Capítulo 6

6

Pazhek nunca había creído en los presagios, pero mientras el sol se ponía tras él, bañando de sangre la blanca piedra agostada de las montañas, sonrió de expectación ante la matanza que pronto iba a realizar. Aunque el sol había desaparecido ya, el cielo estaba aún demasiado iluminado para ponerse en marcha: el odioso brillo del día le impedía salir de su escondite bajo una roca caída que formaba un saliente natural.

Esperó con paciencia a que la luz desapareciera del gran valle, permitiendo que las sombras se formaran y la oscuridad reptara por el mundo como un secreto culpable. Sus negros ropajes se mezclaron con la noche hasta que sólo fue visible el brillo de maldad de sus ojos.

Satisfecho ahora que había suficiente oscuridad para sus planes, salió de su escondite. Reptó por la roca hasta llegar al borde del valle y se mantuvo aplastado contra el suelo. Habían pasado catorce noches desde que llegó nadando a la orilla desde el navío cuervo mágicamente oculto, moviéndose al abrigo de la oscuridad y sin permitir nunca que la impaciencia forzara su ritmo.

La cautela era esencial: el más leve atisbo de su presencia sería su perdición, pues las águilas de alas doradas vigilaban desde los cielos y cazadores envueltos en capas de sombra acechaban en las montañas. Estos guerreros sombríos eran los descendientes de los nagarythe e hijos de los temibles Alith Anar, cazadores notables (los mejores que el enemigo tenía), pero no eran rival para alguien entrenado en el Templo de Khaine desde que nació para convertirse en maestro del arte de la muerte.

Pazhek se movió con toda la agilidad que poseía su raza, y, ni siquiera el más grácil bailarín de Ulthuan tenía la desenvoltura y la líquida gracia del asesino. Su forma vestida de negro se movía como una sombra, pasando de un asidero a otro como si las montañas mismas cambiaran para acompañar sus movimientos y ayudarlo en su camino.

Llevaba a la espalda un par de espadas cortas envueltas en tela, y una daga curva colgaba de su cintura. No eran las únicas armas del asesino, pues su cuerpo entero era una arma: puños que podían buscar los puntos vulnerables de su enemigo para incapacitarlo o matarlo de un solo golpe, pies que podían quebrar huesos y un puñado de pociones venenosas ocultas en diversos frasquitos en su cinturón.

Pazhek había matado desde que fue robado de la cuna durante las desenfrenadas incursiones de la Noche de la Muerte, criado por las oscuras bellezas del templo para aprender los secretos de Khaine: las artes marciales, el poder de los venenos, cómo moverse sin hacer ningún ruido y deslizarse en la noche sin ser visto. Los asesinos eran los agentes del Rey Brujo, asesinos implacables que dominaban la oscuridad y mataban a sus enemigos sin piedad.

La noche se cerró en torno a Pazhek, y aunque la tierra de Ulthuan le era desconocida y su aire apestaba a magia, se deslizó sin esfuerzo por los picos hacia su destino. Su avance era enloquecedoramente lento, pero tan habilidoso que incluso a un vigía situado a un metro de él le habría resultado difícil descubrirlo.

La noche se extendió, su forma oscura se deslizó sobre las rocas y grietas de las montañas, y su innato sentido del espacio le dijo que casi estaba donde necesitaba estar. Si los mapas que le habían mostrado en Naggarond eran correctos, alcanzaría su objetivo casi al amanecer.

Durante otras tres horas, Pazhek se arrastró como un fantasma por los altos picos de las montañas hasta que pudo ver un tenue brillo bajo el horizonte entrecortado que tenía debajo. No dejó que la emoción de haber llegado apresurara sus movimientos. Ese tipo de momentos podían hacer que un asesino inexperto dejara que la emoción lo embargara y cometiera un error, pero Pazhek era demasiado hábil para permitirse caer en un error tan elemental.

Con la misma paciencia y cuidado que había desplegado desde su subrepticia llegada a Ulthuan, Pazhek se acercó al borde del risco y encontró un hueco en la roca desde donde asomarse para evitar recortar su silueta contra el cielo.

Un brillo blanco pálido llenaba el amplio valle que se extendía bajo él, y el sol ya anunciaba que pronto se asomaría por el horizonte con los primeros atisbos dorados de su llegada. Extendiéndose de un lado del valle a otro, una alta muralla de piedra blanca plateada bloqueaba la ruta a través de las montañas. Guerreros de los altos elfos vigilaban las murallas de esta gran fortaleza, y la luz del sol arrancaba destellos chispeantes en cientos de puntas de lanzas, espadas y arcos y se reflejaba en las cotas de malla y las placas de armaduras de ithilmar.

Pero el rasgo más destacado de esta poderosa fortaleza era la sobresaliente cabeza de una gran águila de piedra que se alzaba desde el centro de las almenas. El arco de sus alas desplegadas estaba artísticamente insertado en la estructura de la muralla para proporcionar almenas, y su majestuosidad daba nombre a la fortaleza.

La Puerta del Águila.

Erigida en tiempos de Caledor, la Puerta del Águila era una de las fortalezas construidas en las Montañas Annulii para defender los pasos que conducían a los Reinos Interiores. En los miles de años transcurridos desde entonces, ni una sola de las fortalezas de Caledor había caído, y cada una contaba con una guarnición compuesta por los mejores guerreros de Ulthuan. Una única puerta de acero azul era el exclusivo paso a través de la muralla, pero todo lo que se atreviera a acercarse sería alcanzado por un millar de flechas antes de haber cubierto la distancia entre la curva del camino y la puerta.

Detrás de la gran muralla había torres esculpidas, con ondulantes penachos azules que se agitaban en sus mástiles y rodeadas de hermosos parapetos donde asomaban terribles máquinas de guerra. Pazhek conocía bien la carnicería que podían causar esas máquinas, pues las había visto lanzar virotes plateados del tamaño de una lanza que podían atravesar el corazón de un dragón o descargar andanadas de dardos más ligeros pero no menos letales con aterradora rapidez.

Pero una fortaleza era algo más que armas y guerreros: tenía un corazón vivo que latía y la mantenía igual que la fuerza de su guarnición. Arranca ese corazón y la fortaleza morirá.

En el caso de esta fortaleza, Pazhek sabía que el corazón de la Puerta del Águila era su comandante, Cerion Aladorada.

Usando las largas sombras del inminente amanecer, Pazhek recorrió el último tramo hasta la fortaleza con ánimos asesinos en el corazón.

* * *

La tierra de Yvresse era dura e implacable, muy distinta a los suaves y eternos veranos de Ellyrion, aunque Caelir se vio obligado a admitir que la tierra tenía un esplendor salvaje que atraía a su alma aventurera para vivir a la intemperie y enfrentarse a las cosas de cara. La gente de Yvresse tenía reputación de ser tranquila y digna, algo triste, pues su tierra había sido asolada por la llegada del rey goblin menos de un siglo antes.

Aunque la tierra había sufrido terriblemente a manos de los goblins, era un reino fuerte y sus ríos volvían a fluir limpios y nuevos bosques adornaban los picos calcinados de las montañas una vez más. El día anterior habían cruzado un río helado de aguas cristalinas por un vado poco profundo, y Kyrielle le dijo que era el Vado Peledor, donde los exploradores elfos se enfrentaron por primera vez al ejército del rey goblin.

El río se ahogó con los goblins muertos, y el agua quedó contaminada durante años por su sangre terrible. Pero la tierra de Ulthuan era fuerte y la sostenía una magia poderosa y limpiadora. Lo que una vez fue un río manchado y maligno, ahora corría fuerte y claro hacia el mar, pues los poderes regeneradores de la tierra lo habían librado de la mácula del invasor.

Aquí y allá vieron atalayas aisladas, pero no encontraron ningún otro viajero, pues Yvresse era una tierra de rocas y acantilados y nieblas. Pocos vivían aquí, y aunque Kyrielle le había dicho que los exploradores de Tor Yvresse estarían atentos, no vio ni rastro de ellos.

Kyrielle y él montaban a lomos de hermosos corceles proporcionados por los establos del palacio de Anurion, mientras que el propio Anurion lo hacía en un alado pegaso: la magnífica bestia revoloteaba sobre ellos con las alas desplegadas y Anurion escrutaba el paisaje que tenían por delante. Caelir nunca había visto a una criatura mágica igual, y su gracia, inteligencia y belleza no se parecían a nada que pudiera haber imaginado. Ni siquiera los famosos corceles de su patria podían compararse con esta exquisita montura.

Además de Kyrielle y Anurion, una docena de guardias escogidos cabalgaba con ellos, las armaduras brillantes y las largas lanzas destellando al sol.

Kyrielle llevaba una larga túnica verde claro, y las trenzas caoba sueltas hasta la cintura. Caelir le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Se sentía mejor de lo que se había sentido en muchos días; los músculos de sus miembros eran poderosos y jóvenes y la opresiva niebla que cubría su mente se aclaró ahora que conocía su nombre.

Anurion se había vestido para viajar, sustituyendo sus ondulantes ropajes por una práctica túnica verde claro y una larga capa que parecía tejida con hojas de otoño. Llevaba un bastón de madera pulida con la punta coronada por espinos entrelazados.

En el tiempo transcurrido desde que Anurion intentó deshacer la magia que aprisionaba su memoria, el vigor y la energía de Caelir habían regresado, y aunque no podía recordar más que su nombre y su patria, sentía que recuperarse era sólo cuestión de tiempo.

Habían partido ese mismo día, encaminándose al sur hacia la ciudad de Tor Yvresse y la ruta a través de las montañas.

Caelir absorbía el dramático escenario de Yvresse, regodeándose en su salvaje majestuosidad, y echaba a galopar cada vez que encontraban una extensión de terreno llano simplemente por el placer de cabalgar velozmente por una tierra desconocida. El viento en el pelo, el golpeteo de los cascos sobre la hierba y la libertad que se experimentaba al ser uno con el caballo era lo más parecido a una vuelta a casa que podía haber esperado.

El caballo que montaba era un hermoso bruto blanco nieve de Saphery, con un pelo resplandeciente y sin duda un príncipe entre los sementales de su establo, pero no era nada comparado con el poder regio, la fuerza y la agilidad de un caballo de Ellyrion.

Kyrielle y los guerreros intentaban igualar sus increíbles hazañas como jinete, pero ninguno de ellos se había criado en una tierra donde los niños aprendían a montar en cuanto podían sentarse en la silla.

Por mucho que hubiera olvidado, no había perdido su habilidad como jinete.

Volver a montar a caballo alegró el ánimo de Caelir, y se reía mientras instaba a su corcel a dar nuevas muestras de habilidad.

Cayeron las sombras y el ánimo de la compañía menguó cuando se acercaron a las ruinas de una antigua ciudadela construida en la aldea de las montañas. Sus torres antaño esbeltas eran ahora ruinas caídas, la gran mansión que una vez hubo en el centro había sido consumida por el fuego. Las murallas en tiempo inexpugnables estaban quebradas, sus piedras desperdigadas y la gran calzada de basalto que conducía a la puerta ahogada por los hierbajos estaba cubierta de piedras caídas.

Estatuas de guardianes caídos yacían en el foso ahora seco; sus ojos sin vista contemplaban con melancólica angustia lo que había sido de su antiguo hogar. A Caelir el escenario le pareció insoportablemente triste y sintió asomar las lágrimas en las comisuras de los ojos.

Se volvió hacia Kyrielle.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó—. ¿Por qué lo han dejado en ruinas?

Fue Anurion quien le respondió, con la voz cargada de emoción.

—Esto es Athel Tamarha, antigua fortaleza de lord Moranion y avanzadilla de Tor Yvresse.

—¿Qué ocurrió aquí? ¿Fue el rey goblin?

Anurion asintió.

—Sí. Los goblins desembarcaron más al norte, en un lugar llamado Cairn Lothern, pero no tardaron mucho en encontrar un blanco donde descargar su ira. Nadie sabe cómo se enteró el rey goblin de la existencia de Tor Yvresse, pero lo supo, y su ejército quemó y destruyó todo lo que encontró a su paso mientras la buscaban. Campos de cosechas mágicas, únicas de Yvresse, fueron aplastados por pies calzados de hierro para no volver a ser vistos nunca más, y todas las poblaciones que los goblins hallaron en su camino fueron arrasadas hasta la última piedra. Camino del sur encontraron Athel Tamarha y, pensando que era Tor Yvresse, atacaron.

Caelir desvió su montura de la ruta que habían estado siguiendo y cabalgó hacia los resquebrajados restos de la calzada. Comprendiendo su pena, Anurion y Kyrielle lo siguieron, dirigiendo con cuidado los cascos de sus corceles entre los escombros.

Caelir pasó bajo el arco roto de la puerta y se internó en el patio ennegrecido por el fuego donde aún vivían los fantasmas de la invasión del rey goblin. Puertas hendidas colgaban de goznes caídos y por todas partes donde miraba Caelir podía ver la devastadora furia del ataque goblin. Hojas de espada rotas, astiles quebrados de flechas y escudos destrozados yacían por todas partes, los detritos de la guerra olvidados y abandonados.

—No sabían lo que hacían —dijo Anurion, contemplando el caos desde lo alto de su pegaso—. Cuando vinieron los goblins, sólo muchachos y viejos defendieron las murallas de Athel Tamarha, y dicen que cuando Moranion vio la horda verde desde su torre supo que su hogar estaba perdido.

—¿Dónde estaba su ejército? —preguntó Caelir, lleno de congoja—. ¿No tenía hijos que lucharan por él?

—Su hijo mayor, Eltharion, dirigía la mayor parte de su ejército al norte contra los druchii, mientras que su hijo menor estudiaba en Tor Yvresse —apuntó Anurion—. Por el aciago destino, los goblins atacaron en el peor momento posible para Athel Tamarha y su perdición quedó sellada.

—Eltharion el Implacable…

—El mismo —afirmó Anurion—. Aunque todavía no se había labrado ese nombre.

Caelir desmontó y caminó por el patio de la fortaleza hasta detenerse en las ruinas de la mansión central. El techo hacía tiempo que se había desplomado y pilas de vigas rotas y piedras caídas ahogaban los antiguos salones y las elegantes cámaras.

Kyrielle lo siguió al interior y le cogió la mano mientras él lloraba por la fortaleza perdida de Athel Tamarha, abrumado de pesar por ver destruido semejante lugar mágico. Aunque nunca había oído hablar de Athel Tamarha antes, ahora pudo ver a los salvajes goblins campando por sus dorados salones, arrancando de las paredes tapices de valor incalculable para usarlos como lecho, quemando irreemplazables tomos de conocimiento para calentarse, destruyendo antiguas obras de arte para su primitiva diversión y engullendo, como si fuera agua, vinos más antiguos que muchos reinos humanos.

—Un palacio que había resistido dos mil años fue arrasado en un solo día por una tribu de bárbaros sin mente que no sabían qué era lo que destruían —dijo Anurion. Su voz era poco más que un susurro y estaba cargada con el conocimiento de tiempos pasados.

Semejante barbarie era algo que Caelir no podía comprender y su ira hacia los invasores corrió caliente y premiosa por sus venas. La batalla librada aquí hacía mucho tiempo que había terminado, y sin embargo Caelir sintió el dolor de la pérdida como si hubiera estado en estas murallas caídas y hubiera sido testigo de su sanguinario fin. Las ruinas desperdigadas le hablaban a un nivel que nunca había experimentado antes, como si el recuerdo de la violencia causada estuviera marcado en estos mismos muros y el horror de su destrucción le estuviera siendo transmitido para asegurarse de que la pérdida no se olvidaría nunca.

—Deberíamos irnos ya —dijo Kyrielle, cogiéndolo suavemente por el brazo y guiándolo de vuelta a su caballo.

—¿Cómo puede nadie destruir semejante belleza? —se lamentó Caelir.

—No tengo ninguna respuesta que darte, Caelir —repuso Kyrielle, con su habitual alegría ausente de su voz—. Los goblins son criaturas elementales y viven sólo para su propio placer.

—No puedo comprenderlo. Está… mal.

—Lo sé, pero Moranion fue vengado —le aseguró Kyrielle—. El ejército de Eltharion regresó del norte y condujo a los soldados de Tor Yvresse a una gran batalla. Debes de haber oído el final de la historia.

—Sí —afirmó Caelir—. Eltharion llegó con su flota a la bahía y sus guerreros cayeron sobre los goblins desde la retaguardia. Fue una matanza.

—Así fue —le confirmó Anurion—. Pero muchos elfos cayeron ese día y la ciudad de Tor Yvresse casi fue destruida. El chamán goblin casi acabó con la magia del corazón de la Torre del Guardián, magia que podría haber destruido nuestra amada tierra. Aunque Eltharion lo detuvo, fue a un precio terrible.

—¿Qué precio? —preguntó Caelir, montando una vez más en su caballo.

—Nadie lo sabe, porque Eltharion no habla de ello, pero desde entonces su vida está llena de amargura —contestó Anurion—. Junto con los guerreros más valientes de su ejército, entró en la Torre del Guardián y deshizo el temible daño causado por el chamán del rey goblin, estabilizando el vórtice creado por los magos de Caledor. Fue aclamado como héroe y se convirtió en Guardián de Tor Yvresse, pero los vítores de la multitud no lo conmovieron. En todo el tiempo que ha pasado desde entonces, se dice que ninguna belleza lo afecta, ningún relato de heroísmo lo conmueve, y ninguna luz se atreve a entrar en su alma. Desde ese día fue conocido como Eltharion el Implacable.

Caelir echó un último vistazo a las dolorosas ruinas de Athel Tamarha.

—Recordaré este lugar —dijo.

—Bien —asintió Anurion—. Está bien que recordemos el pasado, pues sin duda lamentaremos el día en que olvidemos a quienes nos precedieron. Para bien o para mal, son ellos quienes nos dieron forma, forjaron nuestros pensamientos y nos enviaron al futuro con sus recuerdos.

Caelir asintió.

—¿Y qué dejaré yo para aquellos que vengan detrás de mí? No tengo ningún recuerdo. ¿Cuál será mi legado?

—Tu legado será lo que hagas de ahora en adelante. Estás en un camino, Caelir, y no sé adonde conduce. Eres joven, y el impetuoso fuego de la juventud arde en tu corazón, pero no creo que haya ningún mal en ti. Aunque Teclis no pueda devolverte los recuerdos, tienes la posibilidad de crear unos nuevos. Desde tu renacimiento en el océano has estado creando nuevos recuerdos, y ése es el legado que llevarás contigo. Eso y las vidas que afectes por el camino, pues todos somos la suma de aquellos cuya influencia conmueve nuestros corazones.

Caelir sonrió agradecido al archimago de Saphery, sintiendo que su espíritu se animaba con sus palabras.

Salieron cabalgando de las puertas de Athel Tamarha, y aunque la tristeza por la destrucción del antiguo palacio todavía estaba clavada como un trozo de cristal en su corazón, se sintió mejor por haberlo visto, como si la pena fuera un equilibrio refrescante para el calor de su ira.

Una vez más, la compañía partió hacia el sur, hacia Tor Yvresse.

Hogar de Eltharion el Implacable.

* * *

Un frío viento soplaba desde el oeste y Cerion Aladorada sentía el peso de sus años mientras caminaba por la Puerta del Águila esa mañana fría y sombría. El viento traía el olor del aire marino, un aroma oscuro y fuerte que le hizo estremecerse al pensar en la tierra fría y maligna que se extendía al otro lado.

Como para dispersar tan morbosos pensamientos, se volvió y dirigió la mirada hacia el este, la tierra de Ellyrion. A estas alturas, en las montañas, la ondulante estepa de Ellyrion era una leve bruma marrón dorado y su corazón se animó al ver una tierra tan hermosa sabiendo que el valor y la devoción de sus guerreros la mantenía a salvo.

Al pasar la Torre del Águila, escrutó las montañas que se alzaban sobre su fortaleza, los picos dorados de las Annulii chispeaban con magia semejante a una capa de ithilmar. Aquí la magia era tan fuerte que incluso un simple guerrero podía verla, y la neblina de energía susurrante que flotaba sobre las montañas prometía más actividad para sus soldados.

—Hoy está fuerte —dijo para sí, sintiendo la magia latir en sus venas.

Cuando la magia soplaba con tanta fuerza, las criaturas de las montañas eran atraídas al arrebato de la poderosa energía que giraba en torno a la isla de Ulthuan. Esa magia pura era capaz casi de cualquier cosa, y muchas de las criaturas atraídas por esa magia eran innaturales monstruos del Caos.

Alto y ataviado con una sencilla túnica de color de prado otoñal sobre una fina aunque increíblemente fuerte cota de malla de ithilmar, Cerion era un elfo imponente. Llevaba en el hueco del brazo su casco de plata y posaba la otra mano en la empuñadura de su espada, una hoja templada en el yunque de su bisabuelo.

Sus rasgos eran ceñudos y una vez fueron atractivos, aunque el paso de los años no lo había dejado sin marcas. Una espada druchii le había arrebatado el ojo izquierdo hacía casi un siglo, y cuando la hoja de otro se quebró, los fragmentos despedidos dejaron una cicatriz que le corría por la sien y el puente de la nariz.

Mientras continuaba su inspección matutina de las murallas, los soldados de la Puerta del Águila le sonrieron cálidamente, aunque él no había hecho ningún esfuerzo especial por ser apreciado en las tres décadas que llevaba al mando. El respeto que sus soldados le mostraban había sido ganado a pulso. Era un guerrero de valor demostrado y habilidad estratégica, y había sido su disposición a soportar las mismas penalidades que soportaban los que servían a sus órdenes lo que se había ganado su respeto.

Se detuvo junto a un guerrero de pelo azabache que estaba sentado con las piernas cruzadas junto a la muralla con un arco sin cuerda apoyado en el parapeto. A su lado había un puñado de flechas y trabajaba laboriosamente trenzando una cuerda para su arco.

—Buenos días, Alathenar —lo saludó Cerion—. ¿Le ocurre algo a tu arco?

El guerrero alzó la cabeza con una sonrisa y contestó:

—No, mi señor, no le ocurre nada.

—Entonces ¿qué estás haciendo?

—Probando algo —explicó Alathenar—. Mi Arenia se ha dejado crecer el pelo durante los últimos años para que con él trenzara una cuerda para mi arco, y ahora es por fin lo suficientemente largo. Creo que podría ayudarme a conseguir diez o veinte metros más de alcance.

Cerion se arrodilló junto al arquero y lo vio trabajar, mientras sus dedos manejaban con destreza los finos mechones de pelo para que alcanzaran la longitud necesaria para su arco.

—¿Veinte metros más? —preguntó—. Ya eres capaz de meterle a un druchii una flecha en el ojo a trescientos metros. ¿De verdad crees que podrás conseguir más de esa arma?

Alathenar asintió.

—Ella viajó a Avelorn e hizo que le bendijera el pelo una de las doncellas de la Reina Eterna, así que espero que parte de su habilidad y su magia hayan pasado a él.

Cerion sonrió, recordando su juventud pasada en los Bosques de Avelorn, donde se unió a la loca cabalgata de la corte de la Reina Eterna Alarielle y tomó parte en aquel indulgente estilo de vida bajo las mágicas ramas de su reino en el bosque.

Consorte del Rey Fénix, la Reina Eterna era una de las gobernadoras gemelas de Ulthuan, y su corte deambulaba como una gran feria por los Bosques de Avelorn, sus pabellones de seda resonando con música, poesía y risas. Cerion recordaba bien a las doncellas de la Reina Eterna, elfas tan dotadas con el arco y la lanza como hermosas de rostro y esbeltas de cuerpo…

—Bien —dijo—. Si la bendición de algún guerrero puede transmitirse a una arma, sería la suya. Asegúrate de hacérmelo saber cuando termines de montar tu arco y veremos cómo funciona la magia de las doncellas.

—Por supuesto, mi señor. Tendremos una competición de arco cuando esté fuera de servicio. Tal vez podamos apostar unas cuantas monedas…

Cerion se señaló el ojo perdido.

—No creo que necesites un arco bendecido para ser mejor que yo en una competición con el arco.

—Lo sé —replicó Alathenar—. Por eso iba a dejar que apostaras por mí.

—Eres demasiado amable —contestó Cerion, poniéndose en pie. Alathenar era el mejor arquero de la guarnición de la Puerta del Águila, y aunque Cerion dudaba de que el añadido del cabello de una cama a la cuerda del arco creara ninguna diferencia tangible, sabía bien que las supersticiones de los soldados eran ley en sí mismas.

Técnicamente, Alathenar estaba de servicio en este momento, y al desmontar su arco estaba pasando por alto su deber por no tener el arma a punto, pero Cerion era lo bastante sabio para saber cuándo aplicar la ley militar con mano de hierro y cuándo dejar que se doblara como un junco al viento. Además, aquella competición ayudaría a la moral de la guarnición y reforzaría los lazos entre sus guerreros.

Ojalá los demás pudieran apreciar estas cosas, pensó agriamente mientras veía a su segundo al mando, Glorien Coronafiel, acercarse hacia él desde la Torre del Águila. Alathenar advirtió su expresión y se volvió para ver cómo Glorien caminaba hacia ellos.

El joven oficial llevaba un elaborado ithiltaen, el alto y cónico casco de los yelmos plateados y un magnífico uniforme de placas de ithilmar, la armadura brillante y pulida. El estatus noble de Glorien le daba derecho a llevar el ithiltaen, aunque la mayoría de los nobles consideraban inadecuado llevar semejante casco sin habérselo ganado primero sirviendo en una compañía de caballeros del Yelmo Plateado.

Cerion saludó brevemente a Alathenar con un gesto con la cabeza y fue al encuentro de Glorien, esperando apartarlo de allí antes de que llegara junto al arquero y decidiera castigarlo.

—Glorien, buenos días.

—Buenos días, mi señor —contestó Glorien con tono cortante y formal—. He transcrito los últimos informes de nuestros exploradores.

Tendió una funda de cuero con un pergamino y Cerion la cogió con reticencia, consciente ya de lo que contenía, pues había hablado con los exploradores cuando regresaron la noche anterior.

—Sabes que no tienes por qué hacer esto, Glorien —dijo.

—Pero lo hago. Es lo que se espera de mí.

Cerion suspiró.

—Muy bien. Lo leeré más tarde.

Vio que Glorien miraba por encima de su hombro y supo qué era exactamente lo que estaba observando. Cuando Glorien abrió la boca para hablar, Cerion extendió la mano para hacerle dar la vuelta y caminar con él a lo largo de la muralla.

—¿Qué hace Alathenar, el arquero, sin cuerda en el arco? —preguntó Glorien.

—No importa, Glorien —dijo Cerion, llevándolo hacia la escalera tallada en el lado de la montaña que conducía a la Aguja Áquila, una estrecha torre insertada en la cara sur del acantilado que servía como santuario y estudio personal.

—¡Pero no tiene su arma! Hay que castigarlo.

Pese a la lealtad que Cerion sentía hacia su raza, ahora maldijo su amor por las intrigas y el politiqueo.

Cerion sabía que Glorien Coronafiel sólo había conseguido su destino en la Puerta del Águila a través de sus conexiones familiares en vez de por sus habilidades como guerrero, pues la familia Coronafiel podía remontar su origen a los emparentados con los Reyes Fénix de antaño. Su poder en la corte de Lothern estaba en ascenso, lo que les permitía asegurar prestigiosos puestos de autoridad para los hijos de la familia.

Glorien simplemente estaba dejando pasar el tiempo hasta que Cerion decidiera retirarse y asegurarse así el puesto de castellano de la Puerta del Águila, pero sabía en el fondo de su corazón que no estaba preparado para un puesto tan importante.

—¿Castigarías al mejor arquero de esta fortaleza?

—Por supuesto —contestó Glorien—. Nadie está por encima de las reglas. Que Alathenar pueda lanzar una flecha con cierta habilidad no es motivo para que crea que está exento de seguir las reglas.

—Althenar es mucho más que un arquero habilidoso —puntualizó Cerion—. Los guerreros de esta fortaleza lo aman y respetan. Sus éxitos son los éxitos de todos y cuando su nombre se pronuncia en los barracones de otras puertas de guardia, también los refleja a ellos. Se miran en él, pues es un líder natural.

—¿Y?

Cerion suspiró.

—Castiga a Alathenar y disgustarás a todos los guerreros de esta fortaleza. Si algún día quieres tener el mando de la Puerta del Águila, debes aprender a comprender el carácter de aquellos a quienes lideres en la batalla.

—¿El mando de esta fortaleza? ¡La Puerta del Águila es tuya! —exclamó Glorien, y Cerion casi se echó a reír por su torpe intento de negarlo.

—Ahórrame las caricias a mi ego, Glorien —replicó Cerion—. Sé que tu familia trató de sustituirme para que tuvieras el mando. Afortunadamente, prevalecieron cabezas más sensatas.

Al menos Glorien tuvo la decencia de parecer avergonzado y Cerion sintió que parte de su ira se difuminaba. Tal vez Glorien podría aprender todavía a ser soldado y líder, aunque sospechaba que tenía todas las probabilidades en contra.

—Tener el mando es algo más que hacer que los soldados sigan las normas y reglas —le indicó Cerion—. No puedes aplicar tus reglas y fórmulas matemáticas a la defensa de una fortaleza. La batalla se gana o se pierde en la mente de tus guerreros. Los soldados lucharán y morirán por un líder en el que crean, pero no lo harán por alguien en quien no confíen.

—Pero hay que mantener la disciplina.

—Sí, por supuesto. Pero no cuando aplicarla haga más mal que bien. Castiga ahora a Alathenar y te arriesgas a perder el corazón de tus soldados.

—No me preocupa ganar el afecto de la soldadesca —replicó Glorien.

—Ni lo necesitas. Pero sin su respeto, estás perdido.

Cerion miró por encima de su hombro, sabiendo que los guerreros de la Puerta del Águila no tenían que oír discutir a sus oficiales superiores. Por suerte, los guerreros elfos del patio practicaban con sus espadas y lanzas y estaban demasiado concentrados en su empeño para advertir la discusión.

—Pensaré en lo que has dicho —dijo Glorien, pero Cerion ya sabía que el joven elfo había descartado sus palabras, considerándolas el farfullar de un guerrero viejo que ya ha dejado atrás sus mejores tiempos.

—Asegúrate de hacerlo —recalcó Cerion—, porque si esta fortaleza queda bajo tu mando, se te confiará el destino de Ulthuan. Si un ejército enemigo quiebra las murallas, Ellyrion sufrirá terriblemente antes de que los ejércitos del Rey Fénix puedan reunirse para combatirlo. Piensa en ello antes de decidir debilitar la defensa de esta guarnición castigando a su mejor arquero.

Cerion agitó la cajita con el pergamino que Glorien le había dado.

—Ahora, si me disculpas, creo que me retiraré a mis aposentos para leer estos informes —dijo.

No tenía ningún deseo de leer el pedante escrito de Glorien, pero eso le daba una excusa para separarse de su subordinado.

—Por supuesto, mi señor —respondió Glorien antes de saludar y dar media vuelta sobre sus talones.

Cerion lo vio marcharse y su corazón se entristeció al imaginar la Puerta del Águila bajo su mando.

* * *

En su época de esplendor, Tor Yvresse fue considerada la joya de Ulthuan, pero el tiempo y la invasión se habían cobrado su precio en la que antaño fuera una gran ciudad. Construida sobre nueve colinas, la gran ciudad llena de torres dominaba el paisaje con sus poderosos muros altos y blancos y tallados con runas protectoras. Resplandeciente oro y brillante plata destellaban al sol de la tarde, y las titánicas torres de sus palacios se alzaban sobre los muros, unidas unas con otras por grandes puentes a docenas de metros sobre el suelo.

Desde que la ciudad apareció a la vista, Caelir se quedó mirando, boquiabierto, el magnífico espectáculo. Tenía recuerdos vagos e inconexos de Tor Elyr, pero nada que pudiera compararse con la absoluta magnificencia de la ciudad de Eltharion.

Tor Yvresse brillaba como un faro contra la oscura roca del paisaje y el verde tapiz de bosques que envolvía las montañas de detrás.

—Es magnífica —exclamó Caelir una vez más, y Kyrielle sonrió ante su asombro.

—Tendrías que haberla visto hace un siglo —dijo—. Sus anfiteatros eran la envidia del mundo. Incluso las Máscaras de Lothern venían a actuar a Tor Yvresse, y ya sabes lo peculiares que eran.

Caelir no lo sabía, pero como estaba empezando a pensar que parecía un necio inculto, simplemente asintió como respuesta.

Anurion volaba sobre ellos en su pegaso, y sólo Kyrielle cabalgaba junto a él, pues los guardias se mantenían a una distancia respetuosa de ambos. Caelir apenas podía contener la emoción al ver una de las grandes ciudades de Ulthuan, aunque aún podía sentir el dolor en su corazón por las ruinas de Athel Tamarha. Tor Yvresse había sufrido terriblemente a manos del rey goblin, y aunque había sobrevivido gracias al heroísmo y sacrificio de Eltharion, sabía que no había escapado ilesa.

—¿Crees que podremos ver mucho de Tor Yvresse? —preguntó.

—Supongo que eso depende de mi padre —respondió Kyrielle—. Sé que está ansioso por llevarte a la Torre Blanca para que veas a Teclis.

—Lo sé, pero ¿no podremos dedicar un día a explorar?

—Eso espero. Hay muchas cosas que me gustaría mostrarte. La Fuente de las Brumas, el Teatro de Dethelion, el Río de Estrellas…

—Tal vez podamos ir después a la Torre Blanca.

—Me gustaría —dijo ella—. Me gustaría mucho.

Caelir sonrió para sí y devolvió su atención a la ciudad, cuyas magníficas murallas se alzaban sobre ellos mientras seguían el camino que conducía hacia su alta puerta de oro titilante. Negros estandartes ondeaban en sus torres, y las lanzas de los guerreros de sus muros centelleaban como un millar de estrellas.

Alzó la cabeza al oír un batir de poderosas alas y el pegaso de Anurion aterrizó graciosamente tras ellos. La bestia mágica plegó sus alas limpiamente sobre sus flancos y el archimago se acercó cabalgando hacia ellos sin pausa.

Caelir pudo ver por su cara que estaba preocupado y esperó ceñudo sus palabras.

—¿Padre? —preguntó Kyrielle, reconociendo también la gravedad de la expresión de su padre.

—Los caminos de la magia están repletos de corrientes y portentos por todo Ulthuan —anunció Anurion—. Los druchii han atacado la flota de lord Aislin lejos de la costa de Tiranoc. Se dice que una arca negra hundió dos barcos, aunque un tercero logró escapar.

—Los druchii… —empezó Caelir.

—Debemos apresurarnos y llevarte ante Teclis, muchacho —lo apremió Anurion—. Si esto está conectado con la visión que tuviste de la oscuridad que englobaba a Ellyrion, entonces el ataque de los elfos oscuros bien puede ser el principio de una invasión.

Caelir asintió, y toda idea de explorar la ciudad de Tor Yvresse con Kyrielle se desvaneció de su mente en cuanto Anurion mencionó a Teclis.

—Creo que tienes razón.

Hundió los talones en el flanco de su corcel.

—Corramos a Tor Yvresse.