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Mädchen y Mamy
Termina el año 1943.
La proximidad de las Navidades bastaba para agitar a las «lauchas grises» de Saint-Germain, pero el anuncio de la visita del mariscal Goering llevó al colmo la excitación. Presas de un frenesí doméstico limpiaron el inmenso edificio de arriba a abajo. «Como limpio estaba limpio —dice la señora Queyrie— no había nada que criticar». Goering cumple su visita de inspección, sonríe a Patrick y se va en busca de otros placeres. Su sorpresa habría sido muy grande si alguien lo enterara de que el rubiecito de vivaz mirada era el hijo adoptivo del Gran Jefe.
Según la costumbre alemana las fiestas y los banquetes comenzaron cuatro domingos antes de la Navidad. Bien alimentada, descansada, la señora Queyrie no se aflige mucho por su madre y su marido. Schneider le trae noticias satisfactorias, regularmente. El 24 de diciembre, suntuosa velada, el champaña corre en abundancia y la señora Queyrie está sentada a la derecha del comandante del centro, quien adora a Patrick como todo el mundo. Pero el 8 de enero, gran consternación; deben entregar sus dos huéspedes. Llorando a mares, Grete y Margarete acompañan a sus protegidos a la estación y se separan, muy tristes.
Cuando la señora Queyrie llega a Suresnes la aguarda una fea sorpresa: su chalet está hecho un asco. Pannwitz instaló en la ratonera a algunos granujas de la banda de Lafont y éstos se entregaron a sus acostumbrados desórdenes; hay excrementos en los cajones, etc. Al marcharse dejaron abiertas las canillas y un río de agua corre hasta la calle.
La señora Queyrie pone manos a la obra.
El Kommando libera a todos los sospechosos que se habían vuelto molestos, de modo que Pannwitz puede conceder al Gran Jefe esta satisfacción puesto que la iniciativa del Gran Juego está otra vez en sus manos. A Trepper le conviene guardar silencio ahora que no goza del favor del Centro. Después de liberar a Patrick, Pannwitz inserta este aviso en los diarios de París: «El niño está bien, ha regresado a su hogar».
Una cuarta carta del fugitivo confirma muy pronto al Kriminalrat el acierto de su razonamiento. Con acento fatigado, Trepper confiesa su intención de abandonar la partida. «Puede proseguir sin inquietudes el Gran Juego —dice. Le prometo que si no arresta a nadie no interferiré».
El Gran Jefe no está en casa de Lucie. Se ha instalado en la Avenida del Mainfi, en casa de un solterón que adora a las mujeres, donde alquila un cuarto. Su dueño de casa cree que da alojamiento a un refugiado del Norte cuya familia desapareció en un bombardeo.
En el fondo, la carta dice la verdad. Trepper ha podido por fin encontrarse con Kovalski y prevenir a Moscú que el Gran Juego prosigue, sin él, claro está. Los próximos meses le resultan más penosos que los años febriles que precedieron al arresto y que los angustiosos meses subsiguientes. La tensión, bruscamente rota, lo deja deprimido, desamparado. Por elemental prudencia el Partido no lo emplea en ninguna tarea secundaria porque él es la presa de todas las policías que actúan en París. Especie de apestado, se limitan a mantenerlo con algunos subsidios. Los billetes de banco son demasiado nuevos y el Gran Jefe mata el tiempo ajándolos.
Rara vez alguna ola agita este océano de aburrimiento. Durante un paseo por la calle de Vaugirard tropieza con Willy Berg. El alemán no lo reconoce: ha adelgazado mucho y se ha dejado un soberbio bigote de aristócrata polaco. Otra vez se arriesga a recuperar una de sus valijas dejada en casa de una maestra que vive en Pigalle. La mujer lo recibe aterrada: hace pocos días Kent ha estado allí para pedir noticias suyas. Le mostró una carta del general Pétain en la que Trepper era denunciado como «mal francés» que todo «buen francés» debía entregar a la policía para que no causara más daños. La maestra declaró no saber nada de Trepper y Kent le recomendó que lo retuviera el mayor tiempo posible si se presentaba, dando el aviso por teléfono a un número que le dejó. Trepper no se inmuta: es domingo y el Kommando debe de haber salido de juerga, como de costumbre. En la calle des Saussaies no habrá más que algún guardia de turno.
—Llame —aconseja— verá cuánto tardan…
Tres horas después, dos coches frenan ante la casa.
A fines de enero, Pannwitz encabeza un registro en el chalet de la señora Queyrie. Al concluir la vana búsqueda, uno de los alemanes felicita a la dueña de casa por la prolijidad que reina en el hogar. Menos cumplimentero, Schneider sigue siendo más eficaz. Visita a menudo la casa para llevar noticias de los prisioneros de Fresnes y siempre trae un regalo para Patrick: huevos frescos, frutas, etc. Y además se encarga de llevar los paquetes que le entrega la señora Queyrie y alguna carta.
En cambio, las visitas a Georgie son oficiales. La señora Queyrie y Patrick van a la calle des Saussaies desde donde el propio Schneider los lleva en automóvil a Neuilly. Está presente en las entrevistas y Georgie, que no lo conoce, charla con su visitante en una hermética jerga. La precaución parece superflua a la señora Queyrie, sobre todo porque la atmósfera de Neuilly no tiene nada de dramática. «Ella parecía estar a sus anchas —dice. Muy bien tratada. Piense que tenía un cuarto particular y sirvientes para atenderla».
El cuarto está cerrado con llave y los sirvientes son guardias eslovacos. Pero este cautiverio sería dulce para Georgie sin el profundo aburrimiento que la domina. Ha logrado que le traigan del Vésinet su tutu y sus zapatillas de baile y ensaya horas enteras para gran placer de los eslovacos que la espían por el ojo de la cerradura. Claro que no es posible bailar de la mañana a la noche. Un día, Pannwitz penetra en el cuarto y ve a Georgie trepada a un taburete sobre dos sillas, todo encima de la mesa. La prisionera le hace muecas. Tampoco se puede pasar el tiempo sacando la lengua a Pannwitz.
De pronto todo cambia. Georgie pasa sus horas asomada a la ventana que da sobre la huerta por donde pasean los prisioneros. Cambian sonrisas y signos. Un día uno de los presos le arroja un bombón envuelto en un papel. Es una carta que comienza con «a una joven cautiva» como el poema de Chénier. Una carta muy linda y muy gentil. «No sé como describir su estilo —cuenta Georgie— era a la vez poético y militar. Estaba firmada “General Dumazel”. Al final me decía que esperaba que yo respondiera y que metiera mi mensaje en el tubo de aspirina oculto al pie de una mata. Respondí, claro, y así iniciamos una correspondencia.
”Después hubo otro militar: el general Delmotte. También nos escribíamos. Delmotte era más audaz, en tanto que el general Dumazel siempre fue muy discreto, muy poético, en el estilo Chénier. Delmotte me confesó su amor.
”Pero el más divertido era Dungler. ¡Nada lo detenía! Había observado que el respiradero del water closet era contiguo a la ventana de mi cuarto de baño. Un día golpeó el vidrio. Me pasó una larga carta en la que comenzaba por presentarse diciéndome que era uno de los jefes de la Resistencia alsaciana.
”Desde ese día, a cada rato pedía que lo llevaran a los water-closet. Una historia, porque para que abrieran la puerta había que llamar a un guardia que lo acompañaba a uno hasta la puerta y aguardaba. Nos pasábamos las cartas por la pequeña ventana. Dungler hizo más: sobornó a uno de los guardias, Hans, un alemán morenito, muy simpático. Dungler lo enviaba a la Brasserie Alsacienne de Montmartre cuyo dueño era su amigo y Hans le traía vituallas y vinos finos. Me pasaba todo eso por la ventana. Pero como tenía que devolver la botella al día siguiente, me la bebía toda por la noche; era borgoña, y me sentía muy alegre. Después, Dungler obtuvo de Hans un duplicado de la llave de su cuarto y por la noche, cuando todos dormían, sacó el molde de mi cerradura con miga de pan. Hans fabricó otro duplicado y así pudimos vernos. ¡Qué emoción! En el corredor una alfombra sofocaba los pasos, de modo que a cada rato temíamos que alguien apareciera. Sucedió una vez y Dungler apenas tuvo tiempo para esconderse en el cuarto de baño. Pensé muchas veces en aprovechar la llave y escapar pero no me atreví porque siempre había guardias abajo. Y además me habían dicho que si huía, Patrick pagaría por mí.
”Mis tres enamorados ocupaban casi todo mi tiempo, pasaba horas escribiéndoles y ellos respondiéndome. Si faltaba el papel desgarrábamos las páginas en blanco de los libros que nos prestaban: una colección completa de la Pléiade. Hasta aproveché el tiempo para leer a Balzac».
Una prisión de lujo, dulce para el cuerpo, no demasiado penosa para el alma, pero de la cual uno puede ser sacado en el momento menos pensado para ir al cadalso. Y en esta cárcel, a la sombra de la guillotina, amores ligeros y tiernos porque también el corazón quiere vivir; los frívolos mensajes, la liberalidad de los «para toda la vida» cuando la vida puede concluir con el amanecer. Ofrecer a alguien el corazón mientras late; fuego de paja para iluminar los amores que no habrá tiempo de vivir, todo eso lo hemos visto ya en la «Maison Belhomme» de la Revolución Francesa, la famosa casa de salud donde se refugiaban, gracias al dinero y a las relaciones, los más privilegiados entre los acusados del Tribunal Revolucionario, y donde también ellos bailaban, mientras no agotaban la hucha, el extraño ballet amoroso cuyo coreógrafo era un verdugo…
Un año después de visitar esa cárcel por primera vez volví a Neuilly para tomar fotografías. Sólo había un baldío con un cartelón que anunciaba la construcción de un gran inmueble. Me sentí impresionado porque habían echado abajo uno de mis escenarios y decepcionado por razones prácticas: las fotos. No se puede fotografiar un sueño y era tan irreal como un sueño ese tiempo de Neuilly, donde en plena guerra mundial y en un refugio de la Gestapo, su aparición en la ventana, querida Georgie, conmovía el corazón de los encanecidos generales mientras paseaban en torno a la huerta del portero Podhomme. Ah, querida Georgie, no me odie mucho si al oírla contar sus flirteos con los generales no pude menos de pensar en la heroína novelesca que el capricho del escritor hizo entrar en la Maison Belhomme… Ella se llamó Caroline chérie. Usted tiene su belleza y su encanto, el don de la ligereza en tiempos de hierro y, sobre todo, el talento insolente de atravesar los hechos sin desgarrarse. Pero sé que la comparación no sirve, porque ella tenía amoríos y usted tuvo un solo amor.
En los primeros días de mayo de 1944, Georgie es llevada a la sede donde un año atrás fueron juzgados Alfred Corbin, Keller y los demás. La introducen en una sala de audiencia. Boemelburg forma parte de la Corte. Pannwitz y Berg están igualmente presentes pero, delante de los jueces, simulan frialdad en el trato a su Mädchen. Ella no comparece como acusada sino como testigo y debe responder a un apremiante interrogatorio, sobre todo con respecto a Grossvogel. Se esfuerza por decir lo menos posible y la llevan de regreso a Neuilly agotada porque esta sesión donde cada una de sus palabras ponía en peligro la vida de un hombre será uno de sus más atroces recuerdos.
Una mañana de ese mismo mes de mayo, la señora Queyrie es sacada de la cama por un agente del Kommando. Le ordenan que confíe a Patrick a unos vecinos y que los acompañe. A las siete y media de la mañana, la buena señora ingresa en la sala de espera del Tribunal. También están las señoras de Bourg-la-Reine que se presentan. Cuando la señora Queyrie les pregunta qué harán con ellas, responden: «Pero, señora, es el juicio». Lo esperan con perfecta serenidad, convencidas de que su inocencia será reconocida.
Se equivocan. La señora Parrend, dueña de la «Maison Blanche», será internada en un campo de concentración y morirá años después de las secuelas de las enfermedades que allí contrajo. Las hermanas de Saint-Germain son deportadas y sólo una volverá. Antonia Lyon-Smith salva su vida porque un miembro del Kommando se ha enamorado de ella. La señora May es condenada a muerte, pero obtiene luego la gracia de Goering. Suzanne Spaak es condenada a muerte, asimismo. Al poco tiempo su suegra recibe una larga carta escrita en Fresnes. Suzanne le cuenta su vida en la cárcel (con dos palillos de dientes ha tejido una corbata para su hijo y ha logrado hacer crecer en la ranura de su ventana una florecilla que desliza dentro del sobre, un regalo para su hija) pero, sobre todo, anuncia su condena a muerte y pide a la señora Spaak que trasmita a Claude una propuesta de la Gestapo: si acepta entregarse su mujer será indultada y liberada. Tampoco él será inquietado, se limitarán a hacerle algunas preguntas después de lo cual quedará detenido en su domicilio con la única obligación de presentarse de tanto en tanto a la comisaría policial de su barrio. Suzanne concluía adjurando a su marido a presentarse, por ella y por los chicos.
La señora Queyrie es introducida en la sala de audiencias en las últimas horas de la tarde. Ha divisado a su marido, con el rostro hinchado y demacrado. Ha conversado con su abogado, un simpático oficial alemán que habla perfectamente el francés. Frente a la Corte insiste en sus declaraciones anteriores: es cierto que sirve como nodriza al hijo del Gran Jefe (porque para la Gestapo la filiación no ofrece dudas). Mucho más tarde, Pannwitz se mantendrá firme al respecto: «Le digo que es su hijo, ¡el parecido no engaña!». Es cierto, también, que alojó a Trepper durante una semana, pero ignoraba de quién se trataba.
La indultan. Cuando se ve en la acera de la calle del Faubourg Saint-Honoré, se da cuenta de que ha salido de su casa sin un centavo. A su vez, el abogado sale del inmueble, la ve desamparada y le entrega unos boletos del metro y de ómnibus. La señora Queyrie se preocupa por la forma de devolvérselos y él le dice, sonriendo: «Deje eso, ojalá le traiga suerte».
A fines de mes su madre sale de Fresnes, después de ocho meses de cautiverio, sin haber sido juzgada. Cuenta que allí en la prisión, una mujer extraordinaria reconforta a las detenidas. Es Suzanne Spaak. En junio, el señor Queyrie regresa a Suresnes. Lo habían condenado a ocho meses de prisión. Un preso, compasivo, le había cedido un par de calcetines: León Grossvogel, que será ejecutado muy pronto, creemos que al mismo tiempo que Vassili y Anna de Maximovitch.
El 21 de abril Margarete Barcza dio a luz un hijo en una clínica privada de Neuilly donde Pannwitz la hizo ingresar sin especificar que se trataba de una prisionera. Ella y Kent deciden llamar al niño Michel. Kent visita a Margarete todos los días acompañado por tres miembros del Kommando. El 2 de mayo un coche viene en busca de la madre y el niño y los lleva a un palacete particular de la calle de Courcelles, más suntuoso que el de Neuilly. Es la mansión del millonario Veil-Picard, gran coleccionista de cuadros. Desde 1940 la Wehrmacht ha requisado la casa al principio ocupada sólo por viejos soldados que reparaban camiones; pero luego los pillastres a las órdenes de Goering arrasaron con los cuadros y el mobiliario. En abril de 1944, Pannwitz decidió instalar allí su Kommando. Los Veil-Picard no fueron considerados ni arios ni judíos, pero cualquier intento de ellos por recuperar su propiedad les valió amenazas.
Pannwitz teme un golpe de la Resistencia y toma precauciones. Desparrama por el vecindario el rumor de que su Kommando depende de la Gendarmería y no de la Gestapo. Luego arma el palacete como para sostener un sitio. Aunque deja libre la pequeña puerta conectada con un mecanismo eléctrico que funciona en el pabellón del portero, cierra el portón con dos enormes maderos y una ametralladora ubicada en el pórtico protege el patio de entrada. En el vestíbulo, un arsenal al alcance de la mano.
A la izquierda un sitio baldío sirve como lugar de estacionamiento a los automóviles de la Wehrmacht. Pannwitz abre una brecha en el muro para que las idas y venidas de los Citroën no llamen la atención de los curiosos. Los prisioneros descienden y se introducen en la casa por la puerta lateral que lleva a los sótanos. Dos recintos han sido convertidos en celdas y una puerta blindada y dos cerrojos hacen imposible cualquier intento de evasión; un cuarto de servicio es transformado en «celda de lujo[20]» con barrotes en la ventana y cerrojos exteriores en la puerta. El mobiliario esquilmado por Goering es reemplazado por muebles hurtados aquí y allá. Pannwitz traslada a Courcelles el mobiliario completo de la casa de campo de los Spaak en Choiseul y parte del de la calle Beaujolais.
«Organizaron una gran fiesta para mi regreso —cuenta Margarete— me dijeron que era para festejar mi boda con Kent. Y en efecto fue como un casamiento, me ofrecieron regalos al terminar el banquete: una cuna y un coche magníficos para Michel. Pannwitz insistió en ser su padrino y me dio consejos: que no lo alzara si lloraba de noche para no acostumbrarlo mal y que no me preocupara si los llantos nos despertaban. Desde ese día todos me llamaron: Mamy».
Pannwitz instaló a la pareja y al bebé en un pequeño departamento privado de dos habitaciones con un cuarto de baño completo instalado en un armario. El Kommando los visita y se complace en descansar en el regazo de Mamy. Karl Ball viene a llorar sobre su falda cuando mata al primer hombre durante un arresto y se discute largamente la suerte cruel de Eric Jung. «Una noche —cuenta Margarete— Jung regresó borracho como una cuba a su cuarto del tercer piso de una casa requisada. Cuando el ascensor se detuvo en el tercer piso, un oficial que subía con él y que lo conocía, lo empujó suavemente para que descendiera. Jung pretendía seguir subiendo y loco de rabia desenfundó su pistola, subió dos pisos por la escalera y vació el cargador sobre el oficial cuando éste salía del ascensor. Le dieron diez años de trabajos forzados, Jung apeló y lo condenaron a la pena de muerte. Por fin lo trasladaron a un batallón de castigo que servía en el frente ruso y allí desapareció».
Margarete tiene permiso para pasear a su hijo por el jardín diariamente, a una hora señalada de la tarde. Los jueves va a visitar a su hijo René y obtiene permiso igualmente para asistir a su Primera Comunión en compañía de Kent y de tres alemanes. «Habría podido evadirme cien veces pero sabía que en ese caso matarían a Kent».
No es verdad. El ruso se ha convertido en un ser precioso, además de su colaboración en el Gran Juego está a punto de lograr una magistral mistificación contra la Resistencia.
Todo comenzó con un telegrama del Director: «Trabajaba antes para nosotros Ozols Waldemar, alias Solja, stop, repito Ozols Waldemar, ex general letón, tomó parte en la guerra en las filas republicanas españolas stop dio informes sobre desplazamientos tropas alemanas stop hemos dado un trasmisor stop Solja vivió en París dirección desconocida stop vivió con un dentista stop tiene también familia stop díganos si conoce existencia Solja y naturaleza de su actividad stop sea prudente con los Verdes[21] interesados muy pronto por actividades Solja».
Este mensaje es enviado a Kent el 14 de marzo de 1943, cuatro meses después del arresto de Trepper. Giering, quien dirige aún el Kommando ve en él la posibilidad de echar mano a otra red soviética. La Gestapo recibe la orden de buscar a Ozols. En el mes de julio descubre su escondite parisiense, villa Molitor 24. Kent informa al Centro que ha encontrado a Ozols y el Director le ordena comunicarse con él enviándole una carta firmada «Z,». Kent propone a Ozols por escrito una cita en el café Dupont el 1.º de agosto de 1943.
El general acude a la cita. No tiene motivo alguno para desconfiar de su interlocutor puesto que éste ha firmado su «Z», señal de reconocimiento fijada por el Centro para un eventual restablecimiento del contacto. Además Kent, como todos los hombres de su generación habla el ruso «moderno». La mezcla de pueblos operada desde 1918, la influencia de la radio y la proletarización general han establecido una diferencia tan notable entre el ruso hablado antes de la revolución y el ruso moderno como la que existe entre el inglés y el norteamericano. Ozols está convencido de estar frente a un joven oficial soviético y no frente a un hijo de emigrados al servicio de Alemania.
Le cuenta su historia. Ex combatiente de las Brigadas Internacionales se refugió en Francia tras la derrota republicana. En 1940 el agregado aeronáutico de la embajada soviética le encargó la creación de una red de espionaje. Ozols reclutó una decena de agentes y comenzó a suministrar informes. Cuando la embajada soviética abandonó a París, el agregado le confió un trasmisor pero Ozols no logró encontrar un pianista experto y sus intentos de comunicación con Moscú fueron vanos. Presintiendo que la Gestapo lo perseguía fue a ocultarse en Normandía y sólo regresó a París en 1943. Ahora está disponible y pronto a reanudar el trabajo.
¿Menciona Ozols a Kent su contacto con Trepper en 1940? El hecho no le parece interesante; ignora que el Centro recomendó a Trepper una extremada prudencia en sus relaciones con Ozols porque se sospechaba que éste trabajaba a la vez para Moscú, el Deuxième Bureau y la Gestapo.
Kent le ordena que reúna los restos de su red y que la refuerze reclutando técnicos y oficiales franceses capaces de suministrar datos de orden político, económico y militar. Le da un adelanto de diez mil francos, fijando su salario mensual en doce mil.
En diciembre de 1943 una amiga común vincula a Ozols con Paul Legendre, capitán de reserva de unos sesenta y cinco años. Legendre ha sido durante tres años el jefe de la red Mitrídates en la región de Marsella, una de las organizaciones más importantes de la Resistencia francesa. En la primavera de 1943, una ofensiva de la Gestapo obliga a Legendre a huir y se refugia en París donde pierde el contacto con sus jefes. Está disponible también y dispuesto a trabajar. Ozols le revela su condición de agente de los servicios soviéticos. Legendre acepta trabajar con él a condición de que el objetivo principal sea la lucha contra los alemanes. El general letón le anuncia pomposamente, entonces, que será inscripto con la matrícula 305 en la red B. del S. R. ruso. Recibirá seis mil francos por mes.
En enero de 1944 Ozols organiza un encuentro entre Legendre y Kent, jefe de la red B. En el transcurso de la conversación Legendre menciona que su mujer ha sido detenida y deportada. El otro promete ocuparse de la infortunada. Sin duda Legendre cree que es simple jactancia pero poco después su mujer, liberada, se reúne con él. Confundido de admiración ante el poderío de los servicios rusos el capitán Legendre es conquistado por completo por Kent.
Le entrega la lista total de sus antiguos agentes de Marsella lo que permite a la Gestapo infiltrarse en Mitrídates y llegar hasta su cabeza, pero sobre todo se ocupa de sentar las bases de una nueva organización clandestina. De acuerdo con Kent dividen a Francia en ocho regiones militares. Legendre dirigirá las de Marsella y París. Le aumentan el salario a doce mil francos y le dan cincuenta mil francos mensuales para sus agentes. Legendre enrola a Maurice Viollette, ex ministro de la Tercera República, alcalde de Dreux, quien se embarca en una galera de la Gestapo creyendo con la mejor fe del mundo que rema para los Aliados…
En un principio se trataba de una operación clásica de infiltración y de manejo de la Resistencia. Pero en la primavera de 1944 cuando los rumores sobre el inminente desembarco de los aliados son cada vez más precisos, un proyecto de sorprendente audacia cobra forma en la inventiva mente de Pannwitz; ¿por qué no utilizar los grupos de Legendre para trasmitir a la Gestapo, después del desembarco y desde la misma retaguardia del frente aliado, los informes necesarios al Cuartel General Alemán para montar su contraofensiva?
Kent se ocupa de esta linda tarea desde el nacimiento de su hijo. Se requiere astucia y tacto porque a priori las buenas gentes de la red B. podrían asombrarse de que se les pidiera continuar el trabajo después de la liberación. Kent exige que Legendre le presente individualmente sus radioperadores y a todos les hace el siguiente discurso «Londres y Washington no informan a Moscú acerca de sus planes militares y esto es una pena porque impide el ajuste de una estrategia común. No sabemos si el próximo desembarco será un simple golpe como el de Dieppe o una operación de gran envergadura. Al informarnos sobre el número y clase de las fuerzas de desembarco, permitirán al Estado Mayor Soviético hacerse una idea más precisa y armonizar su estrategia en consecuencia, lo que apresurará la derrota de Alemania».
Ciertos pianistas dicen que es una locura, pero otros son sensibles a los razonamientos de Kent y aceptan su sugestión.
Los Citroën negros van y vienen, Margarete se pasea, Kent sale a hacer sus gestiones, los prisioneros son trasladados, Pannwitz y sus hombres están activos, todo esto es observado y registrado por discretos vigías a las órdenes de Trepper. Sólo le faltaba una razón de actuar para salir del marasmo en el que lo había sumergido su aislamiento; apenas se asigna la tarea de espiar al Kommando, ser para él como «un tigre a su presa prendido», recobra la vitalidad. Organiza un grupo de vigilancia con ayuda de un antiguo camarada, Alex Lesovoy quien desempeña a su lado el papel de «jefe de Estado Mayor», antes conferido a Grossvogel. Sus hombres fotografían a todo coche o peatón que entre o salga de la casa de la calle Courcelles. Lo mismo que Prodhomme en Neuilly, los porteros de Veil-Picard han permanecido en el lugar y charlan. Entre los hombres que Pannwitz emplea como mano de obra para trabajar en el parque un detenido judío informa sobre la actividad del Kommando.
La tarea de observación tiene como finalidad preparar la acción. Pannwitz no es el único que presiente la inminencia del desembarco. También el Gran Jefe ha concebido un proyecto hermoso y audaz…