamericanos y británicos, quienes se esforzaron por arrancarle los motivos de su partida hacia Moscú. Lo sometieron a la prueba del «detector de mentiras», de la que salió victorioso. Después recibió la visita de ex colegas, quienes le palmeaban el hombro y le preguntaban lo mismo. El más asiduo fue Reiser, quien también vive en Stuttgart. Sospecha que los emisarios de los servicios occidentales tratan todavía de hacerlo hablar y que los servicios alemanes lo vigilan. ¿Mitomanía? No es su caso, dice estas cosas como si me explicara que su portera no le tiene simpatía.
En realidad yo había encontrado su rastro merced a la ayuda de un ex alto funcionario del Tercer Reich. Él se ocupó de que Pannwitz me concediera una entrevista, tarea ardua porque el ex Kriminalrat ponía condiciones. Tuve que proponerle, tras muchas reticencias, una suma de dinero. No hubo respuesta explícita pero, puesto que me había invitado a visitarlo, la aceptación estaba implícita.
Su reticencia a responder a mis preguntas me parecía extraña, por consiguiente. Escapaba al interrogatorio, multiplicaba anécdotas deshilvanadas y parecía irritado porque yo tomaba notas. ¿Qué era lo que se proponía, en realidad?
Hubo un tema sobre el cual se explayó: la muerte de Suzanne Spaak. Cuando pronuncia su nombre sus ojos tienen una mirada de angustia y su natural nerviosidad aumenta como si fuera un hombre acorralado que debe rendir cuentas a la justicia. El espectro de la asesinada lo persigue. Grita y jura que no tuvo nada que ver. «En Moscú —dice— el Gran Jefe me acusó de ser el responsable de su muerte, pero si los rusos lo hubieran creído, no estaría aquí». Y agrega: «Fui a Moscú porque no tenía culpa. Los agentes de la Orquesta Roja que fueron ejecutados habían sido condenados antes de que yo asumiera el mando. Pude presentarme ante los rusos con las manos limpias. Había tomado la precaución de pedir a dos corresponsales de guerra que asistieran a los interrogatorios. ¿Cree que un hombre que toma tales medidas cometería luego la locura de cubrirse de sangre?». Y por fin me preguntó: «¿Por qué iba yo a matarla?».
Trepper responde: «Para no dejar en vida a alguien que conocía perfectamente el Gran Juego». Pauriol y la señora Spaak hubieran podido contar a sus liberadores que el Kommando hacía Funkspiel con Moscú. El argumento no carece de fuerza. Pannwitz no podía correr el riesgo de que los norteamericanos o los franceses se enteraran de sus contactos con Moscú porque hubieran prevenido al Centro de inmediato. Pero si sus mensajes eran «sinceros», como dice Hoetl, ¿qué importancia tenía? El Kriminalrat no necesitaba abatir a Suzanne Spaak y a Pauriol para cerrarles la boca, podía llevarlos a Alemania junto con Kent. El día de su ejecución todavía no había estallado la insurrección parisiense y le habría sido fácil sacar a los prisioneros de Fresnes. Pannwitz no trata de justificarse hablando de escrúpulos humanos, la prudencia lo inspira. No es asombroso que haya ordenado la muerte de Pauriol, militante comunista, pero Suzanne Spaak era la cuñada de un hombre político que desempeñó un papel de primer plano en el campo victorioso de los Aliados. Pannwitz lo sabía tan bien que escribió desde Alemania una carta a Paul-Henri Spaak, ministro de Relaciones Exteriores de Bélgica, diciéndole: «Su cuñada está bien, nos hemos visto obligados a llevarla con nosotros, pero le aseguro que no le sucederá nada enojoso». El ministro, en seguida de recibir esta carta, fue a París para dar la noticia a su hermano Claude, éste sabía ya que Suzanne había sido fusilada.
La carta de Pannwitz, según Trepper, es su condena final. Monumento de hipocresía (el Kriminalrat sabía que no había llevado consigo a Suzanne Spaak), su objeto era borrar las huellas. Los nombres de los mártires no fueron inscriptos sobre sus tumbas para hacer imposible la identificación. La carta se proponía hacer creer a los Spaak que Suzanne había desaparecido en medio del caos de la derrota, sin culpa de nadie.
Es posible. Pero también es posible que el Kriminalrat creyera sinceramente que Suzanne Spaak había sido deportada a Alemania junto con los otros prisioneros de Fresnes. Si querían suprimir los rastros del fusilamiento, ¿por qué no el anonimato total en lugar de inscribir «una belga, un francés», cosa que significaba un indicio? Y sobre todo, ¿por qué permitir a Suzanne Spaak esa última carta escrita en la que anunciaba a su marido su inminente ejecución? La existencia de esa carta, que el Kriminalrat ignoraba (lo ignoraba, seguro, puesto que de lo contrario no habría escrito a Paul-Henri Spaak), deja suponer que fue ajeno a la tragedia de Fresnes. El Pannwitz de París, lo hemos dicho ya, no era el de Praga.
A partir de enero de 1944, las cárceles francesas abrieron sus puertas a patibularios visitantes: los verdugos de la Milicia francesa. A veces cuidaban las fórmulas porque una ley de Vichy les permitía erigirse en cortes marciales y pronunciar juicios sumarios. En esos casos los acompañaba un pelotón de fusilamiento y llevaban consigo féretros. Tal vez Fernand Pauriol y Suzanne Spaak murieron a manos de ellos. Su sangre fue derramada por balas francesas.
Traté, sin descanso, de arrancar a Pannwitz el secreto de su viaje a Moscú. En tres días de ininterrumpidas conversaciones sólo logré hacerle bajar la guardia tres veces. Cuando lo felicité por el coraje demostrado al meterse en la boca del lobo, me respondió, burlonamente: «¡No sea estúpido! Los ingleses y los norteamericanos anunciaban sin cesar por radio la suerte que aguardaba a gentes como yo. No me hacía ilusiones. Al marcharme a Moscú iba directamente al infierno, es cierto. Pero allí por lo menos podía hacer algo». Me dijo también que su decisión fue pensada puesto que en 1945 disponía de recursos seguros para escapar a España, pero que había preferido dirigirse a Moscú. ¿Cómo sabía que no lo fusilarían al llegar? «Escuche: un coche me esperaba en el aeropuerto y me condujeron al ministerio de Seguridad. Abakumov, el ministro, me recibió en seguida y hablamos durante dos horas. Esto basta para que comprenda que algunas cositas habían sucedido antes de mi partida y que no caía en un pozo…». A pesar de su vaguedad estas declaraciones confirmaban las de un ex miembro del Kommando, Otto Schwab, a los policías franceses que lo interrogaron en 1947 en la prisión de Cherche-Midi: «El Kriminalrat Pannwitz me confió que si Alemania perdía la guerra se refugiaría en Rusia, donde se proponía ponerse al servicio de los comunistas».
El tercer día me habló francamente de mi oferta de quinientos marcos. La calificó de bagatela. «Sepa que una compañía cinematográfica norteamericana me ha ofrecido cien mil dólares por mis memorias. En realidad todo lo que me piden es que garantice la autenticidad de su película. Darían mi nombre para asegurar que la historia no falsea la verdad». Pannwitz estudió la oferta, al parecer, y sacó en limpio que ese dinero, pagados los impuestos, no le bastaría para comprar una isla desierta donde ponerse al abrigo de sus ex colegas. Por lo tanto, la rechazó. «Hace diez años —agregó— que los editores alemanes me persiguen, para que escriba mis recuerdos y me niego a hacerlo. Las condiciones políticas actuales no se prestan para una cosa así. Es posible que me ponga de acuerdo con usted, pero no por quinientos marcos».
Le respondí que si yo tuviera cien mil dólares para gastarlos en una indagación no me ocuparía de indagar nada y viviría a pleno sol en una isla desierta. No podía subir mi oferta, y si la consideraba insuficiente no había nada que agregar.
Creí que allí concluía todo. Pero entonces me ofreció compartir los derechos de autor, otorgándome el permiso para usar su nombre como garantía de autenticidad del relato. Me dio un ataque de risa que lo sorprendió mucho. Aunque yo estaba dispuesto a dar a Judas sus treinta denarios, no había supuesto que los hiciera fructificar compartiendo beneficios… Cuando logré reponerme del acceso de alegría provocado por la perspectiva de convertirme en el colaborador literario del Hauptsturmführer S. S. Pannwitz, ex Kriminalrat, etc., le dije que su propuesta me causaba una gran alegría, como podía comprobarlo, pero que lo único que me interesaba de él eran los motivos de su viaje a Moscú. Por primera vez se abstuvo de preguntarme qué servicio de información pagaba y me propuso una solución intermedia: «Hay dos hipótesis; pude ir a Rusia creyendo que prestaría un servicio más a Alemania, o bien pude ir allí porque estaba en sincero contacto con ellos. Opino que lo mejor es dar la alternativa al lector y dejarlo sacar sus propias conclusiones. ¿No le parece bien? Esto introduciría un elemento de misterio… un poco de suspenso…».
Repliqué que había ido a Stuttgart para aclarar un misterio y no para buscar suspenso. Él me hizo notar que sus revelaciones podrían acarrearle serios perjuicios. Por fin me anunció que nuestros tres días de conversaciones tenían carácter exploratorio, que quiso saber primero con quién tenía que habérselas, y que había pedido a uno de sus amigos, Thomas Lieven, que participara de las reuniones. Lieven era su consejero en este asunto y su opinión sería decisiva.
Yo ignoraba quién era Thomas Lieven. Me enteré que el escritor alemán Mario Simmel, su compatriota, había escrito, basado en sus recuerdos un best-seller internacional: Es muss nicht immer Kaviar sein[24]. Un millón de ejemplares vendidos en Alemania, tiradas vertiginosas en todo el mundo. Lo leí y comprendí que el éxito se debía a la naturaleza excepcional del héroe: Lieven combinaba armoniosamente las cualidades de James Bond en cuanto a la acción, de Robin Hood en cuanto al corazón, Rothschild para las finanzas, Casanova para las damas, Curnonsky, rey de los gastrónomos para el estómago; en fin, nada de lo humano le era ajeno. Buen mozo, rico, alegre, había atravesado la última guerra con una mujer en el ojal de la solapa, burlándose de los servicios secretos, incluso de los de su país, concediendo a sus tristes emboscadas una divertida conmiseración y reservando su odio para los esbirros de la Gestapo. Thomas Lieven no quería a la Gestapo y se lo hacía sentir.
Declaré a Pannwitz que me encantaría conocer a Thomas Lieven.
Mientras lo aguardábamos hablamos del general Ozols, del resistente francés Legendre, de su enrolamiento bajo la bandera del Kommando. Pannwitz me confirmó que los dos hombres creyeron hasta el fin que trabajaban para los servicios soviéticos. El 16 de agosto, Kent se despidió de Ozols anunciándole que partía en «misión peligrosa» y le dio treinta mil francos exhortándolo a continuar su tarea. Según Pannwitz los trasmisores instalados en Normandía seguían enviando desde la retaguardia de los ejércitos aliados los informes esperados, aun dos semanas después del desembarco.
El Kriminalrat ignoraba la suerte posterior de sus dos engañados, pero yo la conocía desde el comienzo de mi indagación y me había causado una triste perplejidad. Ozols y Legendre fueron detenidos el 17 de noviembre de 1944 por las autoridades francesas por colaboración con el enemigo. Varios agentes alemanes infiltrados por la Gestapo en la red Mitrídates denunciaron el papel de Legendre: al dar al enemigo una lista de miembros de la organización permitió que fuera infiltrada y parcialmente desmantelada. Le fue difícil probar su inocencia ante un tribunal francés, lo mismo que a Ozols. Pero intervino en favor de ambos el teniente general Novikov, jefe de la misión soviética en París, y no fueron juzgados. Novikov obtuvo su liberación bajo su palabra. Legendre no fue incomodado y Ozols repatriado a Rusia.
Si la intervención de Novikov da que pensar, más significativo es el caso de los trasmisores instalados en Normandía. Para el Alto Comando Alemán era importante saber si el desembarco constituía una operación de envergadura o un raid sin futuro.
Y lo mismo para Stalin, que irritado por el retardo en la apertura de un segundo frente sospechaba que el esfuerzo de sus aliados se limitaría a un segundo Dieppe. En julio de 1942, cuando se empieza a hablar de un segundo frente, el Centro envía al Gran Jefe este mensaje: «Trate por cualquier medio de colocar un trasmisor en todo lugar estratégico donde puede producirse el desembarco de los angloamericanos, y actúe de manera que podamos recibir día por medio un informe exacto y detallado acerca de las fuerzas desembarcadas y sus objetivos». Tal vez dos años después, reemplazando a un impedido Trepper y guardando las apariencias de un fiel servidor de su país, Heinz Pannwitz ejecutó las instrucciones del Centro.
Hablamos también de la red suiza. Porque hubo una red soviética también en el lejano planeta que era Suiza con respecto a Europa en guerra. Sus miembros cumplían la misma tarea que Trepper, Schulze-Boysen y Harnack, aunque sea difícil compararlos porque habitaban un pequeño y apacible país y no un continente en llamas. En tanto que unos sabían que en caso de ser apresados morirían fusilados o decapitados, los otros sólo se exponían a una severa reprimenda de los magistrados helvéticos, si caían en manos de la policía suiza, célebre en el mundo entero por sus buenas maneras.
No es por esa circunstancia que la red suiza ha sido excluida de este libro ni tampoco a causa de la mediocridad de su labor porque logró prodigiosos resultados. El historiador norteamericano Dallin escribió: «Su contribución a la victoria soviética fue de capital importancia». El inglés Alexandre Foote afirma que Moscú basó en gran medida su estrategia en los informes suministrados por la red suiza a través de «Lucy» (uno de los miembros). Dos autores franceses, Pierre Accoce y Pierre Quet, llegan a decir que gracias a este agente «la guerra se ganó en Suiza». Tal vez haya exceso en el elogio, pero no carece de fundamento.
Si no hemos mencionado a la red helvética es porque constituyó una entidad aparte al funcionar en el seno mismo de Suiza, en tanto que la hegemonía nazi unió en un solo cuerpo a las redes alemana, belga, holandesa y francesa de la Orquesta Roja. Los suizos, no englobados, fueron bautizados «los Tres Rojos» por la policía alemana. Más que una verdadera red constituyó una especie de «buzón» que recibía los informes y los despachaba a Moscú (la misión del grupo no consistía en espiar a una Suiza neutral sino a Alemania). Lo hizo sin esfuerzo y sus informantes fueron voluntarios, a menudo emigrados alemanes decididamente antinazis. El más valioso fue Rudolf Rössler, alias Lucy, quien contaba con agentes en el seno de los organismos importantes del Tercer Reich, sobre todo en el Cuartel General. Alexander Rado, el jefe de la red, jamás conoció la identidad de las «fuentes» de Rössler. Aún hoy se ignora quiénes fueron, y sabemos que los servicios occidentales se empeñan todavía en descubrirlas[25].
La máquina de represión contra la red de Rado en el momento en que cada mensaje apuñalaba la espalda de la Wehrmacht fue tan severa y encarnizada como la que se usó contra los agentes de Trepper. Se descubrió muy pronto que uno de los trasmisores funcionaba en Lausana y dos en Ginebra. Sus telegramas fueron confiados al equipo de Kludow, y al descriptar algunos de los textos se obtuvo la terrible revelación de que los secretos del Reich pasaban el enemigo con acelerado ritmo. Pero los pianistas de los Tres Rojos estaban fuera del alcance del Abwehr y la Gestapo, protegidos por la frontera suiza. Fue necesario entonces infiltrarse en la red helvética para descubrir sus «fuentes» alemanas y desintegrarla.
Los prisioneros de la Orquesta Roja podían dar la pista puesto que a pesar de su estructura independiente jamás dejaron de estar en contacto. Malvina Grüber, amante del «zapatero» bruselense Raichman, proclama haber cruzado a menudo la frontera franco-suiza entre 1940 y 1942. Kent admite haber estado dos veces en Suiza en marzo y en diciembre de 1940 y allí se encontró con el jefe de la red. En poder de Robinson, el ex dirigente del Komintern, se hallaron varios pasaportes cuyos sellos comprobaron el repetido cruce de la frontera.
Éstas son las cartas de que dispone Giering. Decide jugar el triunfo Robinson porque los otros dos han sido demasiado usados por el Kommando para no estar «quemados». Pero para emplear a Robinson es necesario quebrar primero al hombre y convertirlo en dócil instrumento. De todos los prisioneros de la Orquesta Roja, Robinson fue el más torturado y las peores sevicias fracasaron en el intento de hacerlo hablar de sus relaciones con la red suiza. El Kommando utiliza entonces el procedimiento tradicional: el chantaje. Franz Schneider marido de la amante de Wenzel, ha entregado el nombre y la dirección de una alemana que servía como enlace entre Berlín y Bruselas. Se trata de Clara Schabbel, que residía en Hennigsdorf. Según Schneider, Clara es la mujer de Robinson. En verdad fue su compañera hacia 1920, cuando el joven Robinson combatía por la instauración de un régimen comunista en Alemania. Tuvieron un hijo. La Gestapo detuvo a Clara Schabbel y descubrió que el hijo, movilizado en la Wehrmacht y herido en el frente ruso, se atendía en un hospital berlinés. Al parecer había tenido contactos con la red berlinesa de la Orquesta Roja.
La Gestapo organiza un careo entre padre e hijo. Robinson, agobiado, comprende que su hijo ha sido influido por sus ideas políticas y se culpa de que haya caído en manos de la Gestapo: le proponen salvar la vida del muchacho, de veintiún años, si él habla. Robinson calla, lo someten a la tortura sin resultado. Entonces lo hacen juzgar por Manfred Roeder, quien lo condena a muerte.
La carta Robinson no sirve. El jefe del Kommando juega la carta Kent. Éste propone que se utilice a Vera Ackermann, alias la Negra, ex combatiente en España donde su marido fue muerto. Hermosa y encantadora, la Negra fue reclutada por Trepper en Bruselas, donde trabajaba como modelo de pintores. En 1940 la llamó a París para que le sirviera como contacto con Maximovitch y Robinson y algunas veces la envió a Suiza en cumplimiento de alguna misión urgente.
Pero la Negra no aparece y Trepper, interrogado, declara ignorar su paradero. Giering decide entonces enviar a Suiza una mujer que se haga pasar por ella. Y pide al Gran Jefe que redacte un mensaje al Director declarando que ha resuelto designar a la Negra para la red suiza. Trepper aclara que es probable que la Negra se oculte en Suiza y que si envía allí a una falsa Vera Ackermann arriesga ponerlos sobre aviso. Giering renuncia al proyecto. En realidad Trepper había enviado a la Negra a un refugio cerca de Clermont-Ferrand, donde permaneció hasta el final de la guerra.
Giering no renuncia a la infiltración de la red suiza, no puede abandonar el bastión número uno del espionaje soviético en Occidente. Hay que intentar reducir al silencio a los Tres Rojos. Kent le aconseja un segundo camino.
«A principios de junio de 1943 —escribe Alexander Foote, uno de los dirigentes de la red suiza—, el Centro me encargó que me pusiera en contacto con un mensajero llegado de Francia y que le entregara una cierta cantidad de dinero para la red francesa…». Foote cuenta luego las dificultades que se presentaron para la entrevista, que recién pudo realizarse cuatro días después de lo convenido. El Director le había ordenado que no mantuviera ninguna conversación con el mensajero, pero éste le tendió un libro diciéndole que entre sus páginas hallaría dos o tres mensajes para trasmitir urgentemente al Centro por radio. Le dijo además que tendría nuevos mensajes y le propuso otro encuentro en una localidad suiza, cercana a la frontera. Tanta locuacidad hizo entrar en sospechas a Foote, porque significaba una falta de disciplina, cosa extraña en un agente soviético. Se le ocurrió que el agente primitivo había sido detenido por el Abwehr y que un hombre dei servicio alemán ocupaba su lugar. El lugar próximo a la frontera le hacía temer un rapto organizado, al estilo de la Gestapo. En cuanto a los mensajes cifrados podían ser un señuelo para localizar la emisora. Convencido de que los alemanes habían interceptado sus mensajes tiempo atrás, se esforzó por disimular su desconfianza y pretendiendo estar muy ocupado fijó una nueva entrevista para tres días después.
La intuición de Foote no lo engañaba. El emisario era un agente de Giering, quien puso en marcha el plan de Kent, engañando al Director del Centro. Éste había caído en la trampa de enviar al supuesto agente. Foote no irá a la segunda entrevista pero Giering no se preocupa demasiado. Ha abierto una brecha en el frente suizo y con un poco de paciencia conseguirá que el Centro fije un nuevo encuentro dentro de dos o tres meses. Foote, tranquilizado porque el primero no tuvo enojosas consecuencias, se dejará atrapar esta vez.
Pero el cáncer aparta a Giering y Pannwitz ocupa su lugar. ¿Qué hizo entonces?
Nada. Me confesó simplemente que Kent le reveló haber dado al jefe de la red suiza su código de trasmisión, pero él no quiso seguir ese camino. No le interesaba trabajar contra la red suiza y se cuidó bien de organizar el segundo encuentro. «Por dos razones —me dijo—: tenía suficiente trabajo ya y no quería convertir a Kent en un traidor consumado. Era necesario preservar su imagen…».
Al escuchar al Kriminalrat Pannwitz pensé que no era necesario esperar a Thomas Lieven. Me había dicho bastante: porque emplear todos los recursos en la destrucción de la red suiza era ya alta traición. Conocía la aterradora eficacia de los Tres Rojos, sabía que cada uno de sus mensajes abatía sobre el frente oriental a cohortes de soldados alemanes. ¿Exceso de trabajo? No tanto como para que no viajara a España para realizar por cuenta de su compañía «Helvecia» operaciones fructíferas con el wolfram o la quinina. Aunque lo más revelador era la alusión a Kent: no hacer de él un traidor consumado preservando su imagen. Claro, fue lo bastante clarividente como para saber que Alemania había perdido la guerra y que Kent debería rendir cuentas. Y, en tal caso, contaba con la preservación de la red suiza como un tanto a favor. Pero ¿por qué? ¿Por altruismo? ¿Por generosidad hacia el prisionero? ¡Vamos, Kriminalrat Pannwitz, si ustedes actuaban como los ladrones en la feria! Si preservaban mutuamente la imagen… Kent no habría entregado a la red suiza y usted no la habría perseguido…
Thomas Lieven fue una decepción. Con el aspecto del hombre que está de vuelta, me dijo que había traicionado a todo el mundo pero que jamás entregó a un amigo. El best-seller de Simmel le ha asegurado una buena vejez y ha terminado por creer en su personaje. La imagen que da es a la vez consternadora y emocionante: un pobre viejo que quiere mostrar, al mismo tiempo, todas sus marionetas…
A las primeras palabras se inclinó sobre mi y con los ojos entrecerrados sobre su mirada de granuja, puso cara de cómplice y me confesó que su verdadero nombre no era Thomas Lieven. Me muestra un libro: La Guerre secrete de Josephine Baker, en el que un cierto comandante Abtey, ex oficial del Deuxième Bureau consagra un capítulo a Lieven, «el ser más extraordinario que he conocido». Pero no lo llama Lieven, sino Mussig.
Con el orgullo imbécil del sabihondo que conoce su lección de memoria, proclamo: «¡Ah, Hans Mussig, alias Jean Varon! Usted fue el amigo de Georgette Dubois, alias Patricia Delage, alias Anne-Marie Rendière».
Se hizo el silencio. Luego Mussig murmuró: «Es inútil que pretenda que no pertenece a un servicio secreto, sólo un agente bien informado puede saber lo que acaba de decir». Explico mi larga tarea, el estudio de documentos amarillentos… Me presta crédito y los ánimos se aplacan.
¡Hans Mussig! Ha sido muy dotado su biógrafo para imaginar un héroe tan brillante partiendo de tan triste modelo. Nazi de la primera hora, responsable de la Hitlerjugend, fue a Francia por razones ignoradas y se puso al servicio del Deuxième Bureau. Tras la derrota de Francia marchó al Mediodía, donde se dedicó al mercado negro, lo que le valió ser arrestado por la Gestapo en 1943. Preso en Fresnes, Pannwitz lo sacó de la cárcel para convertirlo en su intérprete (habla correctamente el francés). Desde entonces Mussig perteneció al Kommando (su biografía dice que odiaba a la Gestapo). Es cierto que no entregó a los jefes del Deuxième Bureau (de aquí los elogios del capitán Abtey) pero ¿acaso al denunciarlos no se habría denunciado?
Bueno, para el caso prefiero tener que vérmelas con un Hans Mussig y no con un Thomas Lieven. Es obvio que conoce el proyecto de «colaboración literaria». Le cuento las objeciones de Pannwitz y promete contarme toda la historia. Pannwitz, púdicamente, invoca una cita y desaparece. Mussig se instala, adopta su cara de granuja y dice:
—Vamos, ¿usted es idiota o nos juega una comedia? No me diga que no sabe lo que pasó. Sus contactos con los rusos. ¡Es un asunto bien claro!
—No tanto a mi parecer.
—Por favor…, ¿cree que se hubiera escapado a Rusia en 1945 sin tomar sus precauciones? ¡Lo conoce mal! Muy pocos alemanes en esos tiempos se habrían encaminado a Moscú, y mucho menos un tipo de la Gestapo. Mire, desde que me sacó de Fresnes simpatizamos, estaba rodeado de canas torpes, molestos, aburridos, le dio placer tener alguien con quien hablar a pata suelta. Pero las diferencias jerárquicas le impedían confiarse a mí. Yo adivinaba algo sucio aunque él no me decía nada. Eso sí, declaraba que Alemania estaba jodida. Le puedo asegurar que cuando llegó a París, Pannwitz sabía que la guerra estaba perdida. No comprendí el caso, lo olfateé no más, pero a su regreso de Rusia me contó todo. Es una historia muy simple, muy lógica, como usted verá…
”Póngase en su lugar, un hombre metido hasta el cuello en Praga. Pannwitz, después del atentado contra Heydrich, no se hace ilusiones, la radio inglesa lo llama criminal de guerra, le promete la horca, etcétera. En Berlín sus amos están en pleno lío, los más vivos toman sus precauciones a derecha y a izquierda. La mayoría busca recaudos del lado de Occidente. A él lo envían a París a hacer Funkspiel con los rusos. Bueno, trata de arreglarse con ellos. Y no sólo por las facilidades técnicas de comunicación sino porque se dice que los rusos son realistas y que no llorarán lágrimas de cocodrilo sobre los pobres checos sino que les interesarán los resultados prácticos. ¡Los occidentales son otra cosa! Pannwitz contaba con que los rusos lo liberarían y creo que no se equivocaba…
”Lo malo es que al final, en vez de pensar solamente en salvar el pellejo, pretendió que los rusos lo recibieran como héroe. Piense que les llevaba un regalo en su portafolio, la carpeta completa de los telegramas cambiados entre Londres, París y Washington desde meses atrás. Sabía que esos telegramas interceptados por nuestros servicios interesarían, mucho en Moscú. Mire, contaba con instalarse en Rusia y con llevar allí a su familia, organizándose una vida pasable. No fue así, como usted sabe, los rusos fueron infectos con él, lo tuvieron diez años en la cárcel y lo echaron como a un malhechor. Aquí en Alemania, la gente de Gehlen y los norteamericanos creyeron que volvía como espía y le encajaron su famoso detector de mentiras. Mire qué ironía: se creía más vivo que los otros y al final tuvo a todos en contra…
”¿Y ahora? Ahora piensa que podría hacerse una fortuna contando sus recuerdos, pero tiene miedo. ¿No se dio cuenta de que tiene miedo? Usted comprende, vive de su pensión como Kriminalrat y es normal que se la paguen, puesto que la República de Bonn es heredera del Tercer Reich y corresponde que pague las pensiones. Pero si cuenta su traición, la República no pagará a un hombre que traicionó al Reich porque el Reich lo habría fusilado, y su heredera jurídica no tiene por qué mantener a un Kriminalrat renegado… Y está enfermo, y tiene hijos… Pero a lo que más teme es a otra vuelta de tuerca, siempre posible, y por eso hasta ahora ha rechazado todas las ofertas. ¿Ahora lo entiende? Y hete aquí que le cae un joven francés, como usted, y cae justo, porque usted es joven y no se metió en las historias de la guerra y eso no puede darle ni frío ni calor, y además es francés. No quiere que un alemán cuente el asunto, un extranjero siempre será un extranjero y uno puede desmentirlo. Y si hay mucho lío escapará a Suiza con su platita. Allí nadie lo molestará.
«Ésa es la historia. ¿Está contento ahora?».
Sentía náuseas. Después Pannwitz regresó con cara contrita y aliviada a la vez como penitente que se confiesa por interpósita persona. Le pregunté si pensaba pasar a la historia como el más extraordinario doble agente de la última guerra. Me dijo: «Sería inexacto, jamás hice ese juego. No fui yo quien tomó la iniciativa de los contactos sinceros con Rusia. Yo sólo fui un simple enlace entre un grupo de Berlín y Moscú. Nunca me habría lanzado en semejante aventura si no hubiera estado protegido. Cuando le explique la organización del Funkspiel comprenderá que habría sido imposible que lo hiciera yo solo. En Berlín se decidía cuáles mensajes debíamos enviar». Por fin me confesó las simpatías hacia Moscú de ciertos complotados del 20 de julio y me dijo que le gustaría que lo asimilara a ellos.
Para saber más, para obtener datos sobre el papel de Bormann y de Müller, y la respuesta a todas las preguntas, era necesario aceptar un trato y jugar un doble juego con ese maestro en tal oficio. No fue por escrúpulos que me aparté. ¡Vaya! Pannwitz me demostraba a las claras su intención de utilizarme, ¿por qué no iba yo a utilizarlo? Y además, ¡le había llegado el turno de ser traicionado a él, un Kriminalrat de la Gestapo, un Hauptsturmführer S. S., un traidor! Aunque el caso merecía ser considerado, yo no me sentí capaz de hacerlo. Me equivoqué al suponer que iba a Stuttgart dispuesto a cualquier cosa. Ese hombre me inspiraba una repulsión casi física. El Gran Jefe dice: «Giering era un hombre duro, uno se sentía mal junto a él. Pannwitz era viscoso, a su lado uno se sentía sucio».
Sí, así es, Pannwitz da la impresión de ensuciarlo todo.
Pocas semanas después recibí la invitación de un editor suizo. No respondí a esa carta.
Algún día se sabrá toda la verdad sobre el Gran Juego, pero corremos el riesgo de esperar mucho tiempo y probablemente no provendrá de Moscú. El Kremlin guardará silencio por razones políticas. Las autoridades de Alemania oriental callan el verdadero papel de Schulze-Boysen y sus amigos por temor a resucitar la leyenda de «la puñalada por la espalda» con la cual los nacionalistas de 1918 querían explicar su derrota. Publicar la traición de un Bormann o de un Müller permitiría a los neonazis lanzar una campaña de ese tipo. Ni uno ni otro fueron «jefes históricos» del Tercer Reich. El pueblo no los conocía y quienes los conocieron sólo sintieron por ellos odio y desprecio. Por lo mismo sería tentador para los nostálgicos del nazismo convertirlos en chivos emisarios de la derrota y proclamar que sin esos dos malditos los «puros» habrían conducido al Tercer Reich a la victoria. Si se los escuchara, ello implicaría una singular carencia de madurez política de parte de sus compatriotas. Porque lo importante no es que Bormann o Müller hayan traicionado o no, ni que su traición haya contribuido o no a la derrota alemana. Lo importante es que el nazismo fue el régimen en el cual un Bormann o un Müller pudieron acceder a puestos de importancia vital.
Si ambos permanecen envueltos en el misterio, el juego del Kriminalrat Pannwitz aparece claro. Después de la muerte de Heydrich intentó unirse a los adversarios. Fue su primera jugada perdida y la pagó con meses de fatigas a orillas del lago Ladoga. Dobló entonces la apuesta y jugó a Moscú. Perdió otra vez y pagó con diez años de cárcel en la Lubianka y en el campo de Vorkuta. La propuesta que me hizo fue su tercera apuesta: obtener dinero por su traición, aun a riesgo de desencadenar contra él diversos y poderosos furores. Habrá más apuestas. El Kriminalrat es demasiado jugador para detenerse aquí.