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El diplodocus comienza a armarse

En febrero de 1965, Constantin Melnik y yo fuimos a Munich en busca de Franz Fortner. Nuestro «contacto» era el coronel Giskes, exjefe del contraespionaje en Alemania. Indudablemente, éste conocía la dirección de Fortner, pero ¿querría comunicárnosla?

Constantin Melnik no era solamente el editor que antes trabajó en investigaciones; en Munich se convertía en el hombre que durante los últimos años de la guerra de Argelia fue consejero del Primer Ministro para los asuntos concernientes a información y seguridad. Resultado: el diplodocus comenzó a armarse y dos semanas después llamábamos a la puerta de Fortner, en Berlín Occidental.

Franz Fortner, septuagenario, es un señor de corta estatura, fornido, narigón, de grandes orejas, voz de altoparlante y una risa que lo sacude todo. Debe haber causado una fuerte impresión a aquéllos a quienes sacaba de la cama, veinte años atrás, gritando: «¡Gestapo!». Porque aunque los señores del Abwehr no tenían nada en común con la canalla de la Gestapo, no les venía mal, llegado el caso, vestirse con las negras plumas ajenas.

Prevenido de nuestra visita, Fortner se mostró dispuesto a hablar. ¿Hasta qué punto? Cuando soltó el nombre de Claude Spaak, su esposa lo regañó. Le parecía peligroso complicar a gentes de tal envergadura. Pero nosotros sabíamos que Claude Spaak, hermano del célebre hombre de Estado belga, había trabajado para el Gran Jefe. Tras algunas preguntas a las que respondimos de buena voluntad, Fortner decidió que sabíamos lo suficiente como para contarnos el resto sin inconveniente, especificando, eso sí, que su verdadero nombre no debía figurar en el libro[1].

He olvidado cuál de nosotros dos propuso a Fortner un viaje a París. Le garantizamos la discreción. Fortner se negó al principio enumerando famosos raptos perpetrados por los servicios soviéticos en territorio francés. Por otra parte, tenía muchas ganas de volver a ver París. Su mujer le bloqueaba el camino de la aceptación; rechazaba los azares de semejante aventura.

A la mañana siguiente salimos de Berlín Occidental más atónitos que amargados. Durante años la Orquesta Roja fue la presa de Fortner. Increíble que los papeles se hubieran invertido hasta ese punto. Al cambio no le faltaba sal y yo no podía menos de encontrarlo divertido, pero nos costaba los recuerdos de Fortner.

A mi regreso a Francia le escribí una carta alabando la primavera de París en términos ultrajantemente líricos. Tres semanas después Fortner aterrizaba en Orly. El aeropuerto estaba lleno de vistosas banderas celebrando el vigésimo aniversario de la victoria aliada sobre Alemania.

Franz Fortner me gusta porque es un aficionado. La guerra secreta exige de sus combatientes una gran elasticidad mental. Fortner, visiblemente, no estaba hecho a su medida. No sabía una palabra del Abwehr hasta que en Hamburgo lo destinaron a su servicio y lo enviaron a Bruselas. Allí dispuso del formidable aparato de represión alemán contra un grupo de hombres aislados. Aun cuando aprenda su oficio seguirá siendo «un oficial típico». Enviará a la muerte a los espías sin tocarles uno solo de sus cabellos. Por otra parte, es un hombre bueno a quien la violencia horroriza. Hoy en día, a los setenta y tres años, consagra su tiempo a una obra empeñada en atemperar la suerte de los prisioneros de orden común y en favorecer su reingreso a la sociedad. Todo esto es humanamente loable, aunque profesionalmente pueda ser un desastre.

Cuando Trepper subió al tren que lo conducía a Moscú, luego de haber resuelto el enigma de la delación en la red Fantomas, no sabía si al fin del viaje su destino sería el Centro de informaciones militares soviéticos o los sótanos de la cárcel Lubianka, donde iban a parar los caídos en desgracia. Muchos otros espías, jefes de diferentes redes, se dirigían a Moscú en esos tiempos con el corazón angustiado, sabiendo que les esperaba la muerte y preguntándose el porqué.

Treinta años después, el asunto sigue siendo contuso. Se inicia con la suntuosa maquinación del S. S. Reinhard Heydrich para acusar al mariscal Tukhatchevsky, jefe del Ejército Rojo, de traición a Stalin; Heydrich hace llegar a Moscú falsos documentos; el propósito es desatar una tormenta en los círculos dirigentes soviéticos; si los osos se devoran entre ellos el lobo nazi será el beneficiario de la operación. Heydrich tiene suerte y una ola de purgas cae sobre Rusia y decapita a su ejército. Es probable que Stalin haya adivinado la maniobra y que decidiera utilizarla para desembarazarse de un mariscal demasiado popular y de un inquietante Estado Mayor. También es posible que Tukhatchevski preparara en realidad un golpe de estado y que Heydrich haya sido la mosca del coche, el decir, del coche fúnebre.

Según los especialistas más autorizados, la mitad de la oficialidad rusa fue eliminada en los campos de Siberia, de un balazo en la nuca. El blanco preferido de la represión fueron los servicios de información. Es lógico, porque si el ejército conspira, el meollo del complot suele situarse en esos servicios dedicados a las maniobras secretas y protegidos por la penumbra en que se mueven. Los cuadros superiores fueron liquidados y los agentes en el extranjero llamados a Rusia; resultaban particularmente sospechosos porque la distancia les concedía una libertad de acción propicia a las conspiraciones.

Trepper figuró entre los llamados. Al llegar a Moscú cayó en pleno baño de sangre y poco faltó para que fuera salpicado. Uno a uno ve desaparecer a sus amigos. Posteriormente ha declarado que su traslado a Bruselas le salvó la vida. Pero lleva consigo heridas que no terminan de sangrar. Ha visto asesinar en cerradas cohortes a sus jefes y a sus compañeros. Esa temporada en el infierno lo conduce a una especie de perfección que no es el ideal del hombre honesto ni del oficial típico. Para alcanzarla no bastaron las aventuras de su juventud errante ni las enseñanzas de Fantomas, ni las recibidas en la Academia del Ejército Rojo. Ahora puede afrontar las terribles pruebas que sobrevendrán. Fue Trepper quien llegó a Moscú; quien partió hacia Bruselas desde Moscú era ya el Gran Jefe.