Capítulo 5

5

Luces titilantes perseguían al Señor de los Dragones mientras surcaba las aguas cristalinas del Mar Interior. El barco permanecía en silencio a excepción del crujir de las maderas y las ocasionales conversaciones en voz baja de su pequeña tripulación. Eldain contemplaba a estos elfos mientras realizaban sus tareas y deseó que una porción de su calma pudiera contagiársele. Incluso él podía sentir aquí las energías mágicas de Ulthuan, el ondular de sombras entrevistas bajo las olas y la enervante sensación de estar siendo observado permanentemente.

El capitán Bellaeir se encontraba en la proa del barco, encaramado al bauprés, desde donde daba periódicamente órdenes a su timonel.

—Empiezo a comprender tu reticencia a viajar en barco —le dijo a Yvraine, mientras una serie de brillantes islotes de colores pasaba junto a ellos.

La maestra de la espada alzó la cabeza con una sonrisa y él le devolvió el gesto, alegre de ver un lado menos ascético de su personalidad. Como era su costumbre, estaba sentada en la cubierta, las piernas cruzadas y la espada sobre el regazo, intentando meditar.

—Estoy segura de que estamos a salvo —dijo, abandonando su postura y poniéndose en pie con un rápido movimiento.

A pesar de todos los recelos de Eldain por su juventud e inexperiencia, éste no podía dejar de sentirse impresionado por su agilidad y aplomo.

—Has hecho este viaje una vez antes. ¿Tienes idea de dónde estamos?

—Creo que sí —respondió ella, señalando una mancha marrón y verde en el horizonte, al norte.

—¿Qué es eso? —preguntó Eldain, protegiéndose los ojos del sol con una mano—. ¿Es la costa de Avelorn? No pensaba que fuéramos a llegar tan al norte.

—No lo hemos hecho —contestó Yvraine—. Ésa es la Isla de la Madre Tierra.

—¿El Valle Gaen?

—Sí, un valle largo y maravilloso de flores silvestres, manzanos y frescos manantiales. Es un lugar de belleza y verdor que toda doncella elfa tiene que visitar una vez en la vida.

—¿Lo has hecho tú?

—No —respondió Yvraine—. Aún no he tenido el honor de poner el pie en su bendito suelo, pero sé que un día, pronto, visitaré el gran templo de la caverna de la Diosa Madre y oiré las palabras de su oráculo.

—Parece un lugar precioso.

—Me han dicho que lo es, pero tristemente es una belleza que tú nunca conocerás, pues no se permite la entrada al valle a ningún varón, bajo pena de muerte.

—Eso he oído. ¿Por qué no permite la Diosa Madre la presencia de varones?

—Nacimiento y renovación —explicó Yvraine— son terreno de la mujer. El ciclo que da vida al mundo y los ritmos de la naturaleza son secretos negados a los varones, cuyo regalo al mundo es la destrucción y la muerte.

—Ésas son palabras muy duras —dijo Eldain.

—Demuestra que me equivoco —replicó ella, y Eldain no pudo darle ninguna respuesta.

—Rhianna iba a viajar al Valle Gaen —dijo él, contemplando cómo la isla se perdía en el horizonte mientras el capitán daba nuevas órdenes y el barco viraba a estribor.

—¿Por qué no lo hizo?

—Prefiero no hablar del tema —se escabulló Eldain, visualizando una vez más el rostro de Caelir. Rhianna había planeado viajar al Valle Gaen no mucho después de que Caelir y él decidieran casarse, pero su muerte había detenido esos planes. Después de su boda con Eldain, el asunto nunca volvió a plantearse, y él se preguntaba por qué Rhianna no había vuelto a hablar de viajar al templo de la Madre Tierra.

Con estos amargos pensamientos, se volvió y se dirigió a la proa del barco sin decir nada más. Saludó respetuosamente con la cabeza a la tripulación y dejó atrás el trinquete, cuya tela de seda ondeaba al fresco viento que los impulsaba por el mar.

Eldain vio al capitán Bellaeir asentir para sí mientras pasaban las últimas puntas rocosas y los diminutos atolones que salpicaban esta parte del Mar Interior. Al sentir que lo observaba, el capitán inclinó la cabeza hacia Eldain y saltó ágilmente del bauprés.

—¿Cuánto falta para que lleguemos a Saphery? —le preguntó Eldain.

—Es difícil de decir, mi señor. Por aquí el mar es impredecible.

—¿En qué sentido?

Bellaeir le dirigió una mirada sesgada, como si pensara que se estaba burlando de él, pero decidió que no era así.

—Llevamos cuatro días en el mar, ¿no es así?

—Sí.

—Y con buen viento y la mar plácida esperaría llegar a Saphery dentro de otros cuatro, pero aquí… las cosas no funcionan así. Lo sabes, ¿no? No me dirás que no has sentido la atracción de la isla.

—He sentido… algo, sí —respondió Eldain.

—Los mares nunca han sido iguales desde la invasión del gordo rey goblin —dijo Bellaeir, y Eldain sintió que su propia amargura crecía al mencionar la invasión de los goblins, que habían arrasado el reino oriental de Yvresse.

—Grom…

Aunque Eltharion, de Tor Yvresse, había acabado por derrotar al rey goblin, muchas de las antiguas atalayas que controlaban las poderosas fuerzas que mantenían a Ulthuan a salvo habían sido derribadas por el irracional vandalismo de los goblins, y las fuerzas cataclísmicas liberadas se habían sentido hasta en un lugar tan lejano como Ellyrion.

—Cierto, pero no pronuncies su nombre en voz alta, pues los ecos del pasado aún se aferran al océano —dijo Bellaeir—. El Mar de los Sueños es ahora un lugar de espectros y memoria maligna, pues la magia que una vez nos mantuvo a salvo se difumina y el terror del pasado mora de nuevo en nuestros sueños.

Eldain no dijo nada, y el capitán se tocó el collar con el Ojo de Isha que colgaba de su cuello y se dirigió al timonel. Sabía de qué hablaba el marino, pues también él había experimentado la innatural sensación de que le habían escamoteado el tiempo y la acechante sombra de cosas antiguas acuciando en sus pensamientos.

Cuánto tiempo llevaban verdaderamente en el mar y cuánto les restaba de viaje era una cuestión que ni siquiera el capitán más experimentado podría responder. El paso de los días y las noches no parecía tener aquí ningún efecto en los sentidos, y hacía falta un esfuerzo de voluntad para sentir incluso el paso del tiempo, pues su rumbo los acercaba a uno de los lugares más misteriosos de Ulthuan.

La Isla de los Muertos.

Eldain combatió la urgencia de dirigir la mirada al sur, pero era imposible resistir el tirón de la poderosa magia, la bruma se congregaba en el horizonte, iluminada desde dentro por luces que no eran de este mundo y que chispeaban y aleteaban como velas espectrales. Dentro de la bruma se revolvía una sombra, un oscuro contorno de tierra olvidada con una aura letal que parecía extender los brazos y coger su alma con una tenaza de hielo.

Sus pasos lo llevaron hacia la borda y se agarró a ella mientras un gran peso de leyenda se acumulaba en su interior, como si la isla buscara recordarle la tragedia que la había apartado del mundo.

En eras pasadas, la isla había sido un lugar de gran poder, un imán de energías mágicas que atraía a los más grandes magos de Ulthuan a sus orillas para que pudieran regodearse en su poder.

Pero en el amanecer del mundo, la Isla de los Muertos se había convertido en mucho más que esto, se había convertido en un lugar de esperanza, un lugar donde el mundo se había salvado y se había sellado el destino de los elfos.

En la época de Aenarion, el primer Rey Fénix de Ulthuan, los dioses del Caos habían deambulado por la tierra y lucharon para reclamar el mundo como su trofeo. Hordas de demonios y horribles bestias del Caos destruyeron todo lo que encontraron a su paso, y los horribles seguidores de los Poderes Ruinosos asediaron por fin Ulthuan. Aenarion condujo a su pueblo a la batalla durante décadas para mantener sus tierras a salvo, pero ni siquiera él pudo derrotar a un enemigo que continuamente se reforzaba con las corrientes mágicas monstruosamente poderosas que cruzaban la faz del mundo desde el portal del Caos abierto en el lejano norte. Miles de elfos murieron en batalla, pero por cada retorcido demonio que mataron, una horda de diabólicos enemigos se alzaba para continuar luchando, y los agoreros anunciaban que el final de los tiempos se acercaba.

Eldain recordó que su padre le había hablado de Caledor Domadragones, el gran compañero de Aenarion y uno de los altos magos de antaño, y cómo había concebido un medio para negar su poder a las hordas del Caos. Desafiando los deseos de Aenarion, Caledor reunió a una gran congregación de magos en la Isla de los Muertos e iniciaron un hechizo de gran poder, un hechizo para crear un poderoso vórtice que extrajera la magia del mundo. Aunque los demonios más poderosos del Caos intentaron detener a Caledor, Aenarion los combatió con la espada de Khaine, el arma más poderosa de todo el mundo, y los mantuvo a raya el tiempo suficiente para que los magos de Caledor completaran su hechizo…

La destrucción causada fue enorme: los océanos se desbordaron y las tierras se hundieron bajo las olas cuando el hechizo de los magos hizo su efecto. A su estela siguieron muerte y destrucción, pero los magos habían triunfado, trayendo el exceso de magia del mundo a Ulthuan y negando a los demonios del Caos el poder que los sustentaba.

Como peces varados en tierra seca, los demonios se quedaron sin medios para continuar en el mundo mortal, y Aenarion, letalmente herido, pudo liderar a sus guerreros a la victoria, aunque pronto fallecería.

Aunque el hechizo había salvado Ulthuan, tendría terribles consecuencias para Caledor y sus magos, que quedaron atrapados para siempre en la Isla de los Muertos.

Eldain se estremeció al recordar aquellas historias de su juventud, relatos emocionantes de sacrificio y heroísmo que se habían narrado era tras era desde los tiempos de los primeros Reyes Fénix. Nadie viajaba ahora a la Isla de los Muertos, pues las titánicas energías liberadas por Caledor habían destruido el tiempo mismo aquí y lo habían dejado a la deriva dentro de las corrientes del mundo, eternamente invisible e incognoscible.

Era un lugar de fantasmas y memoria, de leyenda y pesar.

Sintió que una mano tomaba la suya y sonrió al ver aparecer a Rhianna a su lado y seguir su mirada hacia las brumas hechizadas que rodeaban la Isla de los Muertos.

—Dicen que si se pudiera llegar a la Isla de los Muertos, se podría ver a los magos de antaño, atrapados como moscas en ámbar, mientras cantan los antiguos hechizos que conservan el equilibrio del mundo —dijo Rhianna.

Eldain se estremeció ante la idea, abrumado por el concepto de elfos atrapados eternamente en el tiempo y atados por un antiguo deber que los obligaba a conservar eternamente un mundo de hombres que no tenía ningún conocimiento de ellos y ninguna comprensión del horrible sacrificio que habían hecho en su nombre.

—¿Por qué querría ir nadie a la Isla de los Muertos?

—No me refiero a ti —dijo Rhianna—. Estoy diciendo lo que verías si lo hicieras.

—No me gusta pasar tan cerca de un sitio como éste —reconoció Eldain—. Siento que una sombra terrible envuelve mi alma con la simple mención de su nombre.

—La magia más poderosa jamás concebida fue liberada aquí —afirmó Rhianna—. El mar y el aire tienen larga memoria. Saben qué sucedió y conservan el conocimiento de la deuda que contraímos con quienes salvaron nuestro mundo. Se siente en cada bocanada de aire que tomas.

—¿Y tú? —preguntó Eldain, muy consciente de que los poderes mágicos de ella eran muy superiores a los suyos.

Rhianna inclinó la cabeza y Eldain se sorprendió al ver lágrimas chispeando en sus mejillas. Retiró la mano y le pasó un brazo sobre el hombro.

—Todavía puedo sentir su presencia —dijo Rhianna—. Puedo sentir la tristeza a mi alrededor. Los magos sabían que Caledor los convocaba a su destrucción, pero acudieron igualmente. Mientras cantaban las palabras del hechizo para crear el vórtice, pudieron sentir sus muertes y supieron que serían arrancados del tiempo y quedarían atrapados para toda la eternidad. Puedo sentirlo en mi interior, y también conozco esa condena.

Eldain la abrazó con fuerza.

—No hay ninguna condena en ti, Rhianna. Mientras yo respire, te juro que no permitiré que te suceda nada.

—Sé que no, pero algunas cosas son más fuertes que los juramentos.

—¿Cómo qué?

—Como el destino —dijo Rhianna, contemplando las brumas hechizadas de la Isla de los Muertos.

* * *

El rumor de la más suave de las brisas agitaba las hojas sobre la cabeza de Daroir, y sus balsámicas fragancias lo ayudaban a aliviar sus temores ante lo que iba a suceder. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la cálida hierba, desnudo a excepción de un sencillo taparrabos y con las palmas de las manos apoyadas contra el suelo. La sensación de la tierra bajo él y la paz en esta parte del palacio de Anurion fluía a través de él, como si la tierra de Ulthuan pretendiera prepararlo.

Estaba sentado en el centro de un claro (o una habitación, a veces era difícil distinguir la diferencia en el palacio de Anurion) que era lo más parecido al ideal de armonía que Daroir habría podido imaginar. Estatuas de dioses élficos rodeaban el claro: Asuryan, Isha, Vaul, Loec, Kurnous y Morai-heg. Cada una de ellas estaba forjada en oro y plata, y se mezclaban con el paisaje con tanta habilidad que parecían mirones ocultos en vez de adornos.

Kyrielle estaba sentada junto a él con rostro preocupado. Sostenía una copa de plata repujada con piedras preciosas y una jarra llena de un líquido aromático esperaba humeante a su lado.

—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante con esto? —preguntó.

—Estoy seguro —contestó Daroir—. Lo que le dije a tu padre era la verdad. Sin mis recuerdos no soy nada. ¿Qué clase de vida es ésa?

—Pero si algo sale mal… Mi padre dijo que podrías perder incluso los pocos recuerdos que tienes ahora. ¿Merece la pena correr el riesgo por una vida pasada de la que no recuerdas nada?

—Creo que sí.

—Pero ¿y si sólo te espera dolor? ¿Y si fuiste tú mismo quien usó la magia para enterrar esos recuerdos? ¿Lo has pensado?

Daroir extendió la mano para tocarle la mejilla y el anillo de compromiso resplandeció en su dedo.

—Puede que sea el caso, pero si es así, entonces tengo que dejar de correr y enfrentarme al pasado. Pero si no lo es, entonces tengo que recuperar mi pasado para deshacer el mal que me han hecho —sonrió y añadió—: Estaré bien, te lo prometo.

—Y si recuperas tus secretos, ¿qué será de mí? ¿Me olvidarás?

—No, Kyrielle, no te olvidaré —le aseguró—. Me salvaste la vida y nadie podría olvidar semejante deuda.

Ella asintió y Daroir alzó la cabeza al ver entrar a Anurion el Verde en el claro donde estaban sentados. El archimago iba vestido con una resplandeciente túnica verde atada a la cintura con un cinturón dorado y llevaba alrededor del cuello un colgante verde mar que brillaba con una luz interior mágica. Sus suaves rasgos se habían endurecido y llevaba el pelo recogido hacia atrás. Sujetaba un largo retoño de fina madera muerta, sin hojas ni flores en sus ramas.

El archimago se le acercó lentamente, los ojos danzando de magia, y Daroir supo que el mago había estado preparándose para esto desde la noche anterior. Un chispeante nimbo de poder jugueteaba sobre la cabeza de Anurion, y por primera vez Daroir sintió la caricia de la inquietud aletear en su estómago.

¿Estaba dispuesto a arriesgarse a perder la memoria por completo? Si Anurion tenía razón y los poderes que convertían sus recuerdos en una bruma impenetrable eran demasiado fuertes, ¿qué quedaría después de él, un tonto babeante? ¿Un adulto sin más capacidad para razonar que un recién nacido? La idea lo aterrorizaba, pero la alternativa no era mejor y su resolución se reforzó una vez más.

—¿Estás preparado? —le preguntó Anurion, con la voz resonante de poder.

Daroir asintió.

—Di las palabras —dijo Anurion.

—Estoy preparado.

—No podrá haber vuelta atrás una vez comencemos —le advirtió el mago—. Será doloroso para ti y puede que veas cosas que desearías no haber visto, pero si queremos tener éxito, tienes que poder soportarlas. ¿Me comprendes?

—Te comprendo —afirmó Daroir, esperando tener fuerzas para resistirlo.

Anurion asintió y se agachó. Colocó el retoño entre él y la tierra abierta para recibirlo. Finas raíces brotaron de la base del retoño, retorciéndose y abriéndose paso por la oscura tierra.

—Dame las manos —ordenó Anurion—. Y cierra los ojos.

Daroir obedeció, colocó las manos en las del mago y cerró con fuerza los ojos. Anurion dirigió sus manos hacia el retoño y entrelazó sus dedos en él.

—Como la rama antes muerta, así son tus recuerdos —dijo el mago—. Pero igual que el poder de la creación fluye por ella una vez más, una medida de la nueva vida floreciente pasará a ti y yo usaré esa energía de crecimiento para traer de nuevo tus recuerdos a la luz.

Daroir asintió sin abrir los ojos.

—Comprendo. Estoy preparado —dijo.

Permanecieron en silencio durante unos momentos que Daroir midió por los latidos de su corazón, y justo cuando se preguntaba cuándo iba a comenzar Anurion, notó una preciosa y fugaz sensación de cosas moviéndose a velocidad casi demasiado lenta para ser advertida.

El suelo bajo su cuerpo se volvió cálido, como si una poderosa corriente de energía se moviera a través de él, atraída a este lugar por la magia de Anurion. Una maravillosa sensación de paz brotó del suelo para envolverlo y las armonías de la naturaleza englobaron todo su cuerpo, extendiendo tranquilizadoras oleadas de satisfacción.

¿Era esto el poder de la creación en funcionamiento?

Pudo sentir el latir del mundo, un pulso glacialmente lento que comenzaba en el centro de todo y se extendía para tocar a todo ser vivo, lo supiera o no. Tentáculos de poder blanco surgieron de las profundidades de un lugar incalculablemente viejo, y los levísimos hilos de su belleza rozaron las raíces recién formadas del retoño.

Daroir lloró al ver las raíces hambrientas florecer al contacto de esta generosa magia sanadora: la madera muerta se volvió verde y brillante, la savia seca corrió como miel por las venas del retoño muerto.

Líneas de poder se entrecruzaron en el claro. No era por casualidad que Anurion hubiera situado su palacio aquí. Daroir sintió ahora la esencia de Ulthuan, las titánicas energías que la sostenían y la mantenían a salvo de cualquier daño. Estar cerca de tal poder era embriagador, y mientras fluía hacia sus manos, un súbito terror se apoderó de él al pensar en tocar una magia tan colosal, tan elemental.

Quiso retirarse, pero recordó la advertencia de Anurion de que el ritual, una vez comenzado, no podía ser detenido, e hizo acopio de todo su valor para aguantar.

La energía fluyó por sus brazos y pudo sentir desvanecerse la sensación de letargo y los dolores que lo habían asolado desde que despertó, arrastrada por los bálsamos curativos del mundo. La energía fluyó en su interior, llenando su pecho de fuerzas tan poderosas que jadeó asombrado mientras se esforzaba por tomar aliento.

—¡Aguanta, muchacho! —exclamó Anurion, y su voz sonaba como si llegara desde el otro lado de un vacío imposible de espacio y tiempo. Se esforzó por concentrar su atención mientras la luz blanca llenaba su cuerpo e inundaba su pecho, fluía hacia su cuello y continuaba hacia su cabeza.

—Ahora empezamos —le advirtió Anurion.

Daroir jadeó cuando el olor del océano impregnó sus fosas nasales y sus sentidos le dijeron que los pulmones se le estaban llenando de agua. Luchó por conservar la calma al ver la temblorosa extensión de agua oscura envuelta en niebla a su alrededor.

—¡No! —gritó lleno de pánico, pero unas fuertes manos lo sujetaron con firmeza.

—¡Estás a salvo! —dijo una potente voz—. ¿Dónde estás?

—¡Estoy en el mar, me estoy ahogando!

—No, no lo estás —dijo la voz, y el nombre de Anurion saltó al primer plano de su mente mientras combatía el impulso de mover los brazos y las piernas. El olor de los árboles y plantas alrededor de él se hizo patente y aunque sentía el agua a su alrededor, supo que no era real.

Luchó por controlar la respiración, dejando que la visión de su memoria lo llevara hacia adelante.

—Puedo ver el océano —dijo Anurion—. Es un recuerdo que ya tienes. Debemos continuar. ¡Piensa, muchacho! ¡Recuerda!

Daroir dejó que las corrientes de su memoria lo llevaran hacia adelante, y las profundidades más insondables de su mente buscaron recuerdo y significado. Las imágenes destellaron en los bajíos de su memoria, rostros fríos de crueles ojos envueltos en sombra, manos ásperas sujetándolo mientras gemía al ser arrojado deliberadamente al mar.

En cuanto trató de concentrarse en la imagen, desapareció de su vista y dejó escapar un grito de frustración.

—Deja que la nueva vida eche raíces, muchacho —dijo Anurion, el esfuerzo por controlar la magia se notaba en el temblor de su voz—. No la fuerces, deja que venga naturalmente.

Por mucho que intentara hacer caso a las palabras del mago, a Daroir le resultaba cada vez más difícil no esforzarse por encontrar significado en la ciénaga de imágenes que danzaban fuera de su alcance y su significado. Una yegua gris pasó al galope mientras el mar retrocedía, y Daroir dejó escapar un grito angustiado de reconocimiento. Conocía a este caballo, tenía… tenía…

Aedaris…

Sabía que debería conocer este nombre, pero su significado se le escapaba, y mientras el caballo se perdía galopando vio que corría libre y alegre por unos campos cubiertos de sembrados al pie de una gran cordillera de montañas blancas. Conocía esta tierra y su corazón se hinchió de amor por… ¿su hogar?

Se tensó al ver alzarse una sombra oscura que cubría el paisaje, una sombra que se extendía desde el oeste y pasaba lentamente sobre los prados y los bosques, convirtiéndolos en cenizas a su paso. Maldad antigua y siglos de amargura envenenaron los ríos y volvieron yerma la tierra y él no podía hacer nada por impedirlo.

—Esto no es un recuerdo —dijo Anurion, y Daroir supo que tenía razón.

—No —apuntó—. Es una advertencia.

—Sí que lo es, muchacho, pero ¿de qué?

Daroir se esforzó por responder, pero sintió que su visión interna volaba una vez más antes de que pudiera contestar. El tono de ese recuerdo cambió a otro de dolor y se retorció en la tenaza de Anurion, un fuego creciendo en su hombro y su cadera. Aunque aún podía sentir el suave suelo bajo él, un agudo dolor lo apuñaló y se miró para ver el contorno espectral de oscuros virotes que sobresalían de su cuerpo.

La sangre manaba de sus heridas y oyó una suave voz susurrarle al oído…: «Adiós, Caelir…».

Como si le hubieran echado encima una jarra de agua helada, Daroir alzó la cabeza y sus manos se libraron de las de Anurion con el grito de un hombre que se ahoga y busca aire desesperadamente.

—¡No! —exclamó al ver un rostro muy parecido al suyo flotar ante él antes de desvanecerse en las brumas de sus recuerdos.

Las imágenes de su patria devastada y los virotes de las ballestas se borraron de su mente mientras el poder que había fluido a través de él desde el retoño se retiraba. Se desplomó como un pez sin huesos, su espalda golpeó la suave hierba y sus ojos se nublaron de lágrimas de angustia y una sensación de traición y furia.

El dolor de las heridas fantasma era aún fuerte y se palpó el lugar donde lo habían perforado los virotes. La piel estaba curada, aunque tenía el cuerpo bañado en sudor y notó la carne caliente al contacto.

Se llevó una mano a la frente y al alzar la cabeza vio el rostro de Kyrielle sobre él, los ojos chispeando elocuentemente de preocupación. Su piel estaba fría, y Daroir sintió que recuperaba sus fuerzas a medida que el dolor revivido de sus heridas se difuminaba en la memoria.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella—. ¿Te acuerdas de mí?

Él asintió despacio y se enderezó mientras un nuevo vigor llenaba sus miembros, como el arrebato de haber terminado de cabalgar un bello semental de Ellyrion por las estepas. Sonrió para sí al advertir que recordaba haber galopado a lomos de un yegua gris con el viento en el rostro.

—¿Bien? —insistió Anurion, y él miró al mago, sin sorprenderse al ver un árbol crecido en el centro del claro donde antes no había más que un retoño muerto—. ¿Ha regresado tu memoria?

El rostro del padre de Kyrielle era ceniciento, sus ojos huecos y sin brillo. El colgante que antes resplandecía ahora yacía roto en pedazos entre las raíces del árbol, y el chisporroteo de la energía mágica flotaba en el aire como el eco de un relámpago.

Daroir inspiró profundamente antes de responder.

—No estoy seguro. Tengo imágenes y partes de cosas que podrían ser recuerdos, pero todo es inconexo y… hay cosas que sé que son recuerdos míos, pero no puedo relacionarlas.

—Es como me temía —declaró Anurion—. La memoria es más que recordar simplemente hechos, es esas cosas que se conectan por medio del contexto y la experiencia. Sin ella, seguirán siendo como historias que cuenta otro. Vividas, desde luego, pero sin la conexión para hacerlas reales nunca serán nada más. Mi poder ha abierto la llave de las puertas de tus recuerdos, pero no es suficiente para abrirlas de par en par y permitir que se conecten a ti para regresar.

Se levantó, satisfecho de la agilidad y la juvenil energía que sentía una vez más en sus miembros.

—Vi mi patria —dijo.

—Y yo también —asintió Anurion—. Ellyrion, si no me equivoco.

—Sí. Y la vi destruida. Una sombra maligna que se arrastraba desde el oeste la engulló y causó su ruina.

—¿Podría tratarse del aviso que tenías que darle a Teclis? —preguntó Kyrielle.

—Creo que es posible, sí.

Anurion se puso también en pie, usando el árbol que había crecido entre ellos para apoyarse.

—Entonces debes ir a ver a Teclis. Es el mago más grande de Ulthuan, y lo que yo he empezado él lo terminará. Debes viajar a la Torre Blanca de Hoeth y contarle lo que has visto. Una amenaza maligna se prepara contra Ulthuan y debemos abrir el resto de tus recuerdos para descubrir la naturaleza de esa amenaza. Sólo Teclis o la Reina Eterna tienen el poder para lograrlo.

Kyrielle extendió la mano para ayudar a su padre, que se tambaleaba inestable.

—Daroir —dijo—. ¡Ayúdame, está débil!

Él extendió la mano para sostener a Anurion y, de pronto, sonrió.

—Ése no es mi nombre —afirmó—. Ahora lo recuerdo…

—Entonces ¿cuál es tu nombre, muchacho?

—Mi nombre es Caelir.