Capítulo 13

13

Aunque se hallaba en los Reinos Interiores y normalmente disfrutaba de inviernos templados y estaba bañada perpetuamente de agradables veranos, el sol no calentaba la llanura Finuval. El alma de Caelir se ensombreció cuando salió cabalgando de los exuberantes bosques y contempló el llano donde el príncipe Tyrion había conducido a la victoria contra la hueste del Rey Brujo a los desesperados ejércitos de los asur.

Por fuera, la llanura se parecía a las tierras llanas de Ellyrion o del resto de Saphery, pero había un frío distintivo en el aire: los recuerdos de las vidas pasadas que se extendían desde el pasado y tocaban el presente.

Aunque apenas podía ser más que un bebé, Caelir aún recordaba las historias de este lugar, sin embargo, y eso lo frustraba, no a quien las contaba…

Doscientos años atrás, el Rey Brujo había encabezado una invasión que abrió un sendero de sangre por todo Avelorn y amenazó con derrotar por completo Ulthuan. Creyeron perdida a la Reina Eterna, aunque el príncipe Tyrion la rescató de las garras de los asesinos y la mantuvo a salvo mientras los ejércitos del Rey Fénix luchaban por la supervivencia de los asur.

Fue el momento más sombrío de Ulthuan desde los días de Aenarion, pero Tyrion regresó con la Reina Eterna para librar la batalla final contra los druchii y sus infernales aliados en la llanura Finuval.

La matanza de ese día aún resonaba en el sombrío páramo de Finuval, pues la naturaleza y la historia se combinaban para crear un ambiente melancólico que hacía que la mayoría de la gente pensara en buscar otro sitio donde vivir. La civilización había elegido no echar raíces aquí, a excepción de algún hilillo de humo que surgía de la ocasional aldea perdida entre los retorcidos senderos de las montañas o en los altos acantilados de la costa.

El sendero que Caelir seguía se enroscaba en las montañas suavizadas por eones de viento y agua, mientras que las nubes corrían por las yermas faldas y sus sombras bañaban de oscuridad grandes zonas del llano antes de pasar rápidamente de largo. La ruta de Caelir se estrechó mientras el terreno desembocaba en la llanura Finuval, convirtiéndose en un valle largo y estrecho flanqueado por enormes picos que se alzaban como sombríos centinelas.

Atravesó tres picos cuadrados separados por barrancos de piedra. Vadeó los riachuelos danzando sobre las piedras, como si buscara el camino más rápido para bajar de las montañas por cascadas improvisadas. Unos cuantos árboles encallecidos se aferraban a los lechos fluviales, bajo los acantilados o en cualquier otro lugar vagamente protegido del frío viento que cubría la llanura.

Su estado de ánimo se agrió en solidaridad con el terreno yermo y los espíritus largo tiempo muertos de la batalla librada aquí hacía muchos años. Se estremeció en la oscuridad del barranco. Las largas sombras privaban a su cuerpo y a su espíritu de cualquier calor.

Por fin, los guijarros del barranco dieron paso a la tierra, y el terreno empezó a nivelarse a medida que dejaba atrás los picos.

Ante él, la llanura Finuval se extendía en un paisaje interminable de páramos rotos y brezos marchitos. No habría ningún escondite en este lugar, y todo lo que podía hacer ahora era cruzar el antiguo campo de batalla lo más rápido posible y esperar que sus perseguidores se sintieran igualmente abatidos por la melancolía que manaba de cada palmo de este sitio.

Continuó cabalgando. El corcel negro avanzaba veloz aunque no se había detenido a alimentarlo ni darle de beber desde hacía un rato. El caballo lo había aceptado como jinete, como si compartieran una relación de la que él no era consciente, y agradeció semejante bendición.

Aunque aparentemente desierta, pronto quedó claro que otra gente seguía viajando por la llanura Finuval. Vio huellas recientes de cascos y las largas marcas de lo que parecían ser ruedas de una caravana o carreta, aunque no tenía ni idea de quién podría querer viajar por este sitio.

La mañana dio paso a la tarde, y a medida que el día se iba agotando, Caelir vio más y más restos de la gran batalla que se había librado aquí. Puntas de lanza rotas y espadas partidas sobresalían del suelo, y aquí y allí divisó algún escudo hendido. No vio ningún hueso, pues aquellos que pertenecían a su pueblo habrían sido recogidos y los de los druchii habrían sido quemados.

Mantuvo sus pensamientos concentrados en el camino que tenía por delante, dejando que su caballo eligiera el rumbo por la llanura barrida por el viento, los fantasmas y ecos de la batalla sorbían todos los pensamientos de su mente como si estuviera borracho y delirante. Trató de recordar al guerrero que podría ser su hermano, pero, inexplicablemente, cada vez que evocaba su rostro se llenaba de ira.

Y los pensamientos de ira se dispersaban en cuanto pensaba en la doncella elfa de pelo dorado que lo acompañaba. Deseó poder recordarla, pues era un bálsamo para su alma y a menudo se encontraba pensando que cabalgaba a su lado por las montañas, ella a lomos de un caballo de brillantes flancos plateados y él en una yegua gris…

Descartó esos sueños, sabiendo que nunca sucederían, triste y enfadado a partes iguales.

Cuando cayó la noche y una luna de cazadores se alzó sobre las montañas, se acercó a una colina pelada en mitad del campo de batalla. Habían levantado un puñado de túmulos en torno a la base, y cada uno estaba rematado por un alto menhir tallado con pautas rúnicas en forma de espiral.

Manos élficas habían creado estos mausoleos en épocas pasadas, pues había una gracia y una simetría en ellas que resultaba inalcanzable para las razas inferiores. La oscuridad enmarcada por las columnas y dinteles de mármol conducía al interior, pero Caelir no sintió ningún deseo de aventurarse, pues los ecos de los muertos eran fuertes aquí y guardaban con celo su lugar de descanso final.

Una bruma baja abrazó el suelo y Caelir se arrebujó en su capa mientras pensaba si seguir cabalgando toda la noche. Aunque su caballo lo había traído sin vacilar desde la Torre Blanca, sabía que pronto necesitaría descansar o se arriesgaba a agotarlo.

Buscó un sitio donde descansar, pero no pudo ver nada que ofreciera refugio del viento más que los espacios entre los túmulos en la base de la colina. Aunque no le agradaba la perspectiva de pasar la noche tan cerca de estos monumentos a la batalla, no sentía ninguna amenaza por parte de los muertos reunidos allí, pues eran defensores de Ulthuan y vigilaban esta tierra.

Caelir hizo un rápido circuito por el montículo antes de bajar del caballo y acercarlo a un mausoleo que tenía una hermosa entrada en forma de arco. El viento helado soplaba desde el interior como si fuera un suspiro y él inclinó respetuoso la cabeza antes de buscar un trozo de tierra seca y plana donde colocar la manta de su silla de montar. Se arrebujó con fuerza, en la capa y se dispuso a dormir.

* * *

Cuando despertó, vio las estrellas sobre él, pero no eran las mismas bajo las que se había quedado dormido. La bruma que se congregaba cuando se detuvo para pasar la noche era más densa que antes, pero sólo ahora se dio cuenta de que no se trataba de una bruma corriente.

Había elfos moviéndose en su interior, guerreros espectrales con armaduras de tiempos pasados bañados en una luz plateada que marchaban alrededor del montículo en sombría procesión. Se puso en pie, sorprendido por lo descansado que se sentía, y alzó la cabeza para contemplar el montículo.

Y se quedó boquiabierto, horrorizado, al ver su figura aún dormida enroscada en el suelo…

Caelir se llevó las manos a la cara cuando vio que de su propia piel emanaba la misma luz espectral que dibujaba a los fantasmas. Lleno de pánico, extendió las manos hacia su cuerpo, pero las yemas de sus dedos simplemente se desvanecieron como si no fuera más que una aparición.

«¿Estoy muerto?», se preguntó, pero al ver el rítmico subir y bajar de su forma dormida, comprendió lentamente que todavía estaba vivo.

Caelir contempló durante un rato a los guerreros, cuyas filas se ampliaban a medida que una interminable marea de centinelas emergía de las entradas de los túmulos. Se preguntó qué propósito tenía esta vigilia a la luz de la luna y miró la cima del montículo, y allí vio una sombra donde no debería haber ninguna, una rendija de oscuridad contra la luna.

Una figura se alzaba allí, recortada contra la noche como si un recuerdo maligno hubiera sido capturado en el tiempo y ahora se doliera de su cautiverio en manos de estos guerreros fantasmales.

Aunque no era más sólido que el humo y la memoria, la forma sugería una armadura, como si fuera un recuerdo de la batalla librada aquí hacía tanto tiempo. Se agitaba furiosa, y Caelir dio un paso hacia la forma, pues algo en su acorazada oscuridad le hacía parecer familiar y repulsivo.

Se alzaba sobre el campo de batalla, verdes orbes de malicia mirando tras las temibles curvas de su poderoso yelmo con cuernos, y Caelir sintió que las piernas le flaqueaban al darse cuenta de que estaba mirando la huella negra dejada en el tiempo por el Rey Brujo de Naggaroth.

Su pulso se aceleró, aunque no sabía cómo algo así podía ser posible en una forma espectral. Esta figura del mal había acechado en las pesadillas más oscuras de los asur durante miles de años, aunque pocos la habían visto y vivido para contarlo.

Con súbita y horrible certeza, Caelir supo que podía contarse entre ese número. Aunque no tenía ningún recuerdo del hecho, supo que había mirado aquellos ojos y había sentido su alma retorcerse bajo su horrible mirada.

—¿Qué me hiciste? —gritó, cayendo de rodillas—. ¡Dímelo!

La sombra en lo alto del montículo no le respondió, ni reconoció siquiera su presencia, pues era simplemente un eco, un fantasma de aquel día maldito en que el destino de Ulthuan se decidió con sangre y magia en la llanura Finuval.

Caelir cayó sobre la brillante hierba de la colina y lloró lagrimas de plata.

Y los guardianes espectrales continuaron su ronda.

* * *

La Aguja Áquila estaba ahora limpia y prístina; el vivo modelo del alojamiento de un comandante noble, aunque Glorien había tomado la sensata precaución de hacer que los magos de la Puerta del Águila colocaran un hechizo de protección en la ventana abierta. Una precaución que el difunto Cerion Aladorada habría hecho bien en tomar, pensó amargamente.

La sangre de su antiguo comandante había sido lavada y las pertenencias personales de Cerion enviadas a su familia en Eataine, junto con una carta detallada donde Glorien había esbozado los desafortunados acontecimientos que condujeron a su muerte y varias sugerencias que había hecho anteriormente sobre cómo podría haberse evitado la tragedia.

Que hubiera hecho o no tales sugerencias era insustancial, pero ampliarían su reputación como guerrero con visión y sentido; y si el tiempo que había pasado en la corte de Lothern le había enseñado algo a Glorien Coronafiel, era que la reputación y la percepción lo eran todo.

La Puerta del Águila era suya ahora, y con el viejo Cerion eliminado, aunque de forma más sangrienta de lo que habría preferido, él era libre de dirigir esta fortaleza como había que hacerlo. Una nueva fila de estanterías repleta de tratados sobre el arte de la guerra escritos por los grandes héroes de Ulthuan ocupaba ahora la pared del fondo. Los grandes textos de Mentheus de Caledor, El corazón de Khaine y Honor y deber aparecían junto con Al servicio del Fénix y El camino de Kurnous de Caradruel de Yvresse. Otros, obras menores, reunidos durante sus años de perfeccionamiento, habían sido leídos y devorados, cada uno con sus instrucciones específicas sobre cómo debía ser adecuadamente dirigido el poder militar de los asur.

Tenía abierto ante él El corazón de Khaine, y las palabras del general Mentheus lo llenaban de la gloria de tiempos antiguos en las largas guerras contra los druchii. Ahora que esta fortaleza era suya, organizaría y dirigiría las cosas como le decían los libros que había que hacerlo, no de la manera aturrullada e improvisada que Cerion aplicaba con su cháchara de corazones y mentes.

No, una guarnición de altos guerreros elfos respetaba la disciplina, y él se aseguraría de que la recibieran en abundancia. Glorien cerró el libro de golpe y lo devolvió a la estantería antes de volverse al bastidor de las armas que tenía al lado.

Ya llevaba puesta la cota de malla bajo la túnica: el ataque del asesino lo había vuelto cauteloso. Cogió su brillante yelmo plateado. El glorioso casco cónico era una obra maestra de la artesanía élfica y costaba más que la paga sumada de todos los soldados destinados en la Puerta del Águila. Su superficie de ithilmar estaba decorada con filigranas grabadas y los bordes estaban reforzados con ribetes dorados. Nada tan burdo como un visor oscurecía sus rasgos, pues ¿cómo verían entonces su cara quienes lo rodeaban?

Una llama de oro grabada se alzaba sobre la frente del yelmo, y Glorien anhelaba añadir alas a los lados, unas alas emplumadas que proclamaran su valor a todos los que lo miraran. Sólo el alto yelmo de una tropa de yelmos plateados podía adornar su casco con esas cosas, una tonta regla que únicamente servía a aquellos que elegían una ruta más obvia y prosaica hacia la gloria que enfilar un caballo contra el enemigo.

Se colocó el casco y comprobó su aspecto en el espejo de cuerpo entero que había hecho colocar frente a la mesa.

El guerrero reflejado en el cristal plateado era un comandante perfecto de los pies a la cabeza, la mismísima imagen del propio Aenarion. El largo cabello asomaba por debajo del yelmo y sus rasgos patricios quedaban enmarcados de manera exquisita por la curva de las placas de las mejillas del yelmo. Una túnica de corte elegante, a la moda de los sastres más cotizados de Lothern, encajaba a la perfección en su esbelta figura, y llevaba botas de piel de wyvern, hechas con la piel de una bestia abatida por los cazadores de su padre.

Satisfecho con su aspecto, se volvió cuando oyó llamar a la puerta de la cámara.

—¿Sí? —preguntó.

—Lord Coronafiel —dijo la voz de Menethis, su ayudante—. Es la hora de la inspección del amanecer.

—Pues claro que lo es —respondió él, alisándose la túnica y abriendo la puerta.

Menethis se hizo a un lado mientras Glorien salía de la Aguja Áquila para inspirar profundamente el límpido aire de la montaña y pasar revista a sus tropas.

Las primeras luces del amanecer asomaban por el horizonte oriental y la pura blancura de la Puerta del Águila chispeaba con los guerreros armados que sostenían lanzas y arcos en el ángulo preciso y adecuado. Los lanzadores de virotes de los parapetos de las altas torres eran atendidos por grupos que ahora estaban en posición de firmes, y estandartes azules ondeaban al helado viento del oeste.

Aunque Glorien sabía bien que este destino en la Puerta del Águila lo haría avanzar en su carrera, anhelaba su siguiente puesto, cuando la guarnición pasara a otro comandante y él no tuviera que sufrir el frío que llegaba del océano.

—Una bonita vista, ¿eh, Menethis? —comentó Glorien mientras bajaba la escalera y sacaba un par de guantes de piel de cabra de su cinturón.

—Sí, mi señor —asintió Menethis, alcanzándolo rápidamente—. Pero ¿puedo hacer una observación referida a tu inspección?

Glorien frunció el ceño y se detuvo. Aunque le fastidiaba escuchar las quejas de sus subordinados, los escritos de Caradryel decían que un buen líder debe aceptar el consejo de los que lo rodean.

—Adelante.

—Me pregunto si no mejoraría la moral de los guerreros realizar esas inspecciones formales con menos regularidad. Tal vez una inspección semanal serviría mejor a nuestras necesidades, ¿no?

—¿Semanal? ¿Y que la disciplina de la guarnición se relaje mientras tanto? Inaceptable. ¿Por qué sugieres una cosa así?

—Esto está cansando a los guerreros, mi señor —Menethis evitó sus ojos al responderle.

—¿Cansando? —replicó Glorien—. ¡Se supone que los guerreros tienen que cansarse! ¡Su vida no tiene que ser fácil!

—Sí, pero sólo tenemos un número limitado de guerreros, y defender la muralla como consideras necesario no da tiempo a descansar entre las rotaciones de la guardia. Los guerreros apenas tienen tiempo de dormir, y mucho menos de mantener sus armas y armadura al alto nivel que exiges.

—¿Crees que mis niveles son demasiado altos, Menethis?

—No, mi señor, pero quizá un poco de margen…

—¿Margen? ¿Como el que permitía Cerion Aladorada? —exclamó Glorien—. Creo que no. Mira a dónde lo llevó eso, a tener una espada enemiga entre las costillas. No. Es gracias a la relajación de la disciplina que soldados como Alathenar piensan que pueden salirse con la suya y no tener el arco con su correspondiente cuerda mientras está de servicio. Fui magnánimo al confinarlo simplemente al barracón. Se merecía que lo hubiera enviado a casa en desgracia.

—Alathenar hirió al asesino que asesinó a lord Aladorada —señaló Menethis—. Nadie más lo consiguió.

—Sí, el arquero puede tener buena puntería, pero eso no le da derecho a saltarse las reglas. Y de todas formas, fue esa águila la que alcanzó al asesino —replicó Glorien, haciendo un gesto despectivo con la mano al recordar el asqueroso espectáculo del cadáver del druchii.

Una magnífica águila de cabeza blanca había venido volando hasta la fortaleza y depositó los sangrientos restos del asesino de Cerion Aladorada en las almenas, aunque no dijo qué esperaba que hicieran con ellos.

Antes de que Glorien pudiera hablarle a la criatura, desplegó las alas y salió volando hacia el norte, dejándolos con su presa muerta.

Gracias a sus libros, Glorien comprendía que la guerra era un asunto sangriento, pero ver una carnicería como aquélla había sido muy inquietante para un elfo de sus refinadas sensibilidades.

Negó con la cabeza y echó a andar una vez más.

—No, Menethis, continuaremos con las inspecciones al amanecer y los ejercicios diarios. No toleraré ninguna relajación entre mis hombres y, cansados o no, exigiré los más altos niveles de disposición y competencia a cada guerrero. ¿Comprendido?

—Sí, mi señor —dijo Menethis.

Glorien asintió, satisfecho de que sus órdenes estuvieran claras, y empezó a recorrer la muralla. Sus soldados se pusieron firmes, cada uno de ellos un alto, orgulloso y noble espécimen de guerrero élfico. Llegó a la Torre del Águila en el centro de la muralla y subió los escalones tallados en la parte posterior de la cabeza esculpida.

Se detuvo en un parapeto en el cuello de la gran figura donde había un trío de lanzadores de virotes de garra de águila. Estas poderosas armas eran la élite de todas las que tenía bajo su mando, armas que parecían un enorme arco puesto de lado y montadas sobre un elegante trípode móvil. Como sucedía con muchas creaciones bélicas de los asur, los lanzadores de virotes mezclaban arte y guerra, de modo que cada arma recordaba a una majestuosa águila en vuelo, con la punta del arco labrada en oro para recordar la noble cabeza de las aves de presa.

Cada arma podía disparar un solo virote capaz de abatir a los monstruos más aterradores o una andanada de virotes más pequeños que cortaban el paso a los guerreros enemigos a una velocidad muy superior a la que podía conseguir un grupo de arqueros.

Individualmente, estas armas eran temibles, pero juntas eran completamente letales. Nueve máquinas más estaban repartidas por toda la muralla, y Glorien asintió con satisfacción al ver que cada arma brillaba recién engrasada y que los dorados mecanismos de las poleas estaban inmaculados.

Las escuadras que atendían las armas parecían cansadas pero orgullosas, y las recompensó con una sonrisa de apreciación. Sus armaduras brillaban y sus blancas túnicas lucían prístinas y refulgentes. Cada uno de los soldados portaba una larga lanza, una arma que Glorien había decidido estaba más a la par con su idea de cómo debían ir armados.

Se volvió para regresar a la muralla cuando uno de los hombres lanzó un grito de alarma.

—¡Objetivo a la vista!

Todos los equipos se pusieron en acción, soltaron sus lanzas y agarraron «peines» de madera que contenían suficientes virotes para varios lanzamientos. Uno de los hombres colocó el peine en el rail situado en la parte superior del arma mientras el otro apuntaba.

Glorien dio un paso atrás y observó, complacido por la velocidad de los equipos, pero irritado porque habían arrojado sin más sus armas al suelo.

Momentos después, las tres armas estaban listas para disparar, y Glorien esperó el claro y ondulante tañido de los virotes al ser disparados.

—¿Por qué no disparan? —preguntó cuando las armas permanecieron mudas.

—No hay necesidad —dijo Menethis, señalando el horizonte occidental—. ¡Mira!

Glorien entornó los ojos ante la tenue luz de la mañana y vio tres figuras que volaban hacia la Puerta del Águila. Al principio no las reconoció por lo que eran, pero cuando advirtió la inconfundible cabeza blanca de la primera ave, vio que se trataba de águilas.

—Una de ellas trae algo —observó Menethis.

—Otra ofrenda ensangrentada, tal vez —suspiró Glorien—. No recuerdo que presentaran a Cerion Aladorada todo lo que esas aves cazaban. Vamos pues, supongo que deberíamos ver qué nos han traído esta vez.

Menethis lo siguió mientras regresaba a los baluartes y los equipos de los lanzadores de virotes descargaban sus armas una vez más.

Para cuando llegó a la muralla, las águilas estaban mucho más cerca y Glorien pudo ver que el águila de cabeza blanca traía otro objeto. No podía ver todavía qué era exactamente, pero parecía envuelto en una capa roja.

Los guerreros de la muralla vitorearon cuando las águilas se acercaron, pues la visión de una águila sobre el campo de batalla era un presagio de victoria, y Glorien les permitió este breve momento de relajación.

Se dirigió al centro de los baluartes y vio cómo el trío de águilas iba descendiendo hasta que aterrizaron ante él con un tronar de alas extendidas. El águila que llevaba la carga de la capa roja la colocó amablemente a los pies de Glorien, y vio que no era un trofeo ensangrentado víctima de las garras o los picos, sino un guerrero élfico con el uniforme de los jinetes de Ellyrion.

Las águilas se retiraron mientras Menethis se arrodillaba junto al guerrero y abría la capa manchada de sangre. Glorien hizo una mueca de disgusto al ver la palidez de los rasgos del elfo herido.

—¿Está vivo?

—Sí —afirmó Menethis—, aunque malherido. Debemos llevarlo a nuestros médicos si queremos que viva.

El guerrero ensangrentado abrió los ojos al oír las voces élficas y se esforzó por hablar.

—¿Cómo te llamas, guerrero? —preguntó Glorien.

—Druchii… —susurró el guerrero a través de unos dientes manchados de sangre; su voz era apenas un suspiro.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho «druchii», mi señor —informó Menethis.

—¿Qué quiere decir? ¡Rápido, pregúntale!

—¡Necesita un médico! —protestó Menethis.

—¡Pregúntale, maldito seas!

Menethis se volvió hacia el elfo herido, pero éste habló de nuevo sin necesidad de que le preguntara.

—Soy… soy Eloien Caparroja de Ellyrion. Mis guerreros… todos muertos. Los druchii… desembarcaron en Cairn Anroc. Un ejército. Druchii y hombres corrompidos. Vienen hacia aquí…

—¿A qué distancia están? —quiso saber Glorien—. ¿Cuándo llegarán hasta nosotros?

Eloien cerró los ojos, pero mientras perdía la conciencia, logró decir:

—Mañana…

Glorien sintió un frío en los huesos que no tenía nada que ver con los vientos que soplaban sobre las murallas de la fortaleza mientras el ave que había traído al herido Eloien Caparroja echaba atrás la cabeza y dejaba escapar un graznido desafiante.

«Los druchii vienen —pensó—. Estarán aquí mañana. Que Isha nos proteja…»