22
¿Dónde está Gilbert?
El 18 de noviembre, aproximadamente a las nueve y media de la mañana, Keller recibe un llamado telefónico de Nikholaï: su ausweis para la zona prohibida está listo y puede ir a buscarlo. Keller va en seguida a la sede de la Todt, donde Nikholaï lo recibe con los brazos abiertos y le agradece calurosamente la ayuda que le ha prestado en su aprieto financiero. Cuando Keller le pregunta por los clientes que deberá visitar en la zona prohibida, el otro se evade con un: «No se apresure… Debo prevenirlos», y anuncia a Keller que a fin de semana irá a la Simex con un nuevo cliente.
Se presenta, en efecto, acompañado por un cierto Jung, que anda en busca de soldadores. Keller promete hacer lo imposible para procurárselos, aunque la actitud del visitante le parece extraña. Va de un lado a otro, inspecciona minuciosamente el cuarto, examina los papeles desparramados sobre su escritorio.
Al mismo tiempo, en el cuarto contiguo, Alfred Corbin recibe a su hermano Robert, quien no está enterado de las actividades clandestinas de su hermano mayor. Robert lo halla «abatido, agobiado», y se asombra porque nunca lo ha visto así. No lo interroga al respecto, pues conoce su pudor y su reserva en todo lo concerniente a su vida íntima.
Alfred Corbin tiene miedo. La víspera, 17 de noviembre, ha visto al Gran Jefe, quien lo informa del probable arresto de Kent y lo presiona para que escape. Corbin no lo cree necesario; ¡no tienen pruebas en su contra! Sólo Kent puede comprometerlo y, ¿acaso el Gran Jefe no está seguro de Kent? Corbin ha acompañado a Kent en el viaje a la feria de Leipzig que sirvió como «máscara» para los primeros contactos con la red berlinesa. El silencio de Trepper lo sorprende y repite: «¿Está seguro de él?». El Gran Jefe se encoge de hombros; la Gestapo es la Gestapo, Corbin debe huir. Corbin se niega, es un hombre honesto y cree en la honestidad de los otros. Kent no lo denunciará porque sería deshonesto y la Gestapo no lo arrestará sin pruebas porque sería injusto.
A pesar de todo, tiene miedo. Con voz cansada pregunta a su hermano si quiere acompañarlo a almorzar con un oficial alemán. Esta obligación parece pesarle, hasta el punto que acaba por librarse de ella y envía a Keller a almorzar con los dos visitantes al restorán.
Keller invita a Nikholaï y a Jung a un excelente restorán del mercado negro, en un sótano cerca de la estación Saint-Lazare. Desde los fiambres los alemanes atacan a Suiza, «sucio país de relojeros, lleno de cobardes, etcétera». Keller, ciudadano suizo, pierde el apetito. No entiende el inaudito ataque contra su patria. En realidad, el examen de sus documentos ha despertado las sospechas de Nikholaï porque un padre suizo, una madre inglesa y un nacimiento en Rusia es algo inusitado. El Kommando se pregunta si no son papeles falsificados. Por eso atacan a Suiza en presencia de Keller, esperando que, si es suizo de veras, acabará por encabritarse. Keller, con la nariz metida en el plato, mastica tristemente la comida y traga los insultos pensando que uno no tiene derecho a enojarse con los clientes. Pero a los postres los ataques de los alemanes son tan groseros que se venga dejando el pago de la cuenta a Nikholaï. El trío se separa sin excesivas efusiones y Nikholaï propone a Keller que vaya a verlo al día siguiente en la Todt con Alfred Corbin, a las cuatro de la tarde. El alemán pide que sean puntuales.
En las últimas horas de la tarde la señora Mignon recibe en la Simex a un visitante rubio, de unos treinta años, de mirada huidiza y muy agitado. Quiere ver al señor Gilbert y en su defecto al director de la firma. La señora Mignon le dice que ambos están ausentes. El hombre no se retira y se dedica a extrañas maniobras, espiando por la ventana como si vigilara el bulevar. Cuando se marcha, la señora Mignon, inquieta, comunica lo sucedido a la señorita Cointe. Ésta la pone en su lugar y le recomienda que no se meta en los asuntos ajenos.
A las seis, la señora Mignon se marcha a su casa, inquieta, lamentando no haber prevenido al señor Corbin, que ha estado fuera toda la tarde, acerca de la extraña visita.
Esa noche Suzanne Cointe come con su familia. Su nerviosidad ha sorprendido a su madre y a su hermana desde hace días.
«La rusa nos vendió», explica. Las dos mujeres suponen que la señora Likhonine ha denunciado a los alemanes los procedimientos indelicados de la Simex, puesto que Suzanne muchas veces ha dicho: «Les vendemos porquerías».
Después de la comida Suzanne sube a ver a Jean-Paul Le Chanois. Está muy seria e inquieta, le dice que ha ido a despedirse porque «pasan cosas muy graves en la Simex y hay peligro de que todo acabe mal».
El 19 de noviembre, al amanecer, el Ejército Rojo emerge de la nada algodonosa y perfora el frente alemán al norte del bolsón de Stalingrado, quebrando las defensas avanza hasta cincuenta kilómetros a través de la retaguardia de Paulus, cercándolo en el fondo de una trampa en la que se ha metido y de la cual su Führer se rehusará a sacarlo. La suerte de la guerra está echada.
Porque aunque los acordes de la Orquesta Roja sean cada vez más débiles y sus músicos cada vez menos numerosos (en las madrugadas los guillotinan, los fusilan, los cuelgan), el trueno sordo del Ejército Rojo se expande hacia Berlín y es un rumor que consuela a los que van a morir después de haber hecho tanto por provocarlo.
El 19 de noviembre a las diez de la mañana, llaman a la puerta de la Simex. La señora Mignon acude. En el rellano está el visitante rubio de la víspera acompañado por diez hombres vestidos de civil.
—¿Está el señor Corbin?
—Vaya, hoy conoce su nombre. Y viene acompañado…
—¡Responda! ¡Policía!
—Bueno, me di cuenta por el olor…
—¡Vaya a su escritorio, háganos el favor!
Los auxiliares franceses de la Gestapo recorren las doce piezas del departamento y sólo encuentran a Suzanne Cointe. Alfred Corbin y Keller no irán a la Simex esa mañana. Lívida, la señorita Cointe asiste sin decir palabra al registro de sus papeles personales. En cambio la señora Mignon, que ignora la verdad y por eso no tiembla, no deja de echar en cara a los policías su condición de franceses y el sucio trabajo al que se dedican.
El piquete se lleva a las dos mujeres. En la escalera la señorita Cointe se vuelve para decir por lo bajo a la señora Mignon: «Tenía razón con el rubio de ayer».
Las separan. La señora Mignon es conducida a la Prefectura, dónde pasará cuatro días, dando una vida infernal a sus guardianes y echando abajo las paredes con sus continuas reclamaciones, reivindicaciones y maldiciones, de manera que cuando la dejan en libertad provoca un alivio general. Suzanne Cointe es llevada a la calle des Saussaies.
Alfred Corbin y Vladimir Keller se encaminan a las oficinas de la Todt en los altos del cine Marbeuf. Son las cuatro menos cuarto de la tarde. Tres veces Keller ha manifestado su inquietud a Corbin con respecto a Nikholaï, «un oficial de la Gestapo que hace negocios, me parece muy raro…». Corbin, absorto en sus pensamientos, lo tranquiliza.
En los quioscos se exhibe Paris-Soir. Los grupos de choque alemanes avanzan sobre Stalingrado en ruinas. Bizerta ha sido ocupada por la Wehrmacht, Franco moviliza. El mariscal Pétain hablará esa noche sobre el desembarco aliado en África del Norte. Pero los franceses se interesan más por las noticias acerca del racionamiento publicadas con titulares tan grandes como las de la guerra.
A las cuatro menos cinco, Keller se detiene y pregunta a su compañero: «¿Vamos de veras, señor Corbin?». «Claro que sí», dice el otro.
El hall está, como siempre, lleno de soldados alemanes. Keller se abre paso hacia el ascensor seguido por Corbin. En el momento en que va a abrir la puerta oye que lo interpelan: «¿Herr Keller?». Se vuelve. Apenas lo hace lo esposan. Un cuarto de siglo después semejante destreza maravilla aún a Vladimir Keller. Le quitan el portafolio que lleva bajo el brazo y que contiene el monto de sus comisiones. «¡Ciento treinta y ocho mil francos, una respetable suma en esa época!».
Frente a él está Jung, el supuesto aficionado a los soldadores, empuñando una pistola. Es Kriminal-Obersekretar del «Kommando Orquesta Roja». A su izquierda, cuatro soldados uniformados apuntan con sus ametralladoras y bloquean la salida sobre la calle Marbeuf. Jung empuja a Keller y a Corbin hacia esa puerta y los introduce en un coche estacionado junto a la acera. Sólo han transcurrido diez segundos.
Pálido como un muerto, Alfred Corbin, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados, murmura: «Pobrecita mi Denise, ya no tendrá más a su papá». El alemán sentado junto al chofer se vuelve y dice: «¡Vamos, un poco de dignidad, tome ejemplo de su compañero; por lo menos él guarda compostura!».
Keller está atónito. ¿Qué quiere decir Corbin? ¡Está loco! El suizo suponía que los detenían por los negociados Simex-Todt, y la actitud de Corbin le daba a entender que la cosa era más grave. Pero de ahí a ser tan macabro… ¡Corbin exagera!
El coche cruza el pórtico de la calle des Saussaies y frena en el patio. Keller es llevado al despacho de Jung. Apenas ha tomado asiento le dan una bofetada.
—¡De pie! ¡Se acabó la buena vida!
El alemán le ordena que vacíe sus bolsillos y que le entregue el ausweis para la zona prohibida. Lo examina atentamente y comprueba que no ha sido utilizado. Era una trampa porque esperaban que el sospechoso suizo lo emplearía para alguna misión secreta en la zona prohibida. Pero Jung debía saber que Keller sólo lo ha recibido la víspera…
—¿Dónde está Gilbert?
Keller lo ignora. Le propinan bofetadas, patadas.
—¿Dónde está Gilbert?
Keller insiste en que no tiene la menor idea de su paradero. Jung abre un cajón y saca una cuerda que ata alrededor de las piernas de su prisionero. Se trata del suplicio llamado del «torniquete». Se da vueltas a la cuerda con un bastón hasta incrustarla en la carne. Antes de iniciar el tormento el alemán enciende la radio que está sobre un mueble. Keller comprende que lo hace para sofocar sus gritos. Balbucea:
—No vale la pena.
Y explica al sorprendido Jung que por una extraordinaria particularidad fisiológica es insensible al dolor después de un cierto punto. Una bofetada puede hacerle daño, pero aunque lo azoten hasta matarlo no sentirá nada. Jung no sabe qué hacer. Al final decide cumplir con la rutina, diciendo a Keller que: «aunque nos reprochan nuestra falta de humanidad, aquí no utilizamos la totalidad del material de tortura que nos dejaron los franceses».
Hace girar el bastón, la cuerda deja surcos en las piernas de Keller, quien mira el cielorraso con expresión ausente. Jung, escarlata, con las venas hinchadas, sin aliento, acaba por renunciar. Ordena a Keller que se ponga de pie y le propina una lluvia de bofetadas y puñetazos, diciendo: «¡Esto es por su broma de ayer, cuando nos hizo pagar la cuenta!».
A las ocho de la noche, Keller y Corbin son embarcados en un coche de la Gestapo. Ambos ocupan el asiento posterior; en el delantero viajan un chofer y un oficial. Es noche cerrada y el chofer no encuentra el camino de la Puerta de Orléans. Dan con un paseante, un señor anciano, muy digno, y le preguntan por la ruta de Fresnes. El señor mira hacia el interior del coche y ve a los prisioneros esposados. Niega saber el camino. Se entabla una discusión acalorada entre él y los alemanes. Keller le propone a Corbin que intenten escapar porque no se ve más allá de los tres metros. Ha pensado en un amigo herrero de Aubervilliers que trabajaba con la Simex y que limará las esposas. Pero Corbin no se atreve. «Lo hacía por él —dice Keller—. Pensaba que se había metido en una fea situación, el pobre señor Corbin no estaba hecho para esas cosas…».
La querella termina y el señor anciano desaparece gruñendo injurias. El chofer encuentra el camino. En Fresnes encierran a Corbin y a Keller en celdas separadas, con las manos esposadas atrás porque Giering teme un suicidio.
En tanto que Giering liquida la Simex parisiense, Fortner, el hombre de la Abwehr, opera en Bruselas en el local de la Simex, donde sólo encuentra a un inofensivo empleado. No ha quedado ningún documento comprometedor. Pero como Fortner está en posesión del nombre y dirección de los accionistas y empleados de la Simexco, podrá echarles el guante cuando se le antoje.
Denise Corbin esperó en vano a su padre aquella noche. Su madre estaba de viaje. Denise, estudiante de bachillerato, ignoraba las actividades de Alfred Corbin. Su tardanza la inquieta y decide hablar por teléfono a su tío Robert. Éste la tranquiliza, seguramente un compromiso de última hora… Denise aguarda hasta la medianoche y acaba por dormirse sobre sus libros.
A las seis la despierta un llamado de su tío Robert. «¿Ha regresado Alfred?». Denise va a ver y encuentra el cuarto vacío. Deciden ir a la comisaría del barrio, primero, para obtener la autorización de entrar en las oficinas de la Simex. El comisario no les extiende el permiso pero les dice que pueden hacer lo que se les antoje. Robert Corbin busca a un cerrajero. En el interior de las oficinas todo está en orden.
Robert y Denise vuelven a casa. No están demasiado inquietos porque algo saben acerca de la irregularidad de las operaciones comerciales de la Simex. Seguramente alguna de ellas salió mal y por eso Alfred estaba nervioso. Robert piensa que puede ser un feo asunto de mercado negro cuando su sobrina le cuenta lo del préstamo a un oficial alemán de la Todt. Esa tarde regresa de su viaje la señora Corbin. Lo mismo que su cuñado y su hija, no sospecha un asunto de espionaje aunque es presa de un pánico loco ante la desaparición de su marido. Sin deshacer la valija quema todos los papeles que hay en la casa, hasta sus cartas de novia.
Poco después se presentan unos auxiliares franceses de la Gestapo. Les dicen que Alfred está retenido por un asunto de mercado negro, que no deben inquietarse y les recomiendan que no salgan de casa por unos días. El equipo se retira dejando dos policías de facción ante la puerta de los Corbin. El Kommando espera que el Gran Jefe irá a la casa de los Corbin, a quienes solía visitar (Denise creía que era un empleado de su padre) en busca de noticias.
La pregunta: ¿Dónde está Gilbert?, es repetida mil veces a Keller y Corbin. Ellos afirman ignorarlo. Giering no lo cree. Pide a Berlín un especialista en torturas. Entretanto se limitan a algunas brusquedades que Alfred Corbin califica de «nada serio» en su libreta de apuntes. Keller, gracias a su particularidad fisiológica, descorazona a todos.
Tres días después, tras la vana espera, los auxiliares franceses apostados en la casa de los Corbin son reemplazados por agentes alemanes, entre ellos Eric Jung. Todavía Robert Corbin y su mujer pueden visitar a Denise y su madre, pero los alemanes ejercen una continua presión psicológica sobre la señora Corbin. Mencionan el espionaje. Aunque Corbin bien puede ser inocente corre el riesgo de pagar por el verdadero culpable: Gilbert. Compadecen a la esposa, pero en tiempos de guerra… si no capturan a Gilbert, Alfred Corbin puede perder la vida…
Con los nervios rotos por aquellas palabras gentiles y sugestivas, la señora Corbin vaga por una casa vacía donde todo le recuerda a su marido ausente, su marido amenazado, su marido inocente. Grita que diría todo si lo supiera…, pero no sabe nada, ¡nada! Por fin, el 24 de noviembre, se acuerda de un detalle insignificante. Un día, Gilbert, estando de visita, se quejó de un dolor de muelas y Alfred le dio la dirección del dentista de la familia: el doctor Maleplate, calle de Rívoli, número 13, cerca del Hotel de Ville. ¿Por qué ocultar el dato? Para ella Gilbert es un simple conocido que ha comprometido a Alfred. ¡Si no fuera así, ella sabría algo! Y en realidad, el informe tiene muy poca importancia. El episodio ocurrió seis meses atrás, con toda seguridad el Gran Jefe ha terminado su tratamiento. La dirección del dentista es un peón sin interés que cualquier jugador de ajedrez puede sacrificar para salvar las piezas capitales. Hay una chance entre mil de que sirva a la Gestapo para dar jaque mate.
Cualquiera que fuera la ciudad donde sus andanzas lo llevaban, el Gran Jefe pasaba el 24 de noviembre en Neumarkt todos los años, por lo menos en pensamiento y en corazón, porque su padre había muerto un 24 de noviembre y el tiempo no había desgastado el fúnebre poder de ese aniversario.
La redada realizada por la Gestapo en la Simex por fuerza debía añadir algo a su tristeza habitual. Por lo menos tenía conciencia de haber hecho todo lo posible para neutralizarla. Había prevenido a Alfred Corbin y a Suzanne Cointe. Si no intentaron evitar la captura ello se debió en Corbin a la consecuencia de ciertas ilusiones y sobre todo se debió en ambos a la certeza de que su salvación individual provocaría el desastre para sus familias, entregadas a las represalias del enemigo. Es obvio que el Gran Jefe ignora el incidente de la Puerta de Orléans de la noche del 19 de noviembre y las posibilidades de una evasión inmediatamente vistas por Keller. De haberlo conocido mejor, Keller habría comprendido la pasividad de Alfred Corbin: ¿para qué escapar de la cárcel de Fresnes si hubieran encerrado allí a su mujer y a su hija? El herrero de Aubervilliers habría limado las esposas pero no podía cortar los lazos familiares que ataban a Corbin.
En cuanto a la señora Mignon y a Keller, el problema es diferente. Ignoran todo. Hubiera sido un error advertirlos del peligro porque su crasa inocencia habría sido debilitada, esa crasa inocencia que por fuerza habrá de imponerse a la Gestapo.
Melancolía, tristeza que el vuelco de las armas soviéticas a orillas del Don tal vez habría bastado para atenuar, pero hasta ese prodigioso éxito de la guerra resulta insuficiente para calmar su angustia.
El Centro está loco del todo. Cuatro meses después del arresto de Wenzel, Yefremov y Winterink, sigue creyendo en sus mensajes. Las advertencias de Trepper son letra muerta. Apenas si el Director disimula la desconfianza a su respecto. El jefe del espionaje en el Oeste es menos escuchado en el Centro que los S. S. de Giering.
Caer en la trampa de un Funkspiel es cosa grave. Pero desde hace meses Trepper se afirma en la convicción de que ese Funkspiel no es un fin sino un medio para el Kommando, la plataforma que permitirá el lanzamiento de otra maniobra más ambiciosa.
Anna de Maximovitch acaba de ser descubierta. Es grave, trágico, lógico. Desenmascarada ha sido contactada por el Kommando. Es como para enloquecer porque no hay justificación racional, por lo menos a primera vista. Los Maximovitch cayeron debido a un triple descubrimiento. Primero, el de sus prontuarios en los archivos de la policía francesa, donde el Abwehr acudió en busca de informes cuando Margarete Hoffman-Scholz pidió, conforme al reglamento de la Wehrmacht, la autorización para contraer las debidas nupcias con Vassili, sujeto extranjero. La Sûreté francesa había registrado las simpatías izquierdizantes de Anna y el hecho de haber cuidado a republicanos españoles. Kludow y su equipo abrieron la segunda brecha al decriptar los telegramas donde estaba contenido el resumen esencial de varios informes del embajador Abetz, hecho que conducía a Margarete y por lo tanto a Vassili. Por fin, otro telegrama interceptado explicaba los efectos de un bombardeo aliado sobre la ciudad de Hamm; decía: «Nuestra persona de confianza vio los destrozos, no existen». La investigación del Abwehr probó que, después de pedir su autorización para el casamiento, Margarete hizo un viaje a Alemania y pasó por Hamm. Interrogada, la buena muchacha, desesperada, confesó haber informado a su barón.
El Kommando, en lugar de caer como el rayo sobre los dos rusos, de acuerdo con su método habitual dejó en paz a Vassili y mandó un emisario a Anna. Le proponía un curioso trato: no se le haría ningún cargo por sus actividades clandestinas si procuraba a Giering una entrevista con el Gran Jefe.
Anna advirtió a Trepper y éste le dio la orden de desaparecer. Ella fue a Billeron y de allí pasó a la zona libre, donde fue detenida al mismo tiempo que Kent, pero el Gran Jefe no lo sabe aún. Vassili lo adivina, y más enfermo que nunca, dice a Trepper: «Si vienen a buscarme me suicido en el momento mismo del arresto; prefiero irme en seguida al otro mundo». «No —le responde el Gran Jefe. Deje este mundo si quiere, pero llévese con usted al mayor número posible de esos canallas».
Parecería que el Kommando tiene menos interés en arrestar al Gran Jefe que en establecer contacto con él. ¿Con cuál fin, para utilizarlo cómo?
El 22 de noviembre, Trepper se encuentra con Michel, el emisario del partido comunista francés. Le comunica la insólita propuesta de Giering y le pide que informe a Moscú que está dispuesto a ir a Berlín si en los altos círculos se considera útil que se ponga el asunto en claro.
Al día siguiente, 23 de noviembre, decide largarse mientras espera la respuesta del Centro. La red ha sido desmantelada, el trabajo suspendido, cortados los lazos, prohibidos los contactos, cada cual debe meterse en su agujero. Esa noche reúne por última vez a su Vieja Guardia: Katz y Grossvogel y junto con ellos redacta un telegrama dirigido al Director en el que se trasluce su desesperación por no ser creído: «La situación se agrava hora tras hora. Kent probablemente ha sido detenido. La Simex está liquidada. Pero más grave que todo eso: sus afirmaciones con respecto a Yefremov, Wenzel y Winterink. Está claro que la Gestapo es más poderosa allí que aquí». El trío escribe asimismo una larga carta a Jacques Duclos suplicándole que convenza a Moscú acerca de la veracidad de las informaciones sobre los desastres sufridos por la red y la «conversión» de los pianistas. ¿Qué más se puede hacer?
Se decide que Katz partirá al día siguiente para Marsella, donde dispone de un seguro escondite. Por su parte, Grossvogel cuenta con otro en Vichy y debe ir allí cuanto antes. A ambos, Trepper dirige esta suprema recomendación: «Esfuércense a cualquier precio por descubrir el juego del Kommando y dónde se proponen llegar».
Ha tomado sus disposiciones personales. Georgie permanecerá oculta en el pabellón del Vésinet. Dos meses antes la ha convencido de que ponga a Patrick al abrigo. Primero el chico estuvo en una pensión donde lo cuidaban tan mal que fue necesario sacarlo y, a través de una amiga de Georgie, una cierta Denise, obtuvieron la dirección de los Queyrie, buena gente que habitan en el arrabal de Suresnes. Patrick, mimado como un hijo, parece estar fuera del alcance del Kommando en la casa del matrimonio.
En cuanto a él, Trepper, morirá dentro de pocos días. Un médico de Royat, conocido suyo, le extenderá el certificado de defunción y se grabará una lápida ante la cual irán a detenerse, sorprendidos, los hombres de Giering.
Pero antes de partir hacia los montes de Auvernia, el Gran Jefe, convertido en Pulgarcito que deja a su paso piedrecitas blancas para que los otros le encuentren el rastro, antes de hundirse en la sublime clandestinidad del más allá, quiere ponerse en paz con su dentadura. Ese día, 24 de noviembre, va a su última cita con el dentista porque, demasiado ocupado, la ha ido postergando de semana en semana.
«En la mañana del 24 de noviembre —cuenta el doctor Maleplate, que hoy tiene los cabellos entrecanos y conserva la vivacidad de la tez y de la mirada—, yo estaba trabajando como de costumbre en el hospital Laénnec, donde era asistente. Alrededor del mediodía vinieron a avisarme que me llamaban por teléfono. Era mi mecánico. “Tiene que volver a casa en seguida”, me dijo. Le pregunté el motivo y me respondió que no podía decirme más pero que debía ir. Al instante pedí permiso a mi jefe para abandonar el servicio.
”En el metro la inquietud me devoraba pensando en mi padre. Era dentista y trabajábamos juntos en el consultorio. Como era un hombre de edad temía un ataque, una crisis cardíaca, algo grave que mi mecánico no se había atrevido a decirme.
”A1 salir de la estación de Saint-Paul, a eso de las doce y media, me encontré con mi mecánico que me esperaba en lo alto de la escalera con un ramo de flores en la mano. Tenía prisa por ir a su casa porque era el cumpleaños de su hija. Me advirtió que la Gestapo estaba en mi consultorio y que me esperaba. Suspiré aliviado: si sólo se trataba de eso…
”Eran dos los hombres de la Gestapo y vestían de paisano. Uno muy alto, el otro bajito (Giering y Fortner). Me pidieron que les mostrara mi agenda con todas las consultas de la semana. Lo hice. Escucharon sin hacer un gesto y cuando terminé me pidieron que repitiera la lista. Me hicieron leer mi agenda tres veces. A la tercera me di cuenta de que estaba cometiendo un error y les dije: «Ah, para esta tarde a las dos tenía hora reservada con la señora Labayle, la mujer de un colega, pero me telefoneó que no podría venir y le di su hora a otro cliente, pero me olvidé tachar el nombre de la señora Labayle y escribí en su lugar el del señor Gilbert».
El doctor Maleplate cuenta que al oír el nombre de Gilbert, los dos hombres permanecieron impertérritos. «Me pidieron mi opinión acerca de él. Les dije que me parecía un hombre de negocios, de acento belga, bastante vulgar, y poco inclinado a hablar de sí mismo.
”Los hombres de la Gestapo agradecieron y se fueron para volver a los diez minutos. Entonces eran tres. Me anunciaron que arrestarían a Gilbert y que yo debía cooperar, me gustara o no…».
Después, Trepper contará el malestar que experimentó apenas hubo entrado en el consultorio del doctor Maleplate. Algo andaba mal. La sala de espera estaba vacía —los hombres de la Gestapo habían obligado al dentista a despachar a todos sus clientes, salvo una anciana señora, cliente del doctor Maleplate, padre. El doctor hizo pasar a Trepper a su escritorio, como de costumbre, pero, cosa inusual, la puerta del consultorio que daba al pasillo estaba cerrada.
«Lo hice sentar en el sillón —cuenta Maleplate. Pensaba: ¿para qué aplicarle el torno, pobre diablo? No era el momento de causarle un daño. Mientras charlábamos fingía elegir mis instrumentos. Él, con una sonrisa, me preguntaba si había escuchado las noticias por radio. A mí me corría un sudor frío… Como la cosa se prolongaba, le coloqué un algodón en la boca y comencé a ajustar la fresa, pero en ese momento decidieron intervenir e irrumpieron empuñando sus pistolas. Él alzó las manos diciendo: “No estoy armado”. Aunque muy pálido, mantenía la calma. Los alemanes parecían fuera de sí».
Fortner confirma: «El dentista temblaba. Giering y yo estábamos muy nerviosos. ¡Hay que reconocer que él era el más sereno! Cuando Giering le ponía las esposas nos dijo: “Los felicito, han hecho un buen trabajo”. “Es el resultado de dos años de búsquedas, respondí modestamente”».
Cuando se lo llevaban, el doctor Maleplate dijo al prisionero: «Quiero que sepa que no tengo nada que ver con esto», Trepper le respondió: «Por supuesto, no piense que le guardo ningún rencor». Luego ofreció pagar sus honorarios, pero el dentista no aceptó ningún pago. El Gran Jefe estrechó su mano y se fue, con las manos esposadas, entre el inmenso Giering y el pequeño Fortner, entre la Gestapo y el Abwehr.
Georgie debía encontrarse con Trepper en las últimas horas de la tarde para comer juntos en Saint-Germain-en-Laye. Lo esperó inútilmente. Trepper la había prevenido de que podía ser arrestado en cualquier momento y que en tal caso no diera un paso en busca de noticias.
Pero Georgie, devorada por la inquietud, fue en busca de noticias. Telefoneó a Katz y convinieron encontrarse en un café de Montparnasse. Katz le dijo: «Estoy casi seguro de que lo prendieron. También yo estoy acorralado, ¡y mi mujer que está en la clínica esperando un hijo!» Pobre Katz que nunca conocerá a ese niño y que, según Georgie, parece en ese momento un hijo arrancado del lado de su padre. Debía partir esa noche para Marsella pero no irá allí; como un pájaro fascinado por una serpiente, abolidos los reflejos, aguarda la mordedura fatal.
Georgie, por lo contrario, enloquece. Envía a su mucama a preguntar a los guardias de la prisión del Cherche-Midi, si Trepper está allí. Es una gestión insensata porque la mucama, Marcelle Loukia, negra martiniquesa, es racista; cree que los alemanes pertenecen a una raza inferior y no calla su pensamiento. Después del Cherche-Midi, Georgie la mandará, en vano, a golpear a la puerta de otras cárceles parisienses. Ella misma recorre París vestida con su abrigo preferido, una prenda lujosa, rara en esa época. Así vestida pasa frente al inmueble de la calle des Saussaies. Lo único que sabe de ella el Kommando, en ese momento, es que la compañera del Gran Jefe tiene un magnífico abrigo escocés. Bien pudo Georgie ir a la casa de Alfred Corbin y caer en la trampa, pero el azar, o la Providencia que se ha burlado cruelmente de las infinitas precauciones del Gran Jefe, se empeña en proteger sus amores. La Providencia conduce a Georgie a casa de Robert Corbin cuya esposa le confirma la ola de arrestos. Por fin Georgie va a casa de Katz. La portera la reconoce y se precipita hacia ella: «¡No suba! ¡La Gestapo está arriba!». Georgie va entonces a Suresnes y anuncia a los Queyrie, los cuidadores de Patrick, el arresto de su marido. Agrega: «Verán como sale de esto. Por algo sus amigos lo llaman “bola de fuego”».