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Sálvese quien pueda
Georgie de Winter se aburre.
El 14 de octubre la soledad se le hace inaguantable y va a visitar a Trepper en Bourg-la-Reine. Aunque él la reprende por su imprudencia no oculta su íntima felicidad. Estarán juntos una noche y en la mañana del 15, Georgie, suficientemente aleccionada, se marcha. La señora May, al despedirse, le pide que le deje su dirección «por si pasa algo».
Ese mismo día la señora May acude a la cita de «rutina» organizada por el Partido antes del arresto del Gran Jefe. Las citas se realizaban los días 1º y 15 de cada mes en Buttes-Chaumont, frente a una iglesia. Georgie no había encontrado a nadie el 1º. Trepper espera que la señora May tenga mejor suerte.
La señora May aprovechará la oportunidad para ir a su departamento que está también en Buttes-Chaumont, y recoger algunas cosas. Trepper le había aconsejado que no lo hiciera, pero la vieja señora se muestra terca y, por fin, él debió ceder.
Pannwitz es enterado de la visita por los hombres de la banda de Lafont. Al instante corre al departamento donde se encuentra con la señora May furiosa porque la banda ha saqueado la casa, como acostumbra hacerlo. «—Apenas entré se abalanzó sobre mí y me propinó un puntapié, mientras gritaba denuestos de todo tipo. Grité de dolor y me agaché instintivamente para frotarme la pierna y entonces ella me golpeó con su paraguas hasta hacerme caer de rodillas. Los hombres de Lafont lograron reducirla y preferí dejar al cuidado de ellos el interrogatorio porque estaba fuera de mí y la cosa habría acabado mal».
La señora May tiene un hijo. La amenazan con matarlo en su presencia, y da la dirección de Trepper y la de Georgie.
El Gran Jefe le había recomendado que en caso de ser detenida aguantara dos horas para que él supiera que algo había sucedido y tomara sus medidas. La cita en Buttes-Chaumont estaba prevista para el mediodía. A las dos de la tarde, Trepper comenzó a alarmarse, a las tres deja la pensión, advirtiendo a la dueña, la señora Parrand, que los huéspedes «en situación irregular» deben desaparecer en seguida. Y agrega: «Si alguien viene a buscarme o llama por teléfono, diga que fui a dar un paseo y que volveré a las siete». Trepper ignora que Georgie ha cometido la imprudencia de dar su dirección a la señora May, pero sabe que la vieja dama posee la de los Spaak, porque muchas veces la ha enviado a su casa. Es necesario prevenirlos del peligro cuanto antes. Si «demora» al Kommando en Bourg-la-Reine, Trepper espera que le será posible ir hasta la calle Beaujolais. A las siete ya es de noche.
La estratagema tiene éxito. Mientras la policía cerca Bourg-la-Reine, él entra sin dificultades en el departamento de Claude Spaak y le da la tremenda noticia. Hay que huir al instante. Pero Suzanne Spaak está en Orléans y no regresará hasta la noche. ¿Y qué hacer con los hijos, un chico de doce años y una chica de trece? Trepper suplica al escritor que asuma la realidad: ¡la Gestapo puede presentarse de un momento a otro! ¡Hay que largarse! Y además prevenir a la amiga que dio la dirección de Bourg-la-Reine, la de la primera pensión, porque si hace confesar a las señoras de la «Maison Blanche», la Gestapo descubrirá la pista.
Por fin Claude Spaak se convence. Pregunta a Trepper dónde piensa ir. Él no lo sabe.
Suzanne Spaak está de regreso a las nueve de la noche. Enterada por su marido va a prevenir en seguida a la persona amenazada. Luego la pareja y los niños se refugian en casa de su amiga Ruth Peters, oculta en un departamento de la calle Matignon. El Gran Jefe pasa la noche al aire libre, en el banco de una plaza, tiritando de frío, a la merced de una ronda policial.
Al día siguiente Claude Spaak va al consulado belga y obtiene para su mujer y sus hijos una autorización para viajar a Bélgica. El 17 de octubre acompaña a su familia a la estación del Norte. Suzanne Spaak se muestra reticente; como de costumbre, piensa que se exagera el peligro, pero su marido le ha dicho que no pueden arriesgar la vida de los chicos.
En el andén, su marido la previene: «No sabemos lo que puede suceder. Convengamos en que si recibo una carta tuya encabezada “mi querido Claude” en lugar de “mi querido” y firmada “Suzanne” en vez de “Suzette” (sobrenombre que da a su mujer), sabré que es falsa». Para las cartas de Claude se establece un sistema análogo y el tren parte.
Por última vez, Suzanne repite: «Te aseguro que exageras. Dentro de una semana estaré otra vez aquí».
Él no volverá a verla.
En el mismo momento, Trepper se encamina hacia la iglesia de Auteuil, donde Georgie esperó en vano una vez un encuentro fijado por Suzanne Spaak. Allí la infatigable Suzanne le ha organizado una cita con un agente enviado por el impresor Grou-Radenez, miembro de una red de la Resistencia que depende de Londres. El contacto tenía por objeto paliar un eventual fracaso de los esfuerzos de Chertok. Trepper cuenta con pedir al emisario que lo ponga en contacto con la embajada soviética en Londres, porque en la situación en que se halla cualquier posibilidad debe ser explotada.
Frente a la iglesia hay un Citroën negro, marca utilizada por la Gestapo.
Todo lo que sabemos es que Grou-Radenez fue detenido el 11 de noviembre y que murió por intentar ayudar al Gran Jefe. Éste da media vuelta. Minutos después penetra en una cabina telefónica y llama a la «Maison Blanche». Le responde una voz desconocida que intenta mantener la comunicación. Trepper cuelga. La Gestapo está en Bourg-la-Reine.
Tranquilizado por la partida de los suyos, Claude Spaak abandona la estación del Norte, encarando con más calma la prueba que le espera. Debe ir a su casa, donde quizá la Gestapo ha instalado una ratonera porque el doctor Chertok llamará al mediodía para darle la hora de la cita fijada en Bourg-la-Reine, para el 22 de octubre. Naturalmente, quedará sin efecto y se tomarán nuevas disposiciones.
El departamento está vacío. Claude Spaak, instalado en un sillón, aguarda. Al mediodía la campanilla del teléfono le hace pegar un salto. Descuelga el tubo y dice muy ligero: «La cosa arde, que nadie se mueva». Silencio en el otro extremo del hilo y luego el significativo «clic». Perplejo, cuelga el tubo a su vez. ¿Por qué Chertok no ha dicho nada? ¿Era él quien llamaba? Spaak abandona al instante su departamento y va a su escondite de la calle Matignon. Cuatro días después tiene una cita con Trepper frente a la iglesia de la Trinidad para comunicarle la hora indicada por Chertok. Pero ¿no habrá sido detenido ya el Gran Jefe? Si está aún en libertad, ¿seguirá estándolo el 21 por la noche? ¿Será él o la Gestapo quien acuda a la Trinidad?
Spaak rumia su angustia durante cuatro días. El silencio de su interlocutor telefónico le parece de siniestro augurio. En realidad, su precipitada frase dejó estupefacto a Chertok y éste, tomado de sorpresa, cortó la comunicación. No le será posible advertir al emisario del Partido —el propio Kovalski— antes del 22. El jefe de la M. O. I., el responsable de los grupos de combate extranjeros en Francia, ¿va a meterse en la boca del lobo? ¡Su captura será un desastre para la Resistencia! ¿Qué hacer, entonces?
El 17 de octubre, por la noche, Georgie regresa de su habitual paseo. Aburrida, ociosa, mataba el tiempo en largas caminatas por los caminos de la Beauce. En la cocina de la granja la mesa está puesta y Georgie se sienta entre los dos campesinos que le dan alojamiento.
El Kriminalrat Pannwitz acecha detrás de la ventana y sus hombres armados hasta los dientes aguardan la señal en el patio de la granja rodeada por gendarmes alemanes, cincuenta en total. Pannwitz es prudente.
Con la mirada fija sobre el trío sentado a la mesa y el corazón agitado, no se anima a dar la señal. Espera que un cuarto convidado se una a los otros: el Gran Jefe. Cuando Georgie mete su cuchara en la sopa comprende que la espera es vana.
Georgie cuenta: «La cocina fue invadida de golpe. Me pidieron mis papeles. Eran nueve, con Pannwitz y Berg a la cabeza. Mostré mis papeles falsos y los miraron, burlones. Los dos viejos campesinos temblaban de la cabeza a los pies. Me acribillaron a preguntas… Si me llamaba Maud, de dónde venía… Les hacía repetir cada pregunta para ganar tiempo. Pannwitz furioso me dijo: “¡Acabe con sus tretas, sabemos quién es! ¡Vaya a buscar sus cosas!”».
«Yo comía en esa granja pero me alojaba en otra, vecina. Mi cuarto era curioso, con una corona de novia sobre la chimenea y una cama tan alta que se necesitaba un escabel para subir a ella. La policía me acompañó hasta la granja vecina y la dueña de casa me insultó cuando me vio venir entre dos gendarmes. ¡Si ella hubiera sabido a quien alquilaba el cuarto!, repetía. Después me llevaron hasta un Citroën, siempre del brazo. Temblaba de emoción y no quería demostrárselos. Me preguntaron si sentía frío… Para no avergonzarme, ¿comprende? En el auto me sentaron al lado de Pannwitz. Eddy (Trepper) me había enseñado lo que debía decir si me arrestaban. Pannwitz dijo: “¿Así que Otto (Trepper) se largó y nos dejó colgados?”. Respondí: “Nada de eso, se marchó para arreglar las cosas”. Y en ese momento ubiqué la frase de Bismarck que Eddy me había enseñado: “Se marchó para preparar la paz negociada porque en lo que concierne a las relaciones ruso-alemanas, está con Bismarck. Usted sabe que Bismarck siempre fue partidario de entenderse con Rusia”. Pannwitz respiró, se puso muy contento y charlamos durante todo el viaje. Yo tenía mucho miedo que me encontraran la carta del doctor de Joncker».
En Chartres paran en el local de la Gestapo. Georgie pide permiso para ir al cuarto de baño. Pannwitz cuenta que no le permitió ir sola porque se mostraba demasiado alegre y contenta. Una auxiliar alemana la acompañó con orden de proceder a un registro total.
Entre las ropas de Georgie descubrió los cien mil francos que Trepper le había dado y, en lo más íntimo de su persona, la carta de Antonia Lyon-Smith, que, muy imprudentemente, indicaba el nombre y las señas del doctor.
«Después —prosigue Georgie— fuimos a comer a un restorán de Chartres, donde el patrón nos instaló en una habitación aparte. Parecía un banquete de puro alegre que era el ambiente. Yo ocupaba el lugar de honor a la derecha de Pannwitz. Me dijo, riendo, que no habían tenido tiempo de comer ni de beber en las últimas tres semanas, corriendo detrás de mí. Los otros también se mostraron amables, casi paternales, y me llamaban Mädchen[18]». La única nota discordante fue la insistencia de Pannwitz para que sus hombres acompañaran a Georgie al cuarto de baño. Georgie replicó que ya había sido registrada. «Es por la altura —dijo Pannwitz. Estamos en un segundo piso, puede intentar el suicidio tirándose por la ventana».
Terminado el ágape el convoy retomó la ruta de París. Georgie pasó la primera noche de su cautiverio en la calle des Saussaies, sobre un diván, tal vez el mismo donde habían dormido la señora Queyrie y su hijo.
El Kriminalrat está exultante. Tiene la sensación de haber recobrado el dominio del caso. ¿Qué importa que Trepper siga fugitivo si lo hace para organizar una negociación entre Moscú y Berlín? Georgie no es ducha en política y no puede atribuir al Gran Jefe declaraciones inventadas. La frase sobre Bismarck es particularmente significativa.
Al fin y al cabo no le parece tan sorprendente que el ex prisionero emplee su libertad para concluir la obra iniciada en el cautiverio. El Kriminalrat piensa que Trepper, aun después de su fuga, está obligado a marchar derecho. La Gestapo posee en sus archivos la prueba de sus múltiples traiciones (Maximovitch, Katz, Robinson, entregados por él). Si no quiere que Moscú se entere de su conducta, si no quiere ser muerto por los mismos a cuyo lado ha buscado refugio, debe seguir obedeciendo las órdenes del Kommando. Sin duda pone sus esperanzas de rehabilitación en una feliz conclusión del Gran Juego, confiando en que Moscú no será riguroso con el pasado del hombre que le aportó la paz con Alemania.
Pero, entonces, ¿por qué el muy idiota no se comunica con Pannwitz? ¿Por qué no lo tiene al corriente de sus gestiones? ¿Por qué se presta a la interminable cacería humana que gasta los nervios y el tiempo de todos?
Gracias a la captura de Georgie, las cosas volverán al orden.
Dos días después, el 21 de octubre, es la fecha señalada para el encuentro entre Trepper y Spaak frente a la iglesia de la Trinidad.
Hace una semana que el Gran Jefe vaga por París comiendo poco y mal y durmiendo en azarosos alojamientos, llevando la vida de una presa acechada, su vida en esos momentos. Los oficiales de la Todt no reconocerían al hombre de negocios vestido y alimentado en el mercado negro que firmaba con ellos contratos por muchos millones y los invitaba a consumir champaña en los cabarets.
El encuentro frente a la Trinidad está previsto para las nueve de la noche. Trepper no tiene noticias de Spaak desde el 15 de octubre. ¿Acudirá a la cita o vendrá la Gestapo en su lugar?
Paris-Soir sale a la venta por la tarde. Un número trivial como todos los de la semana, exceptuando el de los domingos, desde hace tres años. En la primera página tres grandes titulares anuncian a los franceses que sus raciones de carne serán aseguradas hasta fines de mes por el presidente Laval, que los bolcheviques reclutan nuevas reservas y que el señor de Brinon ha escapado por milagro a un atentado terrorista.
Los «pequeños avisos» de la página 2 están marcados por el sello de la época, asimismo. Se ofrece un Renault break en venta, ¡una oportunidad!, o la transferencia de cuatro bueyes de tiro por un camión autorizado para el transporte entre París y Rambouillet. Dos textos del periódico, sin embargo, deben haber dejado perplejos a los lectores. Dos frases idénticas insertas en la página 2, una debajo de las palabras cruzadas, la otra bajo una oferta de sellos postales:
«EDGARD, ¿por qué no telefoneas? - Georgie».
Era la llamada imaginada por Pannwitz para convocar al Gran Jefe, sacándolo de la sombra.
Claude Spaak cuenta que en la noche del 21 de octubre dejó su refugio de la calle Matignon, presa de sombríos presentimientos. Iba a la cita con tiempo para examinar el lugar. Llegó a la Trinidad a las nueve menos cuarto; con el apagón, la oscuridad era total y en medio de la negrura se recortaba la redonda luna amarilla del reloj de la iglesia, que, curiosamente, se mantenía iluminado.
«Di la vuelta a la plaza, en la calle de la Trinidad, detrás de la iglesia había un inmueble ocupado por los alemanes que parecían muy agitados, cosa que aumentó mi ansiedad. Me preguntaba si el Gran Jefe habría sido detenido, si habría hablado. Tenía la sensación de estarme metiendo en la boca del lobo pero era imposible no prevenirlo de la anulación de la cita de Bourg-la-Reine. ¡Confieso que estaba empapado en sudor!
”El reloj de la iglesia dio las nueve. Muerto de miedo me planté en el pórtico, dentro del círculo luminoso proyectado por el cuadrante. Vi que Trepper salía de las tinieblas y se acercaba a mí. Nos abrazamos. Comprobando cuánto temblaba me di cuenta de mi propio temblor. Estrechamente abrazados nos internamos por la calle de Clichy».
En la plaza de Clichy se separaron. Spaak ha anunciado la partida de su familia para Bélgica y la anulación de la cita de Bourg-la-Reine, en tanto que Trepper ha contado sus peregrinaciones y declarado que ahora la cosa va mejor porque ha encontrado un refugio.
Piadosa mentira. El Gran Jefe considera, sin duda, que la familia Spaak tiene bastante con lo suyo y no quiere seguir siendo una carga para Claude Spaak. Pero no cuenta con refugio alguno y después de despedirse de su compañero se pregunta dónde pasará la noche. Llama a un velo-taxi y pide al ciclista que lo lleve a la estación de Montparnasse donde nadie lo espera pero donde podrá descansar algunos minutos. Lo mismo que Spaak debió vencer un espantoso miedo para ir a la Trinidad. El agotamiento nervioso, agravado por su deterioro físico lo lleva al borde de la depresión. Presa de vértigos, de alucinaciones, se pregunta dónde pasará la noche.
Llegan a la estación y Trepper paga al ciclista. Éste, un viejo fatigado, se conmueve al ver la mala cara del cliente. Trepper acaba por confesarle que no tiene dónde ir. El otro vacila y por fin responde: «Le propondría ir a mi casa pero tengo que hacer otro viaje antes de terminar mi turno». Trepper le ofrece pagarle ese viaje y así lo llevará directamente a su casa.
A las cuatro de la madrugada deja su refugio nocturno, más descansado, con la perspectiva de deambular veinte horas por las calles de París para, al término de ellas, plantearse nuevamente el problema del abrigo nocturno.
Ese amanecer del 22 de octubre, el doctor Chertok y Charles Lederman despiertan dominados por la misma ansiedad que había poseído la víspera a Trepper y Claude Spaak. También ellos tienen el presentimiento de que caerán en una trampa. Como no pudieron dar la alarma a Kovalski intentarán advertirlo en Bourg-la-Reine.
Una loca tentativa. Es probable que la Gestapo haya establecido en el lugar un dispositivo de vigilancia en el que caerán de boca. Sus falsos documentos no resistirían un examen serio. Además Chertok carece de noticias de Spaak y por lo tanto de Trepper, desde hace varios días. Si han sido hecho prisioneros y torturados, si confesaron el día, hora y lugar de la cita, una ineluctable ratonera aguarda a los dos camaradas.
Esa mañana, Trepper llama por teléfono al departamento de los Spaak por simple curiosidad. Le responde una voz femenina: «Habla la secretaria del señor Spaak». Trepper sabe que el escritor no tiene secretaria. Por simple diversión responde: «Dígale, por favor, que su amigo irá a verlo a las dos de la tarde». Informado, Pannwitz manda a su gente a la casa de Spaak.
Al mediodía, Chertok almuerza en un restorán de la calle Laromiguiére con una camarada de la Resistencia, Charlotte. Jamás olvidará el «boeuf à la bourguignone». A los postres entrega a Charlotte su llavero y una carpeta llena de documentos. «Guárdame esto. Volveré dentro de tres horas o no volveré nunca. En ese caso, desaparece…».
Se encuentra con Lederman y toman juntos el metro en la estación de Luxemburgo. El estudio minucioso del plano de Bourg-la-Reine les ha demostrado que Kovalski podría llegar allí por diferentes caminos y, por lo tanto, el único modo de advertirlo consiste en abordarlo en las proximidades de la pensión, cosa que multiplica los riesgos.
En Bourg-la-Reine se apean del metro. La estación está vacía. Van hasta la ruta de París y se separan, Lederman se encamina hacia el sur. Chertok hacia el norte. No hay signos de cerco policial, pero cada coche que pasa les aprieta el corazón, ¿y si frenara bruscamente junto al cordón y volcara una carga de gendarmes alemanes? De pronto Chertok reconoce la silueta de Kovalski quien camina unos pasos delante en la misma dirección. Acelera el paso, lo alcanza y murmura: «¡Huye, lárgate de aquí!».
En silencio, los dos hombres, crispados, caminan hasta Cachan.
Esa noche, la edición de Paris-Soir lanza tres veces el llamado: «¡EDGARD! ¿Por qué no telefoneas?, Georgie».
El 22 de octubre es el cumpleaños de Claude Spaak. Eufórico porque los suyos están al abrigo y por el feliz desarrollo de la cita en la Trinidad, decide ir a la calle de Beaujolais para sacar de allí una botella de buen vino. Su amiga Ruth Peters, enloquecida, le suplica que no cometa ese disparate, justamente si quiere festejar el cumpleaños. Logra convencerlo de que llame primero por teléfono puesto que han convenido con la doméstica, señora Mélandes, un sistema de alerta. Si le dice «querido señor» puede ir en busca del correo, si le dice «señor» es señal de peligro. La señora Mélandes repite varias veces «señor» y por fin lanza al azar esta pregunta inquietante: «¿Debo decir algo más?». La comunicación se interrumpe.
El cumpleaños se festeja con agua fresca.
La señora Mélandes está rodeada por catorce alemanes armados. Uno de ellos la acribilla a insultos y amenazas cuando la comunicación se interrumpe. ¿Por qué ha pronunciado la última frase que advertirá a Spaak? Ella responde: «No sean idiotas, creerá que hablaba con la portera». Los policías admiten que se han puesto nerviosos sin razón.
Cae la noche. Trepper, infinitamente cansado, se resigna a una típica imprudencia. En los tiempos de la Simex —¡le parece un siglo atrás!— su médico le recetó una serie de inyecciones y Alfred Corbin le proporcionó la dirección de una enfermera, Lucie, persona simpática y caritativa. ¿Por qué no pedirle asilo?
Por tres razones: la primera el antecedente Maleplate. Los Corbin bien pudieron dar el nombre de la enfermera al mismo tiempo que el del dentista y el Kommando, seguramente, ejerce después de la evasión, una atenta vigilancia sobre los sospechosos. La segunda se debe a que la enfermera vive en la misma casa donde está instalado el cuartel general del colaborador Marcel Déat, jefe del Movimiento Nacional Popular pronazi. El inmueble cuenta con una guardia armada permanente en el vestíbulo. Y por fin la casa está situada en la calle Suréne que desemboca en la des Saussaies.
Pero el Gran Jefe ha llegado al extremo de buscar refugio a cien metros del Kommando. Llega al inmueble sin ningún encuentro peligroso, entra en el vestíbulo, franquea el cordón de la guardia de Déat y llama a la puerta de Lucie. Ella lo hace pasar. Él le dice: «Mire, usted no lo sabía pero soy judío. Los alemanes me detuvieron y me metieron en un campo de concentración del que he logrado escapar. ¿Puede ocultarme por algunos días, a pesar de los riesgos que eso le hará correr?». Ante su gran sorpresa, ante su inmensa contrariedad, Lucie se echa a llorar pero acaba por decirle, con voz entrecortada por los sollozos: ¿Cómo se atreve a preguntarme una cosa así? ¡Claro que lo esconderé! Trepper respira. Ahora que está en lugar seguro, dos inconvenientes se vuelven ventajas: el Kommando no lo buscará tan cerca y, sobre todo, en una casa vigilada por los hombres de Déat.
Poco después suena la campanilla de la puerta, Lucie va a abrir y vuelve para decir a Trepper: «No se preocupe, es un jefe de la Resistencia que pasará aquí la noche». Trepper se sobresalta y dice apresuradamente que no es posible, que uno de los dos tiene que irse. Lucie lo presenta al jefe clandestino y éste se marcha tras un breve conciliábulo; tiene otro «aguantadero».
Desde las ventanas del departamento, Trepper ve desfilar a los Citroën negros del Kommando cuyos números ha anotado cuidadosamente durante los meses de su cautiverio.
Al día siguiente del arresto condujeron a Georgie de Winter a Neuilly. El coche dio muchas vueltas por París antes de llegar a destino, probablemente para que la prisionera no situara el lugar. La recibe un tipo impresionante, muy tipo Eric von Stroheim, el tío Boemelburg, quien se empeña en ser amable e «invita» a Georgie pero en seguida, recuperando su naturaleza, gruñe: «¡Cuidado! ¡Aquí hay otros prisioneros, si intenta comunicarse con ellos, esto se convertirá en Fresnes!».
Katz no figura entre los «invitados». La evasión del Gran Jefe le quitó todo interés para el Kommando. Tal vez está en Fresnes, tal vez en Alemania, a menos que ya haya sido ejecutado. Lo ignoramos.
Georgie es instalada en el cuarto que ocupaba su amigo hasta seis semanas atrás y todos los días vienen a buscarla en auto para llevarla a la calle des Saussaies e interrogarla.
«Me hicieron contarles mi vida pero sobre todo querían saber dónde estaba Eddy, dónde se ocultaba. Pannwitz me mostró un gran álbum de fotografías de los miembros de la red. Eddy me había explicado quiénes fueron los que cayeron prisioneros, los identifiqué y dije que no conocía a los otros. Una foto les interesaba mucho. Me preguntaron si sabía quiénes eran. —Claro que lo sé —dije, haciéndolos saltar de alegría. ¿Quién es? —insistieron. ¡El actor François Périer, vaya! Claude Spaak estaba a su lado.
”Como no cesaban de interrogarme inventé un personaje: Paul. Di abundantes detalles sobre él, día tras día. Algo cansador porque era necesario tener cuidado y no contradecirse. Lo buscaron por toda Francia. Berg era el más excitado. —¿Dónde está Paul?, me preguntaba sin parar.
”Siempre hablaban de la famosa paz por separado. Para ellos parecía tener una importancia capital… Ah, Eddy me pidió que les contara que después de su evasión llegó al Vésinet junto con varios hombres y que éstos se lo llevaron consigo y lo trajeron de vuelta dos días después. Se lo dije así a Pannwitz sin saber de qué se trataba[19]».
Los interrogatorios se desarrollan amablemente. Georgie sigue siendo llamada Mädchen, le ofrecen té y le deslizan en el bolso un paquete de bombones. Está claro que Pannwitz y sus acólitos consideran a la compañera del Gran Jefe una tonta completamente inofensiva. Por su parte Georgie tiene la certeza de dominarlos. «Se tragaban todo lo que les decía. Se hubieran dejado cortar la cabeza antes de dudar de la existencia de Paul. Y lo mismo con la paz por separado. Dije a Pannwitz que Eddy regresaría en cuanto arreglara el asunto. Eso lo hizo feliz y lo esperaba como el Mesías, pero el tiempo se le hacía largo…».
Muy largo. Por eso publican los avisos en el Paris Soir. ¿Los descubrirá el interesado? No es la primera vez que Pannwitz clama en el desierto. Después del raid sobre Corrèze insertó este otro aviso en los diarios parisienses: «¡Georgie! ¿Por qué no vienes? Patrick está con sus tíos». La invitación pasó inadvertida.
El Gran Jefe no telefonea, pero escribe. Pannwitz recibe una tercera carta que repite, en tono más vivo, los reproches de la segunda. «Usted no ha dejado en libertad a nadie y persiste en multiplicar los arrestos. Todo lo cual prueba que no es serio y es imposible entonces trabajar correctamente con usted. Entienda que no se debe alertar al contraespionaje a ningún precio. Además sus detenidos nada tienen que ver en el asunto y usted lo sabe de sobra. Si no los suelta haré pedazos su Gran Juego».
¿Liberar a los presos? Pannwitz accedería de buena gana si el Gran Jefe, en lugar de colmarlo de amenazas le hiciera un resumen de sus gestiones con Moscú. No los soltará hasta estar convencido de la buena fe del fugitivo. Son sus rehenes, sobre todo Georgie. Conserva la esperanza, cada vez más débil, de atrapar nuevamente a Trepper. Por el momento la cacería prosigue.
Charles Spaak, célebre escenógrafo, hermano de Claude, es arrestado en París junto con su compañera a quien Pannwitz deja en seguida en libertad porque está encinta (de Catherine Spaak, futura actriz de cine). La Gestapo detiene en Bélgica a los restantes miembros de la familia. Y se procede al acostumbrado chantaje: si no se detiene a Suzanne, todos serán fusilados; alguien afloja y da las señas deseadas. Suzanne Spaak es arrestada el 8 de noviembre.
Pannwitz ignora que ella posee la llave que puede abrirle las puertas de una media docena de organizaciones clandestinas de todo tipo. Cree haber detenido a una persona distinguida aunque poco realista, un instrumento del Gran Jefe, quien se ha dejado comprometer por él como las hermanas de Saint-Germain, las señoras de Bourg-la-Reine, la anciana señora May, la buena señora Queyrie… Cuando se entere, por intermedio del autor, mucho tiempo después, del verdadero papel jugado por Suzanne Spaak en la Resistencia, exclamará con voz rechinante: «¡Me engañó bien, esa mujer con su aspecto tan decente! ¡Y decir que no paraba de hablarme de sus obras de caridad!». Pero el Kriminalrat, ¿habría torturado a su prisionera para arrancarle una confesión si hubiera estado enterado de su importancia? Muy dudoso. El tercer hermano, Paul-Henri, es ministro de Relaciones Exteriores del gobierno belga en el exilio en Londres. Esta circunstancia y el inquietante curso de la guerra incitan a la prudencia. Pannwitz no lo olvida y pide a dos amigos, corresponsales de guerra, que asistan a iodos los interrogatorios de Suzanne Spaak para que puedan dar testimonio, en caso necesario, de su corrección. Aunque es una violación flagrante del secreto al que el Kommando está obligado, su jefe juzga conveniente tomar medidas para el futuro.
El Pannwitz de París, evidentemente, no es ya el de Praga.
Por fin su paciencia obtiene un premio: Trepper telefonea. Georgie se entera porque el mismo Pannwitz se lo dice durante uno de los interrogatorios. El Kriminalrat parece amargado, deprimido. «Se mostró muy evasivo», responde a la pregunta de Georgie. Evasivo era la palabra justa.
El 17 de noviembre las fuerzas policiales francesas reciben la orden de buscar a Jean Gilbert, quien «ha penetrado la organización policial por cuenta de la Resistencia y huido con documentos. Debe ser aprehendido por cualquier medio. Dar cuentas a Lafont». Se incluye una foto de Trepper alias Jean Gilbert. Su cabeza es puesta a precio. La primera oferta será aumentada tres veces en los próximos meses.
Los términos del telegrama han sido cuidadosamente pensados. La Gestapo no aparece y se da a entender a los destinatarios que se trata de un asunto interno de la policía francesa. La referencia a Lafont tiene por objeto excitar el celo policial. El jefe de la banda está asociado con el inspector Bony, una de las grandes figuras de la Sûreté de la preguerra. Se apuesta a las amistades que debió conservar entre sus antiguos pares.
Al mismo tiempo, las oficinas de la Gestapo, las secciones del Abwehr, los organismos militares, administrativos o económicos del ocupante, todo lo que es alemán en Francia y en Bélgica, recibe un aviso con el retrato del Gran Jefe y esta inscripción: «Espía muy peligroso. Fugado».
De este modo, dos meses después de su evasión, Pannwitz lanza tras el fugitivo a la policía francesa y a la alemana… Destruye así de un mandoble el juego sutil en el que alternaban la fuerza y la persuasión, la tortura para Katz y el té para Georgie, las ratoneras armadas por el Kommando y las amables invitaciones de Paris Soir.
Desespera ya de poner en claro las intenciones del Gran Jefe ¿Ha traicionado al Kommando o sigue traicionando a Moscú? No lo sabe. Y la incertidumbre se prolongará mientras Trepper se limite a enviar vagas cartas o se comunique «evasivamente» por teléfono. Trepper puede proseguir el Gran Juego o interrumpirlo a su antojo. La iniciativa está ahora en sus manos y esto no lo aguanta Pannwitz. Sus proyectos no pueden depender del capricho de un cautivo fugado, así sea el Gran Jefe. Y además tiene treinta y dos años, una edad en la que uno prefiere cortar un nudo gordiano mejor que desatarlo.
El gesto tiene sus consecuencias. Ese millar de anuncios enviados a las policías alemana y francesa, profusamente, darán la alarma al adversario aunque el tan mencionado «contraespionaje» sólo sea un mito. El aparato de seguridad del partido comunista ha sido alertado. Sin embargo, Pannwitz lo sabía cuando inició su operativo; es consciente desde el primer momento de las dificultades. ¿Tanto le interesa la captura del Gran Jefe? Sin duda alguna, pero no habría bastado para decidir al Kriminalrat porque a pesar de todo conserva su carácter aleatorio. El plan tiene por objeto, más que una dudosa captura, una certera neutralización.
El trasmisor de Kent ha permanecido en el Mediodía (está instalado en la villa de la modista Cocó Chanel cuya bien provista bodega hace las delicias de los radioperadores alemanes). Debía quedar allí si se pretendía usarlo para el Funkspiel porque Moscú podía requerir la verificación técnica del origen de las ondas emitidas. Pannwitz está convencido de que el Director ignora la presencia de Kent en París; para el Centro, el Pequeño Jefe continúa en el Mediodía, junto a su trasmisor.
Pannwitz envía al Centro un mensaje de Kent pidiendo permiso para trasladarse a París porque tiene la impresión de que la red funciona mal y quisiera conocer las causas. Se le acuerda el permiso. Kent envía entonces un mensaje, por orden de Pannwitz, en el que expresa su estupor. «¿Qué pasa con Trepper? Por todas partes veo avisos pidiendo su captura. Se habría escapado de una cárcel alemana». El Centro responde: «Evite a Trepper. Que el Partido no le dé ni un pedazo de pan. Para nosotros es un traidor».
Pannwitz ha logrado su objetivo. Ha arrebatado la iniciativa de manos del Gran Jefe. Éste no podrá amenazarlo ya con la denuncia del Funkspiel. Haga lo que haga, diga lo que diga, Moscú no le dará crédito. El golpe de audacia del Kriminalrat lo eliminó lisa y llanamente de la partida. Está neutralizado.
Operación interesante, pero cuyas consecuencias son inmensas. Porque el telegrama de Kent revela a Moscú que Trepper estaba desde hacia meses en manos de la Gestapo y que todos los mensajes del Gran Jefe formaban parte desde entonces de un operativo alemán de infiltración. De un solo golpe se destruye la obra entera del Funkspiel y la indispensable confianza del Centro, tan pacientemente conquistada por Giering, es aniquilada por su sucesor. ¿Con qué base cuenta ahora Pannwitz para construir su obra? ¿Espera en verdad que, tras esta conmoción, Moscú continuará acordando serena confianza a los mensajes provenientes de Francia? ¿No ve, acaso, que su golpe de audacia sólo es un acceso de locura y que al querer eliminar a Trepper a cualquier precio, aplasta a la vez, en la madriguera del oso, al Gran Juego y a su adversario?
Esto encierra un asombroso misterio. Puesto que el autor tardó tres años en dar con la clave, su lector aceptará, tal vez, que la revelación se demore algunas páginas más.