Capítulo 18
18
La desembocadura del Río Arduil trazaba un suave arco en la costa de Avelorn, y Eldain sintió que su pulso se aceleraba cuando el capitán Bellaeir llevó su barco ante la península que lo separaba del Mar Crepuscular. Entrar en el reino encantado de la Reina Eterna sería una experiencia nueva para Eldain, pues aunque sentía el aliento de la magia del reino el norte, se recordó que no venían aquí como peregrinos.
Entonces ¿en calidad de qué lo hacían? ¿Como rescatadores? ¿Como asesinos?
Eldain no lo sabía ni sabía aún qué prefería.
Miró por encima del hombro donde Rhianna e Yvraine conversaban junto al mástil y contuvo un atisbo de malestar. Desde que volvieron nadando al Señor de los Dragones, ninguna de las dos había querido hablar de lo que había sucedido en la isla del Valle Gaen. Rhianna le había dicho simplemente a Bellaeir que pusiera rumbo a Avelorn.
El ambiente del barco se había animado cuando se hubieran alejado del Valle Gaen, y Rhianna acudió a él una noche con los brazos abiertos mientras navegaban bajo el cielo estrellado.
—Comprende que tengo prohibido hablar de la isla —dijo.
—Lo comprendo —respondió él, aunque en realidad no era así—. ¿Puedes decirme algo?
—Sólo que tenemos que ir a Avelorn.
—¿Es ahí donde está Caelir?
—Es ahí adonde va.
—¿Por qué? ¿Lo sabes?
Ella frunció los labios y negó con la cabeza.
—No con seguridad, pero estoy empezando a pensar que lo que sucedió en la Torre de Hoeth fue sólo el principio. Lo que enviaron a hacer a Caelir está apenas empezando.
—Es un pensamiento reconfortante.
—No es culpa suya —dijo Rhianna—. Ya oíste al Señor del Conocimiento. Caelir es tan víctima como todos los demás.
Él asintió pero no respondió, y la tomó en sus brazos mientras el barco continuaba navegando.
—Sálvalo a él y me salvarás a mí… —susurró ella en la oscuridad.
—¿Qué es eso? ¿Una cita?
—No, algo que oí. Algo importante.
—¿Qué significa?
—No lo sé todavía.
Ella se hundió más en su abrazo mientras una fría corriente de aire llegaba del mar y una estrella fugaz roja cruzaba el negro cielo camino del sur. Permanecieron en aquella postura, como una estatua de amantes abrazados, mientras la noche se convertía en día y el mar pasaba de ser un oscuro espejo de los cielos a adquirir un verde glorioso.
Al amanecer llegaron a la costa de Avelorn, y ver tierra donde podría caminar animó enormemente a Eldain. Se dirigió a la popa del barco, donde el capitán Bellaeir estaba sentado disfrutando de la fuerte brisa que soplaba del reino de la Reina Eterna.
—Capitán —dijo, apoyando el brazo en la baranda.
—Mi señor —saludó el capitán del navío—. Isha mediante, llegaremos a Avelorn dentro de unas pocas horas.
—Qué bien —repuso Eldain—. No pretendo ser irrespetuoso al decirlo, pero será bueno poner el pie en tierra una vez más.
Bellaeir asintió.
—Hablas como un auténtico ellyriano, mi señor. Pero tienes razón, a todos nos vendrá bien salir del mar durante un tiempo.
Su respuesta sorprendió a Eldain.
—¿De verdad? Creí que serías feliz pasando toda la vida en el mar.
—Normalmente sería así —reconoció Bellaeir—, pero hay corrientes oscuras en las aguas y están llenas de tristeza. No sé dónde, pero en alguna parte hay elfos muriendo en el mar.
Eldain captó el dolor de la voz de Bellaeir y decidió no insistir en el tema. El capitán los dirigió a la desembocadura del río.
Altos árboles se alzaban desde el borde de la tierra, extensos bosques que se extendían hacia el este hasta donde alcanzaba la mirada con vividos tonos de verde, rojizo y dorado. Neblinosas con la distancia, las cimas azules de las Annulii eran una mancha lejana en el horizonte, una barrera entre el dominio de la Reina Eterna y Chrace, asolada por la guerra.
El Señor de los Dragones dejó atrás la península boscosa y Eldain en tornó los ojos al ver un remolino de agua blanca borboteando donde las plácidas aguas del río se encontraban con el mar.
—Espíritus del agua —dijo Bellaeir al ver la expresión de Eldain—. Los llamamos keylpi y suelen ser criaturas juguetonas, pero no te acerques demasiado a ellas.
A medida que el barco se aproximaba, Eldain vio la sugerencia de blancos caballos de crines ondulantes correteando en las profundidades de las borboteantes aguas y le pareció que podía oír sus relinchos de diversión en la espuma que los rodeaba. Los espíritus se movían junto al barco y Eldain vio caballos fantasmales de luz titilante galopando bajo la superficie, las crines fluyendo con la corriente y un abanico de burbujas blancas tras las colas.
El deseo de montar a una de aquellas bestias era casi irresistible, y su alma ellyriana anheló subir a lomos de uno de ellas y cabalgar las olas, pero se decía que esas criaturas eran entidades caprichosas, y que probablemente lo arrastrarían a la muerte mientras le prometían una jubilosa cabalgada.
Eldain pudo oír el golpeteo de los cascos de sus propios caballos en la bodega del barco y comprendió que también debían de estar sintiendo el canto de sirena de los caballos del agua. Se apartó de los keylpi, percibiendo su incomodidad cuando una ola golpeó el costado del buque. El agua sobrepasó la amura y Bellaeir se echó a reír al ver que Eldain quedaba empapado de pies a cabeza.
—Te dije que no te acercaras demasiado —le recordó Bellaeir.
Eldain se encogió de hombros y bajó a cambiarse de ropa. Cuando regresó, los espíritus del agua habían quedado atrás. El Señor de los Dragones había pasado del Mar Crepuscular al Río Arduil, el camino que marcaba la frontera entre Ellyrion y Avelorn.
Al oeste se extendían llanuras doradas bajo un indolente cielo de verano, y una súbita puñalada de nostalgia del hogar se apoderó de Eldain cuando recordó su casa de Ellyr-charoi. Vio la mansión de murallas blancas acunada entre las dos cascadas, las alturas de la Torre Hipocrena, el patio de verano y los pinos de dulce olor que envolvían el paisaje.
Echó de menos su hogar. Anheló verlo una vez más y compartirlo con Rhianna antes de dejarlo para siempre.
Eldain descartó esos recuerdos y se volvió a contemplar el reino de Avelorn.
Cubierto de tupidos bosques, el sonido de música lejana flotaba en el aire y luces saltarinas parecían bailar en sus profundidades. Pájaros de colores anidaban en las copas de los árboles y una sensación de poderosa magia serpenteaba entre los lisos troncos.
Los bosques de Ellyrion mostraban un esplendor juvenil, pero Avelorn tenía una edad imposible de calcular, y sus profundidades más recónditas eran hogar de criaturas que ya vivían aquí antes de la llegada de los asur: águilas, hombres árbol y seres dormidos cuyos nombres habían sido olvidados.
El bosque tenía una cualidad eterna, una majestad sin edad que ni siquiera la invasión y la guerra podrían disminuir. Los druchii habían intentado quemar el viejo bosque, incendiando zonas que habían sido plantadas cuando el mundo era joven, pero ni siquiera ellos habían conseguido disminuir su grandeza.
Árboles que cuidaban el reino de la Reina Eterna se alzaban ante ellos como silenciosos vigías, y Eldain sintió una ominosa hostilidad en la linde del bosque, como si sus sombras proyectaran una severa advertencia a aquellos que albergaban malos pensamientos en su corazón.
Eldain se estremeció y el Señor de los Dragones siguió avanzando.
* * *
Los sonidos de la batalla resonaban en la Aguja Áquila y Glorien Coronafiel no podía dejar de oírlos, no importaba cuánto lo intentara. Se concentró en sus libros, desesperado por encontrar alguna pista para derrotar al enemigo que se lanzaba cada día contra las murallas de la Puerta del Águila. El derramamiento de sangre era prodigioso y cientos de seguidores de los Dioses Oscuros morían cada día atravesados por flechas, arrojados desde las murallas o abatidos a golpes de espada y de lanza.
Hasta ahora los druchii no habían atacado, excepto para enviar a las repugnantes criaturas voladoras que llenaban el aire con sus cacofónicos alaridos y revoloteaban sobre las cuadrillas de lanzadores de virotes. Morathi se contentaba con lanzar a los humanos contra la muralla y su monstruoso aliado, el gran jefe tribal con el estandarte que adoraba al Príncipe Oscuro, parecía ansioso por permitírselo.
Los aullantes hombres de las tribus erigían montículos con sus caídos y se divertían con la carne antes de quemarlos en grandes piras funerarias y ejecutar sus sucios ritos a la vista de la fortaleza. La visión de tan horribles rituales había asqueado a Glorien y lo había hecho volver con sus libros, sus preciosos libros, para buscar una solución.
Pero no había encontrado nada, a pesar de haber buscado durante días, y el estentóreo sonido de la batalla tras la puerta cerrada y las ventanas atrancadas de la torre continuaba implacable.
Glorien había enviado a Tor Elyr desesperadas peticiones de más guerreros, pero sus magos informaron que una terrible batalla naval se había perdido a las puertas de Lothern y todos los miembros de la leva ciudadana estaban siendo enviados a Eataine. Algunos se estaban congregando en Ellyrion, pero no los suficientes ni con suficiente velocidad para aliviar la presión de los soldados que combatían en las ensangrentadas almenas.
La lista de bajas hablaba de cien guerreros muertos ya, con casi el doble de heridos. Muchos de ellos no sobrevivirían para volver a luchar, y los que podrían hacerlo no sanarían a tiempo para marcar ninguna diferencia. Los médicos trabajaban día y noche, pero eran muy pocos y el enemigo les enviaba víctimas demasiado rápidamente.
Un brusco golpe de nudillos llamó a la única puerta de la torre y Glorien dio un respingo al oírlo.
—Mi señor, tengo que hablar contigo —dijo una voz que reconoció como perteneciente a Menethis.
Glorien se levantó de la mesa.
—¿Estás solo?
—Sí, mi señor. No hay nadie conmigo.
—Muy bien —dijo Glorien, y desatrancó la puerta.
Menethis entró a toda prisa y Glorien atisbo la lucha que tenía lugar tras él. Una vez más, habían lanzado un puñado de escalas contra la muralla y un reguero de muertos y heridos cubría el suelo ante ella. Mechas y virotes cruzaban el aire y bandadas de bestias aladas revoloteaban sobre las torres. Los desesperados combates se entablaban y se detenían como una larga ola por todas las defensas.
Glorien cerró la puerta en cuanto Menethis entró, reacio a seguir mirando la lucha que tenía lugar allá abajo.
—¿Qué ocurre, Menethis? —preguntó Glorien—. Estoy muy ocupado. Busco un modo de ganar esta batalla y no puedo hacerlo si me interrumpen constantemente.
—Mi señor, la situación abajo es desesperada.
—¿Crees que no lo sé? —replicó Glorien, señalando los montones de libros dispersos sobre la mesa—. La respuesta está aquí, lo sé.
—Con el debido respeto, señor, no lo está —repuso Menethis, cogiéndole el brazo con firmeza y señalando la ventana cerrada—. Está ahí fuera, en las murallas, con los guerreros que están combatiendo y muriendo por defender esta fortaleza.
Glorien se zafó de la tenaza de su segundo al mando.
—Ah, sí… pero encontré un párrafo en las obras de Aethis. Aquí, toma, está en Teorías de la guerra.
Glorien buscó en el libro hasta que encontró el párrafo concreto que quería y lo alzó ante él.
—Aquí, escucha esto: «Toda fortaleza competentemente dirigida puede resistir un asedio durante un período de tiempo indefinido mientras su guarnición esté bien pertrechada, sea valiente y el enemigo no tenga más que una superioridad numérica de tres a uno». Así que ya ves, Menethis, todo gira sobre el valor de los guerreros. Sólo ellos pueden hacernos caer, puesto que estamos bien pertrechados, ¿no es así?
—Eso fue escrito hace mucho tiempo, mi señor, y Aethis no era soldado, sino poeta y cantor, y se las daba de ser un gran líder. Nunca libró una sola batalla.
—Sé todo eso —repuso Glorien—, pero era un pensador, Menethis, un pensador. Sus ideas son sorprendentes. Sé que si puedo…
—¡Mi señor, te lo suplico! —exclamó Menethis—. Tienes que salir a luchar con tus guerreros. La moral prácticamente no existe y sólo gente como Alathenar y Eloien Caparroja nos mantienen unidos. ¡Tienen que verte, mi señor! ¡Tienes que luchar!
—No, no… —se negó Glorien, volviendo a sentarse tras la mesa y colocando la mano sobre los tomos dispersos—. Mis libros me dicen que si el comandante cayera, sería desastroso para la moral. ¡No, no me expondré a ese peligro hasta que llegue el momento adecuado!
—Ese momento ya ha llegado, mi señor —dijo Menethis.
* * *
Revoloteando sobre la sangrienta batalla de la Puerta del Águila, Elasir y sus dos hermanos surcaban las montañas en busca de guerreros enemigos que atacar. Los cielos sobre la fortaleza estaban ahora despejados, pues ellos habían expulsado a las retorcidas arpías, aunque las plumas doradas de los tres estaban ensangrentadas y magulladas. El propio Elasir tenía una gran cicatriz, roja y fea, en su corona dorada.
Aunque batallas como la que ahora se libraba en las montañas no eran de su gusto, se habían posado en las altas aguileras y prestado toda la ayuda que pudieron a los defensores de la Puerta del Águila. Cuando la batalla estaba en su apogeo, bajaban hasta las murallas y arrancaban cabezas y miembros con sus garras y picos.
Los arqueros druchii trataban de abatirlas, pero las águilas eran demasiado veloces para que las alcanzaran, y sus graznidos pronto se convirtieron en el terror de los enemigos de los asur. Cuando las águilas atacaban, los hombres se dispersaban llenos de pánico y los druchii trataban desesperadamente de reunir suficientes ballestas para llenar el cielo de virotes.
Elasir giró y extendió las alas, frenando su vuelo al divisar un enemigo digno de su fuerza.
Se acerca a la puerta, dijo, plegando las alas y trazando un círculo cerrado.
Sus hermanos también habían divisado el peligro y cambiaron de rumbo para seguirlo, pegando las alas a sus cuerpos para abalanzarse hacia el valle.
Una monstruosa hidra de escamas iridiscentes se acercaba a la puerta, rugiendo y debatiéndose mientras un grupo de esforzados druchii la controlaban con tridentes serrados y viles maldiciones. Sus múltiples cabezas se agitaban al final de largos y sinuosos cuellos, y un humo sulfuroso manaba de sus mandíbulas chasqueantes. Largas escamas como llagas abiertas brotaban de su espalda, y un líquido viscoso rezumaba de las heridas abiertas de sus flancos, donde pesadas placas de hierro habían sido sujetadas a su cuerpo con largas cadenas y garfios puntiagudos.
Las flechas rebotaban en la armadura o se clavaban en la carne, pero el monstruo era ajeno a esas heridas menores. En las murallas resonaron gritos cuando pusieron en marcha las máquinas de guerra.
Las águilas se lanzaron contra la hidra cuando sus cabezas chasquearon, avanzando ante las órdenes a gritos y la insistencia de una vara de pinchos. Un tremendo chorro de llamas líquidas brotó de cada una de las bocas y las almenas quedaron bañadas de ardiente fuego. Los guerreros gritaron cuando las ardientes excreciones de la criatura los rociaron de llamas y gotas de esputo encendido babearon sobre la muralla.
Los pesados virotes de las máquinas de guerra asur cruzaron el aire hacia la bestia. Algunos rebotaron en las placas acorazadas mientras otros penetraban en su enorme cuerpo haciendo brotar chorros de icor negro.
Elasir sintió el Caos en su carne, y comprendió que la bestia no se detendría hasta que la última gota de sangre hubiera sido extraída de su cuerpo. Soltó un grito aterrador, desplegó las alas y preparó las garras.
Los virotes cruzaban el cielo, pero ninguno se acercó a las águilas en picado.
La cabeza más cercana de la hidra se retorció en el aire como una serpiente cuando el monstruo oyó su grito. Abrió las fauces, pero Elasir ya estaba sobre ella. Sus férreas garras se abrieron paso por su cráneo, atravesando la carne y clavándose en sus oscuros ojos sin alma.
La cabeza se agitó ante el ataque y se libró de las garras con un borbotón de sangre. Las águilas rodearon a la hidra en un frenesí de alas y poderosas garras, atacando las cabezas con sañudos golpes de sus picos. Las llamas estallaron y Elasir oyó a Irian gritar de dolor cuando sus plumas ardieron.
Los guerreros druchii rodeaban a la bestia y Elasir se cernió sobre el más cercano, arrancándole la cabeza de un solo picotazo. La sangre brotó y el águila se lanzó contra los demás, que apuntaban ya con sus ballestas de madera oscura.
Algunos echaron a correr y sobrevivieron. Otros aguantaron a pie firme y murieron.
Elasir saltó al aire con un poderoso batir de alas y atacó a la hidra desde atrás. Sus dorados hermanos aún combatían contra las cabezas que se retorcían locamente. Dos de ellas yacían flácidas y sin vida mientras otras tres luchaban con maníaca energía y terrible furia.
El Señor de las Águilas se abalanzó y cerró las garras contra la base de uno de los cuellos que aún luchaban. La hidra se encabritó al sentirla aterrizar sobre su cuerpo, pero Elasir hundió las garras en su piel y no pudo zafarse de él. El pico del águila se clavó en la carne y el hueso del cuello, cortándolo con tres rápidos golpes.
Los guerreros druchii trataban de congregarse alrededor de la bestia, pero se vieron obligados a mantener la distancia ante aquella enloquecida lucha. Los virotes llenaban el aire y Elasir sintió que uno de ellos le atravesaba el pecho. Aeris abrió la garganta de otra de las cabezas e Irian cegó a la última con un sañudo golpe de su afilado pico.
Indefensa, la criatura aplastó a druchii y a hombres bajo sus patas mientras se debatía agónicamente. La bestia estaba casi muerta ya y sus últimos y frenéticos momentos harían caer a más enemigos.
Había llegado el momento de marcharse.
Volad, mis hermanos, exclamó Elasir, desplegando las alas y saltando al aire mientras más druchii corrían hacia la batalla con sus ballestas. Rápido o no, el Señor de las Águilas sabía que con tantos virotes en el aire, algunos alcanzarían sus blancos.
Dejando a la hidra moribunda tras ellas, las tres águilas volaron a lugar seguro.
* * *
Alathenar se desplomó contra el parapeto, apretó las rodillas contra su pecho y apoyó en ellas la frente. Le dolía el cuerpo de cansancio y por una docena de cortes que no recordaba haber recibido.
El valle parecía bruscamente silencioso ahora que el clamor de la lucha había cesado. Para los oídos de Alathenar el día tenía dos estados: uno de estrépito de acero y otro donde sólo se oían gritos. Mientras el sol se hundía por el oeste y largas sombras se extendían por el patio de la fortaleza, los sonidos pasaban de lo primero a lo segundo cuando los guerreros heridos eran retirados de la muralla y comenzaba la rutina de deshacerse de los enemigos muertos.
Estaba demasiado exhausto para moverse y simplemente asintió cuando un elfo herido al que le faltaba el brazo por debajo del codo le tendió un carcaj con flechas nuevas que colgaba de su cuello.
Los avitualladores recorrían la muralla y Alathenar, agradecido, aceptó una abollada copa de agua fresca y un trozo de pan. Sólo cuando los baldeadores vinieron a despejar la muralla de sangre se obligó a levantarse y regresar al patio.
Eloien Caparroja ya estaba allí, discutiendo con el palafrenero jefe de la fortaleza, pero dio la conversación por perdida y se marchó al ver que Alathenar bajaba las escaleras.
—¿Todavía sigues vivo? —preguntó el jinete.
—Más o menos —reconoció Alathenar—. ¿Qué pasaba?
—El idiota quiere llevarse los caballos a Ellyrion, pero le he dicho que los necesitamos aquí.
—Para cuando tengamos que abandonar este lugar y huir —terminó de decir Alathenar.
—Eso es.
—Así que no tienes esperanzas de que podamos aguantar —dijo Alathenar. No era una pregunta.
—¿Y tú?
—Puede que lo logremos todavía.
—No seas ingenuo, amigo mío. Mira los rostros a tu alrededor. Los guerreros están exhaustos, sin líder y, peor aún, no tienen esperanza.
Se acercaron a un banco tallado en la base de la Torre del Águila y se sentaron en silencio durante unos minutos para recuperar fuerzas. Hasta ahora, el enemigo no había querido atacar de noche, contentándose con quemar cadáveres y cantar alabanzas a los Dioses Oscuros, pero ambos guerreros sabían que sólo era cuestión de tiempo que intentaran esa estrategia.
Eloien miró la alta estructura de la Aguja Áquila. Una luz amarilla asomaba por las juntas de las ventanas cerradas.
—¿Crees que saldrá de ahí arriba alguna vez? —preguntó el jinete.
—No lo sé. Ojalá Cerion estuviera aún al mando.
—¿Era buen guerrero?
—Uno de los mejores —asintió Alathenar—. Sabía cuándo hacer cumplir las normas y cuándo sortearlas. Tenía el corazón de un león chraciano, aunque recibió un espadazo druchii en la cara y nunca recuperó su aspecto.
Alathenar señaló con el pulgar la muralla que tenían detrás.
—Habría resuelto esta contienda en un momento, pero Glorien…
—Es un idiota —dijo Eloien—. Un noble necio que no distingue los extremos de la espada, y nos verá a todos muertos antes de salir de esa torre. Estaríamos mejor sin él. ¿Y qué hay de su segundo? Lo he visto luchar, pero ¿qué tal líder es?
—¿Menethis? Es mejor seguidor que líder, pero su corazón es bueno. ¿Por qué?
—Por nada, pero me preguntaba si no estaríamos mejor con otra persona al mando.
—¿Alguien como Menethis?
—Tal vez, pero como dices, no es lo que llamaríamos un líder.
—Entonces ¿en quién estás pensando?
—No seas obtuso, Alathenar —dijo Eloien—. He visto cómo te miran los guerreros y aceptan tu liderazgo en todo lo que dices. Estoy hablando de ti.
—¿De mí? No…, yo no soy ningún líder, no digas tonterías.
—¿Tonterías, amigo mío? Tontería sería dejar que la cobardía de Glorien Coronafiel nos lleve a la muerte. Tontería sería quedarse sentado y no hacer nada al respecto.
—Sea como sea, Glorien es el comandante de la Puerta del Águila y no hay nada que podamos hacer.
—Tal vez sí, tal vez no —dijo Eloien. Asintió pensativo e, inclinándose hacia adelante, apoyó los codos sobre las rodillas. Un guerrero al que Alathenar no había visto antes emergió de las sombras junto a ellos.
Por sus afilados rasgos y la habilidosa manera de ocultarse, Alathenar sabía que era uno de los nagarythe, y un escalofrío de aprensión le corrió por la espalda.
—Éste es Alanrias —dijo Eloien a modo de presentación.
—Sé quién es —respondió Alathenar.
—Es hora de enfrentarnos a la verdad de nuestra situación, amigo mío. Si Glorien Coronafiel sigue al mando de la Puerta del Águila, la fortaleza caerá. Sabes que es cierto, puedo verlo en tus ojos.
—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Alathenar, mirando ora a Eloien ora al guerrero sombrío.
—Sabes lo que estamos sugiriendo —susurró Alanrias.
—Esto es sedición —dijo Alathenar, poniéndose en pie—. Podría ser ejecutado sólo por escucharos.
Eloien se levantó también.
—Sabes que tengo razón, Alathenar.
El guerrero inspiró profundamente.
—Pensaré en lo que habéis dicho.
El ronco bramido de un cuerno tribal sonó más allá de la muralla, resonando en las paredes del valle. Los guerreros echaron a correr hacia los baluartes.
—No lo pienses demasiado —le aconsejó Eloien.
* * *
La tormenta había pasado y el mar ante las puertas de Lothern volvía a estar en calma una vez más.
Maderos aplastados y los cadáveres aún no destrozados por los tiburones flotaban en la superficie como tristes recuerdos de la derrota. Apenas un puñado de barcos elfos habían conseguido escapar al santuario del estrecho de Lothern, el resto no era más que naufragio y pesar.
Los defensores de la Puerta Esmeralda sólo pudieron ver con horror impotente cómo la flota druchii desembarcaba las tropas de sus galeras supervivientes en la isla del faro resplandeciente, cuya luz estaba apagada y sus muros eran refugio de los victoriosos guerreros de Naggaroth. Los barcos águila habían destruido muchas galeras con tropas, pero la vanguardia de la flota druchii que regresó había atacado sin piedad y la matanza fue tremenda.
Ni un solo barco águila sobrevivió a la noche y los druchii tenían ahora control del océano ante las puertas de Lothern. Estilizados y mortíferos barcos cuervo patrullaban el mar alrededor de la isla del faro, alertas a cualquier contraataque, cuidando de permanecer fuera del alcance de las máquinas de guerra de la Puerta Esmeralda. Las grandes galeras desfilaban ante la isla en sombría procesión y miles de guerreros con capas oscuras salían de las bodegas con sus lanzas chispeando.
Cuando los barcos quedaban vacíos, navegaban al extremo sur de la isla para unirse a una creciente línea de navíos anclados borda contra borda para formar un gran puente entre la isla del faro y Ulthuan. Ataron gruesas guindalezas entre las galeras y las anclaron a tierra en cada extremo.
En la cima destruida del faro, la forma acorazada del Rey Brujo a lomos de su poderoso dragón, Seraphon, contemplaba los trabajos con sombría satisfacción. Cientos de guerreros atendían las fortificaciones ocupadas de la isla y miles más desembarcaban de las galeras preparándose para marchar sobre Ulthuan.
El Rey Brujo sabía que atacar la Isla Esmeralda desde el mar era casi imposible y no serviría de nada, pero si las fortificaciones que protegían los flancos de la fortaleza pudieran ser tomadas…
El gran dragón de escamas negras saltó desde el faro destruido y extendió sus alas de medianoche mientras se cernía sobre la isla con un rugido de desafío.