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La victoria con cánticos

Apenas París fue liberado, Reiser llamó a Georgie para anunciarle que la situación se había agravado y que no era imposible que facilitaran su fuga. Por lo tanto estaba obligado a meterla en una cárcel. Georgie ignoraba si algunos amigos preparaban su evasión, pero estaba decidida a escapar ahora que las represalias del Kommando no podían alcanzar a Patrick. Reiser desmoronó sus ilusiones. Por otra parte la fuga a través de un país hostil, cuya lengua ignoraba, era difícil. Como en Neuilly, dadas las circunstancias, prefirió la prisión a un status ambiguo de semicautiva.

Así comenzó su calvario cuyas etapas fueron Francfort, Leipzig, Ravensbrück, Francfort-sur-Oder, Orianenburg, Sachsenhausen. Las recorrió protegida por la triple coraza de su belleza, su vitalidad y su nacionalidad, se sobrepuso a ellas y llegó al final sana y salva gracias a una cualidad más esencial aunque difícil de definir. Como todos padeció humillaciones, se vio amenazada y algunas veces tocó el fondo de la desesperación, pero sólo habla de la humillación, el sufrimiento y la desesperación de sus compañeras. ¿Olvido de sí misma? ¿Atención al prójimo? Sí, siempre que veamos en ello una consecuencia de esa cualidad y no a la cualidad en sí misma. Cuando uno la oye hablar adivina un sentido de soberana invulnerabilidad que jamás la abandonó durante la larga pesadilla. Los acontecimientos resbalaban sobre ella sin herirla (sin morderla, dice Georgie). Ni morirá ni se envilecerá ni se afeará. «Los seres como tú y como yo pasamos a través de todas las pruebas». Georgie lo creía y ése fue su talismán.

De Karlsruhe no recuerda los terribles bombardeos que hacían temblar la puerta atrancada, sino al joven francés, casi un niño, que una noche hizo temblar a la prisión con su grito: «¡Mañana me fusilan!». No sabía que una voz humana pudiera expresar tanta congoja. Después fue Francfort, una prisión tan colmada que la vida se hacía imposible allí. Luego Leipzig, donde en una pequeña barraca se amontonaban treinta mujeres rusas. Dormían en el suelo, y por la noche el balde desbordaba y despertaban en medio de los excrementos. A Georgie le dieron el único banco para dormir. Sus vestidos y su lindo rostro despertaron la admiración de las rusas. De Leipzig la condujeron a Ravensbrück en un tren sellado, donde los viajeros se ahogaban. En Ravensbrück la «norteamericana» no fue rapada y sólo la sometieron a palizas colectivas. Allí vio, por primera vez, morir a un ser humano; durante las horas de trabajo una guardiana se abalanzó sobre la prisionera que cavaba a su lado y la mató a palazos. Confiesa que en cierto momento «las cosas iban mal» (tenía 41 grados de fiebre y alucinaciones). Pero Ravensbrück para ella será la gitana que hacía la cola ante la barraca donde se seleccionaban los condenados a muerte, con su hijito de quince días en los brazos, bajo un frío glacial.

Cuando Ravensbrück fue evacuado la llevaron a un campo de Berlín. Las presas trabajaban en la fabricación de hilos telefónicos de caucho y el sabotaje cundía. Después fue Francfort-sur-Oder, y luego, ante el avance ruso la peregrinación por las rutas de Alemania, la tristemente célebre «marcha de la muerte», millones de mujeres aleladas, conducidas sin rumbo, bajo el látigo de los S. S. exasperados por el miedo. La que se retrasaba era abatida. Una noche hubo empellones en la cola de la sopa. La presa que estaba delante de Georgie tropezó y el S. S. que vigilaba la distribución de la comida sacó su revólver y la liquidó sin un gesto. «Tenía tanta hambre que seguí caminando y tendí mi escudilla mientras la otra desdichada moría a mis pies arañando la tierra con movimientos cada vez más lentos. Para dormir era la batalla ante las pequeñas granjas, porque las que quedaban afuera morían de frío durante la noche. Yo trepaba al tirante más alto de los graneros, por encima de todas».

El hambre, la marcha precipitada, la muerte, todas esas pesadillas aumentaban día tras día. Con dos amigas bruselenses, que se habían hecho en el camino, decidieron que más valía morir en la fuga que ser liquidadas fríamente de un balazo en la nuca. El instante más propicio era la caída de la tarde cuando la famélica columna avanzaba en medio del ruido de las escudillas y los cubiertos, siniestro retintín precursor de muerte y miseria, como las campanillas de los leprosos de antaño.

La primera eligió un recodo para escapar. Georgie y la otra aguardaron hasta la próxima aldea. Una puerta estaba abierta sobre un jardincito, la franqueron y se ocultaron tras el muro. Los S. S. no se dieron cuenta de nada. Cerca ladraban los perros, esperaron hasta que el ruido de las escudillas se alejó y salieron entonces en busca de su compañera oculta tras un matorral.

Pasaron la noche en un corral lleno de pasto, al borde de un estanque. Por la mañana despertaron al son de los cañones. A la mañana un ruso deportado las encontró y les dio tres fósforos. Así pudieron cocer algunas raíces y luego se desnudaron y se bañaron en el estanque. ¡Una maravilla!

Con el baño el hambre aumentó. Georgie fue en busca de algún alimento. El cañón rugía cada vez más fuerte mientras recorría los campos. Por fin llegó a una granja donde los campesinos, vestidos con sus trajes domingueros aguardaban a los rusos, graves y silenciosos. Georgie pidió de comer. Mientras saciaba su hambre penetró en la casa un cosaco y pidió un trago. El dueño de casa dijo que no podía ofrecerle nada. El cosaco respondió que si no le daban de beber mataría a todos y sacó su pistola. Georgie, muerta de miedo, vio cómo daban de beber al cosaco y como éste se marchaba satisfecho.

Fue repatriada el 15 de mayo de 1945. Cuando llegó al chalet de Suresnes, Patrick, que estaba de visita con la señora Queyrie en casa de una vecina, reconoció a su madre, de espaldas, y lloró de emoción. La señora Queyrie cuidó de Georgie durante un año y medio y sus atenciones la hicieron recuperarse pronto. La buena señora Queyrie no le dijo entonces lo que después nos confesó: amaba tanto a ese chico que contaba con que Georgie no regresara para adoptarlo y cuidarlo como propio. Patrick había tenido suerte, gracias al cariño de la buena señora Queyrie, después de pasar de mano en mano, y algunas fueron alemanas, llegaba intacto a la orilla de la paz.

Un año y medio después Georgie se encontró en Bruselas con el anciano señor Jaspar, quien había sobrevivido a Mathausen. En el campo de concentración su buen humor y su pintoresca silueta divertían a todo el mundo. Mathausen le sirvió de fuente de Juvencia. Pero su esposa había muerto. Un día el comandante de su campo anunció la creación de un centro especial para viejos y enfermos. A pesar de las súplicas de sus compañeras, la señora Jaspar se ofreció como voluntaria. El campo especial era Auschwitz y sus cámaras de gas.

Viuda de su amor, Georgie de Winter unió su soledad a la de Jules Jaspar. Vivieron juntos en los Cevennes hasta la muerte del anciano caballero. Dos años después, Georgie se casó con un aristócrata polaco, coronel de la Guardia, héroe de la Resistencia y ayudante del general Bor en la época de la insurrección de Varsovia. También él había elegido los Cevennes para terminar su tumultuosa vida. El 18 de mayo de 1966, el coronel murió a su vez dejando sola a Georgie en la casa-fortaleza del flanco de la montaña. Extraño destino el de esta mujer tan poco hecha para la guerra secreta, la prisión, la soledad, y a quien tocó vivir todo eso porque un día de 1939 dejó caer su par de guantes en una confitería de Bruselas…

Los libertadores llegaron demasiado tarde al campo de Mauthausen para salvar a Henri de Ryck, accionista de la Simexco belga; a Rauch, el hombre del Intelligence Service y a Charles Drailly de la Simexco (su hermano Nazarin había muerto en Dachau de peste bubónica). Robert Christen, el cancionista, ex dueño del «Florida», declara que sobrevivió gracias a su improvisada actuación como mimo en las «matinées recreativas» que se ofrecían los domingos a aquellos espectros vivientes, suprema irrisión. Transferido a Gouzen I, enseñó a tocar el acordeón al jefe del horno crematorio, mientras calentaba la sopa de los presos sobre los huesos incandescentes de las víctimas. Robert Corbin fue destinado al taller de costura del campo; su trabajo poco fatigoso y al abrigo del frío le permitió sobrevivir.

Liberados, repatriados, los de la Simex y la Simexco regresaron cantando loas en honor de Bill Hoorick, a quien dejaron en el campo. El destino es caprichoso y fue necesaria la deportación para que el pintor revelara sus méritos. En Mauthausen, su escenario predestinado, mostró su extraordinaria astucia y su abnegación. Por un error de su prontuario el comandante del campo lo creyó médico y él no lo desmintió. Todos sus conocimientos de medicina se limitaban a un curso acelerado seguido cuando quería ser misionero. A lo sumo podía ser un enfermero ayudante. Los S. S. lo nombraron médico jefe y pusieron bajo sus órdenes a varios médicos deportados que no descubrieron la superchería porque la medicina aplicable en el campo de concentración era muy limitada. Hoorick, privado de recursos materiales no podía sanar los cuerpos como hubiera querido, pero tenía suficiente generosidad para confortar los corazones, reavivar la energía, luchar contra el contagio de la desesperación. Salvó a muchos de sus compañeros destinados a las cámaras de gas haciéndolos ingresar, fraudulentamente, a la barraca de los enfermos contagiosos donde los S. S. jamás entraban. Cuando liberaron el campo se negó a ser repatriado con sus compañeros y dejó a Mauthausen el último, llevando consigo un fajo de cartas de los médicos de su servicio que exaltaban su acción bienhechora y ocultaban su confusión por no haber adivinado que el «eminente colega» no era eso precisamente. De haberlo podido, lo habrían nombrado doctor honoris causa de la Facultad de Mauthausen.

Vladimir Keller, de la Simex parisiense, fue llevado a la prisión civil de Tegel dos meses después del fusilamiento de Alfred Corbin. Trabajó como tipógrafo e imprimió seis mil tarjetas de visita para Himmler, muy impresionado con la abundancia de títulos honoríficos del Reichsführer. Luego lo trasladaron a una cárcel checoslovaca donde padeció cruelmente el hambre y el frío. Muchas veces pensó en aquella puerta de los baños en la estación de Lille que le hubiera bastado empujar para no sufrir tales tormentos. Por fin el libertador Ejército Rojo se manifestó en forma de un oficial caracoleando sobre su caballo, con las botas rotas que dejaban ver los dedos. Suizo impecable, Keller se lo hizo notar. El ruso respondió, riendo: «No es grave, lo importante era ganar la guerra».

También sobrevivieron el alemán Ludwig Kaïnz, la señorita Ponsaint y Henri Seghers, de la red belga. Los demás, llegados a Alemania en el triste convoy de abril de 1943, no regresaron, murieron por agotamiento o enfermedad o fueron ejecutados.

Salvo, tal vez, el teniente Makarov, alias Carlos Alamo. En febrero de 1943, la Corte Marcial presidida por «el sabueso de Hitler», Manfred Roeder, lo condenó a la pena capital. Luego formó parte del convoy de Berlín, y durante el viaje Bill Hoorick pudo cambiar algunas palabras con él. En Berlín su rastro se pierde y ningún sobreviviente de la red ha vuelto a verlo.

Pero, terminada la guerra, cuando estaba en poder de los norteamericanos, Manfred Roeder contó a un juez de instrucción una extraña historia que luego nos repitió. Según él, el prontuario de Makarov le reveló que era sobrino de Molotov, ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética. Debido al parentesco, la ejecución de Makarov tendría un significado político. Además, como todas las sentencias de la Corte Marcial eran sometidas a Hitler, el Führer, en el caso de Makarov y en otros, delegó su poder a Goering. Al someterle la sentencia de Makarov, Roeder hizo resaltar el parentesco del condenado y sugirió que tal vez conviniera mantenerlo vivo, ya fuera para un intercambio con los rusos, o para que su cadáver no se atravesara en las eventuales negociaciones con Moscú, es decir con su tío Molotov. Roeder pretende que Goering aceptó sus sugerencias y ordenó que el ruso fuera encerrado en un campo de concentración con el nombre de Kokorine. Los norteamericanos lo liberaron y regresó a Rusia.

Es verdad que el New York Times, en mayo de 1945, publicó la lista de «presos excepcionales» liberados y mencionó entre ellos al tal Kokorine, pero tenemos la certeza de que no se trataba de Makarov.

Un hombre del Intelligence Service, el capitán Payne-Best, conoció a Kokorine durante su cautiverio. Payne-Best fue raptado en Venlo, sobre la frontera holandesa, por los S. S. Schellenberg y Naujocks y encerrado en el bunker del campo de Sachsenhausen donde la Gestapo internaba a sus más notorios prisioneros. A principios de 1943 apareció en el bunker el famoso Kokorine, provenía de la sección de prisioneros de guerra y lo acompañaba el hijo de Stalin; Kokorine contó a Payne-Best que era paracaidista como su compañero y que se habían lanzado tras la línea de frente alemana para comandar un grupo de guerrilleros. Los alemanes los descubrieron y arrestaron. Kokorine llevaba aún su uniforme militar y tenía los dedos de los pies amputados a consecuencia de una congelación que le impidió correr. Contaría unos veintidós años de edad, es decir que era sensiblemente más joven que nuestro hombre. Usaba anteojos, cosa que no hacía Makarov, no hablaba inglés como éste. En su mal alemán hablaba de Stalin. Podemos concederle a Makarov cierta ingenuidad, pero no hasta el punto de llamar a Stalin «tipo magnífico…, aficionado a comer bien y a las muchachas…, quiere mucho a mi madre y la visita todas las noches…, es muy perezoso, detesta el trabajo…, nunca se preocupa por nada…, le gusta mucho reír, etcétera».

Otra inexactitud en la tesis de Roeder es que Kokorine nunca regresó a Rusia. El grupo de «presos excepcionales» fue llevado a Niederdorf, aldea del Tirol, y allí los liberó un piquete norteamericano. Días después, Kokorine se perdió en la montaña. El frío reavivó las antiguas heridas, se reabrieron las llagas, se formó gangrena y murió. Payne-Best cuenta el episodio en su libro The Venlo Incident y agrega que Kokorine le había confiado su decisión de no regresar a Rusia donde le aguardaba un destino incierto.

Por lo tanto no es Makarov. ¿Miente Roeder o se engaña? ¿Por qué mentiría? Nunca pretendió mostrarse humanitario puesto que no aprecia el sentido de humanidad. Si aconsejó a Goering el cambio de condena fue en interés del Tercer Reich. Roeder no posará jamás de rusófilo sino, por lo contrario, de perseguidor de los bolcheviques. Y su mentira, en este caso, sería vana puesto que muy poco bastaría para descubrirla. Lo probable es que se engañe. Damos por sentado que sugirió a Goering el perdón de Makarov y que el Reichsmarschall decidió entonces internar al preso en un campo de concentración. Pero el destino ulterior del cautivo ya no le incumbe. No tenía por qué conocerlo. Podemos presumir que al enterarse después de la guerra de la existencia de un sobrino de Molotov y de sus aventuras, dedujo erróneamente que se trataba de Makarov. Dentro de esta hipótesis, Alamo habría sido otro sobrino de Molotov y, una vez obtenida la gracia fue encarcelado en algún lugar que ignoramos, pero con muchas probabilidades de sobrevivir a la prisión.

Una curiosa coincidencia refuerza en Roeder la idea de que Makarov vivía en 1948 y de que tal vez vive aún. En esa época, Roeder estaba detenido en la cárcel de Nüremberg. En el mes de octubre el contraespionaje norteamericano detuvo a un checo, Frantizcek Klecka, quien seguía trabajando para los rusos después de haber formado parte durante la guerra de la Orquesta Roja. Por maligno azar ese hombre fue encerrado en la misma celda que el que había enviado al cadalso a tantos de sus compañeros. Tras las primeras reticencias, el aburrimiento deshizo el hielo y hablaron de los tiempos viejos. «Klecka —cuenta Roeder— me dio saludos de Makarov y me invitó a visitarlo en Berlín».

El autor tiene pruebas de que un capitán Makarov fue destinado a Berlín Oriental en 1948. Dirigía el grupo I del M. G. B., sigla que entonces designaba los servicios soviéticos. Nuestro Alamo, ¿perseveró entonces en la actividad que tanto lo aburría en Bruselas? Es posible. ¿Lo mantuvo el Centro a pesar del mal recuerdo de su iniciación? También es posible, a lo mejor los años de tribulaciones lo hicieron menos cándido. Pero nada es probable. Como el apellido Makarov es bastante común en Rusia, no podemos descartar la hipótesis de que el capitán del M. G. B. sea un homónimo del de la Orquesta Roja.

Poco después de que Reiser hiciera encerrar a Georgie en la prisión de Karlsruhe, Margarete vio llegar a su amante y a su hijo René en los furgones del Kommando. Kent, en compañía de Pannwitz, partió en seguida para Hornberg, en la Selva Negra, donde se había replegado la antena-oeste de los servicios de información S. S. Reiser ordenó a Pannwitz que quemaran sin tardanza los expedientes del Kommando, y así lo hicieron.

A mediados de setiembre, Margarete y sus hijos dejaron a Karlsruhe, casi en ruinas por los bombardeos, y fueron llevados a una pensión de Friedrich Roda donde estaban internadas la princesa italiana Rúspoli, la familia del general Giraud y otras personalidades del mismo tipo, es decir, inofensivas. La casa no estaba vigilada y todas las prisioneras disponían de una completa libertad de acción. En octubre, Michel enfermó de pulmonía doble. Su padre vino a verlo el 22 y permaneció a su lado por algunos días. Regresó el 13 de diciembre y Margarete creyó que había terminado la separación y que juntos aguardarían el final de la guerra, la vuelta de la tranquilidad, la posibilidad de vivir un amor apacible tras cinco años de vicisitudes. Pero, a mediados de febrero, reapareció Pannwitz y, a pesar de los gritos histéricos de Margarete, se llevó a Kent.

Friedrich Roda fue tomado primero por los norteamericanos y luego cedido a los rusos por estar dentro de la zona de ocupación soviética. Margarete, encantada con la transferencia, visitó la Kommandantura rusa y se presentó como la esposa de un agente soviético, cuyo seudónimo era Kent. El oficial pegó un brinco. «¡Kent es un traidor! —gritó. ¡Lo estamos buscando por todas partes!». Al ver la emoción de Margarete agregó que no la hacía responsable de los errores de su marido…

Cuando el correo volvió a funcionar a mediados de junio, Margarete casi desfallece al recibir un sobre con la letra de Kent. La carta databa de abril y había sido despachada en Stuttgart. El texto era conciso: «Cuando leas esto, seré cadáver. Abre nuestro cofre, fuérzalo si es necesario». Le había dejado un cofrecito al partir junto con Pannwitz. Ella hizo saltar la tapa y en el interior halló una carta dactilografiada que comenzaba con esta frase: «He traicionado a mi país»; luego Kent confesaba a su amante, por primera vez, que era un espía soviético, afirmaba no ser judío con inexplicable pasión como si para él fuera lo esencial e indicaba de paso la inexactitud de su fecha «oficial» de nacimiento: 3 de julio de 1911; había nacido en 1912. Terminaba dándole múltiples consejos para ella y los chicos. Un médico, compañero de detención sugirió a Margarete que hiciera desaparecer la carta, con muy buen sentido. Ella la quemó.

En setiembre de 1945, cumplidas las formalidades de la repatriación, dejó Friedrich Roda, donde nada la retenía puesto que Kent había desaparecido. Decidió ir a Francia con los niños. En la frontera la detuvieron y le hicieron mil preguntas sobre Kent, sin que ella pudiera discernir si el contraespionaje francés se preocupaba por el agente soviético o por el dócil colaborador del Kommando. Tras muchos interrogatorios la encerraron con René y Michel en un campo de internación donde estaban los sospechosos de colaboración. El régimen era duro y muy diferente a Neuilly, Courcelles o Friedrich Roda. Margarete sufrió hambre y frío sin entender por qué la desdicha se abatía sobre ella. Primero la encarcelaban los alemanes y ahora los franceses… Le parecía que el mundo había enloquecido y que ella moriría entre alambradas sin saber cuál crimen había cometido. Si era por causa de su amor por Kent, la luz de su vida, ¿por qué no dejaban de atormentarla ahora que había muerto?

A fin de año la dejaron en libertad, pero Michel estaba tan enfermo que debió aguardar dos meses más hasta que se restableciera. Salió del campo el 18 de mayo de 1946. Los policías le hicieron firmar un compromiso de prevenirlos si recibía noticias de Kent.

Tenía dos niños a su cargo, uno de catorce años, otro de tres. Carecía de dinero y de trabajo, con su salud seriamente comprometida. Mientras a su alrededor comenzaba el lento e irresistible ascenso hacia las dulzuras del vivir, diez años de enfermedad y miseria se iniciaban para ella.

Esa noche de diciembre de 1965 en que llevé a mi mujer al «Moulin Rouge» en la plaza Brouckkere de Bruselas, ella sabía que no sería un alegre peregrinaje. Hacía dos años que estaba habituada a mis meditaciones en todo lugar. Nos instalamos al borde de la pista, serios, callados, como una aburrida pareja que celebra el trigésimo aniversario de casamiento, salvo que no teníamos los cabellos blancos. Se apagaron las luces y fue anunciado el prestidigitador. El muchacho de gestos vivaces, graciosos, lleno de animación y de vida era Michel, el hijo de Kent, que cumplía su representación en el mismo lugar donde su padre fue espectador asiduo en los tiempos en que se llamaba Sierra.

Hasta 1961 vivió en la atormentada estela de su madre. A los quince años entró a trabajar como cadete de oficina en una agencia fotográfica periodística. Aprendió, a escondidas, a revelar fotos. Un día ningún fotógrafo se presentó a trabajar. Michel tomó una máquina, salió a la calle, hizo varias tomas, las reveló, mostró las copias en las redacciones de Bruselas. Todas fueron publicadas. Lo incorporaron al equipo de fotógrafos. El día del casamiento del rey Balduino estaba en primera fila. La gente, ansiosa de ver, empujaba; hubo remolinos y cargas de la policía. Un agente golpeó a Michel con su bastón. Éste cayó y se fracturó el cráneo. En el hospital le ofrecieron, para entretenerse, materiales de ilusionista. Michel aprendió a manejarlos y cuando sanó decidió hacer de su nueva habilidad su oficio. Después de un duro comienzo llegó el éxito: giras por todo el mundo, Alemania, Canadá, Estados Unidos, el Medio Oriente, Japón. No es la riqueza pero sí el bienestar. Economiza —a madre cigarra, hijo hormiga—, piensa dejar su trabajo dentro de diez años, al cumplir los treinta, colmado de viajes y experiencias. No sabe qué hará después, pero con su madurez, su seriedad, su lucidez, es seguro que irá lejos.

Físicamente es una versión mejorada de Kent. No tiene nada de Margarete, pero ella ha atenuado la fealdad del padre. En su escritorio tiene el retrato de Kent, muerto cuando él tenía dos años. Trabaja bajo su mirada. Lo venera. Lo quiere.

¡Ah, Michel! Pensaba en ti y mi pluma se detenía en el instante en que debía escribir sus abandonos, sus cobardías, sus traiciones… Gentil ilusionista que juegas con tanta gracia con tus pañuelos y tus palomas, de mi tintero ha salido una desoladora imagen que no podrás escamotear… ¿Qué puedo hacerle? ¿Qué podemos hacer tú y yo? Uno puede tener el coraje necesario para guardar la calma dentro de un submarino en peligro y no el necesario para hacer frente a la Gestapo… uno puede haber sido un brillante oficial de las Brigadas Internacionales y desmoronarse a la vista de un Citroën negro. Michel, ni tú ni yo podemos juzgarlo; ese derecho les incumbe solamente a los que callaron. Ni siquiera para consolarte diré que Kent era la regla. Pero tampoco fue la excepción. Conozco esos casos, los padres que entregaron a sus hijos, los hijos que entregaron a su madre. A él, tan joven, tan maleable, lo enviaron a combatir a tres mil kilómetros de su patria, junto a los extranjeros. Un solo ser ocupó su corazón y el destino quiso que para salvarlo tuviera que convertirse en un traidor. Si la salvación de Margarete hubiera coincidido con el heroísmo, habría sido heroico y trepado tan alto como bajo cayó. El Gran Jefe lo dice: «Nada habría sucedido si él no hubiera conocido a esa mujer. Y cuando ella le dio un hijo, él perdió por completo la cabeza». Esto no vale como excusa absolutoria para nadie, salvo para ti, porque esa mujer era tu madre, porque tú eras ese hijo.

Pero dejemos a Bruselas y volvamos a encontrarnos con el azar en el chalet austríaco donde se representará el penúltimo acto…

En Bludenz, a diez kilómetros de la frontera suiza. Pannwitz, Kent y algunos hombres del Kommando se habían refugiado en un chalet aislado después de recorrer trescientos kilómetros a través de las fuerzas alemanas en retirada, por caminos cerrados por los gendarmes o los S. S. dispuestos a fusilar por la espalda a los que daban la espalda a la línea de fuego. Pero el Kriminalrat poseía un documento, firmado conjuntamente por Himmler y el general Jodl, que lo autorizaba a circular libremente y le daba poder de requisición sobre civiles y militares.

Acurrucados en su chalet vieron acercarse a los franceses del Primer Ejército. Pannwitz y sus hombres quemaron sus documentos de identidad y aguardaron, nerviosos, el final. La espera se hizo eterna. No habían contado con esto. Pasaron las semanas y seguían encerrados en su chalet en medio de floridas praderas. Todas las noches, Kent se comunicaba por radio con Moscú. En Bludenz la ocupación era pacífica, algo desconcertante.

Fue necesario que uno de sus compatriotas, un refugiado berlinés, los denunciara a los franceses para que llamara la atención. Los soldados rodearon el chalet. El Kriminalrat Pannwitz era demasiado astuto para morir por una causa perdida e izó un pañuelo blanco. Cuando un joven oficial francés se presentó, empuñando la pistola y, sin mirarlos siquiera, arrancó y desgarró la foto del Führer que colgaba de la pared, Kent se adelantó y dijo: «Pertenezco a los servicios de información soviéticos, soy comandante del Ejército Rojo y estos señores forman parte de un movimiento alemán de Resistencia y trabajan conmigo desde hace meses». El teniente quedó atónito y Kent le mostró los últimos telegramas recibidos del Centro. Kent pidió luego protección para sus compañeros y pidió que se respetara el trasmisor y el armamento personal de los S. S. «por ser propiedad del Ejército Rojo».

El teniente, convencido, se retiró. Una semana después su batallón era transferido y su reemplazante, cuando vino al chalet, escuchó a Kent y olfateando un incidente diplomático, juzgó conveniente desembarazarse cuanto antes del comandante del Ejército Rojo y de esos señores de la Resistencia alemana. Los envió al cuartel general de Lindau. Allí, un abrumado coronel recibió a Pannwitz y a Kent y les preguntó si no habían oído hablar de un grupo de la Gestapo llamado «Kommando Orquesta Roja». Pannwitz, inquieto, pidió aclaraciones. El coronel le mostró un telegrama del cuartel general norteamericano más próximo que denunciaba a los franceses la existencia en la región de ese Kommando, cuyo jefe era un tal Heinz Pannwitz. Su captura estaba ordenada porque según ciertos informes tenía por misión matar al general Patton.

Kent se apresuró a presentarse. Pannwitz exhibió sus falsos documentos y multiplicó las profesiones de fe antihitleristas. El coronel, muy cansado, decidió que un trago no comprometía mucho y brindaron alegremente por la victoria aliada. Después envió un informe al general de Lattre de Tassigny. Los S. S. y Kent pasaron, la noche en un cuarto del cuartel general entre soldados franceses indiferentes. A la hora de la emisión, Pannwitz, estupefacto, vio que Kent pasaba a un S. S. su trasmisor, una maravilla técnica para la época, que cabía en una caja de fósforos. Los soldados miraron distraídamente a sus huéspedes cuando éstos, con la mano apoyada en la oreja, la cabeza gacha y los ojos entrecerrados, farfullaron algo en sueños. El S. S… un radioperador muy ducho, había disimulado el receptor en su mano y dictaba el texto de un telegrama que Kent anotó en el margen de un libro que fingía leer. La gratuita proeza distendió los nervios de todos.

A la mañana siguiente los expidieron a París. El general de Lattre de Tassigny había decidido pasar el caso al ministerio de Guerra. Regresaban a París diez meses después de la precipitada partida, con diez valijas llenas de efectos personales. Pannwitz conservaba su pistola y nadie había revisado su portafolio lleno de documentos de los que no se separaba.

El ministerio, confundido, se comunicó con la embajada soviética. El teniente general Novikov declaró que estaba dispuesto a recibir al comandante del Ejército Rojo puesto que su misión en París consistía en organizar, la repatriación de los súbditos soviéticos. En cuanto a los señores de la Resistencia alemana, ya se vería lo que se iba a hacer.

El 6 de junio de 1945, Pannwitz y Kent fueron conducidos a Le Bourget donde los aguardaba un avión. Llevaron a Moscú sus diez valijas y el portafolio con los documentos, Novikov sólo retuvo la pistola del Kriminalrat.

No le habían faltado a Pannwitz las oportunidades de fugarse cuando estaba a dos horas de marcha de la frontera suiza. Mientras dormía en su chalet del Tirol, sus colegas, por decenas, cruzaban las montañas tras los guías, rumbo a Italia, a Génova puerta abierta sobre América del Sur. ¿No lo sabía, acaso? ¿Él, un Kriminalrat, jefe de un Kommando, ignoraba ese precioso detalle? En esa primavera de 1945 un ciclón de interminables hordas barría a Alemania: deportados, obreros requisados, prisioneros de todas las nacionalidades regresaban a sus hogares; las familias refugiadas en el campo vuelven a las ciudades, las gentes del Este huyen del Ejército Rojo, un millón de sudetes alemanes se amontonan en las rutas para escapar a las represalias checas. En todas partes reina el desorden, un caos como no se había visto en Europa desde las grandes invasiones…

Pannwitz cuenta con falsos documentos, un físico vulgar; pero no se mueve, no se mete en el hormiguero humano en medio del cual podría perderse. Aguarda hasta que vienen a buscarlo.

Para Kent es más simple: es ruso. Un aliado. Si desciende hasta Bludenz, a trescientos metros de distancia apenas, se convierte en prisionero del Ejército Rojo, evadido o deportado y liberado. Los franceses lo recibirán con los brazos abiertos y lo repatriaron con menos diligencia que la que emplearían con un comandante del Ejército Rojo, oficial del servicio de espionaje. Como obrero deportado o como cautivo lo harán esperar meses antes de regresar al país y mil oportunidades pueden presentarse, entretanto.

Cualesquiera sean las incertidumbres del futuro, un imperativo se impone en el presente: no dejarse prender con los S. S. Kent debe largarse cuanto antes del chalet, debe abandonar a su suerte a sus pestíferos ocupantes y poner el mayor espacio posible entre ellos y él. Pero no se mueve. Como Pannwitz, aguarda hasta que vienen a buscarlo.

Está bien.

Vienen a buscarlos. Tienen la probabilidad de caer en manos de los occidentales, el sueño de millones de alemanes. El más humilde cabo de la Wehrmacht, culpable tan sólo de haber combatido seis años en el frente, atravesaría su país de rodillas para escapar de los rusos y ser hecho prisionero por los occidentales. Pero Pannwitz no lo hace. Por lo contrario, rema en dirección a Rusia. Porque desde el momento en que Kent revela su condición de oficial ruso al teniente francés, su destino final, es, obviamente, Moscú. Kriminalrat de la Gestapo, Hauptsturmfüher S. S. pone proa al Este, ¡qué cosa extraña! Amo del Gran Juego, encarnizado desde hace dos años en engañar al Centro, se arrastra hacia aquéllos a quienes ha trampeado, ¡qué sorprendente! Por sus funciones, Pannwitz está al corriente, como nadie, de las tensiones existentes entre los aliados que han sido exageradas entre los suyos. Debía comprender que los occidentales no lamentarán demasiado el hecho de que él haya engañado al aliado ruso y puede ser que los servicios secretos tuvieran un cierto interés en enterarse mejor del caso. Pero en lugar de arrojarse en esos brazos tranquilizadores, Pannwitz se arroja en los de su peor enemigo; el Director.

En cuanto a Kent, es muy simple: corre al cadalso. Podría evadirse mil veces en el trayecto entre Bludenz y Lindau, entre Lindau y París; nadie los escolta, nadie los acompaña. Un paso al costado y desaparecería. Pero sigue marchando derecho, hacia el frente, hacia la muerte.

¿Incomprensible? Quizá no.