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Una belga, un francés
En Neuilly, donde Georgie seguía internada, la nerviosidad dominaba a los alemanes, los eslovacos y hasta los mismos prisioneros. Una noche éstos fueron arrancados al sueño por ráfagas de ametralladoras y gritos de los guardias: intento de evasión. Aunque el hombre logró huir estaba herido como lo comprobaban los rastros de sangre al pie de la verja.
Esos días de mayo fueron espléndidos y el cielo de París era surcado casi a diario por la blanca estela de las fortalezas volantes norteamericanas. Al primer toque de sirena los prisioneros eran llevados a los sótanos. Así Georgie pudo conversar con sus tres D. (Dumazel, Delmotte, Dungler) y tuvo además la sorpresa de encontrarse con el príncipe Miguel de Montenegro a quien fuera presentada siendo muy joven aún, cuando él vivía en exilio en Bruselas.
En su cuarto tenía un aparato de radio en muy mal estado que sólo captaba la B. B. C. Escuchaba los boletines de información con el oído pegado a la ebonita, lista para girar el botón si aparecía algún guardián.
Una mañana no escuchó el comunicado. Poco después vio al general Delmotte en la huerta, entregado a unas frenéticas gesticulaciones poco habituales en él. Semáforo viviente le hizo comprender que el desembarco había tenido lugar en el amanecer de ese 6 de junio.
El acontecimiento influyó sobre el Kommando. Cuando venían a buscar a Georgie para algún interrogatorio le decían: «Ach Mädchen, hoy su cabeza no está firme sobre sus hombros». Semejante cantinela apagaba su buen humor y despertaba su angustia. Comenzó a temer por su vida.
A fines de junio le anunciaron su traslado a Fresnes con el pretexto de que no podían garantizar su seguridad en Neuilly. Curiosamente la noticia la reconfortó. Su régimen de «presa excepcional» le parecía más peligroso que envidiable. Aspiraba a perderse en el anonimato y Fresnes se lo permitiría.
La incomunicaron en una celda de la planta baja pero pronto Georgie se adaptó a la nueva situación y logró comunicarse con las presas del piso superior. Una de ellas le deslizó por el respiradero un trozo de género para que cortara una blusa. Georgie, costurera cabal, ejecutó el trabajo. Sorprendida en una conversación fue enviada a una celda de clausura, oscura, con una tabla como cama. Allí se enteró de que Suzanne Spaak estaba en Fresnes y cuando salió de la celda de clausura le envió un mensaje. Recibió una respuesta afectuosa y reconfortante. Días después, durante el paseo, por azar se halló al lado de Suzanne Spaak. Le dijo: «Estoy desolada, por nuestra culpa la arrestaron». La señora Spaak respondió, sonriendo: «No se preocupe, no tiene importancia». Radiante de generosidad y de optimismo era el sol de la prisión y su entusiasmo confortaba a sus compañeras. Luego logró trasmitir a Georgie un mensaje verbal diciéndole que todo iba bien y que debía tener confianza.
Aun en el mundo singular de Fresnes, la nacionalidad norteamericana de Georgie la apartaba del rebaño. Con el correr del tiempo la guardiana alemana destinada a su grupo de celdas se mostró menos rigurosa y más benévola. Le llevaba libros y hasta le regaló un suéter. Sin cesar le repetía que cuando sus compatriotas llegaran contaba con ella para que les dijera que la había tratado bien.
En Normandia el frente alemán se derrumbaba bajo los fuertes golpes del general Patton.
El 9 de agosto, Pannwitz invita a Margarete a una partida de ping-pong. Mientras juegan le explica que el avance aliado los obliga a tomar algunas medidas de seguridad. Kent y René permanecerán en París, pero Margarete y Michel deben partir para Alemania. Margarete responde con sus habituales maneras dramáticas cuando se trata de sus amores: si van a separarlos a Kent y a ella, más vale que los maten cuanto antes. Pannwitz se esfuerza por tranquilizarla y acaba por convencerla. Como un padrino tierno, aunque oficioso, hace comprar para Michel juguetes y algunas cosas que difícilmente se encuentran en Alemania: biberones, ropas, etcétera.
El 10 de agosto sacan a Georgie de la celda. En la verja de la prisión la aguarda un agente del Kommando quien le anuncia su partida de Fresnes. Le devuelven su cartera y sus joyas. Afuera espera un auto. «¿Dónde vamos? —pregunta Georgie. Es verano. Mädchen, hay que pasear un poco». En efecto el día es espléndido, pero el auto se dirige a París y no al campo. En la estación del Este se detiene y el alemán acompaña a Georgie hasta un andén donde están Pannwitz y sus hombres. Alrededor de ellos reina el pánico, viejos soldados enfermos y algunas «lauchas grises» cargadas de niños toman por asalto el tren que se detiene a lo largo del andén.
Los Aliados a marcha forzada avanzan hacia París, Pannwitz lleva aparte a Georgie y muy amable le dice que irá a Alemania porque en París correría peligro. «No tardaré en reunirme con usted —agrega— y es probable que tengamos noticias de Trepper». Georgie pregunta qué harán con Patrick. Pannwitz le dice que si escapa lo enviará a la Selva Negra y jamás tendrá noticias de él, «pero si usted no huye —termina— le prometo que no le sucederá nada».
Georgie está inquieta a pesar de la promesa. ¿Qué será de su hijito? Recuerda que cuando fue a visitarla a Neuilly por primera vez, impresionado por los guardas y el ambiente extraño de la casa, Patrick sufrió una crisis de nervios y se abrazó a la buena señora Queyrie gritando que lo sacara de allí. «¡Quiero irme!», repetía. Al día siguiente Georgie descubrió su primera cana.
Al divisar a Kent en un extremo del andén corrió hacia él y le rogó que velara por Patrick. «Sé que usted está en la misma situación que yo, que tiene un hijito… por favor cuide de Patrick, que no le hagan daño». Kent le clavó una mirada indiferente y le volvió la espalda.
La hicieron subir a un compartimento donde se encontró con Margarete y Michel. También viajaban con ellas las dos secretarias del Kommando, Ella Kempka y otra más joven.
El tren partió. Margarete se dedicó a tejer mientras Georgie se ocupaba del bebé y las alemanas charlaban. El convoy se detuvo varias veces en pleno campo, por alarmas aéreas. Habría sido fácil evadirse, pero ¿y Patrick? Por la noche hicieron una etapa en Metz y las cuatro mujeres y Michel durmieron en la sede de la Gestapo. Al día siguiente prosiguieron el viaje y sólo dos días después de la salida de París llegaron a Karlsruhe donde vivía Ella Kempka.
El alojamiento es estrecho, pero se acomodan. A Margarete la tratan como a una compañera y Georgie puede pasear a su antojo en compañía de la secretaria más joven. Ésta la lleva al peluquero, la deja y vuelve a buscarla dos horas después, toman juntas el té, etcétera…
Pocos días después Georgie es convocada a la sede de la Gestapo donde la recibe un policía tosco y duro. Es Reiser, el ex adjunto de Giering que ha sido trasladado a Karlsruhe desde hace un año. Le pregunta si cree que Trepper dará señales de vida al Kommando. Georgie dice que sí y Reiser gruñe, vagamente amenazador: «Sería mejor para usted, porque de lo contrario su situación corre el peligro de empeorar…». Georgie está ansiosa, juzga muy peligrosa esa historia de paz por separado que agita a todo el mundo.
Pero Trepper está convencido de que el Gran Juego toca a su fin porque el derrumbe de los ejércitos alemanes en el Oeste permite presagiar el próximo fin de la guerra. Nada le impide entonces realizar su proyecto de atacar al Kommando, bloquearlo e impedirle la fuga. Le sería muy dulce concluir la partida capturando a los mismos que desde hace tantos años lo persiguen y que han dado muerte o encarcelado a tantos de los suyos.
Con ayuda de Kovalski ha montado un grupo de combate de treinta hombres bien armados. El plan de ataque fue preparado por Alex Lesovoy, quien garantiza el éxito de la expedición y asegura que sólo pueden escapar suicidándose. El Gran Jefe respondió riendo: «¡No tengas miedo, en cuanto a eso podemos tenerles confianza, no se suicidarán!».
Naturalmente era necesario advertir a Moscú. Han enviado un mensaje pidiendo vía libre; ahora esperan la respuesta.
Cuando los tanques de Leclerc avanzaron sobre París, Pannwitz y los suyos liaron sus bártulos. Sin duda estaban tristes. Habían trabajado duro, padecido decepciones y derrotas, gastado sus nervios persiguiendo y torturando pero, en resumen, los tres últimos años fueron buenos. Nadie murió en París porque allí se moría menos que en Stalingrado o en Tobruk. Hasta el mismo Willy Berg, que debió ser fusilado por haber dejado escapar al Gran Jefe, era de la partida. Berlín ignoró todo, Berlín sólo sabía lo que se les antojaba contar. Y las autoridades alemanas en Francia no tenían poder sobre el Kommando. Durante tres años formaron una banda de buenos amigos que hacían su pequeña guerra al margen de la grande. Policías sin rango en otros tiempos, se convirtieron en poderosos señores, sin ningún amo a la vista, teniendo como feudo una de las ciudades más hermosas del mundo. Pasearon en auto, se alojaron en casa de los millonarios, se surtieron en el mercado negro y, diablos, se emborracharon como verdaderos Bacos. Mujeres en profusión. Dinero en profusión. Sobre todo después que el astuto Pannwitz creó su Simex propia: la Sociedad Helvecia, con sede en Monte Carlo por razones fiscales, y sucursales en París y Madrid, dedicada a todo tráfico, aunque especializada en quinina y wolfram, los materiales estratégicos.
Y era preciso abandonar todo eso…
La partida tuvo lugar el 26 de agosto en medio de un París insurrecto. Coches provistos de ametralladoras encuadran a los autos también armados. El convoy recorre las calles llenas de barricadas, atraviesa el arrabal sin inconvenientes, se une al grupo de divisiones derrotadas y se dirige hacia el Este, a Alemania.
La respuesta de Moscú no ha llegado. Trepper guardó en un cajón su plan de ataque y devolvió a Kovalski sus treinta francotiradores.
Ese 26 de agosto abandona su refugio en la avenida del Maine y en compañía de Alex Lesovoy se esfuerza por llegar cuanto antes a Courcelles. Pierden tiempo en la calle de Rivoli donde Lesovoy debe enseñar a unos F. F. I. cómo armar y lanzar sus granadas. Hasta participan en un encuentro cerca del Hotel Majestic, tan frecuentado por Vassili de Maximovitch, y el Gran Jefe lanza alegremente algunas granadas y descubre que los placeres de la acción, menos sutiles que los del espionaje, no son menos embriagadores que éstos. En la plaza de la Concorde los detiene la batalla iniciada junto al hotel Crillon. Por fin llegan a la calle Courcelles, dos horas después de la partida del Kommando. El portero y su mujer los reciben temblando de miedo. En el momento de subir a uno de los coches, Kent les ha gritado: «¡Cuidado, no crean que todo terminó!, ¡volveremos!».
Ese mismo día a las dos de la tarde, Claude Spaak y Ruth Peters van al departamento de la calle Beaujolais. Sólo se han salvado del pillaje los muebles pesados, la biblioteca y los cuadros. Mientras erran por los cuartos desiertos, aparece Pauline, la doméstica de la escritora Colette que vive en el departamento contiguo. Su patrona los invita a visitarla. La primera frase de Colette da pruebas de su sentido común: «¿Tienen dinero?», pregunta. Spaak agradece y rechaza la generosa oferta. Sólo se lleva una pastilla de jabón.
Poco tiempo después, un hombre fue a ver a Spaak y le contó que en el pasado mes de marzo había trasladado sus cosas a una casa de la calle de Courcelles. Spaak fue allí y se encontró con el señor Veil-Picard, padre. Éste pidió a su ama de llaves que llevara a Spaak al segundo piso donde se amontonaban muebles y adornos. «Llévese lo que quiera —dijo la mujer— los propietarios han muerto». Spaak recobró algunas cosas robadas en Choiseul y en la calle Beaujolais pero se negó a llevarse un magnífico tapiz de Oriente, con gran sorpresa de la gobernanta. Después ésta lo llevó, a la galería vidriada donde las paredes y el piso estaban manchados de sangre porque el Kommando había instalado allí su sala de torturas. Spaak carece de noticias de su mujer.
Cuando llega a este punto del relato, Claude Spaak deja de mostrarse dueño de si mismo, aparta la mirada de la armoniosa habitación y habla con voz enronquecida: «Pocos días antes de la liberación oí hablar de un fusilamiento en Fresnes, aunque vagamente. Decían que hubo una revuelta de presos comunes, nada que ver con Suzanne. Podía seguir esperando. Luego recibí una carta suya, la última. Le habían anunciado que iba a morir. Terminaba con esta frase: “Siempre pienso en Myra”. También había unas palabras para los chicos. Suzanne confió las cartas al limosnero de la prisión. Ignoro a quién las entregó el sacerdote, me llegaron por intermedio del ministerio de Relaciones Exteriores y el sobre contenía una nota de inhumación en el cementerio de Bagneux.
”Allí encontramos dos tumbas recién cavadas. Habían transportado los cuerpos sin decir de quiénes se trataba. Sobre las cruces, simplemente decía: “una belga”, “un francés”.
”No teníamos la seguridad de que fuera Suzanne. Fue necesario proceder a una exhumación. No quise estar presente en la morgue. Fue el doctor Chertok provisto de la placa dental de Suzanne. Era ella. La dejaron en Bagneux. Usted sabe que soy librepensador y no tengo la devoción de los cementerios. El verdadero cementerio es el corazón. Pero cierto día quise ver su tumba… Ah, es terrible, una inmensa necrópolis donde hay tres mil soldados enterrados, flores por todas partes… y en medio de toda esa gente, Suzanne y una compañera… las únicas mujeres…
”Poco después de la Liberación, una ex prisionera de Fresnes vino a verme. Me dijo cuán admirable había sido la conducta de mi mujer en la cárcel. Y me trasmitió el deseo de Suzanne de que visitara su celda en caso que ella no regresara.
”Fui a Fresnes en enero de 1945. Pedí al director de la cárcel la autorización de ver la celda cuyo número me había dado mi visitante. Me dijo que no valía la pena porque habían copiado en un registro todas las inscripciones hechas por los detenidos de la Resistencia. Compulsé el registro y no encontré nada. Ninguna frase atribuida a Suzanne. Insistí para que me dejaran visitar la celda, cosa que según el Director no era fácil porque la cárcel estaba repleta de colaboracionistas. Pero prometió hacer algo y regresó para anunciarme que la visita era posible. La celda había sido convertida en depósito de mantas.
”En los muros encontré más de trescientas inscripciones de Suzanne.
”No sé cuánto tiempo permanecí allí. Sollozando iba de un muro al otro, copiando las inscripciones en un papel que el director me había facilitado. Había pensamientos, poemas y una especie de diario que escribió en los últimos días. Anotaba con esperanza que los tanques norteamericanos estaban en Chartres. Se sorprendía de seguir en Fresnes puesto que casi todas sus compañeras habían sido evacuadas. Pero lea usted mismo…».
Lloraba y con mano temblorosa me ofreció algunas hojas de papel que sacó de un cajón. Las recorrí y se las devolví, demasiado pronto, porque me angustiaba el sentimiento de haber provocado ese intolerable sufrimiento que crispaba su rostro. De haber sabido que reavivaría semejante dolor, ¿habría ido a visitarlo? Suzanne decía cosas como ésta: «A solas con mis pensamientos, sigue siendo la libertad», y transcribía esta frase de Sócrates: «Mis enemigos pueden matarme pero no pueden perjudicarme». Y ésta de Kipling: «Donde están los niños deben estar también las madres, para velar por ellos».
Spaak me dio la carta escrita por Suzanne después de su condena a muerte. Estaba destinada a la señora Spaak madre y ella la recibió en Bélgica, pero no pudo trasmitirla a su hijo porque ignoraba su escondite en París. Se la entregó después de la Liberación. En esa carta Suzanne advertía a su marido de la propuesta de la Gestapo: si él se entregaba, ella sería liberada e indultada. Después de escribir estas líneas firmó con enormes letras: «Suzanne».
«Murió a los treinta y nueve años e ignoro cómo. Es seguro que la previnieron de la ejecución, puesto que tuvo tiempo para escribir sus últimas cartas. Me informé y supe que a mediados de agosto no hubo fusilamientos en Fresnes ni en el monte Valérien. No sé nada. Hay algo que no puedo olvidar: la gran mancha parda que vi sobre el piso de su celda…».
Se levantó con el rostro bañado en lágrimas. Al despedirme se detuvo en la sala frente a un cuadro del pintor Margritte que representa un libro abierto. En la página derecha nubes blancas sobre un cielo azul, en la izquierda el retrato de Suzanne Spaak: nariz audaz, cabellos castaños, lisos, la mirada vivaz. Dijo: «Cuando este retrato fue hecho a la familia no le agradó. Decían que envejecía a Suzanne. Ahora nosotros envejecemos y ella se conserva joven».
En la puerta nos estrechamos las manos en silencio. Su emoción era casi insoportable. Permaneció allí, inmóvil, lamentable. Cuando un recodo del camino borró su imagen, quedé a solas con el recuerdo de Suzanne, esa mujer ignorada pocas horas antes y que ya no olvidaría. Mientras recorría el valle del Chevreuse con sus casas de fin de semana tan bien equipadas para el placer con el que pretendemos matar el aburrimiento, tan simbólicas de nuestro tiempo materialista, pensaba que vivir de veras es tal vez morir como Suzanne Spaak.
«Una belga, un francés». Para ser involuntario, ¡qué hermoso epitafio! Él francés era Fernand Pauriol, alias Duval, quien calló hasta el final. Los mataron al mismo tiempo. Él provenía de Marsella, ella de Bruselas, cada uno recorrió su camino hasta llegar a Fresnes y morir uno junto al otro. Ella pertenecía a una rica familia burguesa, él era un comunista, el mismo combate los unió hasta en la muerte. Eso es la Orquesta Roja.