Capítulo 1
1
Los truenos resonaban en los acantilados mientras las olas chocaban contra la roca y estallaban en chorros de blanco puro. El helado mar esmeralda corría desbocado entre los canales de los archipiélagos rocosos al este, alzándose y cayendo con olas rematadas de espuma que acababan por barrer las lejanas orillas de una isla envuelta en niebla.
Entre las grandes olas verdes, un pecio destrozado era impulsado hacia la isla, los últimos restos de un navío que había caído preso de las oscuras brumas y de las Islas Cambiantes que protegían el acceso oriental a la isla. Agarrado al pecio había una figura solitaria cuyo pelo dorado se aplastaba contra su cráneo y sus orejas puntiagudas, con las ropas desgarradas y manchadas de sangre.
Se aferraba desesperadamente a los restos del naufragio, apenas capaz de ver porque el agua salada le escocía los ojos y los martillazos de las olas amenazaban con arrancarlo de la madera y arrastrarlo a su perdición bajo las aguas. Sus dedos estaban en carne viva de agarrarse con todas sus fuerzas a lo que quedaba del barco en el que había navegado.
Aferrándose a la esperanza de que el mar lo arrojara a las playas de la isla antes de que se quedara sin fuerzas y las aguas lo reclamaran, agitó débilmente las piernas mientras era zarandeado como un jinete en un potro sin domar. Todos sus músculos ardían y la sangre manaba de un corte hinchado en su frente; el mareo y la náusea amenazaban con apartarlo del pecio con tanta fuerza como las olas. El mar lo impulsaba hacia la isla, aunque las resplandecientes brumas que amortajaban sus acantilados parecían distorsionar la distancia que lo separaba de la salvación: un momento prometían un desembarco inminente y, al siguiente, barrían sus esperanzas porque la tierra parecía alejarse.
Las brumas no sólo confundían su visión, sino también, según parecía, su oído. Entre el tumulto de las olas le pareció oír el golpeteo del agua en la quilla de un barco que surcaba tras él los traicioneros canales. Volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando la fuente del sonido, pero no pudo ver nada más que la infinita extensión de espectrales brumas que se aferraban al mar como un amante y la burlona visión de los acantilados blancos.
Tragó una bocanada de agua salada y la escupió mientras su cuerpo se estremecía de agotamiento y de frío. Un terrible letargo arrullaba sus miembros y podía sentir que las fuerzas abandonaban su cuerpo como si se las extrajeran con un hechizo. Sentía los párpados como si les hubieran colocado dos pesos de plomo, abatiéndose sobre sus ojos azul zafiro, prometiéndole el olvido si los cerraba y se rendía. Se sacudió el sueño que sabía que iba a matarlo y rodeó con sus manos desgarradas los bordes astillados de la madera, agradeciendo el dolor que le hizo echar la cabeza atrás y gritar.
Gritó de dolor y de pérdida y de una angustia que no comprendía del todo.
No sabía cuánto tiempo llevaba en el agua. Tampoco podía recordar el navío en el que había navegado ni qué función cumplía como parte de su tripulación. Su memoria era tan insustancial como las brumas, imágenes fragmentarias que correteaban sin significado por la superficie de su mente, y todo lo que podía recordar era el cruel mar golpeándolo con su poderío cruel.
El océano lo alzó, llevándolo en volandas por una rugiente curva de agua antes de lanzarlo de nuevo a otro abismo verde oscuro, pero en el instante en que llegó a la cresta de la ola, divisó una vez más el paisaje de la isla a través de sus ojos enrojecidos por la sal.
Los altos acantilados de piedra blanco perla rematados de un color verde dolorosamente hermoso estaban más cerca que nunca, y los ecos de las poderosas olas que resonaban como fragmentos de cristal en su base resultaban ahora ensordecedores. Una nueva esperanza brotó en su sangre mientras las nieblas se apartaban y dejaban ver la curva dorada de una playa más allá de un saliente de roca marmórea.
Una risa histérica borboteó en su interior, y pataleó a la desesperada mientras luchaba contra la marea para llegar a la tierra que era su hogar.
Apretó los dientes e hizo acopio de sus últimas fuerzas para llegar a la salvación de la orilla. Furioso porque se le negaba su presa, el mar luchó por conservarlo, pero él sondeó las profundidades de su desesperación y su valor para zafarse de su abrazo.
Lentamente, la curvatura de la playa se hizo más grande, extendiéndose en los bordes de una bahía rocosa donde se alzaban numerosas atalayas y faros. Sintió que sus fuerzas se agotaban mientras se internaba en las aguas más calmadas de la bahía, y se aupó sobre los maderos de su barco perdido aprovechando que las corrientes lo impulsaban hacia adelante.
Su visión se oscureció. Sabía que había forzado demasiado su cuerpo torturado y no tenía nada más que ofrecer. Se tendió boca abajo sobre la lisa superficie del madero y sintió que sus miembros se relajaban mientras la conciencia empezaba a fallarle. Sonrió al ver acercarse la costa de su patria, altos álamos y plantas perennes que corrían hasta la orilla desde la cima de los acantilados.
Unas formas aladas revoloteaban en el cielo sobre él, y sonrió a las aves marinas que llenaban el aire con sus gritos, como dándole la bienvenida una vez más…, aunque no podía recordar por qué ni cuánto tiempo había estado lejos. Su mente divagó mientras la corriente lo empujaba hacia la playa, y tardó varios minutos en advertir el suave impacto de su improvisada balsa contra la orilla.
Alzó la cabeza para escupir agua salada y sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría al pensar que había regresado a casa. Sollozó y se apartó de los maderos que lo habían transportado a través del frío y verde mar y rodó en el agua poco profunda.
Sentir la suave arena bajo su cuerpo fue un éxtasis, y agarró grandes montones con sus puños ensangrentados mientras se arrastraba hacia la arena seca. Centímetro a centímetro, tortuosamente, arrastró su cuerpo empapado hacia la playa, remarcando cada hercúleo esfuerzo con estremecedores sollozos y jadeos de cansancio.
Finalmente dejó atrás el océano y se desplomó de costado, llenando de aire sus pulmones y dejando que las lágrimas abrieran surcos claros en su rostro. Se tendió de espaldas para contemplar el cielo sobrecogedoramente azul mientras cerraba los ojos.
—Estoy en casa —susurró mientras se hundía en la oscuridad—. Ulthuan…
* * *
Ellyr-charoi, la gran mansión de la familia Éadaoin, resplandecía como si estuviera en llamas mientras el sol de las primeras horas de la tarde se reflejaba cegador en las joyas incrustadas en sus muros y las vidrieras que cerraban los altos ventanales de sus muchas torres rematadas de azul. Construida alrededor de un patio central, la arquitectura de la mansión había sido pensada para que fuera tan parte del paisaje como los elementos naturales que la rodeaban. Sus constructores habían empleado la topografía natural en su diseño para que pareciera que la mansión se había elevado por sí sola de sus aledaños en vez de haber sido levantada por la habilidad de los artesanos.
Situada entre un amplio macizo de árboles, la mansión estaba flanqueada por dos lados por un par de blancas cascadas que tenían su origen en las pendientes orientales de las Montañas Annulii. Las aguas de ambas se unían más allá de la mansión, y corrían veloces y frías hacia un ancho río que chispeaba en el horizonte. Un sendero cubierto conducía desde las puertas de la mansión hasta un puente de maderas arqueadas que se curvaba sobre las rápidas aguas y seguía el curso del río a través del eterno verano de Ellyrion hasta la poderosa ciudad de Tor Elyr.
Las hojas de otoño reposaban tupidas y quietas contra la lisa piedra de la mansión y las enredaderas se curvaban como serpientes por los agrietados muros, salvajes y sin atender. Una suave brisa entraba por las puertas abiertas como un suspiro de pesar y silbaba entre las hojas rotas de cristal de las torres más altas. Antaño había guerreros montando guardia junto al portal que conducía al interior y vigilando el reino de lord Éadaoin desde las atalayas, pero ahora cuanto quedaba era el recuerdo de aquellos fieles centinelas.
Dentro de las paredes de la mansión, las hojas doradas bailaban con los espectrales suspiros del viento que se colaba tosiendo por las habitaciones vacías y resonantes. No había agua que borboteara en la fuente, ni risa ni calor que ocuparan sus salones desiertos. El único sonido que rompía el silencio era el de pasos vacilantes que avanzaban a lo largo de un claustro de losas de mármol en dirección a unas elegantes escaleras curvadas que conducían desde el patio a los aposentos del señor de la casa.
* * *
Rhianna dejó de leer su libro y alzó la cabeza cuando Valeina surgió de las sombras y entró en el patio de verano, aunque ese nombre parecía ahora contradecirse con el aire otoñal que flotaba sobre el espacio abierto. La joven criada elfa llevaba una bandeja de plata donde había una copa de cristal llena de vino y un plato con fruta fresca, pan, queso y trozos de carne fría. Vestida con la librea de la casa, Valeina había servido a los señores de los Éadaoin desde hacía ya casi una década, y Rhianna sonrió dando la bienvenida a la muchacha cuando dejó atrás la silenciosa fuente situada en el centro del patio.
En el año y medio que llevaba viviendo en la mansión Éadaoin, Rhianna le había tomado cariño a Valeina y valoraba las ocasiones en que podían conversar. Por dentro, sabía que nunca habría considerado mantener una amistad semejante en las posesiones de su padre…, pero habían pasado muchas cosas desde que dejó Saphery.
—Mi señora —dijo Valeina colocando la bandeja junto a ella—. La comida de lord Éadaoin. Dijiste que deseabas llevársela en persona.
—En efecto —respondió Rhianna—. Gracias.
La muchacha inclinó la cabeza en un gesto de respeto, pues los límites entre los elfos de noble cuna y los ciudadanos comunes todavía eran patentes a pesar de su creciente amistad, y Rhianna no necesitó ninguna visión mágica para comprender que a Valeina le parecía mal que le trajera a ella este refrigerio en vez de llevarlo directamente al señor de la casa. La etiqueta exigía que ningún elfo de noble cuna de Ulthuan se encargara de tareas tan mundanas como servir la comida, pero Rhianna le había pedido amablemente que le trajera esta comida primero a ella.
—¿Requieres algo más, mi señora? —preguntó Valeina.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, está bien —respondió—. ¿No quieres sentarte un momento?
Valeina dudó y la sonrisa de Rhianna vaciló, sabiendo que simplemente estaba usando a la muchacha como excusa para retrasar el tener que llevar la comida a su destinatario.
—Sé que esto no es… ortodoxo, Valeina —dijo Rhianna—, pero se trata de algo que tengo que hacer.
—Pero no está bien, mi señora —contestó la criada elfa—. Que una dama de vuestra posición haga el trabajo del servicio, quiero decir.
Rhianna volvió a sonreír y extendió la mano para tomar la de Valeina.
—Sólo voy a subirle la comida a mi esposo, eso es todo.
La criada elfa dirigió una mirada hacia las escaleras que se enroscaban alrededor de la Torre Hipocrena. En su día, una porción de las ruidosas cascadas más allá de la mansión se canalizaba por huecos abiertos en los lados de la torre para alimentar la fuente del centro del patio de verano, pero ahora hojas secas y resquebrajadas ocupaban los cuencos de mármol y plata en vez de las chispeantes aguas cristalinas.
—¿Cómo está lord Éadaoin? —preguntó Valeina, claramente nerviosa ante una pregunta tan intrusiva.
Rhianna suspiró y se mordió el labio inferior antes de contestar.
—Está igual que siempre, mi querida Valeina. La muerte de Cae… de su hermano es una astilla de hielo en su corazón y hiela su sangre hacia todos los que le rodean.
—Todos echamos de menos a Caelir, mi señora —dijo Valeina, apretando la mano de Rhianna y mencionando la pena que se había posado sobre la casa Éadaoin como una mortaja—. Él traía vida a esta casa.
—Sí que lo hacía —reconoció Rhianna, esforzándose por contener una súbita oleada de tristeza que amenazaba con abrumarla. Un sollozo ahogado escapó de su garganta, pero, furiosa, se guardó la pena para sí y reafirmó el control sobre sus emociones.
—¡Lo siento! No era mi intención…
—No pasa nada, querida —respondió Rhianna—. De verdad.
Sabía que no había convencido a la criada y se preguntó si se había convencido a sí misma.
Habían pasado dos años desde la muerte de Caelir en Naggaroth, y aunque la tristeza era todavía un dolor ardiente en su corazón, cadenas de deber que eran más fuertes que la muerte la ataban a su destino.
Recordó el día en que había visto a los barcos águila regresar a Lothern después de la incursión en la tierra de los elfos oscuros, los odiados druchii, la brillante plata de la Puerta de Zafiro brillando como fuego al sol poniente tras ellos. En cuanto vio los ojos espantados de Eldain cuando entró en el patio, supo que Caelir había muerto: las visiones de Morai-heg, que habían llenado sus sueños con oscuras premoniciones, de pronto cobraron horrible vida.
Los druchii habían matado a Caelir, explicó Eldain, y la abrumadora pena que sentía por la pérdida de su hermano era tan ardiente y dolorosa como la de ella. Juntos habían llorado y se habían consolado, permitiendo que su pérdida compartida los uniera más de lo que podrían curarse solos.
Trató de olvidar el recuerdo de aquel aciago día y miró el anillo de compromiso que llevaba en el dedo, un aro de plata con una brillante gema de color cobalto engarzada entre un par de manos entrelazadas. Poco después, Eldain le había contado la promesa que le hizo a su hermano menor tras partir a la Tierra del Hielo: la promesa de que cuidaría de Rhianna si le sucedía algo a Caelir.
Se casaron al año siguiente y la nobleza élfica de Ulthuan reconoció que era un buen enlace.
Y bien podía serlo, pensó Rhianna, pues Eldain y ella casi se habían prometido antes de que ella se enamorara de Caelir después de que la salvara de la muerte a manos de unos saqueadores druchii un año antes.
Pero los sueños de amor ya se habían perdido hacía tiempo, y ahora era la esposa de Eldain, señor de la familia Éadaoin y amo de esta mansión.
Rhianna retiró la mano de la de Valeina y recogió la bandeja de plata. Se levantó lentamente y dijo:
—Debería llevarle esto a Eldain.
Valeina se levantó con ella.
—Tiene una alma buena, mi señora. Dele un poco más de tiempo.
Rhianna asintió envarada. Se dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras para ver a su esposo, que rumiaba a solas su pena en la torre más alta de Ellyr-charoi.
* * *
Eldain se agarraba con fuerza al marco de la ventana ojival que asomaba a las ondulantes praderas de Ellyrion y escuchaba las voces que llegaban desde el patio de verano. Cada palabra era una daga en su corazón, así que cerró los ojos mientras el dolor lo apuñalaba. Dejó escapar un profundo suspiro y trató de calmar los acelerados latidos recitando el juramento de los maestros de la espada de Hoeth.
Aunque nunca había visitado la Torre Blanca donde se entrenaban los legendarios guerreros místicos, su mantra lo tranquilizaba en momentos de tensión, pues las rítmicas cadencias de las palabras sonaban como música en sus oídos.
Eldain abrió los ojos y, tras inspirar aire para calmarse, alzó los ojos hacia las montañas que se extendían al oeste. Las Montañas Annulii se alzaban sobre las praderas de Ellyrion, imponentes y blancas contra el azul claro del cielo, las cumbres perdidas en las brumas de la magia pura que fluía entre los reinos interior y exterior de Ulthuan. La tranquilizadora permanencia de las montañas era un bálsamo para su alma, y sus ojos recorrieron sus afilados picos y sus pendientes cubiertas de árboles, detectando senderos y bosquecillos sagrados entre las altas columnas de roca.
En su juventud, Caelir y él habían recorrido las tierras de Ellyrion a lomos de corceles que habían criado desde potrillos y que se habían convertido en sus principales compañeros desde que galopaban juntos, pero ahora Caelir estaba muerto y Eldain apenas salía de Ellyr-charoi.
«Tiene un alma buena», había oído decir a Valeina, y no supo si reír o llorar ante aquellas palabras. Se apartó de la ventana y recorrió la circunferencia de la Torre Hipocrena; su larga capa de tejido celeste onduló tras él cuando un viento frío dispersó hojas y papeles de un escritorio de madera de nogal exquisitamente tallada.
Las paredes interiores de la torre estaban llenas de estanterías y flanqueadas por altas ventanas en cada uno de los ocho puntos de la brújula, lo que permitía al señor de Ellyr-charoi escrutar sus dominios y contemplar las poderosas manadas de sementales de Ellyrion cuando galopaban por las llanuras.
Eldain se desplomó tras el escritorio y recogió los papeles que había dispersado el viento. Entre los informes de los guerreros sombríos de las costas occidentales y las misivas de la guarnición de la Puerta del Águila, en las alturas de las montañas, había numerosas invitaciones para cenar en los hogares de los nobles de Tor Elyr, entradas para el último espectáculo maravilloso de Saphery y noticias de sus agentes en el puerto de Lothern referidas a sus inversiones comerciales.
No podía concentrarse en ninguna de aquellas cosas más que un instante, y se volvió a mirar el retrato que colgaba en la pared frente a la mesa. A pesar de las diferencias que existían entre el tema del retrato y Eldain, bien podía haber estado contemplando un espejo, y sólo un estudio más atento revelaría las diferencias entre ambos.
Los dos llevaban largo el pelo rubio platino, sujeto por un aro dorado, y los dos tenían la hermosa y fuerte estructura ósea común a la nobleza de Ellyrion: un semblante bronceado y azotado por los vientos que hablaba de una vida pasada al aire libre a lomos de los más poderosos garañones de Ulthuan. Los ojos eran de un azul brillante moteado de gris océano, pero donde el rostro del retrato mostraba un aspecto picaro y dicharachero, los rasgos de Eldain eran tensos y serios. El artista había capturado la burla juvenil que siempre asomaba a los ojos de su hermano menor además del espíritu aventurero que siempre parecía rodear a Caelir como un aura mística. Eldain sabía bien que no poseía ninguna de esas cualidades.
Miró a los ojos de Caelir y sintió agitarse en su interior la culpa familiar, que le dio la bienvenida como una vieja amiga. Sabía que era perverso tener el retrato de su hermano muerto (y el antiguo prometido de su esposa) colgado allí donde se veía obligado a verlo cada día, pero desde su «triunfal» regreso de la tierra de los druchii, se había obligado a enfrentarse a la realidad de lo que había sucedido en Naggaroth.
Cada día lo reconcomía, pero no podía negarse el tormento culpable, igual que no podía detener los latidos de su corazón.
Eldain alzó la cabeza cuando oyó los pasos de Rhianna en la escalera que conducía a sus aposentos. Aunque no hubiera oído la conversación en el patio, habría reconocido sus pasos. Forzó una sonrisa en los labios cuando ella apareció, sosteniendo una bandeja de plata cargada de manjares de dulce olor.
Se regodeó en su belleza, pues siempre encontraba algún aspecto de ella que saborear de nuevo. El pelo hasta la cintura caía en torno a sus hombros como un torrente de miel, y sus delicados rasgos ovalados estaban más perfectamente esculpidos de lo que ningún artista podría esperar capturar en el más fino mármol de Tiranoc. Su largo vestido azul estaba bordado con lazos y espirales de plata, y sus suaves ojos chispeaban con retazos de oro mágico.
Era hermosa, y su hermosura resultaba un castigo más.
—Deberías dejar que Valeina se encargue de esto —dijo él mientras su esposa depositaba la bandeja frente a él.
—Me gusta venir aquí —contestó Rhianna con una sonrisa, y Eldain pudo oír la mentira en sus palabras.
—¿De verdad?
—De verdad —afirmó ella, acercándose a la ventana para contemplar la distancia—. Me gusta el panorama. Prácticamente se ve hasta los bosques de Avelorn.
Eldain dejó de mirar un momento a Rhianna y observó la bandeja de comida que había traído. Sin ganas, cogió un trocito de pan. No tenía apetito y lo dejó de nuevo en la bandeja cuando Rhianna se volvió hacia él.
—¿Por qué no salimos a cabalgar hoy, Eldain? —propuso ella—. Todavía queda bastante luz y hace mucho tiempo que no montas a Lotharin.
La mención de su fiel corcel hizo que Eldain sonriera, y aunque el caballo negro noche recorría las llanuras con las manadas salvajes que trotaban libres por todo el reino de Ellyrion, solamente con pensarlo podía convocarlo de regreso a Ellyr-charoi al galope, tal era el vínculo que compartían.
Negó con la cabeza y señaló con la mano los papeles dispersos sobre su escritorio.
—No puedo. Tengo trabajo que hacer.
El rostro de Rhianna se ruborizó y pudo ver su furia manifestarse en el suave brillo que se acumuló tras sus ojos dorados. Hija de Saphery, el poder de la magia corría por sus venas y Eldain pudo sentir su aroma actínico en el aire.
—Por favor, Eldain —insistió Rhianna—. Esto no es sano. Te pasas los días encerrado en esta torre sin otra cosa más que libros y papeles y… con Caelir por compañía. Es morboso.
—¿Morboso? ¿Ahora es morboso recordar a los muertos?
—No, no es morboso llorar a los muertos, pero vivir a su sombra es un error.
—No vivo a la sombra de nadie —protestó Eldain agachando la cabeza.
—No me mientas, Eldain —advirtió Rhianna—. ¡Soy tu esposa!
—¡Y yo soy tu marido! —replicó él, levantándose de la mesa y derribando la bandeja de plata. Los platos cayeron con estrépito y la copa de cristal se hizo mil pedazos—. Yo soy el amo de esta casa y tengo negocios que atender. No dispongo de tiempo para frivolidades.
—¿Frivolidades…? ¿Eso es lo que soy ahora para ti?
Eldain pudo ver las lágrimas acumularse en sus ojos y suavizó el tono.
—No, por supuesto que no, no es eso lo que quería decir. Es que…
—¿Qué? —exigió Rhianna—. ¿No recuerdas cómo me perdiste antes?, ¿cuando los druchii casi acabaron conmigo? Fue Caelir quien me salvó, porque tú te pasabas todo el tiempo encerrado en esta torre «atendiendo negocios».
—Alguien tenía que… —intentó protestar Eldain—. Mi padre se estaba muriendo, envenenado por los druchii. ¿Y quien había aquí para cuidar de él y mantener a salvo a Ellyr-charoi? ¿Caelir? No lo creo.
Rhianna dio un paso hacia él y Eldain sintió que su resolución se desmoronaba ante sus palabras.
—Caelir está muerto, Eldain. Pero nosotros no, y todavía tenemos toda una vida por delante —recogió un fajo de papeles de la mesa y continuó—. Sigue habiendo un mundo más allá de Ellyr-charoi, Eldain, un mundo que vive y respira y del que deberíamos formar parte. Pero no visitamos a los otros nobles, ni cenamos en las mansiones de los grandes ni bailamos en las mascaradas de Tor Elyr…
—¿Bailar? —preguntó Eldain—. ¿Qué hay que festejar bailando, Rhianna? Somos un pueblo moribundo y ningún baile ni mascarada puede ocultar eso. ¿Quieres que me pegue en la cara una sonrisa falsa y baile en el funeral de nuestra raza? La sola idea me asquea.
La vehemencia de sus palabras lo sorprendió incluso a él, pero Rhianna negó con la cabeza, se acercó y cogió sus manos.
—¿Te acuerdas que le prometiste a tu hermano que cuidarías de mí?
—Me acuerdo —afirmó Eldain, y vio ante sí al hermoso Caelir cuando le confesó el miedo que tenía por su supervivencia en Naggaroth cuando su barco dejaba atrás el faro resplandeciente en la desembocadura de los estrechos de Lothern.
—Entonces cuida de mí, Eldain —dijo ella—. Otros pueden ayudar a cuidar de Ellyr-charoi. Asómate a esa ventana, Eldain, el mundo sigue ahí fuera y es hermoso. Sí, la raza oscura del otro lado de las aguas se ceba sobre nosotros y, sí, hay demonios espantosos que pretenden destruir todo lo que es bueno y maravilloso, pero si vivimos nuestras vidas con un constante terror por esos seres, entonces bien podríamos cortarnos ahora mismo la garganta con un cuchillo.
—Pero hay cosas que debo hacer, cosas que…
—Pueden esperar —insistió Rhianna, colocando sus manos sobre su cintura y atrayéndolo hacia sí. El olor de las orquídeas de verano flotaba en su pelo y Eldain lo saboreó, sintiendo que su caricia lo animaba mientras disfrutaba del olor.
Sonrió y se relajó en su abrazo, sintiendo que las manos de ella se deslizaban por su espalda.
Abrió los ojos y se envaró al mirar a los ojos de su hermano.
Tú me mataste…