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La Simex sitiada
A fines de 1942, el contraespionaje alemán ha barrido a Berlín, después de Bruselas y Amsterdam. Pero estos éxitos no aplacan a los jerarcas nazis cuyo furor se desata al descubrir la importancia y la eficacia de la red soviética. En París el Kommando se instala en la calle des Saussaies, en el inmueble de la Sûreté francesa. Abraham Raichman, el falsario bruselense, debe recorrer las calles para encontrar los hilos que lleven a Trepper. Raichman, portador de las esperanzas de la Gestapo, se establece en la ciudad con su compañera, Malvina. Puede ir y venir a su antojo con la sola obligación de dar cuentas, cada mañana, a Fortner en el café Viel, bulevar des Italiens, donde ambos toman el desayuno.
Pero Trepper no aparece y Raichman recorre inútilmente los domicilios de algunos «buzones» conocidos de él. El Kommando tiene otra pista; Simone Pheter, empleada en la oficina parisiense de la Cámara de Comercio belga, en la calle Sáint-Lazare. Gracias a ella y a la correspondencia oficial, las redes belgas y francesas poseían una buena «máscara» para su correo hasta el momento en que al investigar a Romeo Springer se descubrió su contacto con la Bolsa y a la corresponsal parisiense. Aunque hasta el presente, el Kommando se limita a vigilar la correspondencia ha llegado el momento de la acción. Una falsa carta de Bruselas pide a Simone Pheter que arregle una entrevista entre su patrón y un agente de Bruselas, que será Raichman. Simone concerta la cita sin sospechar nada, pero cuando va al restorán parisiense donde tendrá lugar, comprueba que está vigilado y antes de que su jefe aparezca simula un ataque de nervios que congrega a su alrededor a todos los parroquianos. Cuando su patrón se presenta y ve el desorden presiente el peligro y escapa. Era Grossvogel.
No quiere decir que los denarios de la traición sean concedidos en vano a Raichman. Éste conoce mal la red parisiense y tiene dificultades para penetrarla. Por lo contrario hará maravillas en Lyon donde se han refugiado los bruselenses Germaine Schneider, Romeo Springer y Schumacher, el atento dueño de casa que ofreció café a Fortner cuando fue arrestado Wenzel. Gracias a la complacencia de Vichy doscientos veinticuatro agentes de la Gestapo cruzan la línea de demarcación el 28 de setiembre de 1942 como resultado de las negociaciones que el propio Canaris dirigió: la zona libre ya no es un obstáculo para el Kommando. Con la ayuda de Raichman los agentes descubrirán las emisoras clandestinas y capturarán a los fugitivos. Los equipos enviados a Marsella perseguirán a Kent y a Margarete a quienes ha denunciado Malvina.
¿Qué se sabe en realidad del Gran Jefe? El Kommando está en posesión de la foto encontrada en los Atrebates y de su seudónimo, Gilbert, revelado por Myra Sokol. Wenzel y Yefremov confesaron que se ha establecido en París. Esto es todo, no hay otra pista que conduzca al jefe del espionaje.
Pero está la Simex…
Giering conoce a la Simex parisiense gracias a la vigilancia ejercida sobre la Simexco bruselense. Ambas firmas cambian abundante correspondencia. Bastaría una visita a la escribanía del Tribunal de Comercio del Sena donde la firma fue registrada el 16 de octubre de 1941 con el número 285 031 S. Entre sus accionistas figura León Grossvogel, de quien Giering sabe por Yefremov, que es uno de los lugartenientes del Gran Jefe. Pero no se trata de alertar al enemigo que está en todas partes y Giering y Fortner prefieren pedir informes a la Organización Todt.
Por precaución van como simples civiles y piden ser recibidos por el Hauptsturmführer Nikholaï, oficial de enlace de la Gestapo con la Todt. Esto les crea algunas dificultades porque Nikholaï les hace hacer antesala y al final deben exhibir sus documentos. Nikholaï se consterna cuando sabe a quienes ha hecho esperar. Fortner exhibe la foto de Trepper y le pregunta si lo conoce. ¡Claro que lo conoce! Un tipo sensacional, un hombre de negocios con quien la Todt trata, desde hace un año, importantes negocios, sobre todo con respecto al Muro del Atlántico. Muy bien dispuesto, muy cooperativo… Nikholaï siente enorme simpatía por ese Gilbert.
Fortner y Giering manifiestan deseos de conocerlo. Es fácil. Su ausweis para la zona libre acaba de expirar y vendrá a renovarlo. Fortner y Giering piden informes sobre la Simex; «una firma seria que colabora sinceramente con las autoridades de ocupación» dice Nikholaï. Los otros, satisfechos por el momento se despiden recordándole que debe guardar el secreto de la entrevista.
Pero Nikholaï («el idiota», lo llama Fortner), sin advertirlo ni pedir consejo, llama a Trepper para recordarle que debe renovar su permiso. En su descargo, recordemos que ignora que tiene que habérselas con el Gran Jefe. Ha prometido prevenir a los del Kommando cuando el supuesto Gilbert se presente, pero éste no se presentará ya y se hace necesario buscar otro camino.
Tras muchas reflexiones los jerarcas deciden visitar la Simex como hombres de negocios y proponer una operación comercial. Pretenderán ser compradores de diamantes químicos, una mercadería cara y buscada. Nikholaï les indica que hablen con una tal Madame Likhonine, empleada en la Todt, quien tiene muchas relaciones en la Simex. Por prudencia, Fortner y Giering investigan a la señora Likhonine y el resultado es positivo: es la viuda del último agregado militar zarista en París, una rusa blanca de quien todo el mundo habla bien. Y lo mismo de su hijo que también trabaja en la Todt.
El contacto se establece. Madame Likhonine se embala con el negocio y promete hablar de él a los de la Simex. Le dicen que debe comprender que ellos, dos importantes comerciantes, buscan garantías dado el monto de la operación y que el contrato tendrá que ser firmado por el propio director de la Simex. La señora Likhonine está de acuerdo. Promete acelerar los trámites.
En el otoño de 1942, la Simex ya no está en los Campos Elíseos. El inmueble del Lido no complacía a Alfred Corbin, ¡demasiados juerguistas en los alrededores! Desde el 20 de febrero está instalada en un suntuoso departamento del tercer piso en el 89, bulevar Haussmann, frente a la iglesia de San Agustín. En el segundo piso funcionaba uno de los servicios alemanes.
Alfred Corbin conoce desde hace meses la verdad acerca de la compañía que dirige. Mignon se ha enterado por Katz en vísperas de la mudanza. Sabemos que no ingresa en la red porque tiene su propio trabajo en la Resistencia. Cuando parte en misión para «Familia Martín», su mujer, que ignora la realidad acerca de la Simex, lo remplazará en la firma. Es una mujer enérgica que se aviene mal con la tranquilidad.
Sueña con destruir a los alemanes a fuerza de bombas. Sus jefes en «Familia Martín» la aplacan a duras penas y la convencen de que resulta más eficaz informando sobre la Simex. Ella cree que la compañía colabora con los nazis ocupantes de París. Por la señora Mignon nos enteramos de que la vida en la Simex era agradable y familiar, de que Suzanne Cointe parecía una solterona austera y seca aunque se humanizaba al cantar y de cómo el señor Corbin aportaba provisiones de su granja donde se dedicaba a criar aves. Corbin generoso, proveía igualmente cigarrillos. «Gracias a él no nos faltaba nada», dice la señora Mignon.
En la entrevista que tuve con Keller, éste me confesó sus sospechas acerca de la señora Likhonine, «hermosa para sus años y con aspecto de aventurera». Ella había aportado la clientela de la Todt. Para entonces Keller ha comprendido que tanto el señor Gilbert como el señor Corbin buscan informes acerca de los alemanes, aunque supone que se trata de negocios del mercado negro. Por otra parte, Keller gana un buen salario y no le faltan las provisiones. Decide cerrar los ojos.
La señora Likhonine informa a Fortner que el patrón de la Simex no podrá firmar el contrato porque está haciendo una cura en Spa. «Es un cardíaco avanzado», dice ella. Fortner y Giering se enojan. El negocio se hace, ¿sí o no? Han enviado a alguien a Spa y en el castillo de Ardennes no hay nadie. La señora Likhonine los calma: el señor Gilbert irá a Bruselas un día prefijado para firmar el contrato.
Se decide arrestar al Gran Jefe al descender del tren en la estación Sur de Bruselas. La Gestapo cerca la estación. Todo el mundo está nervioso. El tren llega, se teme lo peor, un ataque a tiros, cualquier cosa… Pero del tren desciende, sola, la señora Likhonine: «Estoy desolada —dice—, no pudo venir. Me dio poder para firmar el contrato y mañana iré a Anvers a buscar los diamantes».
Fortner se niega, hace seguir a la mujer que va directamente a la Simexco. El negocio ha fracasado.
A su vez, Nikholaï ha entrado en contacto con Keller a través del hijo de la señora Likhonine. Le propone otros negocios importantes, con el Muro del Atlántico. Pero tendrá que ponerse en contacto directo con las autoridades y necesitará un ausweis. Nikholaï se lo promete y le pide sus papeles. Keller se los da. Nikholaï se sincera con él: está en una situación penosa, su familia ha muerto en un bombardeo, tiene problemas económicos. ¿No podría el patrón de la Simex acordarle un préstamo? Keller está confundido, aunque sea una situación difícil, promete ocuparse de ella. A su vez Nikholaï promete entregarle un ausweis.
Días después un grupo de soldados alemanes va a la Simex. Pretenden estar interesados en la compra de repuestos. Así se crea un problema para el buen Keller, porque las mercaderías que la Simex vende a los alemanes son producto del robo, por lo general y no es cuestión de conseguir los repuestos. Tampoco en ese momento Keller sospecha nada serio. Informa al señor Corbin, naturalmente. Por entonces Corbin ha cambiado mucho, está siempre nervioso e inquieto. «Ah —suele decir a Keller—, cuánto daría por estar lejos de aquí, en un rincón perdido del mundo».
Tras los intentos de Raichman, la renovación del ausweis y el frustrado negocio de los diamantes, el préstamo de Nikholaï es la cuarta trampa tendida a Trepper. Giering y Fortner piensan que no dejará pasar la ocasión de corromper a un hombre de la Gestapo. Pero, quien trata con el oficial de enlace es Corbin, quien le entrega cuarenta mil francos. Nikholaï firma un pagaré en debida forma. Es la suprema esperanza del Kommando, Trepper lo tiene en sus manos y puede hacerlo cantar. Si no lo hace acabarán con la Simex y la Simexco porque se les ha agotado la paciencia.
Ignoraban un detalle que Fortner sólo conoció cuando leyó estas líneas: Maria Likhonine los ha traicionado y desde el principio ha informado al Gran Jefe, llorando, cómo los alemanes pretendían que lo entregara. Trepper, bonachón, le palmea el hombro y le dice: «Vamos, vamos, no tiene importancia».
Pero la tiene y él lo sabe. Es tiempo de cerrar el negocio. Su seguridad personal no está en juego ni tampoco la de su Vieja Guardia, puesto que ni él, ni Katz ni Grossvogel van ya a la Simex. Corbin y sus empleados ignoran sus refugios y Trepper tiene en sus manos un extraordinario juego de salvoconductos que lo escamoteará a la Gestapo como conejo de galera de mago. Pero ¿y Suzanne Cointe, obrera de la primera hora? ¿Y Jules Jaspar y Alfred Corbin, que entraron en la red a ciegas y se han mantenido firmes cuando Trepper les quitó la venda de los ojos y vieron alzarse ante ellos la sombra de un cadalso? ¿Y Keller, que cree trabajar para una obra de beneficencia destinada a mejorar la suerte de los prisioneros franceses? ¿Y Juliette Mignon, el ojo de «Familia Martín» en la Simex?
Trepper preparaba desde tiempo atrás el repliegue estratégico de su sucursal marsellesa. Jaspar y Kent irían al África del Norte, donde abrirían una nueva oficina en Argel. Luego los empleados parisienses podrían reunirse con ellos y ponerse así al abrigo. Jaspar ya tiene su visa para Argel y los trámites con las autoridades argelinas están bien encaminados, pero las negociaciones se retardan porque Kent, por causa de Margarete, no quiere salir de Marsella.
El 8 de noviembre las tropas norteamericanas desembarcan en Argelia y cierran la salida de emergencia a la Simex. La Wehrmacht invade la zona libre. Una semana después Kent y Margarete son arrestados.
El arresto se produjo el 12 de noviembre en el domicilio de la pareja, 85, calle de l'Abbé-de-l'Epée. Ese día la portera llamó a la puerta, a la hora de costumbre, para hacer la limpieza. Margarete la reconoció a través de la mirilla y la hizo pasar. Cinco hombres la empujaron y se abalanzaron dentro de la casa. Desde la madrugada aguardaban ocultos en el sótano.
Kent no se alteró, pero Margarete estalló en sollozos. Los policías habían dicho: «¡Es ella, es la espía!». En un cajón descubrieron croquis que les hicieron lanzar gritos de alegría. «¡Aquí está la prueba! ¡Planos de fortificaciones!». Entre sollozo y sollozo, Margarete les explicó que eran moldes de tejidos cortados de una revista de modas.
Los dos prisioneros fueron conducidos a la comisaría de la estación Saint-Charles, donde se procedió a registrarlos. Allí pasaron su primera noche de detención, acostados sobre el cemento helado. Al día siguiente, 13 de noviembre fueron entregados a la Gestapo.
A la cabeza del equipo alemán que recorría las calles de Marsella buscando su presa desde semanas atrás estaba Boemelburg, Sturmbannführer S. S… ex policía, ducho en el oficio como Giering. El único elemento tangible que poseía era la foto de Kent encontrada en los Atrebates. Pero sabía gracias a los informes de Bruselas que las ropas de Margarete no pasaban inadvertidas y que Kent se caracterizaba por su prodigioso apetito. Dos datos buenos. En el departamento de la pareja se encontraron entre otras cosas cincuenta pares de zapatos de hombre y cinco mil cigarros. Kent se había aprovisionado por si acaso. Tras su juventud espartana en la patria socialista, el Pequeño Jefe había resistido mal los halagos de la abundancia capitalista. Era probable que ya no pudiera participar más de los festines del mundo.
Margarete y Kent salieron de Marsella el 13 de noviembre en dos coches de la Gestapo. Viajaban separados y una docena de policías franceses, muy armados, completaban el equipo de guardia. Se temía una emboscada en la zona libre. Esa noche hicieron etapa en Lyon en un hotel requisado. Kent y Margarete fueron encerrados en un mismo cuarto y les quitaron las ropas para evitar el riesgo de una evasión. Kent, que mantenía la calma, se limitó a responder a las preguntas de su compañera (el relato es de ella): «No te aflijas, sobre todo no te aflijas». Margarete pretende que aun entonces creía que todas las peripecias eran debidas a la nacionalidad uruguaya de Kent. Sabía que ella no era una espía. ¿Por qué entonces lo sería Kent?
Al día siguiente la caravana llegó a París donde los alojaron en la calle des Saussaies, siempre en la misma pieza, vigilados por un guardia que recitó versos a Margarete durante toda la noche.
En la mañana del tercer día, los autos tomaron la ruta de Bruselas. Los policías marselleses habían sido reemplazados por guardias alemanes. Kent y Margarete fueron llevados directamente al fuerte penitenciario de Breendonck. Cuando las puertas se cerraron detrás de ella, con un chirrido siniestro, Margarete Barcza, quien desde su nacimiento había caminado sobre una alfombra de rosas, tuvo una crisis de nervios. Su corazón claudicó. Al recobrar el conocimiento oyó que un médico decía: «Si la meten en la cárcel, no vivirá mucho».
Fueron encerrados en la misma celda; durante el día estaban bajo la constante vigilancia de dos guardias, relevados cada dos horas, y por la noche un agente de la Gestapo dormía con ellos. Aunque les concedían el derecho a hablar, sus conversaciones se limitaban a temas fútiles. Kent se mantenía sereno. Lo sometieron a algunos interrogatorios sin emplear ninguna brutalidad con él.
Días después los llevaron a la sede de la Gestapo bruselense, en la avenida Louise. Allí los instalaron en un gran Mercedes negro cuyas puertas estaban clausuradas. Entre agentes de la Gestapo y numerosos bultos que los hombres de la Gestapo enviaban a sus familias, emprendieron el viaje a Berlín, donde llegaron al caer la tarde. El Mercedes se detuvo frente a la sede central de la Gestapo, Prinz-Albrechtstrasse, y Kent fue encerrado en una celda del subsuelo. A pocos pasos dormían Harro Schulze-Boysen y Arvid Harnack, con quienes se había encontrado un año atrás en el zoo de Berlín para ayudarlos a reorganizar el sistema de trasmisiones. Luego el coche condujo a Margarete a la prisión de Alexanderplatz. La metieron en una celda vacía. Tuvo una crisis de nervios que no conmovió a los guardianes. Por fin se acostó en su jergón, con la cara bañada en lágrimas, el cuerpo sacudido por los espasmos, buscando a pesar de ella misma el calor del flanco de Kent contra su flanco. No entendía por qué de pronto el mundo se había convertido en una cosa tan horrible. Como si un aterrador rayo surgido del cielo azul hubiera caído para fulminarlos en plena dicha.