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La batida

Willy Berg, más muerto que vivo, telefoneó a la calle des Saussaies; su informe desató el pánico. Al instante Pannwitz organizó una gigantesca operación policial. Cercaron el barrio de Saint-Lazare; decenas de mirones fueron detenidos y pasaron el rastrillo por el inmueble Bailly. Ningún rastro de Trepper. En las últimas horas de la tarde, Pannwitz dejó sin efecto el inútil dispositivo de seguridad y entonces el Gran Jefe pudo entrar en la estación Saint-Lazare por la calle de Amsterdam y trepar a un tren que lo llevó a Saint-Germain-en-Laye.

Había previsto que la Gestapo caería sobre el barrio y al salir de la farmacia se metió en una de las bocas del metro, subió al primer tren y se quedó quieto hasta llegar a la terminal. Desde allí en cortas etapas regresó al centro y por fin un autobús lo llevó a Saint-Lazare.

El tren se detuvo en Vésinet, pero él no descendió. Ignoraba si Georgie de Winter seguía viviendo en el chalet de la calle de la Borde, número 22. A lo mejor careció del dinero necesario para pagar el alquiler y el contrato estaba a punto de vencer si no había vencido ya. En Saint-Germain-en-Laye se apeó y fue a una pensión familiar dirigida por dos hermanas donde Patrick, el hijo de Georgie, había vivido durante algún tiempo. El fugitivo fue bien acogido y desde allí telefoneó al Vésinet. No obtuvo respuesta, el chalet estaba vacío.

¡Katz! Sin duda estaba al corriente del proyecto de evasión de su jefe y era probable que conociera su paradero. Katz es llevado a la calle des Saussaies y torturado. No habló. Medio muerto lo llevaron de vuelta a Neuilly. El portero Podhomme, espantado, se acercó al desdichado que yacía por tierra y Katz pudo soplarle estas palabras: «algún día el señor que escapó regresará aquí. Dígale que aunque me hayan matado torturándome, muero con el corazón alegre. Y pídale en mi nombre que se ocupe de mis hijos». El día termina. Pannwitz, postrado, tiene la vista clavada en el teléfono. Por fin se decide, pide el número del despacho del Gestapo Müller en Berlín. Establecida la comunicación dice: «No se desmaye, Trepper se fugó.». Le responde el silencio. «¿Se desmayó?», pregunta Pannwitz. Entonces estalla una borrasca de furiosas imprecaciones. Por fin, harto de blasfemar, Müller murmura con voz deshecha: «¿Cómo voy a anunciar esto al Reichsführer Himmler? ¡Él había ordenado que se metiera al preso en un profundo hoyo cubierto de cadenas!». Pannwitz propone que no se le dé la noticia por el momento. Repuesto de la sorpresa, Müller admite que es el único medio de evitar los rayos de Himmler. Los dos compinches sellan un pacto de silencio.

Será respetado y el Reichsführer ignorará hasta su muerte la fuga del Gran Jefe.

Lo peor ha quedado conjurado por el momento. Pannwitz permanecerá a la cabeza del Kommando, pero sólo es un plazo y lo sabe. Sí no prende al fugitivo cuanto antes, el Gran Juego habrá terminado antes de comenzar. Esa noche el sueño del Kriminalrat debe de estar poblado de pesadillas.

Esa noche, en el Vésinet, Georgie, que había regresado tarde, soñó que se encontraba con su amigo en el andén de la estación de Rueil donde le diera su última cita y donde lo esperara en vano. La campanilla del teléfono la despertó. Descolgó el tubo y reconoció la voz de una de las hermanas de Saint-Germain. La llamaba urgentemente, pero no podía explicarle más.

Georgie se vistió de prisa y tomó el tren de Saint-Germain. Cuando llegó a la pensión, Trepper le abrió la puerta. Se abrazaron. Georgie nunca dudó de que volvería a verlo. «Los seres como tú y yo salimos bien de todas las pruebas».

Trepper le habló francamente. No trabajaba para el Intelligence Service; tiene el grado de general del Ejército Rojo y dirige una gran red de espionaje soviético. Georgie se sorprende porque había creído que formaba parte de los servicios ingleses. En realidad, lo único que cuenta para ella es lo que el Gran Jefe le dice, como final: «Tienes que ayudarme».

Deciden ocultarse en el Vésinet. Antes de dejar la pensión, Trepper escribe una carta a Pannwitz explicándole que no se ha fugado, sino que una circunstancia imprevista lo obligó a desaparecer. Al entrar en la farmacia Bailly para comprar un remedio para Berg fue abordado por un miembro del «contraespionaje», quien pronunció la palabra clave y le dijo que corría peligro y debía desaparecer en seguida. Trepper debió seguirlo para evitar las sospechas y poner en peligro al Gran Juego. Era una orden y tenía que cumplirla. Un equipo de «contraespionaje» hizo subir a Trepper a un auto y luego tomaron el tren. Suponía que lo llevaban a Suiza, a lugar seguro y aprovechaba una parada en la estación de Besançon para despachar el mensaje. La carta terminaba pidiendo que no se castigara a Willy Berg, puesto que no era culpable de nada.

Una de las hermanas de Saint-Germain acepta viajar a Besançon para despachar la carta. Al igual que Pannwitz, aunque por una razón opuesta, el Gran Jefe se esfuerza en salvar el Gran Juego a cualquier precio, persuadido de que Moscú saca buen provecho de él. Su informe de enero ha puesto al Director en antecedentes y sería una pena que todo se derrumbara antes de tiempo.

Georgie de Winter buscó un contacto con el Partido en París. Lo obtuvo el 17 y el Gran Jefe pudo salir del escondite y encontrarse con un emisario acreditado. Supo así que su informe fue bien encaminado y que el trasmisor del Mediodía no había sido utilizado para trasmitirlo. De modo que el Kommando no descubrirá la prueba de su mistificación. Trepper puede continuar el juego. Pide que adviertan su fuga a Moscú, que expliquen los motivos y que prevengan que no cambiará los planes del Kommando. El emisario le entrega la píldora de cianuro que había pedido porque no quiere que lo apresen vivo arriesgando así una confesión bajo la tortura.

Al amanecer de la tercera noche en el Vésinet, los amantes son despertados por fuertes golpes en la puerta. Trepper se asoma a la ventana y atisba a un grupo en la acera. Los golpes aumentan. Luego hay una pausa de silencio y por fin se oye el ruido de una llave en la cerradura. La puerta se abre. Trepper, provisto de la píldora, se encierra en uno de los cuartos traseros de la casa. Si los otros entran, tragará la píldora y se tirará por la ventana. Georgie acude a la puerta. Se topa con el propietario de la casa, quien le pide disculpas por la temprana visita; quería mostrar la propiedad a unos presuntos inquilinos. Como en días anteriores no encontró a nadie, pensó que si iba muy de mañana tendría más oportunidad de encontrar a su inquilina.

Trepper guardó su píldora. Casi la toma sin razón. Pero lo cierto era que debían largarse de allí.

La familia Queyrie vive en Suresnes, en la avenida de la Pepinière, en la ladera del monte Valérien. Su casa es un chalet como cualquier otro y ellos forman una familia similar a millones de otras familias francesas. Salvo que a cien pasos de su hogar funcionan los pelotones de ejecución de los alemanes. El señor Queyrie es jardinero de la Ville de Paris y la señora Queyrie se ocupa de la casa. Tienen una hija, Annie, que cuenta diez años de edad.

Hace un año, desde octubre de 1942, Patrick vive con ellos. Llegó en un estado lamentable, enflaquecido, pálido, roñoso, lleno de piojos, un verdadero horror. Y un desafío al culto de la limpieza que profesa la señora Queyrie. En un abrir y cerrar de ojos deja al chico tan brillante como el trinchante de su comedor y comienza un programa en tres etapas: «salvarlo, componerlo, hacerlo feliz». Gracias a sus cuidados y a su amor —lo quiere como si fuera su hijo—, Patrick reflorece. Es un chico vivaz, inteligente, rubio, de ojos luminosos y barbilla voluntariosa. Acaba de cumplir cuatro años. A la señora Queyrie la llama «mamá Annie» (por mamá de Annie). Ignoramos por cuál razón llamaba Papá Nano al Gran Jefe, sin duda el más encantador de los seudónimos de Trepper.

Los Queyrie están enterados por Georgie de la existencia de Trepper y saben que lucha contra los alemanes, pero jamás lo han visto. Conocen su arresto y piensan que está perdido, aunque no se atreven a deshacer las esperanzas de la pobre Georgie.

«El 18 de setiembre, Georgie —cuenta la señora Queyrie— vino a visitarnos, enloquecida, y nos dijo que Papá Nano se había fugado. Me quedé atónita. Georgie me gritaba que estaba en Suresnes y que no sabían dónde ir».

La señora Queyrie sopesa las circunstancias. No hay lugar en el chalet, pero su madre, una anciana, vive en el pueblo, en un departamento comunal minúsculo. Como en ese momento está ausente, Trepper se ocultará allí.

«¡Qué hombre! —agrega la señora Queyrie. Había organizado todo. Georgie me explicó lo que yo debía hacer. Debía ir a la plaza de la Paix, en Suresnes, y atravesarla, prosiguiendo mi camino hasta el escondite sin ocuparme de nada más. Él tenía mis señas y me seguiría sin necesidad de hablarnos. Fui a la plaza y vi a un hombre con una valija en la mano, muy tranquilo. Me siguió y lo llevé hasta la casa de mi madre».

Allí recibió el mensaje de Moscú en respuesta al que anunciaba su fuga. Le heló el corazón con su frialdad: «Nos alegramos por usted. Ahora debe cortar los contactos con el mundo y desaparecer». Es cierto que la prosecución del Gran Juego lo exige, pero la sequedad de los términos lo lleva a pensar si el Director duda de él aún.

Trepper recuerda una frase de Giering cuando le advirtió que si escapaba y advertía a Moscú, lo considerarían un traidor. «Le dirán que al principio usted ignoraba si podría o no prevenirlos y lo acusarán de haberse puesto de nuestro lado sólo por salvar el pellejo».

Kent conoce la existencia de la pensión de Saint-Germain. Ignoramos por quién y cómo. ¿Georgie? Jamás lo ha visto. ¿Trepper? Es posible. En sus visitas a Marsella, Trepper había insistido para que Kent y Margarete internaran en un pensionado al pequeño René, para protegerlo, y seguramente mencionó el ejemplo de Patrick, con quien ellos habían tomado esa precaución. Aunque no es propio de su habitual prudencia dar detalles y situar el lugar. Hay otra explicación. En Saint-Germain trabajaba una sirvienta rusa y es dable suponer que formara parte de la red y que, por su intermedio, Trepper conoció a las dos hermanas. Kent pudo conocer a esa mujer, a raíz de cualquier trabajo.

La evasión de Trepper alteró la plácida vida de Neuilly. El Kommando, hasta entonces amistoso, puso cara fea y las imprecaciones y las amenazas de muerte resonaron por toda la casa. Lo mismo que después de los Atrebates y de su captura, Kent se derrumba. Revela a Pannwitz que uno de los posibles refugios del evadido es Saint-Germain.

Pero aunque conoce la existencia de la pensión, ignora su dirección exacta. El Kommando pierde una semana ubicándola. Se envía a Kent. Las dueñas de casa pretenden no saber nada. Se envía a Katz bajo vigilancia. Dan la misma respuesta.

Pannwitz se resigna a arrestarlas. Trepper se entera al instante. Por las dos hermanas el Kommando puede llegar a Suresnes. Saben que Patrick fue sacado del pensionado para confiarlo a los Queyrie.

Una vez más es preciso huir.

Claude Spaak: «A fines de setiembre de 1943 se presentó en mi casa de París una mujer muy hermosa. Dijo venir de parte de Trepper y que éste pedía que mi mujer fuera a verlo al instante. Estaba, según ella, en un departamento y no podía salir porque la Gestapo lo buscaba. Como el peligro era evidente fui yo en persona. El departamento estaba en Suresnes, en una gran casa comunal. Trepper me abrió la puerta, me abrazó y me pidió ayuda».

El Gran Jefe enfrenta dos problemas. Uno, tranquilizar a Pannwitz; el otro, retomar el contacto con el Partido. Este segundo problema puede ser resuelto con los Spaak, pero nadie puede ayudarlo a resolver el primero. Los arrestos de Saint-Germain no sólo lo obligan a salir de Suresnes sino que comprometen también el Gran Juego, porque si Pannwitz se entera de que la carta despachada en Besançon fue enviada por una de las dos hermanas, sabrá que el fugitivo ha mentido y sospechará de todo lo demás.

Trepper le escribe una segunda carta; como es despachada en París, le explica que el «contraespionaje» decidió traerlo de vuelta en lugar de llevarlo a Suiza. Se indigna ante los arrestos llevados a cabo por el Kommando después de su fuga. Porque Pannwitz ha metido en la cárcel a todos los dueños y empleados de los negocios que Trepper frecuentaba durante su cautiverio, con el pretexto de mostrarse a sus agentes. Más de cien personas fueron detenidas, todos los proveedores del Gran Jefe entre ellas. Éste reprocha duramente a Pannwitz su imprudente frenesí. Con tanto remolino acabará por alertar al «contraespionaje». Debe soltar a los presos y cuanto antes mejor.

Esta carta no destruye por cierto la dificultad mayor: borrar la impresión producida en Pannwitz por las eventuales revelaciones de las hermanas de Saint-Germain. A falta de algo mejor, Trepper se limita a embrollar las cosas. Sabe que el más ferviente deseo del Kommando es que el Funkspiel pueda sostenerse. En esta segunda carta el Gran Jefe procura darle razones para que no crea en un engaño.

Aunque no es cosa de desaparecer y de romper todo contacto. Moscú se lo ordenó en interés del Gran Juego. Con los arrestos de Saint-Germain la situación corre el riesgo de ser modificada por completo. No es seguro que el Gran Juego prosiga y Trepper debe estar en condiciones de informar al Centro acerca de los próximos pasos.

Sus contactos están rotos pero Suzanne Spaak lo ayudará a retomar el hilo.

En octubre de 1943, Suzanne Spaak se ha convertido en uno de los «aguantaderos móviles» de la Resistencia. Está en relación con las más diversas organizaciones clandestinas: redes dependientes del B. C. R. A. gaullista o de los servicios británicos, movimientos antirracistas, organizaciones comunistas, etcétera. Su actividad en favor de los niños judíos, en la que desplegó un fervor poco común, la ha puesto en contacto con el doctor Chertok, joven y brillante médico que milita en el movimiento nacional contra el racismo y con el abogado Lederman, uno de los organizadores de la Resistencia judía en Francia. Lederman está en comunicación con Kovalski, uno de los jefes de la Resistencia comunista, también notable por su valor y audacia. Kovalski es el responsable en Francia de los grupos de combate extranjeros y da cuenta de sus actividades al estado mayor de los F. T. P. (francotiradores y guerrilleros), que a su vez mantiene un continuo contacto con el Comité Central del Partido Comunista.

Éste es el largo hilo por el cual Trepper intentará recobrar el contacto con Moscú.

Pero mientras espera el resultado de las gestiones de Suzanne Spaak, él y Georgie deben buscar un nuevo refugio. Los Queyrie, aunque conscientes del peligro que corren, ven partir a Trepper con pesar. Su sencillez y su sentido humano los ha conquistado y el amor que profesa por Patrick ha conmovido el corazón de la señora Queyrie. En Suresnes serán añoradas las conversaciones con el Gran Jefe y mucho después, cuando por su causa los Queyrie conozcan las angustias y la cárcel, cuando hayan sido largamente interrogados durante la guerra fría por los policías ya no alemanes sino franceses, la señora Queyrie mantendrá firme su convicción, que es la misma de todos los franceses comprometidos en esta historia (y la de quien hoy la cuenta): «Espía y todo eso, no es cosa que nos guste mucho, pero comprendimos muy bien que trabajaba a favor de Francia».

¿Dónde ir? Georgie propone que recurran a su amiga Denise, compañera del curso de danza de la plaza Clichy. Denise es una muchacha alegre, despreocupada, virtuosa del argot, que ama locamente su cuerpo y dice de su marido, prisionero de guerra en Alemania: «es tan cornudo que no podría pasar bajo el Arco de Triunfo». Georgie siente por ella una moderada simpatía, aunque le gusta su lado «pihuelo parisiense». Han pasado muchas horas juntas, escuchando discos y bailando.

Denise acepta dar en préstamo su cuartito de la calle de Chabannais y la pareja se instala allí el 24 de setiembre. Empiezan a sentir la tensión de la batida y tienen miedo. Trepper permanece encerrado el día entero.

Las dos hermanas de Saint-Germain callan y Pannwitz duda de que puedan ponerlo en la pista del fugitivo. El Kommando pasa en vano días y noches interrogando a los detenidos, más de cien personas. No son agentes del Gran Jefe, como se supuso, sino buenas personas que juran su inocencia. Willy Berg, encarnizado en obtener su rehabilitación, está al borde de la crisis nerviosa después de cada interrogatorio.

Pannwitz empieza a indagar por el lado de Georgie de Winter y detiene en Bélgica a su madre y a muchas de sus amigas. En París investiga sus actividades anteriores, sus relaciones, los lugares que frecuentaba. Pannwitz ha obtenido del Gestapo Müller el importante refuerzo solicitado.

A los tres días de encierro en la bohardilla de la calle de Chabannais, Trepper quiere cambiar de refugio. Georgie ha ido todos los días al departamento de los Spaak, en la calle de Beaujolais, y a las diversas citas que ellos le combinan con la gente del Partido, sin éxito. El riesgo de haber sido detectada es grande. A falta de un escondite seguro, la salvación depende de las continuas mudanzas.

La pareja pasa la noche del 29 al 30 de setiembre en el Oratorio del Louvre, cuya puerta se abre para ellos por recomendación de Suzanne Spaak. El pastor les da dos cuartos separados. Descansan hasta las cuatro de la mañana y luego deben marcharse. Aunque Trepper sigue mostrando una imperturbable serenidad, su amiga percibe su inquietud. A la noche siguiente están en casa de los Spaak.

Claude Spaak relata que charlaron largamente con Trepper y que al escuchar al Gran Jefe le parecía estar leyendo una novela. Le contó detalladamente su extraordinaria historia. Le dijo también cómo y por qué fingió trabajar para los alemanes. «Una decisión muy grave —agrega Spaak— y de enorme riesgo, pero consideró que no había otro medio para salvar a sus hombres, los que habían sido detenidos y los demás. Lo que más me llamó la atención fue la calidad de sus informaciones. ¡Piense que en esa época me reveló la existencia de los V1! Conocía su funcionamiento y la situación de las rampas de lanzamiento en octubre de 1943[17]».

Trepper habla porque está obligado a hacerlo, poco o mucho. Su evasión rocambolesca podría despertar dudas (no es la primera vez que la Gestapo organiza una «evasión» para infiltrar dentro de la Resistencia a un agente «convertido»); Spaak sólo le procurará contactos en un alto nivel si está seguro de su buena fe. En realidad, el escritor no desconfía: «No le pedí todas esas explicaciones ni era necesario que me las diera. Siempre tuve la impresión de que ese hombre jugaba limpio conmigo. Jamás dudé de su franqueza».

¿Ha puesto todas las cartas sobre la mesa? No. El Gran Jefe conserva algunas en su manga, y no porque desconfíe de su interlocutor, a quien otorga toda su confianza. Pero Spaak puede ser detenido, ¿para qué agobiarlo con secretos que tendría que defender contra la tortura? No le revela la verdadera razón de su «colaboración» con el Kommando, no le dice cuál es el objetivo real del Funkspiel, le oculta la existencia de Juliette y pretende mentirosamente que su agente era una empleada de la farmacia Bailly. Una mentira destinada a tranquilizar a Pannwitz en el caso de un arresto de Spaak para hacerlo hablar. Por Berg, el Kriminalrat está enterado de que Trepper jamás estuvo antes en la farmacia Bailly entre el 24 de noviembre de 1942, fecha de su captura, y el 13 de diciembre de 1943, día de su evasión. Pannwitz juzgará vano alarde la declaración del fugitivo a Spaak, algo destinado solamente a atribuirse un buen papel.

¿Adónde ir? El departamento de los Spaak no es un refugio seguro. En cualquier momento la Gestapo puede irrumpir en el «aguantadero móvil» al que habrá llegado por cualquier camino. Por intermedio de una amiga, Suzanne Spaak obtiene la dirección de una pensión familiar de Bourg-la-Reine, donde están alojados varios niños judíos. Georgie sondea al propietario. Acepta recibirlos a los dos, pero la pensión, colmada ya de huéspedes clandestinos, no inspira mucha confianza a Trepper. En la misma cuadra, en el edificio contiguo, hay otra pensión familiar dirigida por dos apacibles señoras: «La Maison Blanche». Ésta parece ofrecer más seguridades. El vecino presenta a Trepper y éste obtiene un cuarto. Ha decidido poner a Georgie a salvo de la Gestapo. Ella protesta y él se limita a decirle: «Mira, yo debo quedarme para restablecer el contacto porque estoy aislado. Al fin y al cabo es probable que me envíen al extranjero y que no podamos vernos en mucho tiempo». ¿Cree en su fuero íntimo que volverán a verse? Nunca le ocultó su indisoluble vínculo con su mujer, Luba. Nacida con la guerra la relación de Georgie y Trepper concluirá junto con ella.

Los Spaak tienen dos amigas inglesas: Ruth Peters y Antonia Lyon-Smith, que son primas entre sí y que viven ocultas en París desde el principio de la ocupación. La más joven, Antonia, conoce a un cierto doctor de Joncker, de Saint-Pierre-de-Chartreuse, cerca de la frontera suiza, quien se dedica a hacer cruzar el límite a los clandestinos perseguidos. Antonia acepta escribirle para que se ocupe de Georgie de Winter.

Pero Trepper tiembla por su amiga; considera que cada minuto que pasan juntos pone en peligro su suerte. Mientras llega la respuesta del doctor, Georgie se oculta en una aldea de la Beauce, cerca de Chartres, en la casa de unos campesinos a quienes la ha recomendado una amiga del curso de danza que no es Denise. Trepper le da un viático de cien mil francos. Ella tiene en su poder una carta de Antonia Lyon-Smith para ser reconocida por el doctor de Joncker.

La separación planteaba un problema. ¿Quién se ocuparía de asegurar los contactos de Trepper en lugar de Georgie? Ésta propone a la anciana señora May, a quien conoció por intermedio de su costurera. La señora May es la viuda de un cantor y compositor bastante famoso en los años de la preguerra. Vive de los derechos de autor de su difunto marido. Su alegría y su permanente entusiasmo conquistaron a Georgie y ambas mujeres simpatizaron. La señora May no vacila cuando su amiga la pone al corriente. Va a la pensión de Bourg-la-Reine, en calidad de «enfermera» del Gran Jefe. De este modo quedan justificados el encierro del «enfermo» y las idas y venidas de su «enfermera».

Resta por obtener el hilo conductor que lo llevará al Partido. Los Spaak se dirigen al doctor Chertok, miembro del Movimiento Nacional contra el racismo, esperando que él se ponga en contacto con los resistentes comunistas. Después de escucharlos contar la odisea de Trepper, Chertok suelta una carcajada y exclama: «¡Pobres, ustedes han dado con un mitómano de primera clase! ¡Todo esto es pura mentira!». Pero puesto que los Spaak insisten, acepta, de todos modos, intentar el restablecimiento de los enlaces. Días después vuelve a la calle de Beaujolais, eufórico: «Tenían razón, es cosa seria». Se ha fijado una cita con un emisario del Partido en una calle de Bourg-la-Reine para el 22 de octubre. La hora será indicada, posteriormente, por intermedio de un llamado telefónico de Chertok a los Spaak.

Pannwitz se ha enterado de que Georgie de Winter estudiaba danzas, descubre el curso de la plaza Clichy y detiene a Denise. Ésta, de acuerdo a su naturaleza, se entrega. Conoce la villa del Vésinet, a los Queyrie (ella los recomendó a Georgie un año atrás) y a la señora May, a quien Georgie la ha presentado.

En el Vésinet el Kommando sólo encuentra indicios que atestiguan la reciente estadía de los dos fugitivos.

En Suresnes, la casa de los Queyrie es objeto de un espectacular asalto. Dos coches de la Gestapo frenan bruscamente delante del chalet. El Kommando entero salta la verja y empuñando las pistolas echa abajo la puerta. Sólo encuentran a la abuela Queyrie. El señor Queyrie está trabajando y su esposa se ha marchado a Corrèze con Patrick, a la casa de una hermana donde se aloja, desde hace meses, su hija Annie.

Corrèze es un pueblo situado en el centro del departamento de su mismo nombre. Las mesetas circundantes sirven como refugio a los maquis quienes, en junio de 1944, demorarán muy eficazmente el ascenso de la división «Das Reich» hacia el frente de Normandía. El Kommando sabe que allí no será fácil saltar la verja de un chalet de suburbio y poner las esposas a una anciana señora. Mejor que ir a Corrèze conviene traer a la señora Queyrie. Esa noche, ella recibe un llamado telefónico de París. Una voz desconocida le anuncia que su marido se ha quebrado una pierna y que reclama a su mujer. La señora Queyrie desconfía y no se mueve del lugar.

No hay más remedio que ir a Corrèze. Pannwitz lo considera necesario puesto que está convencido de que Patrick es hijo del Gran Jefe y entonces su captura permitirá un eficaz chantaje. Pannwitz evoca la expedición como si fuera Stalingrado: dos coches colmados de hombres armados hasta los dientes. Los S. S vuelan hacia el Sur, llegan a la aldea, se apoderan de Patrick y de la señora Queyrie («parecen locos», dirá ésta), ponen proa a París sin demorarse un solo minuto en ese lugar poco hospitalario y a la una de la madrugada llegan a la calle des Saussaies. Llena de angustia, la señora de Queyrie oye que la reja se cierra detrás de ella. Patrick duerme en sus brazos. Los llevan a un cuarto lleno de humo donde una mujer joven, sentada sobre una mesa, con un cigarrillo en la boca y las faldas arremangadas conversa familiarmente con los alemanes. Es Denise.

Los recién llegados son instalados en un cuarto provisto de un diván. Allí permanecerán tres días y tres noches, viendo pasar ante sus ojos atónitos a los esbirros de la Gestapo, oyendo sin cesar aullidos incomprensibles. El único faro en las tinieblas es el Oberscharführer Siegfried Schneider, intérprete del Kommando. Se muestra tan caritativo con la mujer y el chico como con Denise Corbin. «Creo que era un muchacho de buena familia que ingresó en la Gestapo para protegerse —dice la señora Queyrie—, era demasiado amable para ser un policía». Por él se entera de que su madre y su marido están en Fresnes, en buen estado de salud.

Tres días después el Kommando decide que el insólito camping no puede prolongarse más tiempo y delibera sobre la suerte de sus prisioneros. La discusión es borrascosa y a su término Pannwitz anuncia a la señora Queyrie que ella y Patrick serán internados en uno de los centros de la Gestapo en Saint-Germain y que, si intentan evadirse, su madre y su marido pagarán las consecuencias. Schneider agrega que querían enviar a Patrick a Alemania, a algún lugar de la Selva Negra pero que le permitirán quedarse con ella porque el chico le tiene mucho afecto.

Los internan en la Legión de Honor de Saint-Germain, requisada por la Wehrmacht y regenteada por «lauchas grises». Dos de ellas, Grete y Margarete se encariñan con Patrick y lo instalan junto con la señora Queyrie en el cuarto más hermoso de la enfermería. Cuando les traen la primera comida, la señora Queyrie, incrédula, abre tamaños ojos; junto al plato, en la bandeja, hay una rebanada de pan blanco. La toma con dos dedos y la alza como si fuera una hostia consagrada antes de hincarle el diente.

El hijo adoptivo de Papá Nano sigue teniendo buena suerte.

El Kommando sufre una nueva decepción cuando visita el departamento de la señora May. Está vacío. Pannwitz instala una ratonera dejando allí a algunos de sus auxiliares franceses, miembros de la célebre banda de Henri Chamberlain, llamado Lafont, quien reclutó por cuenta de la Gestapo a algunos presos comunes seleccionados en las distintas cárceles. En la sede de la banda, el siniestro inmueble de la calle Lauriston, número 99, los muros no son lo bastante espesos como para sofocar los gritos de los torturados. Accesoriamente, estos granujas se enriquecen a fuerza de asesinatos, robos, chantajes y mercado negro.

Pannwitz ha descubierto, revisando los papeles de la señora May, que está muy próxima la fecha del aniversario de la muerte de su marido. Se le ocurre entonces una astuta treta: el Kommando va en delegación al cementerio ese día y su jefe porta una corona con una cinta que dice «Los amigos de la Canción». Horas enteras los hombres del Kommando soportan el áspero viento que sopla entre las tumbas. Pero la señora May no acude para rezar sobre el sepulcro de su marido. Cae la noche, los guardias del cementerio anuncian que van a cerrar. El Kommando, apenado, deposita su corona sobre la tumba del señor May y, lúgubremente, retorna a la calle des Saussaies.

Hace un mes que se inició la caza de un hombre. El Gran Jefe huye sin cesar.