20
Epitafio para dos sombras
Si la historia del espionaje es el exclusivo interés de ustedes, salteen este capítulo, porque ya saben lo esencial: los elementos biográficos y la naturaleza de los informes trasmitidos a Moscú.
Pero si sienten simpatía o simplemente curiosidad por los dos héroes de este episodio, si los asombra que el sobrino del teólogo Harnack y el sobrino nieto del almirante von Tirpitz hayan concluido por trabajar para los servicios soviéticos; si se interrogan acerca de los móviles que condujeron a ambos hombres a derramar a chorros la sangre de sus compatriotas, si desean saber en verdad quiénes eran los dos jefes de una red irrisoria en cuanto a su organización, notable en cuanto a su eficacia, síganme más allá de la escueta nomenclatura de los hechos y las fechas. Un empleado del Centro clasificará dos fichas en los archivos: los agentes «Arvid» y «Coro» han sido liquidados; eran esos sus seudónimos. Ahora no se trata de los agentes sino de los hombres.
Ninguna dificultad en cuanto al aspecto físico; las fotos hablan. Harro es un espléndido ejemplar de la raza nórdica: alto, rubio, de ojos azules, el rostro burilado; Fortner dice de él, amargamente: «Sin embargo, tenía el tipo perfecto del oficial alemán». En cuanto a su mujer, Libertas, una orden escrita precisó, desde el momento mismo de su arresto, que dos comisarios debían proceder siempre a su interrogatorio, porque era tan linda y tan conmovedora que se temía el peligro de una entrevista a solas para los corazones policiales. Los Harnack son más opacos. Arvid tiene la cara plácida y la expresión reconcentrada de un estudioso. Se lo adivina reservado, avaro de palabras y gestos, difícil de conmover. Mildred y él no debían ir a menudo al Wannsee.
Para saber más, puesto que han enmudecido para siempre, no hay otra solución que reconstruir sus personalidades partiendo de los esbozos trazados por quienes combatieron a su lado y contra ellos, como hace la policía cuando quiere reconstruir el retrato de un sospechoso desconocido.
Fue una extraña encuesta.
Los ex miembros del Abwehr y de la Gestapo trazan al lápiz violentas caricaturas. Uno de ellos cuenta de la siguiente manera cómo fue enrolado el teniente Herbert Gollnow en la Orquesta Roja:
«Gollnow trabajaba en el Abwehr-Air; se encargaba del enlace con el ministerio del Aire y así conoció a Schulze-Boysen. Era un muchacho de origen modesto, que se había elevado a fuerza de puños. Huérfano de padre, adoraba a su madre, quien a su vez lo admiraba mucho.
”Era ambicioso y quería llegar. Consideraba que estaba perdiendo su tiempo en Berlín porque las condecoraciones y los galones se ganaban en el frente y no en los pasillos de los ministerios. ¿Quién mejor que Schulze-Boysen podía conseguirle el traslado? Gollnow quedó deslumbrado cuando, un personaje semejante, provisto de las más poderosas relaciones, aceptó ocuparse de él. Por supuesto que Schulze-Boysen ni por un segundo pensó en hacer trasladar a Gollnow; le era muy útil en Berlín. Pero le prometió el oro y el moro, le mostró un porvenir dorado y empezó a invitarlo a las conferencias que daba en la Academia de Relaciones Exteriores. Fue la primera etapa; la segunda consistió en convencer a Gollnow que debía aprender bien un idioma extranjero. Por ejemplo, el conocimiento del inglés era indispensable para hacer una verdadera carrera. Schulze-Boysen le sugirió que pusiera un pequeño aviso en los diarios berlineses, pidiendo un profesor. Le prometió ayudarlo a elegir entre las respuestas.
”Hubo dos. La primera provenía de un viejo profesor quien exigió, naturalmente, condiciones financieras. “Ve a ver la otra, puede ser más interesante”, sugirió Schulze-Boysen. La otra era una mujer: Mildred Harnack. Recibió a Gollnow de una manera encantadora. Le dijo: “Soy norteamericana y me dará placer conversar con usted en inglés, por la tarde, mientras tomamos una taza de té”. Gollnow, intimidado por el departamento y por esa mujer de la alta sociedad, balbuceó algo sobre honorarios. Mildred, con una sonrisa, dijo: “Ni lo piense, no le pido dinero, estoy contenta con tener la oportunidad de hablar mi lengua”.
”Cuando Gollnow le contó a Schulze-Boysen sobre su visita, éste le palmeó la espalda, diciendo: —¡Formidable! Una mujer bonita y lecciones gratis. ¡Flor de suerte, Herbert!
”En realidad, Gollnow se sentía incómodo en la sala de los Harnack, con una taza de té en la mano, rígido en su silla, frente a Mildred quien le recomendaba que mirara bien su boca para aprender la pronunciación de las palabras. Esas delicadezas desconocidas lo embarazaban. Uno de los peores momentos ocurrió cuando Arvid Harnack, severo como siempre, irrumpió en mitad de una lección. Para Gollnow era extraño que Mildred lo recibiera a solas sin que su marido se incomodase y juzgaba que la amabilidad de su profesora excedía una simple preocupación pedagógica. La aparición de Harnack le hizo temer una escena desagradable, pero luego pensó que los modales de la gente de la alta sociedad obedecían a un raro código porque Harnack se mostró encantador con él, preguntó por sus progresos y por sus funciones en el ejército. Gollnow, ruborizado, dijo que no tenía el derecho de hablar de ellas. Con una sonrisa protectora Harnack le explicó que como Oberregierungsrat en el ministerio de la Economía tenía el hábito del secreto. Poco a poco la conversación versó sobre la situación militar y Harnack deploró la inmovilidad del frente del Este —esto sucedía en el invierno de 1941-42. No se preocupe —dijo Gollnow—, pronto habrá movimientos. Harnack se declaró sorprendido, si una ofensiva se preparaba, él estaría enterado. Señor Oberregierungsrat —replicó Gollnow— en este punto quizás estoy mejor enterado que usted. Y feliz de poder darse ínfulas contó ciertos planes del Estado Mayor con respecto a los prisioneros del Cáucaso que se habían pasado a las filas alemanas, un detalle que probaba que el plan de ofensiva sobre el petróleo no era una hipótesis teórica puesto que se estaba pasando a la acción.
”Desde ese momento todo fue fácil. Mildred se acostó con Gollnow y lo mismo Libertas, la mujer de Schulze-Boysen. Ambas mujeres eran lesbianas y Gollnow debe haber participado en movidas sesiones. Dese cuenta: dos mujeres, de las cuales una, Libertas, era encantadora, dos señoras de la aristocracia, cultas, que se le ofrecían descubriéndole placeres nunca imaginados. Gollnow soltó todo lo que sabía y sabía mucho. Ninguno de los comandos que el Abwehr envió tras las líneas rusas regresó a destino por su culpa. ¡Y pensar que nosotros creíamos que el contraespionaje soviético no tenía fallas! Gollnow entregó a los rusos informes sobre nuestra infiltración de agentes en Inglaterra, sobre los intentos de sabotaje de los aviones que hacían el enlace entre U. S. A y Portugal, etc. Créame que les habría entregado a su propia madre con tal de participar en “las veladas de los catorce puntos”, unas surprise-parties organizadas por la banda de Schulze-Boysen a las que sólo asistía la crema berlinesa. Las mujeres debían llevar puesto el equivalente de los catorce puntos concedidos por el racionamiento de los vestidos. Catorce puntos era poca cosa, es decir, que iban casi desnudas. Por supuesto que todo terminaba en acostadas colectivas.
”Observe que las mujeres no eran las únicas que practicaban este tipo de reclutamiento. Los dos jóvenes del servicio de decriptado, Heilmann y Traxl, ¿cree que Schulze-Boysen los convenció con sus doctrinas políticas más o menos ambiguas? ¡Se acostó con ellos simplemente! Heilmann estaba loco por él y lo habría seguido hasta el infierno, lo hizo, por otra parte. Y no fue el único. Harro tenía tanto éxito con los hombres como Libertas con las mujeres.
Margaret Boveri[11]: «Mildred tenía cabellos rubios y finos, peinados hacia atrás, ojos azules de mirada directa. Para mí encarnaba el tipo perfecto de la “puritana norteamericana”».
Axel von Harnack[12], primo de Arvid: «Mildred tenía ojos claros y mirada luminosa. Una cabellera rubia, estirada, le encuadraba el rostro. Su cálida personalidad le valía el afecto de todos. Lo menos que se puede decir es que era un alma selecta… sus modales directos y francos estaban de acuerdo con la extrema sencillez de sus vestidos y con su estilo de vida en general-.»
Otto Meyer[13], ex funcionario eminente del Tercer Reich: «¿Schulze-Boysen homosexual? Primera noticia. Tenía tantos líos con las mujeres que no veo cómo le habría alcanzado el tiempo para acostarse con los hombres. En cuanto a Libertas es cierto que hacía una vida muy libre. Una chica equívoca, muy fin de raza, casi diría “macabra”. Algunos amigos míos asistieron a orgías en la casa de la pareja. Pero le aseguro que ambos se amaban, su matrimonio fue un casamiento de amor, sé que hay que imputar los desórdenes ulteriores de sus vidas a la acción clandestina porque significaba un miedo permanente, una continua tensión nerviosa, o bien recurrieron al desenfreno para corromper a las posibles fuentes de información. Mildred no era ni bonita ni sexy, aunque poseía una inteligencia cautivante, un innegable encanto. Como todo el mundo, tenía aventuras. Pero seguía siendo muy pura, muy moral. Cada vez era el gran amor el asunto de su vida. Schulze-Boysen la había convertido en su cosa y ellos dos constituían el verdadero eje de la red».
Ernst von Salomon: «¿Harro, pederasta? No lo sé, es posible. ¿Y qué?». Es exacto que Lib y él se concedían una completa libertad sexual, pero no tiene nada de extraordinario. Habían conservado el estilo bohemio propio del Berlín entre las dos guerras. Hay que haber vivido esa época para entenderlo. En esos tiempos no era raro acostarse con la mujer del mejor amigo, tan fácil resultaba. De Mildred Harnack se decía que había tratado de seducir a Hitler y que él ni siquiera se dignó mirarla. De ahí vino el odio perdurable de Mildred. En cuanto a que haya hecho una vida loca, seduciendo a jóvenes oficiales y otras fantasías, no lo creo en absoluto. ¡Era demasiado fea para eso!
Según los sobrevivientes de la red, una precaución trivial consistía en camuflar los contactos entre los agentes del sexo opuesto bajo las apariencias de la relación amorosa. Se indignan con los retratos ignominiosos de la Gestapo y recusan a priori todo lo que pueda opacar la aureola de sus mártires.
Otto Meyer y Ernst von Salomon tienen razón, sin embargo: los hombres y las mujeres de la red berlinesa no se parecen ni a sus caricaturas ni a sus imágenes para niños de primera comunión. En resumen, no son ni ángeles ni bestias. Debíamos suponerlo.
No hay pasión en torno al caso Harnack. Según uno de sus amigos políticos, Reinhold Schönbrum, «fanático, rígido, trabajador, notablemente enérgico y eficaz, Harnack no era precisamente una persona agradable ni divertida. Carecía del sentido del humor. Tenía algo del puritano, del doctrinario, pero era extraordinariamente devoto. Su mujer, Mildred, se le parecía mucho». Axel von Harnack, el primo de Arvid, traza un retrato parecido: «Arvid tenía viva inteligencia, un espíritu dado a la meditación y al recogimiento. Era experto en el arte de la controversia y siempre estaba dispuesto a practicarla. Era natural en él una cierta dureza y también la tendencia al sarcasmo, sobre todo cuando discutía con un interlocutor inferior a él. Muy ambicioso, basaba su confianza en sí mismo, en hechos indiscutibles».
Hasta los ex miembros de la Gestapo admiten la inteligencia y la seriedad de Harnack. Evitan vincularlo con fantasías del estilo «las veladas catorce puntos». Panzinger, que no era ningún tonto, pasó largas horas discutiendo con él problemas políticos y económicos. Los jueces rindieron homenaje a su ciencia y a sus virtudes austeras.
Harnack es fuerte en la materia y se impone tanto como aburre. Fue un segundón, como suele suceder con los que saben mucho. El segundo de un hombre menos inteligente que él, menos equilibrado y cultivado aunque dotado de una vitalidad casi temible, infatigable en las fiestas y en el trabajo, nacido para seducir y entusiasmar, creado para el comando: Harro Schulze-Boysen, el alma de la red berlinesa.
«Un perfecto aventurero, espiritual e inteligente, pero impulsivo, desenfrenado, temerario, inclinado a explotar a sus amigos, extremadamente ambicioso, un revolucionario innato y fanático». (Declaración del 6 de agosto de 1948, durante el curso de la instrucción en el caso Roeder).
Retrato severo aunque discutible: su autor es Alexander Kraell, presidente del tribunal que juzgó a Schulze-Boysen y a sus amigos. Su nacionalidad y sus funciones lo inclinaban forzosamente a la severidad. Por lo contrario, las de Allen Dulles deberían haberlo inclinado al elogio: enviado a Suiza durante la última guerra por Roosevelt, su misión consistía en alentar los movimientos alemanes de resistencia a Hitler.
En un comienzo, Schulze-Boysen se opuso a los nazis y a los comunistas, porque encontraba a los primeros demasiado burgueses y a los segundos demasiado burócratas. Inventó un fárrago político para afirmar sus opiniones: declaraba que la derecha y la izquierda no existían y que los partidos políticos no seguían una línea recta sino que formaban un circulo no del todo cerrado. Naturalmente los comunistas y los nazis estaban situados en los dos extremos del círculo abierto. Schulze-Boysen decidió que su partido ocuparía el espacio libre y cerraría el círculo. Era joven, rubio, nórdico, un producto del «movimiento de la juventud alemana». Siempre vestido con un sueter negro se paseaba con los revolucionarios, los surrealistas, los granujas y las gentes de reputación dudosa de la generación perdida[14].
Sorprende tanta frialdad desdeñosa hacia un hombre que contribuyó en tan gran medida a la caída del nazismo y por lo tanto a la victoria aliada. Es verdad que Dulles, futuro jefe de la C. I. A. es, podríamos decir, un anticomunista «innato y fanático». ¿Sólo vio en Schulze-Boysen al agente soviético, objeto de execración?
Y la Resistencia alemana, la oficial, la homologada, ¿qué dice de la red berlinesa? Nada. La ignora. Más aún: la rechaza. Fabian von Schalabrendorff, uno de sus más valerosos combatientes, citaba a Schulze-Boysen en su libro: Algunos oficiales contra Hitler, en la primera edición. En las siguientes la mención desapareció.
Es cierto que esa resistencia fue más bien derechista, en tanto que Schulze-Boysen pertenecía realmente a la izquierda. Los viejos señores que conspiraban en torno al general Beck celebraban sus reuniones en el «Club de los Señores», no reclutaban, gente como Schulze-Boysen en los barrios obreros y no esperaban, como él, la salvación por el Oriente sino por el Occidente. Pero el foso no es tan profundo. ¿Acaso el conde von Stauffenberg, héroe del atentado contra Hitler, no estaba dispuesto a negociar con Moscú y a internarse por ese camino si los norteamericanos no escuchaban sus propuestas? ¿Acaso no entró en contacto, días antes del atentado, con jefes comunistas clandestinos a quienes quería hacer ingresar en el complot?
Es verdad también que los honorables caballeros de la oposición derechista tendían a situar su acción en el plano metafísico más alto. Obraban «para el renacimiento moral y religioso del pueblo alemán, la supresión del odio y la mentira y por la reconstrucción de una comunidad de los pueblos europeos». En sus sublimes sueños jamás habrían condescendido a meter la mano en la sucia labor del espionaje. Con una sola excepción, muy importante, puesto que se trata del hombre de quien ellos mismos dicen que fue el más puro del grupo y el más eficaz: el coronel Oster, adjunto de Canaris en el Abwehr, su «caballero sin miedo y sin tacha» quien como Schulze-Boysen pasó al enemigo los secretos militares alemanes. Sin duda sus informes no fueron tomados en serio por los gobiernos occidentales a quienes interesaban. Pero de haber sido así, y Oster contaba con ello, su traición habría hecho correr la sangre alemana en el Oeste con tanta prodigalidad como la de Schulze-Boysen la hizo correr en el Este…
Quizás ellos pensaban que era más justo y saludable abatir a los hijos de Alemania con los fusiles ingleses y franceses y no con los rusos. Admitámoslo. Pero si cuestionaban la elección de Schulze-Boysen ello no podía impedirles admirar la pureza de sus intenciones, la importancia de su papel y el coraje de que dio prueba. En cambio lo han precipitado al olvido de la Historia. Oster está en el pináculo.
Las Memorias de Ulrich von Hassel, uno de los jefes de la Resistencia alemana se titulan De otra Alemania. Es decir una Alemania no poseída por el nazismo, que lo combatía. De esa Alemania, Schulze-Boysen formó indiscutiblemente parte. Para los ojos de un Alexander Kraell (adversario) y de Allen Dulles (aliado), de Fabian von Schalabrendorff (camarada de la Resistencia), los tres sostenes de la Alemania de Bonn, forma parte de otra Alemania, la de Pankow, la Oriental, donde viviría hoy si no hubiera caído en manos del verdugo. Esto explica la tácita condena del combate librado por Harro Schulze-Boysen, pero no la reserva o mejor aún, el desprecio apenas disimulado que muestran por su personaje. Puesto que se trata de tres hombres tan diferentes, semejante concordancia es, por lo menos, singular.
Más sorprendente todavía es el gran silencio hecho en torno a la tumba de Schulze-Boysen, aparte de los ladridos de los cuzcos envejecidos de la Gestapo y los irritados gruñidos de los viejos perros guardianes de la leyenda. El gran público se preocupa poco por la política y sus meandros. Un traidor es un traidor, sea cual fuere su amo. Para ese público, Schulze-Boysen sólo puede ser un espía, traidor a su país. También lo es Richard Sorge y se ha convertido en una figura legendaria. Se admite a Sorge aunque no se compartan sus razones y se admira su labor. Jamás figurará en las filas de la Resistencia alemana, pero se lo consagra «el mayor espía de todos los tiempos». El mundo se maravilla con su famoso telegrama que permitió, en parte, la victoria soviética frente a Moscú, y nadie se embelesa con el telegrama de Schulze-Boysen que facilitó Stalingrado. En Sorge se reconoce y se celebra al técnico. Hasta esto le niegan a Schulze-Boysen.
Así, entre los ex miembros de la Gestapo que moldean con sus dedos ensangrentados obscenas figuritas de barro y los pocos fieles, parientes y amigos, que montan una nerviosa guardia en torno a la estatua de mármol del héroe, el público baja los ojos para no ver nada y se tapa la nariz para no oler. A veces un Schalabrendorff sale de las filas y rechaza con el pie el molesto cadáver de Harro Schulze-Boysen.
¿Por qué?
En primer lugar no es serio. No parece serio. Un burgués bohemio. La tricota negra que realza su casco de cabellos rubios. La discusión hasta el alba en los bares a la moda: poesía surrealista —y lo que es más molesto aún— política surrealista. Ni derecha ni izquierda sino un círculo. ¿Los comunistas? Unos burócratas. ¿Los nazis? Demasiado burgueses. ¡Diablos! Ernst von Salomon: «Proclamaba que haría volar este mundo lleno de prejuicios y envejecido. Era partidario de una revolución nacional, aunque contrariamente a los nazis, quería hacerla con la élite y no con la masa a la que despreciaba. Para él Hitler sólo era “un individuo muy vulgar con el cual no había que meterse por buen gusto”». Por lo tanto hace pedazos al mundo entre amigos, antes de ir a dormir en su estudio de artista de la Altenburgerstrasse. Probablemente la familia lo toma como una travesura y piensa que no tardará en recordar que es el descendiente del almirante von Tirpitz y se reintegrará al hogar, a sus tradiciones y a sus ritos. Y probablemente la familia tendría razón si no fuera por Hitler, ese pequeño burgués…
Pero los S. S. lo prenden y lo encierran en un bunker, lo hacen picadillo esos animales que no entienden nada de la «política en redondo». Y entonces el destino de Schulze-Boysen toma el camino definitivo. En la llama del bunker, la blanda arcilla se convierte en un bloque duro y compacto. Un bloque de odio. Jamás olvidará sus sufrimientos y su humillación. No perdonará jamás. A Salomon, que lo encuentra por la calle con la cara tumefacta y una oreja estropeada, le dice: «He puesto mi venganza en el congelador. Y ahora estoy con los que mejor combaten a esta gentuza». Seis años después repetirá a Hugo Buschmann: «En 1933 fui hecho prisionero por los S. S. y muchas veces más posteriormente. Desde entonces sólo tengo un objetivo: ¡la venganza!».
También en esa época, Klaus Fuchs, maltratado por los S. S. abandona a Alemania y trabaja para los aliados en la investigación atómica para después pasar a los rusos el secreto de la bomba atómica. Preso y juzgado, al fin, Fuchs revela que su odio es más profundo que el que provoca una paliza. Su padre ha sido internado en un campo de concentración, su madre se suicida, una de sus hermanas se tira bajo las ruedas del subterráneo. Uno se inclina ante el dolor de Fuchs. Haga lo que haga después, en cierta forma está justificado. ¿Y Schulze-Boysen? Un fantasioso a quien los puños de los S. S. ofrecieron el primer contacto con la realidad, un hijo de papá en un aprieto. Su familia, por lo demás, acudió a salvarlo a través de los oficios de Levetzow, jefe de policía de Berlín. Salió del bunker con la cara hinchada y el alma deshecha, dejando atrás sus sueños de poeta y sus ensueños de aficionado a la política. Se une a los comunistas, no por convicción, sino porque son «los que mejor combaten a esa gentuza». La doctrina no le interesa; en 1939 ignora prácticamente a Marx y a Lenin. Nada que ver con las sólidas convicciones ideológicas de un Sorge o de un Harnack. En realidad su pasión es una sola: borrar de sus mejillas la quemadura dejada por las bofetadas de los S. S. Es poca cosa.
Pero sobre esta endeble base se levanta una maquinaria de prodigiosa eficacia, como si fuera un motor que funcionara al máximo con una fibra de carburante. Conmueve en realidad el contraste entre la motivación y los efectos.
El odio puede cegar. También puede esclarecer depurar, purgar. A Schulze-Boysen le arranca de un tirón las escamas que borroneaban su visión. Desde entonces mira al mundo con ojos absolutamente lúcidos, casi científicos. Es imposible dejar de sonreír ante las divagaciones políticas del Schulze-Boysen un poco frívolo de antes de 1933; es difícil dejar de reconocer la pertinencia del pronóstico que escribe a su padre el 11 de octubre de 1938: «Le predigo hoy que una guerra mundial estallará a más tardar en 1940-1941, verosímilmente en la próxima primavera. Será seguida por una guerra de clases en Europa. Pero afirmo con fuerza que Austria y Checoslovaquia han sido las dos primeras batallas de la nueva guerra».
El día en que estalla la tercera batalla —la de Polonia y con ella la guerra mundial— Harro Schulze-Boysen festeja su cumpleaños. Hugo Buschmann cuenta: «Había allí escritores, actores, pintores, un productor de películas, médicos, abogados, lindas mujeres y no festejaban precisamente un cumpleaños sino la entrada en la guerra. ¡Cuántas ilusiones! Todos estaban persuadidos de que llegaba el fin del Tercer Reich, todos lo creían casi inminente…». Sólo el oficial aviador, cuya mandíbula temblaba de odio cuando se trataba de los nazis, hacía objeciones: no quería destruir el optimismo; Hitler, el pequeño burgués, estaba ante una inevitable catástrofe aunque no se lograría el objetivo tan fácilmente. Era Harro Schulze-Boysen. Luego volvió a bailar, muy bien como siempre. Las mujeres lo miraban con admiración. Por fin se cansó de tanta bulla, me llevó a un rincón y me dijo: «Polonia será hundida, pero sólo es un intermedio. Los ejércitos de tierra y del aire occidentales serán aniquilados. Estas gentes —se refería a los que hablaban alegremente— sobrestiman el poderío militar de Occidente. En primer lugar, Inglaterra tiene que equiparse. Casi no poseen aviación ni ella ni Francia. Tendrán un respiro hasta la primavera porque las operaciones esenciales en Polonia no se cumplirán hasta antes de fin de año. Este loco de Hitler cree que se comerá a Inglaterra de un bocado cuando acabe con Polonia. Se imagina, siguiendo el plan de Mein Kampf, que tendrá la posibilidad de volver por fin su fuerza agresiva contra el Este. No, los ingleses resistirán. No pueden salir del paso con concesiones. Algún día las fuerzas se equilibrarán y entonces el orden burgués será quebrado en toda Europa porque las fuerzas burguesas se habrán combatido hasta el agotamiento».
Lucidez en el análisis y sobre todo una acción implacable. Con toda su energía y su odio está incondicionalmente contra «esa gentuza». Aun cuando por la declaración, de guerra, esa «gentuza» sea al mismo tiempo su gente: sus compatriotas, sus hermanos, el pueblo alemán y no sólo los nazis. No hay en él el equívoco en que se debaten tantos otros alemanes antihitleristas que se conmueven al ver correr la sangre de los suyos en una empresa insensata pero al mismo tiempo experimentan un secreto orgullo ante las hazañas realizadas. Ellos quieren aplastar a Hitler sin la derrota de Alemania. Y no se trata solamente de los tormentos de los opositores de la derecha, los nacionalistas reaccionarios del «Club de los Señores», Hugo Buschmann, que pertenece a la izquierda, dice: «Repetidas veces pregunté a buenos amigos personales, cuando hablaban así, en el aire, ellos que habían tenido actividad política anteriormente a 1933: —¿Quieres o no que perdamos la guerra? Casi siempre, tras un minuto de temerosa vacilación, me respondían que no».
Aunque algunos, en Alemania, lograron vencer estas contradicciones y reconocieron que el final del nazismo involucraba la derrota de su país, nada hicieron por favorecer esta derrota. Les faltó fuerza de ánimo para empuñar el puñal y clavarlo en la espalda de los suyos. Schulze-Boysen usó el puñal hasta que la Gestapo se lo quitó de las manos. Y sin dilema aparente, sin desgarramiento interior. Jamás su corazón se rebeló contra los crueles dictados de la mente. ¡Ah, si el autor de estas líneas hubiera sido alemán jamás habría tenido nervios para hacer lo que Schulze-Boysen hizo! Habría vertido abundantes lágrimas sobre la tragedia, sobre todas las tragedias y Harro habría podido decirle lo que cierta vez dijo a un amigo lloroso: —Usted tiene la glándula lacrimal floja del pequeño burgués— y hubiera sido justificado. ¡Qué ardiente ha de haber sido su odio para que jamás las lágrimas acudieran a sus ojos! No se limitaba a enviar el Ejército Rojo a la cita de Stalingrado, a trasmitir informes estratégicos tan descarnados como un plan de Estado Mayor. Pensemos en los paracaidistas enviados por el Abwehr detrás de las líneas soviéticas cuyos nombres sin duda conocía Schulze-Boysen, tal vez conociera también las caras; ellos trepaban a sus aviones, graves, pálidos, carneros vestidos de acero, cargados de pólvora, pero carneros al fin enviados al matadero que él les había preparado… Sí, era necesario que ellos y otros más murieran para que Hitler perdiera su guerra; era el precio de la salvación de Europa. Pero aquí se trata de Schulze-Boysen y no de Europa: ¿hay alguna medida común entre las bofetadas del bunker y esos cuerpos jóvenes segados en pleno cielo por el fuego de las ametralladoras?
Tal vez concedemos una parte demasiado grande a la venganza en las motivaciones de Harro Schulze-Boysen, tal vez él mismo exageraba cuando gritaba su odio en plena cara a Salomon y a Buschmann. Era, seguramente, un piloto de tempestades y sólo ellas le ofrecían un empleo para su vitalidad. En el Berlín anterior a 1933 fue como un navío inmóvil en un mar en calma y fue preciso el ataque del perro nazi para izar las velas, el incidente del bunker para ofrecer la coartada de un objetivo a esa fuerza potencial que sólo pedía desencadenarse. ¿Habría puesto el timón hacia otro cabo, no importa cual, si el viento hubiera soplado en otra dirección, con tal de navegar con las velas desplegadas? Si la coartada hubiera usado camisa roja en vez de la camisa negra de los S. S., ¿la habría aceptado igual, menos atento al color que a la señal de la partida que, roja o negra, le daba? Singular inconsecuencia y lamentable ligereza…
Arvid Harnack y Harro Schulze-Boysen: un erudito que no se plantea preguntas porque conoce todas las respuestas; un enfurecido ardiendo por realizarse, tal vez por vengarse, por imprimirle al mundo su cicatriz. Y durante un año recorrieron juntos ese camino sembrado de muertos y heridos, impávidos, sordos a toda queja, ciegos ante la sangre y las lágrimas; uno atento a marchar en el sentido de la Historia, el otro totalmente entregado a su pequeña historia.
Si veinticinco años después siguen estando solos, si están destinados a no penetrar jamás en el panteón imaginario donde los pueblos acaban por colocar a sus héroes, aun cuando sólo hayan sido espías, si la memoria de los hombres no retiene sus nombres, si ningún adolescente en ningún momento, siente latir con más fuerza su corazón al conocer el relato de sus vidas, quizá se deba a que a ambos les faltaba un toque de humanidad.
Sería injusto concluir sin observar que hay, sin embargo, un país, donde Schulze-Boysen y sus amigos son conocidos y celebrados: Alemania del Este. Pero en los libros que allí se publican, en las piezas teatrales que se representan, consagrados a ellos, jamás se habla de los trasmisores ocultos sino de la acción política clandestina de la red que publicaba folletos, proclamas, una hoja bimensual. Los sobrevivientes de la red berlinesa, con la sola excepción de Günther Weisenborg, mantienen rigurosamente la consigna de silencio que les ha sido impuesta sobre sus actividades de espionaje. Schulze-Boysen queda así reducido a las dimensiones de un heroico pegador de carteles; su grupo se ha transformado en una célula de agitación política de dudosa eficacia. Como si la red berlinesa, colgada en la horca nazi, fuera estrangulada por segunda vez merced a los oficios de los bonzos comunistas de Pankow.