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Repliegue elástico
Desde que empecé a trabajar en la Orquesta Roja me preocupó Georgie de Winter —la bella Georgie— como la llamaban todos. Se sabía que sobrevivió a Ravensbrück, pero su rastro se perdía al salir del campo. Algunos sobrevivientes de la red la suponían en Bélgica. ¿Dónde? Me resigné a no contar con ese precioso testigo. Me quedaba una Georgie soñada que representaría en el relato un gracioso paréntesis.
Pero en julio de 1965 hablando de ella con un ex miembro de la red, clavado en su cama por las secuelas de la deportación, el hombre me tendió, con una sonrisa, una participación de casamiento. Anunciaba el casamiento de Georgie con un coronel polaco emigrado, que acababa de realizarse en Soulorgues, próximo a Lasalle, en los Cevennes.
En agosto fui a los Cevennes, a Lasalle. El pueblo se extiende a lo largo de una calle interminable y estrecha; a ambos lados de ésta se abren sombrías cavernas: las casas. Me detuve ante una de ellas, baja, fornida, con paredes capaces de sostener un sitio. En vano llamé a la puerta y me disponía a desandar el camino cuando apareció una mujer a mis espaldas, que venía del jardín; joven, vestida con un pantalón y una camisa, de paso ligero, Georgie que tenía veinte años en 1940, se parece de una manera sorprendente a Jacqueline Kennedy.
Su marido había sufrido un infarto y estaba en el hospital de Montpellier.
Hablamos del pasado. A su regreso del campo de concentración, Georgie fue a visitar a su madre en Bélgica. La Sûreté belga la persiguió, la detuvo y la interrogó. En Francia la Dirección de Vigilancia del Territorio, principal servicio del contraespionaje la vigiló de cerca. Todavía en 1962, unos inspectores de la D. S. T. de Marsella vinieron en busca de Georgie y la interrogaron dos días seguidos en la gendarmería de Lasalle. Georgie sospecha que su correspondencia es abierta, pero no ignora que todos sus traslados son vigilados y lo seguirán siendo.
Es alta, delgada, de cabellos negros sueltos sobre los hombros. Los ojos muy brillantes, la voz tan juvenil como el andar. Lo más importante en esta sobreviviente de la Gestapo y de Ravensbrück es su voz, casi infantil, que se quiebra al pronunciar ciertas sílabas.
Me cuenta como poco después de la declaración de guerra, Eddy (es el nombre que da a Trepper) le aconsejó que se refugiara en los Estados Unidos, proponiéndole pagar el viaje. «Yo no quería dejarlo —dice—, no veía ningún peligro en compartir su vida». No lo vio ni siquiera después de la visita de un gendarme en Bruselas, en mayo de 1940, durante la ofensiva alemana. El gendarme buscaba informes del «extranjero». Sin saber nada de la verdad, Georgie dio un nombre y una nacionalidad falsas. ¿Tenía dudas ya? «Tal vez —dice—, pero no indagaba nada».
París fue el deslumbramiento. «Llevábamos una vida magnífica. No se imagina la gentileza de ese hombre, sus delicadezas, sus constantes atenciones. Me colmaba de regalos. Adoraba a mi hijo Patrick que vivía con nosotros. Los empleados de la Embajada de los Estados Unidos donde iba a buscar paquetes de alimentos para Patrick, distribuidos por la “American Aid Society”, me aconsejaban que regresara a los Estados Unidos. Eddy también. Me ofrecía un pequeño capital en dólares para que viviera allí. Pero lo quería demasiado y hubiera dado la vida por él. Conmigo era de una gentileza sin límites, aunque podía ser muy duro con los otros».
«Eddy» le presentó a unos pocos amigos. Georgie sentía afecto por Hillel Katz y por Leo Grossvogel. Sabía que «Eddy» dominaba a ambos aunque él jamás le hablaba de sus asuntos. «Era inasible como el agua. Me impresionaba. Y además yo tenía entonces veinte años, quizás ahora que tengo cuarenta actuaría de otra manera. Yo era joven, despreocupada, nos queríamos y nuestra vida fue maravillosa».
Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, «Eddy» le confesó a Georgie que trabajaba en el Intelligence Service y le dio documentos falsos a nombre de Elisabeth Thevenet. Ella creyó todo. «En el fondo me daba lo mismo eso que la venta de impermeables…».
Georgie cuenta algunos incidentes. «Los seres como tú y yo —le decía “Eddy” cuando ella manifestaba inquietud— siempre salimos bien de cualquier prueba». —Georgie tomaba lecciones de danza «para arreglarse sola, si acaso…». Comían en los restaurantes de lujo e iban a los cabarets porque «Eddy» tenía pasión por los chansonniers. «Qué hermosa vida la nuestra —concluye Georgie. —Puedo decir que jamás fui más feliz…».
París no es la retaguardia sino la base desde donde el Gran Jefe dirige la batalla. A su regreso de Bruselas se afana por colmar la brecha abierta por Fortner.
Kent es el primer problema. Luba tenía razón. El muchacho es perfecto para el trabajo en tiempos de paz, pero carece del temple necesario para arriesgar el pellejo. Los nervios de Kent estallan después del raid de los Atrebates y nada es más contagioso que el pánico. Puesto que Kent significa un riesgo, Trepper lo envía a Marsella, a la zona francesa libre. Allí se encontrará con el buen señor Jaspar, el ex director del «Foreign Excellent Trench-Coat». ¿No podrían crear ambos una red local con trasmisor independiente? La zona libre está menos vigilada que la otra. Pero Trepper se cuida de las esperanzas excesivas. Conoce el peso de Kent y lo encuentra escaso. Además juzga a Margarete Barcza una mala influencia. Kent la quiere con tal pasión que siente más miedo por ella que por él. Ella lo ablanda, le hace perder el tiempo. Trepper propone enviarla a Suiza pero Kent se niega. No irá a Marsella sin Margarete, El Gran Jefe debe ceder.
Kent logra «desprenderse» de Bruselas. Como conoce a mucha gente, un escamoteo sin tambores ni trompetas parecería sospechoso. Kent se despide de sus amigos, da una explicación plausible de la partida: los bolches se disponen a «requisar» a los uruguayos porque es posible que su país declare la guerra a Alemania, después de la entrada de los Estados Unidos. En casa de Robert Christen, dueño del bar «Florida», deja una valija. Christen acepta la valija y le desea buena suerte.
París es la primera etapa. Kent viaja allí directamente. Margarete y el hijo de ella, René, deben pasar la frontera clandestinamente porque sus documentos llevan el sello: «judío». El 20 de diciembre se encuentran en el hotel Oceanie. Aunque Kent está nervioso la pareja recorre las boites nocturnas, cotidianamente, dejando a René al cuidado del portero del hotel. El 29, Kent parte hacia la zona libre, Margarete y René quedan confiados a Trepper. Dos días después cruzan la frontera con dificultades: nueve horas de marcha con una temperatura inferior a los quince grados bajo cero. Desde una granja disparan sobre ellos. Por fin, Margarete y su hijo llegan a Marsella el 31 de diciembre. La señora de Jaspar no recibe con placer a esa mujer suntuosa, pero como cae enferma y Margarete la cuida devotamente, hacen las paces. Cuando Kent llega, a su vez, la pareja alquila una casa en la calle de l'Abbé-de-l'Epée.
Otro miembro de la red está en peligro: el amante de Rita Arnould, Isidore Springer, llamado «Romeo» por sus lances amorosos. El Gran Jefe lo envía a Lyon. Romeo es un tipo buen mozo, vendedor de diamantes en Anvers, ex miembro de las Brigadas Internacionales, oficial del ejército belga condecorado por su valor en 1940. Con semejante pasado, no le sienta el futuro de emboscado. Agitará a Lyon.
El segundo problema son los prisioneros. ¿Callarán? ¿Qué dirán si hablan? Trepper no puede jugar su partida si ignora que cartas de triunfo caen en manos del adversario. Crea un grupo especial para informarse de la suerte de los cinco prisioneros: Alamo, Sofia Poznanska, Camille, Rita Arnould y Suzanne Schmitz a quien pronto sueltan. Sus hombres compran a algunos guardianes de la prisión de Saint-Gilles y así Trepper se entera de la duración de los interrogatorios, su frecuencia y el estado moral y físico de los prisioneros después de cada uno de aquéllos. Conoce los chismes de Rita, los silencios de Alamo, el suicidio de Sofia. Si en el inmueble del Abwehr llegara a producirse una actividad inusual, sería el signo de que alguno de los presos habló.
Colmadas las brechas falta reparar la red. Kent y Alamo están fuera de combate y el lugar de Trepper es París. ¿Quién dirigirá en Bruselas? Moscú responde: el capitán Constantin Yefremov que reside en Bélgica desde hace dos años. Trepper lo conoce. Sabe que la entrada de Yefremov en Bélgica es una prueba más de la eficacia de la organización. Llegó de Suiza en 1939 portador del pasaporte N.º 20 268, librado en Nueva York el 22 de junio de 1937 a nombre de Eric Jernstroem, estudiante finlandés nacido el 3 de noviembre de 1911 en Vasa. La policía belga puso reparos a su ingreso en el país. Yefremov se demoró en Suiza y su pasaporte, válido por dos años, venció. Le exigieron un certificado de buena conducta con cinco años de retroactividad, la promesa de no establecerse en Bélgica y el nombre de un garante belga. Yefremov obtuvo los certificados pedidos. La policía belga continuó investigando y pidió informes a las autoridades suizas. La respuesta fue favorable. Su nombre era desconocido en el fichero central. Yefremov no había despertado la sospecha de la policía suiza, famosa por su vigilancia. Los belgas, siempre desconfiados, interrogan al cónsul finlandés en Nueva York a propósito del residente Eric Jernstroem. La respuesta dice que Jernstroem ha vivido modestamente en U. S. A. desde 1932 y que es un buen finlandés. Tal respuesta tranquiliza a la policía belga y despierta en nosotros cierta admiración puesto que sabemos que Yefremov jamás pisó el suelo de U. S. A. Pero el Centro contaba con un agente en el seno mismo del consulado finlandés en Nueva York. No olvidemos que, para apreciar el episodio en su justo valor, los tiempos que corrían entonces eran los de la guerra ruso-finlandesa.
Yefremov es más bien buen mozo, mide un metro y ochenta centímetros, muy rubio, de ojos azules, frente de pensador y mirada melancólica. Evoca a un poeta romántico. En realidad es ingeniero militar de tercer grado, por lo tanto capitán, y especialista en química. Desde su llegada a Bruselas se inscribe en la Escuela Politécnica y hace la vida de un estudiante aplicado. Es seguro que no ha despertado sospechas en los servicios alemanes.
Trepper y él se encuentran en Bruselas en el domicilio de uno de los agentes de la red. El Gran Jefe pone a su nuevo adjunto al corriente de las funciones que habrá de asumir, le otorga cien mil francos belgas para sus primeros gastos y le aconseja prudencia. Por seis meses la emisora descansará. Los dos trasmisores que Fortner no ha detectado callarán hasta nueva orden; los correos se moverán lo menos posible. Se impondrá una clausura draconiana. Yefremov asiente. En verdad parece de buena pasta. Tal vez demasiado. Trepper lo halla blando. Después de Alamo siempre soñando grandezas y de Kent que se asusta ante la idea de perder su guardarropas de cincuenta trajes, Moscú le envía un muchacho amable que recibe las consignas como un hijo de papá en el momento en que debe hacerse cargo de la fábrica familiar.
Decididamente la Joven Guardia no se puede comparar con la otra.