Capítulo 19

19

De toda la música y belleza que Caelir podía recordar, nada se acercaba a las de la corte de la Reina Eterna. Se reclinó en las suaves hojas de otoño y contempló a Lilani bailar al son de la música y las canciones de Narentir. El sonido de cascabeles de plata trinaba en la distancia y una multitud se había congregado bajo los coloridos pabellones de seda para ver la actuación de Lilani.

Sus movimientos eran sinuosos y graciosos, pero Caelir vio ahora un vigor duro y agresivo en ellos, los músculos hinchándose y distendiéndose bajo su brillante piel. Al principio se preguntó por qué la suavidad había desaparecido, pero entonces vio a una de las doncellas de la Reina Eterna entre los embelesados espectadores.

Como Lilani, la doncella era esbelta, pero al contrario que la bailarina, llevaba un ceñido peto de oro y portaba una larga lanza. Una pluma escarlata, el mismo color de su túnica, caía por la parte trasera de su yelmo y un largo arco de hueso colgaba de su hombro.

Las doncellas de la Reina Eterna no eran simples cortesanas, sino guerreros igual que cualquier caballero elfo con el arco, la lanza o la espada. Elegidas entre las mejores bailarinas, cantantes, poetas y amantes de Ulthuan, las doncellas eran el epítome de lo mejor de la sociedad élfica con su maestría de las artes cortesanas y marciales. Caelir dirigió una mirada apreciativa a la doncella, admirando sus largas piernas desnudas y el físico moldeado de su peto.

Al ver bailar a Lilani, comprendió ahora sus motivos para venir a la corte de la Reina Eterna y vio que no eran muy distintos a los de Narentir.

Sonrió para sí mientras cerraba los ojos y dejaba que las sensaciones del bosque lo envolvieran. ¡Actuar en la corte de la Reina Eterna! Eso era el sueño de todos los elfos de Ulthuan.

Músicos y cantantes se entrenaban toda la vida para ser dignos de tocar en Avelorn, y los jóvenes de Ulthuan soñaban con convertirse en escuderos de la Reina Eterna, mientras que las muchachas aspiraban a convertirse en una de sus doncellas.

La vida en Avelorn era como vivir en un festival eterno, decidió Caelir. Llevaban aquí unos cuantos días y, a cada paso, los músicos deleitaban a su público, los bailarines danzaban en el bosque y los poetas recitaban sus últimas obras.

Los días y las noches eran mágicos por igual.

Una luz espectral llenaba la corte de noche y espíritus resplandecientes corrían de árbol en árbol para iluminar a la maravillosa gente del bosque que creaba arte y belleza con cada aliento. Pabellones de alegres colores se levantaban al azar por todo el bosque y todo tipo de elfos venidos de cualquier parte de Ulthuan bailaban y reían en los dominios de la Reina Eterna.

A su pesar, Caelir había quedado capturado por el espíritu de Avelorn y cayó en la fácil rutina de actor y espectador. De día cantaba a las crecientes multitudes de admiradores y de noche recorría con Lilani los senderos iluminados por la luna y hacían el amor bajo las estrellas en un lecho de hojas doradas.

Hasta ahora Caelir no había visto ni rastro de la reina de Avelorn, pero Narentir le aseguró que rara vez se aventuraba abiertamente entre la corte hasta que sabía a quién elegir para acompañar a su gloriosa cabalgada por el reino del bosque.

La urgencia que lo había impulsado a buscar a la Reina Eterna se había desvanecido, su angustia aliviada por la magia sanadora de Avelorn. El imperativo de verla despertaba poderosamente cada amanecer, golpeando con sus puños las murallas de su mente, pero los bálsamos suavizantes de la música y la luz del bosque pronto aliviaban su ceño fruncido y el día continuaba como el anterior.

El sonido de los estruendosos aplausos indicó el final del baile de Lilani y Caelir abrió los ojos para verla encaramada en las ramas de un árbol, el pecho agitado y el pelo despeinado y salvaje.

Caelir se unió a los aplausos mientras ella hacía reverencias al público y bajaba del árbol con una voltereta. Los elfos congregados se movieron rápidamente, su fugaz interés anticipando ya las delicias que el resto del bosque tenía que ofrecer. Narentir fue con ellos, rodeado por un puñado de admiradores, y Caelir sonrió para sí mientras Lilani revoloteaba hasta tumbarse junto a él.

—¿Has visto? —preguntó sin aliento, abrazándose a su pecho. Su piel dorada brillaba y él se inclinó para besarla.

Sabía a bayas silvestres y Caelir sintió su aliento caliente en la boca.

—Lo vi, estuviste exquisita, como siempre.

—Mentiroso —protestó ella—. Te quedaste dormido. Te vi.

—No, estaba despierto.

—Entonces ¿por qué no me mirabas?

—No actuabas para mí —dijo él—. Vi a la doncella entre el público.

—Creo que se quedó impresionada. Tal vez le hable de mí a la Reina Eterna —asintió Lilani, hablando atropelladamente. Caelir sonrió ante este inseguro e infantil aspecto de Lilani y le resultó un cambio divertido respecto al confiado desapego que normalmente adoptaba.

Esa inseguridad era comprensible, pues, como Caelir aprendía rápidamente, el bosque de la Reina Eterna era un hervidero de egos e intrigas, donde todos los que actuaban buscaban el favor de la Reina Eterna y la posibilidad de conseguir un sitio a su lado.

Ser elegido como escudero o como doncella era el máximo honor imaginable para los jóvenes de Ulthuan, pero aquellos cuyas dotes artísticas no impresionaban a los volubles habitantes del bosque pronto se convertían en objeto de ridículo.

El mismo día anterior, Caelir, Lilani y Narentir habían visto a una pareja de cantantes actuar en un claro. A él sus voces le habían parecido magníficas, capaces de llegar a la copa de los árboles y entrelazarse como amantes mientras las notas volvían a caer a tierra en una lluvia de flores. Se encontró solo aplaudiéndolos, y rápidamente se interrumpió al sentir las miradas reprobatorias sobre él.

Un alto noble vestido con una larga túnica de brillante verde azulado salió de entre el público e inclinó la cabeza ante los cantantes.

—Enhorabuena —dijo—. La guardiana de las almas debe de llorar al saber que uno de los suyos ha caído de los cielos para entretenernos con canciones. En verdad se dice que lo que es demasiado prosaico para ser dicho, en cambio se canta.

La multitud se dispersó entre risas, y Caelir vio que la luz de la alegría se borraba de los ojos de los cantantes ante el comentario, aunque no comprendió por qué.

—Mi querido muchacho —le explicó Narentir más tarde—. En Avelorn la excelencia es lo mínimo que se espera de quien actúa. Y aunque los maullidos de esos dos supuestos cantantes puede que impresionen a los palurdos de Chrace, difícilmente tienen el nivel que se exige aquí.

—Pero aquel noble los felicitó.

Narentir negó con la cabeza.

—Tienes que aprender que muchas de las cosas que se les dicen a los que actúan, aunque parezcan ser laudatorias, ocultan pullas letales.

—No comprendo.

—Ese noble comparó su canto con los gemidos de las banshees de Morai-heg —dijo Lilani.

Caelir advirtió que le hablaban y dejó de pensar en los acontecimientos del día anterior.

—¿Puedes sentirlo? —decía Lilani—. Está pasando algo…

Él alzó la cabeza y vio el mismo dosel de brillantes hojas verdes y radiante cielo de verano. En las ramas superiores había pájaros blancos y sus canciones llenaban el aire agradablemente. Cerca, los actores y cantantes sonrieron y se abrazaron, los rostros encendidos mientras una sutil vibración recorría el aire, dejando a su paso una creciente expectación y emoción.

Caelir se puso en pie cuando la vibración lo recorrió, inexplicablemente revitalizado por esta extraña sensación que barría el bosque.

—¿Qué es esto? —exclamó.

Su pregunta fue respondida cuando Narentir llegó bailando al claro y los envolvió a ambos en un fuerte abrazo, los ojos encendidos con lágrimas de alegría.

—¿Lo sentís? —sollozó.

—¡Sí! —asintió Lilani.

Al ver la confusión de Caelir, Narentir se echó a reír.

—La Reina Eterna, querido muchacho. ¡Caminará entre nosotros al amanecer!

* * *

Asperon Khitain desenvainó su espada, una arma creada en las fraguas de Hag Graef y templada con la sangre de sus esclavos. Su armadura era del color del vino tinto recién vendimiado y llevaba el largo pelo oscuro recogido en una cola de caballo.

Sus guerreros formaron ante él, un centenar de encallecidos luchadores con largas cotas de malla y petos lacados que brillaban como las aceitosas aguas de Clar Karond. Largas capas de color oscuro colgaban de sus hombros, y los pocos que no llevaban largas lanzas de empuñadura de ébano ayudaban a transportar las escalas.

Cuando el glorioso estandarte de la casa Khitain fue izado, Asperon sintió un escalofrío de expectación y se arrodilló para coger un puñado de la tierra sobre la que estaba de pie.

Haber cruzado el Gran Océano y pisar una vez más Ulthuan…

Las montañas se elevaban ante él y el sol lo bañaba todo de un cálido brillo que hacía que la piel le picara. Recordó la última vez que luchó en la tierra de sus antepasados, saqueando y matando a través de los verdes bosques de Ulthuan, persiguiendo a la Reina Bruja por las ardientes ruinas de su reino. La invasión se retrasó cuando su protector la rescató y Asperon se estremeció cuando recordó la furia del guerrero de armadura dorada abatiendo a docenas de los mejores guerreros druchii en su huida.

Un maestro así sólo aparecía una vez en la vida, y Asperon se cortó la palma como ofenda a Khaine, mezclando el líquido rojo con el polvo de Ulthuan. Se levantó y se subió a un peñasco cercano para ver mejor los preparativos del ataque a la Puerta Esmeralda.

Miles de guerreros druchii habían cruzado el gran puente de galeras desde la isla del faro y marchaban ahora a lo largo de los senderos que serpenteaban por la costa. Tal vez ésta fuera en tiempos la ruta de los constructores del faro, muertos hacía tanto tiempo, o una ruta olvidada de las patrullas, pero a Asperon no le preocupaba a qué propósito había servido. Ahora permitía al ejército del Rey Brujo marchar hacia las montañas y asediar los flancos de la primera puerta del mar de Lothern.

Bosques de lanzas y azagayas relumbraban, y Asperon vio cómo las grandes máquinas de guerra eran desembarcadas y llevadas a tierra por esclavos sudorosos y esforzados. Se estaba congregando una hueste que barrería la Puerta Esmeralda y les permitiría empujar a los asur a lo largo del estrecho de Lothern.

Mientras seguía observando, desplegaron un estandarte rojo sobre la cima del faro capturado, y Asperon sonrió como un lobo antes de saltar para reunirse con sus guerreros, la señal pasó pronto a todos los soldados del ejército y un ansia depredadora por matar se apoderó de Asperon.

—¡Guerreros de Naggaroth! —exclamó, su noble voz resonando en las montañas hasta llegar a sus soldados—. ¡Hoy bañaremos nuestras espadas en la sangre de los asur! ¡Marcharemos hacia su fortaleza y no nos detendremos hasta que el estandarte de la casa Khitain ondee sobre sus ruinas!

Un centenar de lanzas golpearon la blanca roca de las montañas y Asperon ocupó su lugar en las filas de guerreros. Un gran coro de cuernos resonó y redobló en las montañas como si fuera la sangrienta furia del propio Khaine.

Asperon alzó la espada sobre su cabeza.

—¡Adelante! —gritó.

Con pasos disciplinados, sus guerreros y él empezaron a subir las faldas de las montañas, sus zancadas largas y seguras. El terreno era áspero, pero mucho más fácil que el irregular trazado de las Montañas de Hierro en torno a Hag Graef, donde entrenaba incansablemente a sus soldados. Comparado con el duro clima y el terreno donde sus soldados se instruían, esto era fácil.

La marcha los llevó rápidamente a las rocosas pendientes. La oscura tierra de los amplios senderos estaba llena de maleza y quedaba parcialmente oscurecida, pero proporcionaba una rápida ruta para subir por las montañas. El ocasional aleteo de flechas les llegaba desde arriba cuando los exploradores embozados disparaban y provocaban gritos de dolor.

La conmoción por la captura del faro y la aplastante derrota de su flota había paralizado a los asur, que se mostraban inactivos, y los caminos a través de las montañas estaban escasamente defendidos. Pequeños grupos de exploradores druchii avanzaron y pronto la lluvia de flechas se detuvo y se oyó el sonido de lucha en las alturas.

Por fin pudo ver la cima del risco y detuvo brevemente su avance en la llanura rocosa para reorganizar las filas que se habían dispersado durante el ascenso. Por delante de ellos, una suave pendiente conducía al flanco oriental de la Puerta Esmeralda, y Asperon sintió que la sangre le hervía en las venas cuando vio lo que se extendía ante él.

La idea de que el faro resplandeciente pudiera ser capturado y la Puerta Esmeralda atacada por los lados nunca había entrado en los pensamientos de sus constructores, pues sus defensas habían sido claramente diseñadas para enfrentarse a un ataque frontal desde el mar.

Por lo que Asperon podía ver, la arquitectura defensiva de los flancos de la fortaleza consistían en poco más que una zanja rápidamente abierta y un torreón. Un muro de menos de cien pasos salvaguardaba la ruta hacia la fortaleza, pero era bajo y no estaba protegido por torres altas.

Más guerreros druchii marcharon hacia la fortaleza, y Asperon se echó a reír al ver el pánico extenderse entre los elfos del muro al aparecer semejante hueste. Pudo saborear su pánico en el aire y gritó:

—¡Mirad, la complacencia y la arrogancia de los asur los convertirá en una ruina sangrienta!

Más cuernos sonaron, el chirriante sonido heraldo de la muerte que causarían a sus enemigos. Asperon volvió a abrir el corte de su palma y la extendió para manchar con su sangre el estandarte de su casa y ofrecer a Khaine a aquellos que lucharían y morirían bajo él.

Un temblor de armas al entrechocar con los escudos resonó en las montañas y Asperon vio la desesperación en la muralla que tenía delante cuando arqueros y lanceros corrieron a ocupar las almenas.

El avance comenzó como un trote firme, pues los druchii caminaban velozmente con las lanzas levantadas, y luego se convirtió en una carrera cuando bajaron las lanzas y las filas de ballesteros se formaron tras ellos.

Asperon pudo ver sus rostros pálidos de temor y se relamió en él a medida que se acercaba a la muralla. El corazón le golpeaba en el pecho y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura metálica de su arma.

Vio una espada de hoja plateada dar la señal y una sibilante andanada de flechas brotó de la muralla convertida en una lluvia blanca.

—¡Escudos! —gritó Asperon, y sus guerreros hincaron la rodilla y alzaron el brazo izquierdo sobre sus cabezas. El sonido del aire desplazado los envolvió y un centenar de flechas se clavaron en sus hombres, pero la mayoría lo hizo en los escudos sin causar ningún daño. Los guerreros aullaron de dolor cuando una flecha encontraba su blanco, pero casi todos se levantaron con rapidez, ilesos.

Aunque habían sacrificado la velocidad para detenerse y levantar los escudos, Asperon vio que habían sufrido menos pérdidas que el ejército de vanguardia, donde muchos cadáveres druchii habían sido aplastados por sus camaradas al ataque en su ansia por llegar a la muralla.

El valor ciego estaba muy bien, pero no tenía sentido si alcanzabas al enemigo con un número insuficiente de guerreros para vencerlos.

Una melodía de cuerdas de ballesta llenó el aire de negros virotes y Asperon se rio al ver a una docena de enemigos caer en las murallas. La sangre manchó sus blancas túnicas mientras se desplomaban. Más virotes volaron hacia el torreón y avanzaron hacia la zanja que se abría ante la muralla y la puerta. Flechas de pluma azul contraatacaron, aunque muchas menos que antes gracias al implacable martilleo de las ballestas.

Una flecha atravesó el yelmo del guerrero que tenía al lado y la sangre manchó el rostro de Asperon cuando el guerrero cayó. Se lamió las gotas de los labios mientras los guerreros druchii apoyaban sus escalas contra el muro.

Las espadas destellaron y la sangre se derramó mientras los asur combatían a los guerreros en lo alto de las escalas. Los gritos y el resonar del acero cortaron el aire y los guerreros cayeron de los baluartes con los cráneos hendidos o los pechos abiertos. La muralla no era larga y Asperon detuvo a sus guerreros mientras escrutaba su longitud, buscando con ojo experimentado la sección más débil de las defensas hacia la que dirigir a sus guerreros.

Entonces sucedió algo increíble: las puertas del torreón se abrieron.

¿Habían alcanzado tan rápidamente la muralla que algunos valientes guerreros estaban ya dentro?

—¡Conmigo! —gritó, y corrió hacia la puerta. Sus guerreros lo siguieron sin vacilación y Asperon gritó de júbilo al pensar que era el primer noble de Naggaroth en plantar un estandarte en la Puerta Esmeralda.

Su euforia se convirtió en horror cuando vio la columna de caballeros de altos y brillantes yelmos plateados que salía al galope de la fortaleza. El polvo se acumulaba tras su paso y Asperon sintió que el terror se apoderaba de él cuando vio al guerrero de la armadura dorada que los dirigía. Llevaba una espada resplandeciente, como un trozo de sol contenido en una hoja de rutilante acero, y montaba un corcel blanco adornado con bardas de brillantes escamas incrustadas de joyas.

Unas alas doradas se agitaban en su yelmo, y aunque nunca antes había visto a este guerrero, Asperon lo reconoció por instinto, pues su identidad era una maldición y el terror de los druchii.

Tyrion, defensor de Ulthuan.

Altos estandartes blancos ondeaban tras la caballería, y sus lanzas plateadas bajaron al unísono cuando cargaron. Soldados elfos armados con lanzas y largas espadas se desplegaron tras la caballería, lanzándose hacia las desorganizadas filas de druchii que se congregaban en la base de la muralla.

—¡Alto! —gritó Asperon—. ¡Formad una defensa de escudos!

Incluso mientras daba la orden, comprendió que ya era demasiado tarde.

Sus guerreros estaban desplegados, desperdigados mientras corrían hacia la puerta abierta, y eran presa fácil para los jinetes.

Asperon cogió el escudo del guerrero que tenía al lado y alzó su espada mientras el resonar de los cascos sobre la piedra los envolvía. La carga los alcanzó con un tronar ensordecedor de lanzas quebradas y gritos.

La sangre brotó cuando las brillantes hojas de las lanzas aguijonearon sus filas y la feroz espada de Tyrion partía guerreros en dos con mandobles dorados que se abrían paso a través de las armaduras y quemaban la carne. El ataque de la caballería asur se internó entre las desordenadas filas de los guerreros de Asperon y los aplastó, dejando docenas de cuerpos rotos a su paso.

Asperon se incorporó, la sangre manando de un profundo corte en su frente y una agonía blanca ardiendo en el hueso roto que sobresalía de su codo. Su escudo estaba inutilizado y oyó los gritos de los guerreros que morían ante el implacable ataque de los asur.

Una nota ululante resonó en una trompeta plateada y la caballería giró diestramente, preparándose para cargar una vez más. El guerrero dorado a la cabeza de los caballeros plateados lo apuntó con su espada, y Asperon agradeció el gesto de desafío.

Si tenía que morir hoy, ¿qué mejor forma de poner fin a sus días que en combate con el mismísimo Tyrion?

Un rayo de radiante fuego solar brotó de la hoja de Tyrion y la espada de Asperon ardió en una llamarada con el poder del aliento de un dragón estelar.

* * *

Calientes humos sulfurosos se adherían a las paredes rocosas del pasadizo subterráneo como cortinajes cristalinos, y jirones de ardiente vapor escapaban perezosamente por los respiraderos abiertos en el suelo. Un tenue brillo rojo, como lava enfriándose, parecía surgir de las mismas rocas y, en los lados, un conjunto de braseros añadía su propio humo y calor.

El sonido de canciones lejanas llegaba de algún lugar más abajo, y sus cadencias musicales no se parecían a ninguna otra cosa que se oyera en Ulthuan. Las canciones que aquí se cantaban eran antiguas más allá de la comprensión, de ritmos y evocadoras melodías desconocidas en el mundo de arriba excepto por aquellos que se atrevían a aventurarse bajo las montañas de Caledor y aprendían las canciones del despertar.

La canción de los dragones…

Las brumas se separaron como una cortina amarilla humeante ante un guerrero que se internó en el laberinto de pasadizos de las montañas, las canciones de valor y las historias de peligro resonaban en su alma como una voz solitaria en un templo vacío.

Era el príncipe Imrik, y de todos los ciudadanos de las cavernas bajo las Montañas Espinazo del Dragón nadie tenía una fracción de la marcial nobleza y el valor que él. Su porte era hermoso, el largo cabello blanco recogido por cordones de hierro, y la fuerza de su propósito era como el calor del horno que se agitaba bajo el pico del Yunque de Vaul.

La sangre de Caledor Domadragones fluía por sus venas y su linaje era el de la casa nobiliaria más orgullosa de Ulthuan. Se decía que en él la fuerza de Tethlis el Matador había renacido y que el poder de su brazo no tenía rival, salvo quizá en el príncipe Tyrion.

La luz roja rielaba como sangre fresca en la armadura de Imrik, una pieza de malla de ithilmar liviana y flexible como la seda y sin embargo capaz de resistir espadas y fuego. Su capa se agitaba con el calor del pasadizo y la viveza de su paso, pues malas noticias habían llegado de Lothern y todo el poder de Ulthuan estaba siendo convocado para la guerra.

El pasadizo desembocó en una caverna extraordinariamente profunda, aunque era casi imposible calibrar sus dimensiones exactas porque el humo caliente y aromático oscurecía el fondo. Un rumor distante, como el aliento del mundo, vibraba en el aire con una frecuencia que estaba más allá de la comprensión de la mayoría de los mortales, pero para Imrik era tan claro como una nota producida por el gran cuerno de dragón que llevaba al costado.

Era el aliento de los dragones dormidos.

Las canciones del despertar se hicieron más fuertes cuando Imrik entró, y su alma se encendió al ver la multitud de formas draconianas reunidas en torno a los ardientes respiraderos que conducían al profundo corazón de las montañas volcánicas.

El fuego rugía y rebullía en el aire, sostenido por las canciones de los magos que cantaban a los dragones dormidos. Imrik oyó las canciones en su corazón y echó una ojeada a la cámara para ver si alguna de las poderosas criaturas estaba a punto de despertar.

Pechos de músculos poderosos se alzaban y caían al compás de los cánticos de los magos, pero los corazones de los dragones latían despacio, un latido que se había vuelto más lento cuando el corazón fundido de las montañas se enfrió y la magia del mundo disminuyó.

Imrik sabía que hubo una época en que era corriente ver a los dragones cabalgando las cálidas corrientes térmicas que surgían de las montañas, pero hacía años que no se daba esa situación. En estos tiempos amenazantes, sólo los dragones más jóvenes despertaban, aunque incluso ellos eran una sombra de la antigua gloria de Caledor y sus famosos jinetes-dragón.

Los adivinos de la corte de Lothern sostenían que el sueño de los dragones era indicativo de la decadencia de los asur, pero Imrik nunca se había rendido a tal nostalgia. Durante mucho tiempo había estudiado las costumbres de los dragones y ningún mortal podía decir que conocía a esa antiquísima especie mejor que él.

Imrik rodeó el perímetro de la caverna, cuidando de no perturbar los ritos y cánticos de los magos que cantaban al fuego. Muchos de aquellos cánticos habrían empezado hacía meses, o incluso años, y nadie sabía mejor que él lo peligroso que era interrumpir una canción de dragones.

Se dirigió al centro de la caverna, donde ardía un gran brasero con una luz blanca y dorada. Magos de túnica escarlata y largo cabello que caía como cascadas de llamas desde sus cabezas rodeaban el brasero, hablando con voces ardientes que chisporroteaban con un fuego igual que el que los rodeaba.

El debate cesó cuando Imrik se acercó, aunque pudo ver la luz dorada de Aqshy brillando en sus ojos. Siempre los corazones de aquellos que estudiaban el viento del fuego eran belicosos.

—Amigos míos —dijo Imrik—. El Rey Fénix pide nuestra ayuda. ¿Qué debo decirle?

—Los dragones aún duermen, mi señor —respondió un mago conocido como Lamellan.

—¿Cuántos hay despiertos?

—Ninguno excepto Minaithnir, mi señor —dijo Lamellan—. Su alma arde con fuerza y los corazones de los dragones más jóvenes se agitan con pensamientos de guerra, pero los sueños de los grandes dragones son demasiado difíciles de alcanzar. Llamamos al calor que arde en el corazón del mundo con canciones de tiempos legendarios y acciones gloriosas, pero los recuerdos son fríos, mi señor…

—¿El fuego de los dragones ya no existe? —preguntó Imrik—. ¿Es eso lo que estás tratando de decir?

—No es que no exista, mi señor —respondió Lamellan—. Pero está profundamente enterrado. Pasarán años antes de que las cenizas cobren vida. Demasiado tarde para nosotros ya.

—Te equivocas —replicó Imrik, rodeando el brasero. Sus ojos claros reflejaban el fuego que ardía en su corazón—. La época de gloria nunca podrá ser olvidada, ni por los elfos ni por los dragones. Por esos medios despertaron de su sueño los dragones de Caledor. Los druchii una vez más pisan nuestra amada patria y el Rey Fénix ha enviado misivas suplicando nuestra ayuda. ¡Lothern está siendo asediada y la mismísima Hechicera Bruja lidera un ejército en la Puerta del Águila!

—Mi señor —protestó Lamellan—, sabes tan bien como yo que alcanzar el corazón de estas nobles criaturas requiere mucho tiempo y esfuerzo.

—El tiempo es algo de lo que Ulthuan no dispone, amigo mío —replicó Imrik—. Nuestra bella isla habría caído en la oscuridad hace mucho tiempo sin el poder de los dragones. Son tan parte de Ulthuan como los asur, y no creo que no oigan nuestra llamada a las armas en este tiempo de preocupación.

Pudo ver que sus palabras agitaban la llama de Aqshy que ardía en los corazones de los magos del fuego y sacudían las ascuas guerreras de sus almas para que renovaran sus esfuerzos.

—Ultiman está siendo atacada y requiere todo el poder marcial que pueda reunir. ¡Vamos! ¡Cantad la canción de los antiguos días!

¡Los jinetes-dragón de antaño deben surcar los cielos de nuevo!