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El duelo Trepper-Giering
Al abandonar el consultorio del doctor Maleplate entre Giering y Fortner, su impaciencia era aun mayor que su ansiedad. Hacía meses que se ingeniaba en la búsqueda de una explicación para la extraña conducta del Kommando en el manejo de sus asuntos y en la inverosímil credulidad de Moscú ante el Funkspiel; por fin iba a saber.
Al día siguiente de su arresto lo condujeron de Fresnes a la calle des Saussaies. Esa tarde compareció ante un aréopago de jefes de la Gestapo, muchos de los cuales acababan de llegar de Berlín. Entre ellos un tal Müller a quien demostraban mucha deferencia y que quizá fuera el propio Gestapo-Müller.
Giering tomó la palabra y dijo:
—Bueno, usted ha perdido. Y no sólo ha perdido frente a nosotros sino también frente a Moscú. Hace tiempo que nadie le cree allí. Desde las detenciones en los Atrebates lo han acusado de perder la cabeza por nada. Tras la captura de Yefremov usted intentó alertar a Moscú y volvió a perder. Nosotros, la Gestapo, tenemos la confianza del Centro, y usted no. Claro está que todo esto usted lo sabe. Cuando un hombre de su calidad ve caer a sus agentes uno tras otro, haga lo que haga, sabe que el enemigo está en contacto con sus propios patrones. Y así sucedieron las cosas. Mire, aquí tiene algunos de los telegramas intercambiados con Moscú; le demostrarán hasta qué punto somos los dueños de la situación.
El Gran Jefe leyó los telegramas cambiados entre los pianistas «convertidos» y Moscú y los devolvió a Giering. Éste continuó:
—Y ahora, ¿qué haremos con usted? ¿Obtener los nombres de sus agentes? Eso no nos interesa. Su red era una cosa hermosa, se lo concedo, pero ahora se acabó. ¿Quiere la prueba? Aquí la tiene.
Y Giering leyó al prisionero la lista de agentes de la Orquesta Roja que habían sido detenidos ya. Enumeró aquellos que habían sido descubiertos y «ubicados» y que podían ser prendidos en cualquier momento. Hasta llegó a darle los nombres de hombres y mujeres sospechosos simplemente de trabajar para la red. Después fue al grano:
—«Ya ve que no lo necesitamos para liquidar su organización. Pero le repito que eso no nos interesa. Tenemos un objetivo más importante, un objetivo que nos excede a usted y a nosotros. Se trata de lograr una paz entre Rusia y Alemania para poner fin a esta guerra absurda que sólo es provechosa para las plutocracias capitalistas porque ellas esperan que acabemos de degollarnos para venir en busca del botín. Sería idiota y podemos impedirlo.
” —Claro es que usted puede negarse a ayudarnos. Francamente no nos molestaría mucho. Sabe que disponemos de emisores convertidos y los telegramas le probaron que el asunto marcha bien. Tenemos contacto con Moscú y podemos entablar el diálogo sin usted. Simplemente sería mejor hacerlo contando con usted.
” —Si se niega, morirá dos veces, por decirlo así. Aquí lo fusilaremos como espía y a Moscú le haremos creer que usted traicionó, que se pasó a nuestro lado. Sabe que podemos hacerlo porque se tragan todo lo que les mandamos.
” —Espero su respuesta».
Trepper había registrado cuidadosamente el texto de los telegramas y anotado en su memoria los nombres de los agentes que Giering le enumeraba con tanta complacencia y se había dicho: «La única carta de triunfo que tienen contra ti es que estás sentado en una silla con las esposas puestas. Pero eres más hábil que ellos y te los tragarás».
Respondió:
—Esperaba lo de ser fusilado aquí. Lo de ser considerado traidor en Moscú, piensen lo poco que me importa. Y en cuanto a esa historia de paz, vaya, no carece de interés…
«Pero les prevengo desde ya que ese negocio no andará bien. Ustedes reconocen, un cierto valor a la organización armada por mí, sepan entonces que el sistema de información soviético no significa nada junto al sistema que el Centro pone en marcha para protegerlo o vigilarlo. A eso llamamos “el contraespionaje”. Es omnipresente, omnipotente. Se enterará de mi detención, en seguida y prevendrá a Moscú. En cuanto allí sepan que he caído, será el fin de los proyectos de ustedes».
Giering observó que los arrestos y las «conversiones» habían escapado al «contraespionaje» soviético. Trepper replicó suministrando numerosos detalles sobre las actividades del Kommando en Bélgica. Pretendió que le habían sido comunicados por el dicho «contraespionaje». En realidad le fueron dados por el grupo de control que él mismo organizara después del raid sobre los Atrebates. Y terminó con la siguiente advertencia:
—Hasta hoy ustedes han logrado ocultar al Centro la «conversión» de ciertos pianistas y de algunos subordinados como Yefremov. Es evidente y me veo forzado a reconocerlo. Pero permitan que les diga que en lo que me concierne las cosas serán algo diferentes. No soy un Yefremov. No se me puede escamotear sin levantar olas.
La discusión se prolongó hasta el amanecer. Trepper no se negó a colaborar, se había limitado a subrayar las dificultades de esa colaboración. Giering tampoco insistió en obtener una respuesta definitiva porque semejante exigencia habría desmentido su afirmación, sincera o no, de que podía prescindir del Gran Jefe. El primer encuentro fue de simple reconocimiento y al concluir Trepper sabía que Giering era un adversario temible.
El prisionero fue llevado a la planta baja y encerrado en un pequeño cuarto, anteriormente la caja de la Sûreté nacional. Se trataba de tenerlo a mano y al mismo tiempo incomunicado. Giering desconfiaba, sobre todo, de la promiscuidad de la policía francesa algunos de cuyos servicios estaban instalados en la calle des Saussaies. Pero con mucha candidez fijaron en la puerta de la caja este cartel: «Preso especial. Entrada prohibida». De modo que la curiosidad de la casa se despertó al instante.
La revelación del Gran Juego había perturbado a Trepper sin asombrarlo tanto como esperaba. Por los informes de Maximovitch acerca del grupo de oficiales que rodeaban al general von Pfeffer estaba enterado de que una parte de la Wehrmacht deseaba hacer la paz con Occidente para ajustar mejor las cuentas al Este. Pero se trataba de vagas veleidades de oficiales sin medios de acción. Si los S. S. se lanzaban por la misma vía las consecuencias del caso eran infinitamente más serias. Trepper estaba convencido de que el discurso de Giering sobre un compromiso de paz con Rusia era un cebo destinado a facilitar su traición. El Gran Juego seguramente tendía al objetivo perseguido por el círculo Pfeffer: preparar un acuerdo entre Alemania y los anglo-norteamericanos o por lo menos suscitar tensiones entre los aliados. En ambos casos el final de la guerra corría el riesgo de ser dudoso.
El Gran Jefe siempre había economizado a sus hombres. Los más vivos reproches del Centro nunca lo decidieron a aventurar sus existencias. Pero en su pequeña celda de la calle des Saussaies decidió que el premio era más importante que cualquiera de ellos o que todos juntos. Anque perdieran sus vidas el plan S. S. debía fracasar. Dos posibilidades: o alertar a Moscú o entorpecer el mecanismo actuando desde el interior del Kommando. Ambas hipótesis implicaban que la posición del prisionero se afirmaba fuertemente y con rapidez. Debía tener las manos libres.
Adivinaba a Giering. Gracias a Kent, detenido dos semanas atrás, sabía que los mensajes más importantes del Gran Jefe eran trasmitidos a través del partido comunista. Lógicamente Giering debía hallar, a cualquier precio, la pista que lo llevara hasta esos trasmisores. A través de la línea del partido, sus mensajes a Moscú tendrían el sello de una indiscutible autenticidad. Accesoriamente se enteraría si la captura del Gran Jefe había sido detectada por el «contraespionaje».
Dos hombres podían conducir al Kommando hasta el Partido: Trepper y el Director.
A fines de noviembre, pocos días después del arresto en casa de Maleplate, Giering mostró, triunfalmente, a su prisionero un mensaje que el Centro acababa de enviar a Kent cuya radio estaba en poder de la Gestapo. El Director ordenaba un encuentro entre Trepper y Michel, su «contacto» con el Partido, fijando día, hora y lugar.
Giering arma una trampa. No se trata de detener a Michel, por supuesto, sino de seguirle los pasos para llegar al Partido.
Michel no acude a la cita. Había convenido con Trepper que las citas fijadas por el Centro se realizarían dos días y dos horas antes del tiempo señalado.
La segunda vuelta da el triunfo al Gran Jefe. Pero el final del duelo permanece dudoso. Giering lo mantiene confinado en su celda y sólo podrá actuar si sale de ella.
No significaba salir ser sacado para un interrogatorio o careo. El encuentro más dramático fue el que tuvo con Vassili de Maximovitch. El obeso barón, pobre Casanova de perita, no se había suicidado antes de ser detenido y llevado a manos de los torturadores. Obedeciendo al Gran Jefe trató de mandar al otra mundo al «mayor número posible de esa canalla». El círculo de Pfeffer estaba en ascuas. La suerte de sus miembros dependía de seis palabras: «Negociar con o sin el Führer». Giering preguntó a Trepper si el informe de Maximovitch especificaba bien que esas palabras habían sido pronunciadas por Pfeffer. Trepper confirmó al instante y vio que «una inmensa felicidad iluminaba el rostro martirizado de Maximovitch». Como remache, agregó que todos los oficiales del círculo de Pfeffer estaban dispuestos a negociar con Occidente, «con o sin el Führer». Era exacto en cuanto a la negociación pero excesivo con respecto al Führer. El Gran Jefe no juzgó necesario cicatear. Había que golpear al mayor número posible de los partidarios de una paz por separado fuesen o no S. S.
Lo interrogaron asimismo sobre lo del curare: Anna de Maximovitch había declarado, braviamente, que le remitió una vez la cantidad suficiente para envenenar a mil personas, desatando con el gesto un regocijante pánico. Fue uno de sus buenos momentos.
Luego compareció repetidas veces ante el juez de instrucción militar encargado de investigar las «fuentes» alemanas. Desde el fondo de su celda había percibido los ecos del escándalo que sacudía al Gross París y que se iba ampliando a medida que descubrían la penetración de la Orquesta Roja en el Estado Mayor Alemán. Fue un hermoso homenaje a su trabajo y cada comparescencia la dio la oportunidad de remacharlo puesto que le ofrecía el delicado placer de tener en sus manos esposadas la existencia de numerosos oficiales. Esta vez ninguna exigencia de alta política lo obligaba al rigor; distribuyó la muerte, los trabajos forzados o la degradación de acuerdo con sus inclinaciones personales, salvando a los «buenos» y liquidando a los «malos». Por supuesto que su primera preocupación fue la de librar a Ludwig Kaïnz y afirmó que éste sólo había hecho mercado negro con la Simex, declarando al juez de instrucción que si lo castigaba habría que castigar entonces a toda la Todt, desde su director hasta el último pinche. También salvó al buen general austríaco destinado a la Intendencia de la Wehrmacht, quien le informara de la inminencia del ataque a Rusia. Por lo contrario cargó las tintas sobre los oficiales S. S. que frecuentara y algunos oficiales de la Wehrmacht particularmente fanáticos, afirmando haberlos comprado. En realidad sólo fueron un poco charlatanes, pero ¡al paredón con ellos! Fue otro buen momento.
Dispensador de la muerte, ésta lo golpeó indirectamente. El Kommando había descubierto en casa de la señora Grossvogel un pasaporte extendido a nombre de Trepper con la foto del Gran Jefe. Giering lo mostró al prisionero quien declaró que ése era su verdadero nombre. Su complacencia en declarar la verdadera identidad despertó la desconfianza de Giering quien no podía adivinar que el Gran Jefe deseaba ante todo evitar que fuera descubierto su seudónimo «Domb» con el cual era conocido en los medios comunistas y paracomunistas. Un miembro del Kommando fue a Polonia para buscar en Neumarkt el rastro eventual de un cierto Léopold Trepper. Su informe llegó a manos de Berg cuando éste se disponía a interrogar al Gran Jefe. Berg le leyó el texto del telegrama: «Neumarkt ha sido judenrein (limpiada de judíos según el léxico nazi). Los documentos civiles fueron quemados, el cementerio destruido y arado de manera que es imposible hallar el nombre de Trepper en alguna losa».
De este modo, el Gran Jefe se enteró del exterminio de los suyos. En el tiempo que duró la lectura del telegrama, había perdido a su madre, sus hermanos y hermanas, sus tíos y tías, sus primos, toda su parentela, en total cuarenta y ocho personas. Los adultos fueron deportados y mandados a las cámaras de gas. Los niños y los viejos muertos en el lugar.
Trepper se encogió de hombros y dijo a Berg, sonriendo: «Busque en los archivos de la Prefectura Policial de París, sería raro que no encuentre algún papel a nombre de Trepper».
Giering le proporcionó un diccionario, papel y lápiz. El día entero garabateaba ante la indiferente mirada del guardia instalado permanentemente en su celda y a quien le estaba prohibido hablar con el preso. Por la noche los centinelas mostraban cierta tendencia a desobedecer la consigna. Hasta la una de la mañana reinaba el silencio pero luego, cuando toda la casa dormía, charlaban hasta las dos o las tres de la madrugada. Después el centinela se tendía en su catre de campaña y se dormía. El Gran Jefe aguardaba media hora más antes de levantar su propio catre para extraer un rollo de papel disimulado dentro del hueco de una de las patas: su informe para Moscú.
Se iniciaba con una acumulación de detalles. Hacía meses que Trepper enviaba al Centro advertencias que no fueron escuchadas. Esta vez debían darle crédito, era su última oportunidad. Describía minuciosamente su arresto (día, fecha, lugar), su prisión en Fresnes, su regreso a la calle des Saussaies. Contaba cada careo (con quien, cuándo y dónde). Todo esto era verificable aunque el famoso «contraespionaje» soviético fuera un espantajo destinado a ablandar a Giering. Más o menos convencido de que el Centro creería que el Kommando lo había hecho su prisionero, proseguía dando la nómina de agentes ya detenidos y sobre todo los nombres de aquellos de quienes Giering le dijera que eran convictos o sospechosos de pertenecer a la red. El más importante: Fernand Pauriol, radioperador responsable del Partido. Trepper insistía para que se lo ocultara cuanto antes.
Luego explicaba en qué consistía el Gran Juego. Describía su objetivo y los recursos utilizados. Para probar lo que era posible hacer con algunos pianistas «convertidos», citaba el texto de los telegramas que Giering con tanta complacencia le había hecho leer y los comentarios del jefe del Kommando. Terminaba con la advertencia de que intentaría la evasión y proponiendo diversos planes. La mejor oportunidad podría ser un café de doble salida situado al final del bulevar Saint-Michel.
La redacción del informe le llevó varias noches. Sólo podía trabajar entre las tres y las seis de la mañana sin dejar de vigilar el sueño del guardia. El más agradable era Berg para quien el alcohol hacía las veces de somnífero y el más fastidioso, un sacerdote movilizado que pasaba las noches en vela, rezando por el alma del cautivo.
Redactó el texto en hebreo, yiddish y polaco, mezclando todo lo posible los tres idiomas, porque si sus papeles eran descubiertos se necesitarían tres intérpretes para descifrarlos y eso le daría un plazo de varias horas. Precaución minúscula aunque típica del Gran Jefe; atado al poste de ejecución, ese hombre pensaría en la conducta a seguir si las doce balas fallaban.
Terminado el informe, juzgó llegado el momento de jugar su carta contra Giering. Era el mayor riesgo de todos los que había corrido a lo largo de su vida.
El jefe del Kommando se enteró de que el eslabón primero en la cadena que conducía al Partido era una antigua militante, una tal Juliette, que trabajaba en una confitería al por mayor cerca del Châtelet.
Pero en lugar de enviarle a Trepper, como éste esperaba, decidió utilizar a Raichman, el falsario de Bruselas quien un año atrás había tenido un contacto con Juliette. El Gran Jefe dijo al S. S.: «Perderá su tiempo, verá que ella finge no conocer a Raichman».
Fue lo que sucedió. Meses atrás, Trepper había ordenado a Juliette que no recibiera a nadie, aparte de él mismo o de Katz. Cualquier otro emisario debía presentarle, como signo de reconocimiento, un botón rojo. Giering y Raichman ignoraban el detalle.
Tercera vuelta a favor del Gran Jefe. Giering y Willy Berg van a Berlín y a su regreso Berg presiona a Trepper para que colabore. Éste replica que no pide otra cosa pero que le quitan toda posibilidad al confinarlo en su celda. Estaba dispuesto a encontrarse con Juliette y no fue su culpa si Giering prefirió enviar a Raichman. Está dispuesto a ayudar al Kommando pero que por lo menos le den los medios para engañar al famoso «contraespionaje». Es necesario que lo envíen a los lugares que solía frecuentar y que le permitan retomar el contacto con algunos agentes. Berg responde que él aceptaría de buena gana sus condiciones pero que Giering no lo permitirá jamás, menos por desconfianza, que por temor a un atentado si deja salir a su precioso prisionero. Giering está convencido de que todos los grupos de choque parisienses del partido comunista han recibido la orden de liberar a Trepper o de matarlo para que no hable.
El Gran Jefe sugiere entonces que se mande a Katz a ver a Juliette.
Se había enterado del arresto de su fiel adjunto con desesperación y alivio. La pena era comprensible, el alivio se debía a las excepcionales condiciones del hombre: con él la partida se volvía menos difícil de jugar.
Torturado, instado a hablar y a colaborar, Katz repetía siempre: «Trepper es mi jefe, lo será hasta el final. Haré lo que me pida y nada más». Era obvio que no iría a ver a Juliette si el Gran Jefe no se lo ordenaba. Berg logró convencer a Giering y los dos hombres volvieron a verse por primera vez desde el 23 de noviembre. Katz estaba desfigurado por los golpes.
El encuentro había sido minuciosamente organizado por los dos S. S. y Trepper. La gran dificultad estribaba en que Katz no hablaba el alemán, como Trepper y Giering y Berg ignoraba el francés. Naturalmente no se podía utilizar al intérprete del Kommando, el Oberscharführer Siegfried Schneider, porque si se mantenía a un Reiser fuera del caso, ¿cómo meter en él a un simple ayudante? Por otra parte, la más elemental prudencia prohibía a los dos S. S. que los prisioneros conversaran sin que ellos comprendieran el diálogo.
La solución fue suministrada por el Gran Jefe mismo. Dijo a Berg: «Usted entiende un poco de yiddish, hablaré con Katz en yiddish y así se convencerá de que no los engaño». En efecto, el yiddish, idioma derivado del alemán, es comprensible para un alemán, pero está salpicado de palabras hebreas cuyo sentido sólo se entiende si uno conoce el hebreo.
El Gran Jefe hizo a Katz un largo discurso para exhortarlo a someterse a la voluntad del Kommando; lo conminó a ir a ver a Juliette y le dio numerosos consejos para que ella lo reconociera, consejos superfluos puesto que de todos modos Katz hubiera sido recibido por Juliette. Sembró su discurso de palabras hebreas que significaban más o menos lo siguiente: «Ella debe responder que buscará el contacto pero que no promete nada».
Reiser conserva un vivo recuerdo de la cita que tuvo lugar una lluviosa tarde de diciembre. Un cordón de policías vestidos con ropas civiles rodeaba el barrio del Châtelet. El Kommando tomó posiciones en las calles vecinas a la confitería. Pero dejaron a Katz entrar solo en el local. Trepper había advertido que probablemente el contraespionaje vigilaba a Juliette; si los guardias seguían a Katz muy de cerca serían observados y el intento fracasaría.
Katz regresó con la respuesta dictada por el Gran Jefe.
Una semana después, Giering lo envía otra vez a la confitería y conforme a las instrucciones de Trepper, Katz pretendió que la respuesta de Juliette había sido: «Encontré el contacto, pero es necesario que el patrón venga personalmente».
Estas idas y vueltas preocupaban a Giering. ¿Habría gato encerrado? Trepper lo tranquilizó: simplemente se inquietaban ante su desaparición. Él les había prevenido: si no lo veían circular pensarían que había sido arrestado y todo quedaría en agua de borrajas. Seguramente olfateaban algo…
Giering no podía retroceder. Al arrestar al Gran Jefe también había jugado a cara o cruz. Gracias a él los mensajes del Funkspiel podían alcanzar una perfecta credibilidad. Pero si Moscú sospechaba su captura, comprendería que las anteriores aprensiones de Trepper estaban justificadas. El Centro procedería a un nuevo examen de la situación de la red, y esta contrainformación daría como resultado el desenmascarar a los pianistas «convertidos». Sería el derrumbe del Funkspiel y el fin del Gran Juego.
El jefe del Kommando decidió enviar a Trepper a la confitería, y esta vez el barrio entero fue cercado por fuerzas policiales. Pelotones de guardias civiles tomaron posición en las esquinas que daban acceso al Châtelet. La Gestapo y sus auxiliares franceses se encargaron de proteger los alrededores de la confitería.
Giering entregó a Trepper el mensaje que ella debía pasar a los altos niveles para que fuera trasmitido a Moscú. Se suponía que procedía del Gran Jefe. Éste explicaba que la red había recibido un rudo golpe pero que no estaba destruida. Proponía interrumpir el enlace con Moscú durante un mes para dar tiempo a que la tormenta se aplacara. El Centro daría luz verde para nuevos contactos enviando al Gran Jefe, en ocasión de la fiesta del Ejército Rojo, el habitual telegrama de felicitación.
El plazo de un mes era un hallazgo de Trepper. Había convencido a Giering de que el Centro, acostumbrado a su prudencia, esperaría una propuesta semejante. En realidad el prisionero se proponía dar a Moscú el tiempo necesario para verificar su informe y bloquear, en el intervalo, toda iniciativa del Kommando.
El cifrado del telegrama produjo un problema. Por Kent, Giering sabía que un código ultrasecreto era utilizado en los telegramas trasmitidos por la línea del Partido. Lógicamente el mensaje debía ser cifrado de acuerdo a ese código. Obligado a decir el secreto, Trepper estalló en carcajadas y dijo: «¡No creerán que un gran patrón como yo va a perder el tiempo con esas historias de códigos!». Kent reveló que Grossvogel poseía la clave, pero ya sabemos que todo intento de quebrar a Grossvogel fracasó. A falta de algo mejor el mensaje fue cifrado utilizando uno de los códigos de Bruselas.
Willy Berg acompañó a Trepper a la confitería y fingió interesarse en el decorado. Trepper se acercó a Juliette y le entregó un fajo de papeles. Contenía el mensaje de Giering, su propio informe trilingüe y una carta que comenzaba así: «Querido camarada Duclos: te suplico que hagas lo imposible para trasmitir este documento a Dimitrov y al Comité Central del Partido comunista de la Unión Soviética. Hay algo en Moscú que anda mal. Es posible que un traidor se haya filtrado dentro de nuestros servicios».
Juliette tomó los papeles sin decir una sola palabra. Trepper le susurró: «¡Desaparezca en cuanto haya trasmitido y no vuelva más!». Luego se marchó en compañía de Berg.
En lo que le concernía había jugado y ganado la partida. Desde el seno mismo de la Gestapo, desde el centro de ese grupo de élite, el Kommando, logró comunicarse con Moscú en las propias barbas de sus guardianes. Gracias a él, el Centro recibiría muchas más cartas de triunfo de las necesarias para quebrar el juego S. S. Pero sus relaciones con el Centro habían sido tan crueles que un difuso temor lo dominaba. Aun después de haber descolocado y ridiculizado a Giering, el fin del encuentro dependía de la decisión del árbitro-juez: el Director. Si éste no daba crédito al informe trilingüe, el S. S. ganaba la partida.
Una espera de un mes excedía las reservas de paciencia de Giering. Tres días después de la entrega de documentos a Juliette envió a un agente francés a la confitería para preguntar, de parte del Gran Jefe, si la trasmisión a alto nivel se había llevado a cabo. Juliette no estaba en el local y su patrona explicó que se había tomado unos días de licencia. Una semana después la licencia continuaba y la patrona explicaba al emisario que había sido llamada para atender a una tía enferma y que ignoraba cuándo volvería al trabajo.
Giering, enloquecido, pidió explicaciones a Trepper. El prisionero hizo una mueca y dijo: «Se lo he dicho y repetido, encerrándome aquí usted despierta forzosamente sospechas».
Lo dejaron salir. Dos coches encuadraban el suyo. Llevó al Kommando a diversos negocios donde decía tener agentes propios. Sus guardias lo dejaban entrar solo en la tienda, pero vigilaban estrechamente el lugar. No se arrestó a nadie porque eso hubiera inquietado y se trataba de tranquilizar. De haberlo hecho habrían aprehendido al sastre del Gran Jefe, a su cigarrero, a su librero, su zapatero, etc. Todas buenas gentes que ignoraban por completo las actividades de su cliente.
El 23 de febrero, día de la fiesta del Ejército Rojo, Giering recibió el telegrama de felicitación dirigido al Gran Jefe. Aunque era imposible utilizar la preciosa línea del Partido, por el momento, puesto que Juliette había desaparecido, el telegrama del Centro garantizaba a Giering que Moscú ignoraba la captura de Trepper y el Funkspiel podría continuar.
Día de fiesta para el Ejército Rojo y probablemente también para el Kommando. El coñac corrió a chorros en la casa de Suzy Solidor y Trepper aprovechó la euforia general; esa misma noche lo llevaban a Neuilly, en tanto que Kent permanecía en la calle des Saussaies. Encerrado en una pieza contigua a la de Trepper, ambos hombres habían podido cambiar unas frases. «Estoy convencido de que no trabajas para ellos en verdad —dijo Kent. Tratas de engañarlos…». «¡Claro que trabajo para ellos! —respondió Trepper. ¿Qué se puede hacer? ¡Todo se ha ido al diablo!».
El traslado a la prisión de lujo de Neuilly no fue solamente una recompensa. Giering desconfiaba cada vez más de los policías franceses instalados en la calle des Saussaies. Más valía alejar al prisionero. Para colmo, el Gran Jefe le había hecho algunas observaciones sobre la simpatía de la policía francesa hacia la Resistencia. Giering prestó oídos a cierta sugestión del preso a propósito de su carencia de documentos y dinero. Los agentes del Kommando, que no estaban en Francia como peces en el agua, para pasar inadvertidos utilizaban papeles falsos en lugar de los documentos alemanes. Se hacían pasar por hombres de negocios holandeses, flamencos o suecos, instalados en París. Pero ¿qué sucedería si el coche de Trepper en una de las salidas era detenido por la policía francesa? ¿Cuál sería la reacción de ésta en presencia de un hombre sin papeles ni dinero? Por fuerza lo detendrían. Y aunque el incidente no tuviera mucha trascendencia, sus consecuencias eran imprevisibles. Tal vez la Resistencia fuera advertida de la existencia de un misterioso prisionero que policías alemanes camuflados paseaban por París, y las señas de Trepper se difundirían. A partir de ahí, todo era posible.
Giering estuvo de acuerdo y el Gran Jefe obtuvo algunos papeles y dinero.
Los seis meses siguientes transcurrieron plácidamente en Neuilly. El Kommando sólo reclamaba de Trepper consultas de orden general. Kent se encargaba de las tareas prácticas del Funkspiel, redactaba y cifraba los mensajes, los suyos en francés, los de Trepper en ruso.
Katz, sin ocupación alguna, se limitaba a pasear por el jardín. Trepper insistió para que fuera llevado a Neuilly y salvó la vida de su fiel adjunto asegurando que podía ser indispensable para el Funkspiel. Schumacher, el dueño de la casa donde Wenzel fue detenido, arrestado en Lyon, se inquietaba y preguntaba a Katz si era verdad que el Gran Jefe se había convertido en un «carnero» de la Gestapo. No podía pensar en la traición de Trepper y suponía un doble juego. Katz se encogía de hombros y le respondía que no había sido posible hacer otra cosa. Lo más extraño era la actitud de Kent, quien repetía a Trepper que tampoco creía en su traición y daba a entender cuánto lamentaba la suya propia. Un poco más de tiempo y no era imposible que el Pequeño Jefe fuera utilizable otra vez.
Con Berg el idilio era perfecto. Le había repetido a Trepper su fórmula favorita: «He sido cana con el Kaiser, cana en la República de Weimar, cana con Hitler y sería cana si Thaelman ganara el poder». Los dos hombres se entendieron. Después, Berg, que había perdido tres hijos, por enfermedad, volvió de su licencia en Berlín, irreconocible. Su mujer había enloquecido a consecuencia de un bombardeo. Era un hombre vencido y sólo aspiraba a que la guerra concluyera. Para el Gran Jefe se convirtió en una «fuente» excepcional, informándolo día tras día de las actividades del Kommando, de tal modo que Trepper conocía los proyectos de Giering antes de que fueran puestos en marcha. No fue un caso de «conversión» ni de tácita complicidad. Trepper intuía que Berg quería una paz por separado y que, suponiendo que él trabajaba en ese plan, le hablaba sin inconvenientes. Y si Trepper engañaba, bueno, nadie sabía a ciencia cierta cuál sería el fin de la guerra, así que nada se perdía con sincerarse…
Giering era otra cosa. Trepper supo siempre que él sería irreductible. Fue un alivio su partida y la llegada de Pannwitz. El cambio lo favorecía por diversos motivos y sobre todo porque Giering, policía escéptico, no creía que los judíos valieran menos que los demás. Pannwitz creía que valían menos. Veintitrés años después nos dirá de su prisionero: «¡Un gran comediante! Cuando no se sabía observado su mirada era dura, desconfiada y su actitud serena y altanera. En cuanto uno le hablaba representaba una comedia. Se ponía la mano sobre el corazón para recordarnos que era cardíaco. Sobre todo era un judío. Los rusos cometieron un error al meter a tantos judíos en esa red —¡el noventa por ciento!. Un judío es demasiado pícaro para morir por una causa perdida».
Pannwitz, en realidad, se había hecho cargo de su jefatura del Kommando, con una falsa imagen de Trepper: la «leyenda» forjada para uso de la jerarquía. Detalle significativo, porque muestra la escasa confianza que los de la Gestapo se tenían entre sí.
Al poco tiempo de llegar Pannwitz, Trepper se enteró de que saldría de Neuilly y lo llevarían a un departamento parisiense y que podría ir y venir a su antojo, bajo una discreta vigilancia. Pero para ello tenía que colaborar en la «alta política» iniciada por el Kriminalrat. Éste, contrariamente al viejo y prudente Giering, está dominado por la impaciencia propia de su edad. Ha decidido quemar etapas. Para hacer política en el más alto nivel, los pianistas «convertidos» sólo ofrecen posibilidades reducidas. Sería necesario discutir, argumentar, hacer diplomacia, en fin, y esto no es posible con el único instrumento de algunos mensajes cifrados. ¿Por qué no hablar directamente con Moscú? ¿Por qué no enviar allí a un emisario garantizado por el Gran Jefe? Antes de partir hacia París, el petulante Pannwitz ha sometido su plan a Himmler, quien no apreció su osadía y dijo con su vocecita sentenciosa: «No, no hay que enviar a nadie allí, la ideología bolchevique es tan fascinante que el riesgo de contaminación resulta demasiado grande». Conclusión de Pannwitz: el Reichsführer es un palurdo paralizado por el miedo a las iniciativas.
Mantiene su plan con algunas modificaciones, y en lugar de enviar a alguien a Rusia hará que los rusos manden un emisario. Pregunta a Trepper si es costumbre en los servicios soviéticos delegar a un responsable de alto rango para tratar en el lugar los asuntos de interés excepcional. Trepper da una respuesta afirmativa. Kent, interrogado a su vez, pretende lo contrario. Pannwitz, confundido, pide explicaciones a Trepper. El prisionero alza los brazos al cielo y dice: «¡Cómo se le ocurre que un Kent puede estar enterado de cómo suceden las cosas a alto nivel!». Pannwitz se convence y el Centro recibe un mensaje del Gran Jefe. Éste explica que está en contacto con un poderoso grupo de opositores a Hitler cuyos sentimientos son muy favorables a la Unión Soviética. Pero él no tiene competencia para tratar asuntos políticos, ¿podría el Director delegar a alguna personalidad capaz de iniciar las negociaciones? La cita se fija, en sucesivas fechas, en el antiguo departamento de Katz.
En la primera de las fechas se envía a Trepper a casa de Katz. Sorpresivamente se encuentra con Raichman, quien ahora vive allí. Los dos hombres conversan. Como Kent y Schumacher, Raichman no puede creer que su ex jefe trabaje ahora para los alemanes. Y lo mismo que con Kent y con Schumacher, Trepper habla del espíritu quebrado.
El emisario de Moscú no acude a la cita. Tal vez sólo se trate de una postergación y Pannwitz no pierde las esperanzas. Pero antes de que se cumpla el plazo de la última fecha, una bomba de tiempo dejada por Giering estalla en el seno del Kommando.
Fue el último triunfo del policía. Es probable que jamás se haya enterado, porque agonizaba en Landsberg.
El caso Juliette le había dejado cierto malestar. ¿Por qué esa mujer había desaparecido súbitamente y sin dejar rastros?
Era dable comprender que el «contraespionaje» inquieto por la suerte del Gran Jefe la hubiera instado a ocultarse. Pero entonces debió reaparecer tras las primeras salidas del prisionero y sobre todo después de la recepción del telegrama de felicitación del 23 de febrero. Si ese telegrama era «sincero», el Centro no sospechaba trampa alguna y Juliette podía retornar a su confitería. Si no retornaba, ¿había sido el telegrama enviado por Moscú en perfecto conocimiento de causa y con el objeto de engañar al Kommando? La única manera de salir de dudas consistía en capturar al eslabón siguiente de la cadena que conducía al Partido: Fernand Pauriol.
Giering conocía por Raichman la existencia de Pauriol, y gracias a Kent se enteró de sus funciones dentro del aparato técnico del Partido y de su papel de correo extraordinario por cuenta de la Orquesta Roja: aseguraba el enlace entre Juliette y el Comité Central. Su arresto daría la posibilidad de poner en claro el caso Juliette y permitiría saber si las instancias superiores del Partido —Moscú por lo tanto— se tragaban realmente las actividades del Funkspiel. Giering desconfiaba demasiado para no lanzar a cualquier precio esa sonda.
La Gestapo recibió la orden de atrapar a Pauriol en cualquier lugar de Francia. Fracasó. El hombre había desaparecido. Pasaron los meses y Giering no olvidó. Quería a Pauriol y para tenerlo armó una trampa perfectamente maquiavélica: hizo que el Centro mismo le entregara lo que la Gestapo no supo encontrar.
Un día el trasmisor utilizado para los mensajes atribuidos al Gran Jefe sufrió un desperfecto. El Kommando, por supuesto, disponía de técnicos capaces de repararlo, pero en lugar de recurrir a ellos, Giering envió por el trasmisor de Kent un mensaje informando al Centro acerca del desperfecto y pidiendo que le enviaran urgentemente a un especialista del Partido. Astuta artimaña. Si el Director no había desenmascarado al Funkspiel enviaría a Trepper, sin tardanza, un técnico. Y aun cuando hubiera recibido el informe del Gran Jefe, aun cuando le hubiese dado crédito, aun sabiendo que Giering le tiende una trampa debe fingir ignorancia y organizar el contacto con un mecánico. ¿Que así se sacrifica a éste? No es cuestión de un hombre. Y nada prueba que Giering arrestará al técnico. Puesto que está comprometido en una gigantesca partida, ¿por qué perdería su tiempo buscando agentes de ínfimo orden? El mensaje que anuncia el desperfecto debe tener como único objetivo dar la impresión de «la verdad»; una red sin inconvenientes no existe, o no existe ya…
El Director indica a Trepper un técnico comunista cuyo seudónimo es Jojo. Sus padres tienen un bar en Saint-Denis. Él ha montado un taller donde construye y repara trasmisores.
Nada prueba que Jojo llevará a Pauriol y el camino corre el riesgo de ser muy largo (Giering se alejará de París antes de que se haya alcanzado la meta), pero los matarifes del Kommando ponen manos a la obra. La suerte está de su lado. Siempre la misma historia: las torturas y los nombres dichos a gritos cuando ya el cuerpo no resiste más, la razón naufraga y el alma se quiebra. Jojo entrega a Auguste, quien entrega a Marc, quien entrega a Michel. Michel conduce a Francis o François, oculto cerca de Burdeos. Fernand Pauriol, alias Duval, está en Burdeos. Lo detienen el 13 de agosto de 1943. En vista de su absoluto mutismo la Gestapo necesita tres semanas para identificar a su presa.
A principios de setiembre, cierto día Berg, loco de alegría, irrumpe en el cuarto de Trepper chillando: «¡Hecho, tenemos a Duval!». El Gran Jefe queda como fulminado y por primera vez cree haber llegado al término de su largo viaje. De un momento a otro vendrían a comunicarle la orden de ejecución. Lo único que le quedaba era la muerte digna. Siempre metódico, preparó la linda frase que arrojaría a la cara de sus verdugos.
Pero Fernand Pauriol no habló aunque lo torturaron atrozmente. No habló ni siquiera cuando lo amenazaron con matar a su mujer en su presencia. Su calvario durará un año; Pauriol no hablará.
Apenas el Gran Jefe dominó sus temores recibió otro golpe: el 12 de setiembre Berg le anunció su traslado al Mediodía, con escolta. La Funkabwehr acaba de descubrir allí una emisora comunista y ha echado mano a las copias de los telegramas despachados y recibidos. El eminente «intérprete de códigos» Kludow está en camino hacia Francia y comenzará a descifrar los archivos, pero el Kommando se ha persuadido ya de que la emisora descubierta es la que trasmitió a Moscú el mensaje confiado a Juliette. Por consiguiente se sabrá cuáles fueron los términos del acuse de recibo del Centro, si hizo preguntas al Partido y cuáles. Trepper forma parte del equipo puesto que puede ser necesario.
Una catástrofe. Si la emisora trasmitió el mensaje de la Gestapo, ¿no existe acaso la posibilidad de que haya trasmitido igualmente el informe del Gran Jefe, que aparecerá en los archivos y que Kludow no tardará en decriptar? El razonamiento es lógico, pero parte de una hipótesis errónea. Porque la emisora descubierta no ha servido para trasmitir a Moscú el mensaje de Giering y en cuanto al informe trilingüe del Gran Jefe, Jacques Duclos no quiso confiar a las ondas un documento de tal importancia y lo hizo llevar a Londres por un correo para que desde allí lo encaminaran a Moscú. Trepper no puede adivinar esta circunstancia y considera que será desenmascarado en breve. Pero dispone de un margen de acción: el viaje está previsto para dentro de dos días.
Ha tenido tiempo, en seis meses, de examinar el lugar y de pesar el valor de las medidas de seguridad. Probablemente cualquier tentativa de evasión concluya bajo las balas de los guardias eslovacos, aunque, ¿cómo dejar de correr el riesgo? Esa misma noche confía su proyecto a Katz, quien se niega a seguirlo. Su mujer y sus hijos están instalados en Billeron, en el castillo de los Maximovitch, y sirven como rehenes al Kommando. Katz ha sido prevenido: los matarán si él no anda derecho. Aceptó arriesgar sus vidas en el caso Juliette por lo que estaba en juego, pero no cree tener derecho a condenarlos a muerte para salvar su propia vida. Permanecerá en Neuilly. ¡Buena suerte para el Viejo compañero! Kriminalrat Pannwitz, Hauptsturmführer S. S. verdugo de Praga, usted que conserva su vida en tanto que Katz ha muerto, ¿dirá todavía, después de leer estas líneas, que ese hombre era inepto para el sacrificio, por su raza?
Trepper modifica su plan. Había encarado una tentativa conjunta para no abandonar a su amigo. Solo, puede evitar el fuego de los eslovacos. Tiene papeles y dinero. Puede burlarse de Berg y de sus taras de borracho. A la mañana siguiente le sugiere ir juntos a la farmacia Bailly.
El 13 de setiembre, Willy Berg se había levantado con atroces dolores de estómago. La víspera bebió más de lo acostumbrado para ahogar su pena: era el aniversario de la muerte de uno de sus hijos. A las once de la mañana se presentó en Neuilly completamente postrado. Trepper compadeció sus sufrimientos y le ofreció llevarlo a la farmacia donde vendían el milagroso remedio. Agradecido, Berg se instaló con él en un coche de la Gestapo. Fueron a la farmacia Bailly, calle de Roma, 15, junto a la estación Saint-Lazare. La farmacia tiene dos entradas, una por la calle de Roma y otra por la de Rocher.
Apenas el coche se detuvo frente a la puerta principal, Trepper descendió. Berg vacilaba: ¡esas dos entradas! Pero, al fin, puesto que confiaba en Trepper, lo dejó entrar solo, según lo convenido.
Son las doce. Veinte horas antes se ha llevado a cabo la evasión más espectacular del siglo. Benito Mussolini, dictador derrocado, fue sacado de la cárcel del Gran-Sasso por el Sturmbannführer S. S. Otto Skorzeny.
El Gran Jefe penetra en la farmacia por la puerta de la calle de Roma y sale por la de la calle de Rocher, perdiéndose entre la multitud.
El Gran Jefe no había contado con que el alemán se quedara en el coche. Pensó abatirlo en el interior de la farmacia y escapar a la carrera. Si Berg sacaba su revólver, la presencia de un numeroso público le impediría hacer blanco y era posible también que algún parroquiano lo dominase.
Pero todo resultó mucho más simple; bastó con entrar por una puerta y salir por la otra. Casi dos años atrás, un 13 de diciembre, el Gran Jefe había logrado escapar de la ratonera instalada en la calle de los Atrebates por Fortner. Desde su niñez consideraba al 13 su número de suerte.