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El ataque alemán es para esta noche
Trepper llega a París en agosto de 1940, en compañía de Georgie. Luba y sus dos hijos están en Rusia, al abrigo, repatriados vía Marsella. De este modo el Gran Jete tiene la mente libre para el gran enfrentamiento que ha de producirse. Es evidente que el enemigo será Alemania y sus soldados que sumergen a Europa como una maligna marea. Y si Bruselas era adecuada para trabajar contra Inglaterra, París será, contra Alemania, una plataforma rodante mejor. Trepper construye allí su cuartel general y se dedica a armar una organización de acuerdo con sus nuevas funciones. Moscú acaba de nombrarlo «Director-Residente», es decir, responsable del espionaje soviético para toda Europa Occidental.
En todas partes es posible encontrarse con el Gran Jefe y Georgie de Winter convertidos en parisienses. Primero viven en la calle Fontaine, luego en la calle Prony; poseen un pabellón en el Vésinet. Trepper exige departamentos caros y con buena calefacción, ama las cosas bellas, los libros encuadernados, los cuadros; no transige con la calidad de su ropa interior y de sus trajes; adora los perfumes que ofrece a Georgie en profusión; colecciona discos de Edith Piaf, por quien siente pasión; sólo frecuenta los restaurantes que le ofrezcan comida de primer orden. El invierno 1940-1941 plantea a los parisienses problemas que la fastuosa pareja ignora; se visten en el mercado negro, la calefacción es del mercado negro, la comida también.
¿Capua y sus delicias? No, la red de la Bella Durmiente que espera el golpe de la varita mágica.
Entretanto Trepper tiene dos inmejorables lugartenientes, Leon Grossvogel en primer término, despojado de sus bienes por la ley antisemita de la ocupación, pondrá al servicio de Trepper su sentido de los negocios, su capacidad de organizador. En contadas semanas asegura la financiación de la red y alquila en distintos barrios de París unos diez departamentos que servirán como lugar de cita o como refugio; recluta agentes promovidos a la categoría de «buzones» para asegurarse las comunicaciones internas rápidas respetando al mismo tiempo un secreto draconiano. Toda la infraestructura material es su obra y la jefatura la utilizará. Además, la «fachada» social es impresionante; ¿quién puede sospechar de ese señor serio, muy «gran burgués», conocedor de la música clásica y que viste siempre con sobriedad? No tiene el menor dudoso gusto por el romanticismo de las capas color pared. Practica el espionaje con la misma tranquila meticulosidad que dedicaba a la venta de impermeables; la mercadería ha cambiado, eso es todo… Posee cualidades de buen jefe de estado mayor; se le indica el objetivo, él suministra los medios.
¿Y qué decir de Hillel Katz? Si Tepper le ordenara ir a la sede de la Gestapo para entregarse, Katz obedecería sin preguntas. ¿Exageración? Aguarden un poco… Es joven, bajo, muy delgado, los anteojos le comen la mitad de la cara. Todos opinan que se parece a un francés común. Pero es judío polaco como Trepper; se conocieron en Palestina y juntos hicieron aquella famosa huelga de hambre, después fueron a Francia, donde Katz trabajó como albañil. Se convertirá en el brazo derecho del Gran Jefe. Siempre alegre y optimista, el pequeño Katz. Una devoción sin fallas, una abnegación total. En resumen, tiene la pasta de los buenos mártires, de los sacrificados que se dejan prender y mueren con el corazón contento. Ya están enterados de que el pequeño Katz acabará bajo el hacha del verdugo nazi.
León Grossvogel e Hillel Katz, la «Vieja Guardia» judía del Gran Jefe.
La red belga está adormecida. Cumple con Moscú comunicaciones radiales de rutina en las que no participan las verdaderas «fuentes de información». A la cabeza de la red, dos rusos menores de treinta años.
Como todos, Trepper siente cariño por Mikhaël Makarov, alias Carlos Alamo, pretendido uruguayo, norteamericano por su madre supuesta. En primer lugar es un héroe. En España sirvió a la República como teniente de aviación, enviado por los rusos. Cierto día la infantería republicana pidió un bombardeo de urgencia y no había piloto disponible. Makarov, quien no tenía brevet por no pertenecer al personal navegante, trepó a un avión y remontó vuelo. Sólo conocía las rudimentarias nociones de pilotaje adquiridas en el contacto con los aviones. Fue al encuentro de los franquistas, bombardeó y ametralló y regresó sin inconvenientes. Lo llevaron en andas. Es el estilo Makarov.
La primera vez que se encontró con Trepper en un café de Bruselas, en la primavera de 1939, pidió coñac. El mozo sirvió la ración normal en los balones. Makarov le hizo seña de que siguiera sirviendo hasta el borde. No entendía por qué Trepper le pegaba patadas debajo de la mesa. Por fin, fastidiado, dijo: «¿Qué hay? ¡Puedo pagar!». También es el estilo Makarov.
Se compró un auto, cosa que el Gran Jefe consideraba nefasto para un espía, porque en caso de accidente se entra en contacto con el público. Makarov sólo sabe conducir con el acelerador a fondo. Un día en que Trepper lo acompaña, pierde el control del volante y el coche se estrella contra un árbol. Trepper sale de entre las ruinas y contempla el desastre en silencio. Loco de rabia, Makarov le grita: «¿Cómo haces para estar tan tranquilo? ¡No es normal!». «¿Qué puedo decirte, imbécil?», le responde Trepper. Ése es también el estilo Makarov.
Se le confía la gerencia de la sucursal de Ostende de «El Rey del Caucho». No entiende una jota de negocios, se queja porque está mortalmente aburrido; siempre el estilo Makarov.
En junio de 1940, en pleno desastre belga, Trepper le ordena que vaya a buscar el trasmisor escondido en Knokke-le-Zoute y lo lleve a Bruselas. Makarov no tiene tiempo para hacerlo; en Ostende está viviendo el perfecto amor con Madame Hoorick, ex esposa de un pintor belga, Bill Hoorick. Éste, que ha mantenido relaciones amistosas con su ex mujer, conoce al supuesto uruguayo Alamo y acaba por entrar en la red como comparsa. Creía trabajar para el Intelligence Service al principio.
Trepper ha informado a Moscú y a fines del verano un telegrama del jefe de los servicios soviéticos ordena a Makarov, convicto de notoria incapacidad, el regreso al redil. Makarov suplica a Trepper que lo salve de la desgracia. Habla de suicidio. Príncipe generoso, Trepper obtiene para él una nueva oportunidad. Quiere a Makarov porque éste es un héroe.
En cambio, cosa curiosa, nadie quiere al capitán Gurevitch, quien cumple admirablemente su tarea. Ha llegado a Bruselas el 17 de abril de 1936. Se estableció allí con el nombre de Vincent Sierra, nacido el 3 de noviembre de 1911 y proveniente de Montevideo, donde vivía en la calle Colón, número 9. Él y Makarov son los «sudamericanos» de Bruselas.
Lo mismo que Makarov, Gurevitch sirvió en las Brigadas Internacionales en España con el grado de capitán. También él tuvo allí su hora de gloria, pero no en el aire sino en el mar, yendo en submarino de Rusia a España. El submarino, por una avería, debió permanecer muchas horas sumergido. Aunque la tripulación se consideraba perdida, Gurevitch no perdió la calma. No lo habían destinado a la red del Gran Jefe sino a Copenhague, donde montaría una organización. Su estancia en Bruselas debía ser breve, pero la declaración de guerra lo obligó a permanecer y le ordenaron que se pusiera a las órdenes del Gran Jefe.
Éste estaba satisfecho con Gurevitch. Al revés de Makarov-Alamo, Gurevitch-Sierra logró integrarse maravillosamente en la sociedad bruselense. Lleva un fastuoso tren de vida, recibe con lujo, multiplica sus relaciones. Es trabajador y astuto. Sin duda una excelente adquisición.
Pero nadie lo quiere, salvo su compañera, Margarete Barcza, quien comparte el piso de veintisiete habitaciones en la avenida Slegers. Es una viuda checoslovaca, judía, de 28 años, enamorada localmente de él, que ignora su verdadero nombre y ocupación y lo cela «como un tigre». Los demás lo juzgan orgulloso, arrogante, blufista. A coro los ex miembros de la Orquesta Roja dicen hoy: «¿Kent? ¡Un cochino!».
Sí, Gurevitch-Sierra se llamará también para todos «El Pequeño Jefe» cuando tome la dirección de la red belga, y para Moscú es «Kent». Él mismo eligió el sobrenombre, sacado de una novela aparecida en Rusia en 1929: Diario de un espía. Su autor. N. G. Smirnov, contaba las aventuras de un agente británico, Edward Kent, famoso por su audacia increíble, su astucia, su sangre fría. Gurevitch leyó la novela cuando tenía dieciocho años y quedó deslumbrado. Imagínense ustedes que dirigen un servicio de información y un día reciben la visita de un muchacho rubio quien declara con toda frescura que ha elegido como seudónimo James Bond. ¿No le aconsejarían que se dedicara a la literatura de ficción? Pero el hombre que reclutó a Kent no tuvo esa reticencia. Tal vez el alma eslava…
Alamo y Kent, «La Joven Guardia rusa» del Gran Jefe. No confía en ella como en sus viejos compañeros judíos, formados en su mayor parte en la escuela de la miseria, hábiles como camaleones para fundirse en un medio ambiente y hechos a la lucha clandestina. Un Trepper y un Katz pueden chapalear en el lujo sin correr el riesgo de ahogarse. Alamo y Kent son otra cosa. Sólo en la prueba se sabrá de que metal están hechos.
La prueba se aproxima. Lo saben en Washington, Londres, en las capitales neutrales donde los diarios anuncian a cinco columnas que la Wehrmacht concentra sus tropas a lo largo del Bug polaco, dispuesta a atacar el Este; lo saben en Ginebra desde donde el «Director-Residente», Alexander Rado, envía a sus jefes numerosas señales de alarma; lo saben en Tokio, donde Sorge anuncia con varias semanas de anticipación la fecha fijada para el ataque alemán; el 22 de junio de 1941.
Lo saben en París. Desde el mes de mayo el Gran Jefe previene al Kremlin acerca de las concentraciones ofensivas de Hitler. Tiene sus informantes: el ingeniero alemán Ludwig Kaïnz ha estado en Polonia en abril de 1941 para trabajar en las fortificaciones alemanas del Bug y comprobado que el ataque se prepara. El plan sufre un mes de retraso porque Hitler debe acudir en ayuda de las tropas italianas empantanadas en Albania y Grecia. Kaïnz no es la única «fuente» del Gran Jefe. Se ha hecho amigo de un coronel austríaco encargado de aprovisionar a la Wehrmacht en Francia: el país se está vaciando de tropas de ocupación. Los ferrocarrileros franceses, por otra parte, le informan que esas tropas se dirigen hacia Polonia. Por fin, tras abundantes tragos en los cabarets parisienses, un grupo de oficiales superiores de los S. S. lo invitan a brindar por la próxima derrota de Rusia.
Trepper advierte a Moscú dos veces. Sus informes son trasmitidos por el agregado militar en Vichy, general Sousloparov. Desafiando la consigna de no tener ningún contacto con él, Trepper, que necesita estaciones trasmisoras, acosa al agregado militar. Sousloparov lo tranquiliza: no hay fuego.
El 21 de junio por la tarde, Trepper llega a Vichy y se precipita a la Embajada. ¡Hay que trasmitir un mensaje urgente y capital! Sousloparov pide las razones de tal urgencia. Trepper le revela que Alemania atacará a Rusia esa misma noche. El general suelta la carcajada: «¡Es disparatado! ¡Me niego a trasmitir ese telegrama que te pondrá en ridículo!». Pero Trepper insiste y el telegrama es enviado.
El Gran Jefe, agotado, va a dormir al hotel. A la mañana siguiente lo despiertan los gritos del hotelero: «¡Sucedió, señor, están en guerra con Rusia!».
Dos días después, el adjunto de Sousloparov llega a Vichy. Trepper le pide informes. Su telegrama fue comunicado a Stalin (el Patrón). El Patrón quedó sorprendido y dijo: «Por lo común, Trepper nos envía material de valor que hace honor a su olfato político. ¿Cómo no se dio cuenta esta vez de que se trataba de una grosera provocación inglesa?».
Moscú negó hasta el primer cañonazo la inminencia de una guerra anunciada por Ginebra, Tokio y París, sin hablar de Londres y de Washington. ¿Neurosis antibritánica de Stalin? Seguramente y además reforzada por lo que supo de las bravuconadas aliadas a propósito de Bakú y Finlandia. Pero, sin duda también, error de cálculo político. Stalin había anunciado desde tiempo atrás que dejaría a las naciones capitalistas y fascistas pelear entre sí; el Ejército Rojo sólo se movería para cosechar a Europa tras el recíproco agotamiento. En la primavera de 1941 Stalin consideraba que el trigo no estaba maduro, que Alemania e Inglaterra no habían sido bastante desangradas y que Hitler no correría el riesgo de atacar el Este sin haber vencido al Oeste.
Se equivocó. Sabido es el precio que su país debió pagar: un «Pearl Harbor» aéreo, según las duras palabras de Paul Carrel, con millares de aviones destruidos en tierra y las divisiones rusas atropelladas, rodeadas, liquidadas, abriendo la ruta de Moscú…
En Tokio y en otros lugares se pagó otro precio. Nada más debilitante para un espía que descubrir que ha arriesgado su vida por nada y que sus gritos de alarma fueron oídos pero no escuchados. Sin embargo, Trepper está eufórico y olvida hasta el rencor de no haber sido aprobado. Sin duda no carece de olfato político, como dice el experto José Stalin. Admitió que el pacto germano-soviético fuera tal vez necesario para dar un respiro al Ejército Rojo. Pero ¡cuántos tormentos y cuántas luchas para acallar su sentimiento profundo y escuchar solamente la voz de la razón! Es necesario comprender que ni Trepper ni su Vieja Guardia son profesionales de la información; no se parecen en absoluto a los superman de la literatura de espionaje ni a los profesionales de hoy, comunistas o no, en quienes la pasión por su especialidad reemplaza a la fe perdida. Se consideran revolucionarios. Para Trepper la línea recta va de las revueltas de Dombrova a las actividades del espionaje pasando por el trabajo político en Palestina. Es librar el mismo combate en dos frentes distintos. En 1966 uno puede discutir la verdad de tal sentimiento, pero en 1940 era imposible negar su existencia en Trepper y su gente. En esos días el Gran Jefe afirma de buena gana que el gran hombre de su generación, el que mejor la encarna, se llama André Malraux.
La fecha del 22 de junio señala para la red el comienzo de un combate inexplicable en el cual todos los miembros arriesgan la vida y, con la tortura, el disgusto de sí mismos. Poco cuentan estos peligros comparados con el inmenso alivio de salir de la ambigüedad. Porque a pesar de la «línea» oficial, a pesar del pacto germano-soviético, los de Bruselas y París sabían desde años atrás que el enemigo por excelencia era Alemania. Y hacía dieciocho meses, desde la ocupación de Bélgica y de Francia, que lo leían en los carteles amarillos anunciando las condenas a muerte; lo percibían en el olor a sangre que venía de la tierra polaca, donde la mayoría de ellos había dejado a sus familias, sintiendo así en sus corazones lo que su mente había admitido ya.
Para estos hombres el 22 de junio es una fiesta.
Y además, Trepper es judío.
Al empezar su investigación, el autor no juzgó indispensable indicar cuáles de sus héroes eran judíos, lo mismo que no se le habría ocurrido indicar su propio origen auvernés. Por razones técnicas consideraba poco hábil sumar los riesgos del agente clandestino a los del israelita prometido a la persecución. Al cabo de un tiempo descubrió que ese punto de vista era estrecho. Cuando interrogó al Gran Jefe acerca de la gran proporción de judíos existente en la red, Trepper le respondió: «Porque tenían una cuenta especial que saldar con los nazis».
También Himmler lo comprenderá así. A los policías encargados de «limpiar esa podredumbre judía» (la Orquesta Roja) dará la orden de emplear cualquier medio para obtener confesiones. Es el único caso que conocemos en el que el Reichsführer osa poner su firma al pie de un documento autorizando la tortura hasta la muerte. ¿Simple detalle anecdótico? Los planes de la Gestapo contra la Orquesta Roja se fundan en el hecho de que el adversario es judío y por lo tanto despreciable por ser astuto. Cuando el autor preguntó a la Gestapo por qué corrieron el riesgo de soltar a ciertos agentes después de su arresto, con la esperanza, a priori ligera, de que respetarían el compromiso de traicionar a sus camaradas, le respondieron con aire de asombro: «Pero, señor, era un judío…».
El 22 de junio es asimismo la fecha en la que se inicia en el recinto de la Europa ocupada un duelo a muerte altamente simbólico entre los S. S. de la Gestapo, funestos Goliath de la «raza de los señores» y la pequeña cohorte de los judíos de la Orquesta Roja, pobres David de un pueblo martirizado.