Capítulo 2
2
Un resplandor rojo iluminaba el horizonte tras los tres navíos águila que patrullaban la costa suroeste de Ulthuan, sus cascos plateados cortaban como hojas de cuchillo las olas verdes. El capitán Finlain, del Orgullo de Finubar, contemplaba los irregulares picos de las Montañas Espinazo del Dragón y veía cómo el Yunque de Vaul, envuelto en humo, quedaba atrás mientras su pequeña flotilla se encaminaba hacia su punto de atraque nocturno en las orillas arenosas de Tiranoc.
La fina franja costera de este reino montañoso se había extendido una vez más allá de donde ahora surcaban sus navíos, pero males antiguos y magias poderosas habían destruido ese reino, antaño hermoso. Olas monstruosas habían barrido las llanuras de Tiranoc en épocas pasadas, arrastrando a millares a la muerte y sumergiendo para siempre bajo las olas sus fértiles campos y sus gloriosas ciudades. Sólo las montañas y las altiplanicies que se acurrucaban a sus pies permanecían por encima del agua ahora, y Finlain sabía que navegar tan cerca de la costa era algo que estaba siempre repleto de peligros.
—Sondead —ordenó Finlain, la voz apagada por la niebla que abrazaba la superficie del agua y se deslizaba sobre el casco de su navío.
—Todo bien, capitán —fue la respuesta de Meruval, el navegante del Orgullo.
Finlain se volvió hacia la proa de su barco, donde el mago Daelis estaba sentado en un sillón de marfil de color madera, con los ojos cerrados mientras sondeaba las aguas y brumas con su visión mágica en busca de cualquier roca peligrosa que pudiera perforar la quilla.
La tripulación estaba nerviosa y Finlain compartía la inquietud. El cielo rojo sobre el Yunque de Vaul se extendía por encima de las nubes como una mancha de sangre y el aire apestaba por algo más que el hedor sulfuroso del volcán.
—Me alegraré cuando lleguemos a la playa para pasar la noche —dijo Meruval, recorriendo la cubierta para situarse junto a su capitán.
Finlain asintió, y escrutó las brumas púrpura buscando los otros barcos bajo su mando. El Gloria de Eataine navegaba un poco más despacio, y el Fuego de Asuryan se retrasaba, pues su capitán mantenía demasiada distancia entre su navío y sus otros dos hermanos.
—En efecto —asintió Finlain—. El mar tiene un feo aspecto esta noche.
Meruval siguió la mirada de su capitán y asintió mostrando su acuerdo.
—Lo sé. He tenido que sortear formaciones rocosas que nunca he visto antes. Es peor que navegar al este de Yvresse.
—¿Habías visto antes tanta inconsistencia en estas aguas?
—No que yo recuerde —respondió Meruval—, pero según mi abuelo, en sus tiempos, Tiranoc salía a la superficie con grandes sacudidas que escupían islas que se hundían casi en cuanto llegaban a la superficie.
—Como si la tierra quisiera regresar a la luz.
—Algo así, sí. Decía que cuando Vaul se enfurecía, golpeaba su yunque y la tierra a su alrededor se estremecía con fuego y terremotos.
Finlain miró por encima de su hombro la cima humeante del Yunque de Vaul y envió una rápida oración al dios herrero para que les evitara su furia esta noche, ya que la luz se perdía rápidamente y una niebla oscura se cernía veloz sobre ellos. Extraños ruidos y luces parpadeantes bailaban al borde de la percepción, y aunque estas cosas eran conocidas en las brumas mágicas que ocultaban la isla de Ulthuan de ojos depredadores, seguían siendo inquietantes.
Sólo los aguzados oídos de su tripulación y la visión mágica de Daelis los llevarían a salvo a la orilla. La sensación de que no podía hacer nada más era anatema para él.
En cuanto pensó en el mago, su profunda voz resonó desde la proa.
—¡Capitán! Hay tierra ante nosotros. Debemos frenar nuestro avance.
—¡Aguantad ahí! —ordenó Finlain, agarrando las pulidas maderas de la borda mientras el barco se detenía limpiamente.
»Vamos —dijo, y se dirigió hacia el mago, sin esperar a ver si Meruval lo seguía o no. Recorrió la cubierta del navío, pasando junto a los marineros ansiosos por llegar a tierra firme donde pasar la noche. El barco permitía que la corriente lo llevara hasta la orilla, con la tripulación preparada para hacer cualquier ajuste necesario que los mantuviera en su curso.
»Ya casi hemos llegado a la playa —advirtió mientras pasaba entre la tripulación, irradiando una confianza que no sentía aún. Subió los escalones curvos hasta la elaborada proa en forma de águila y se dirigió hacia el mago que los guiaba lentamente a través de la bruma.
Daelis estaba sentado rígido en su asiento, su túnica crema y zafiro chispeaba con adornos mágicos y un suave brillo perfilaba los bordes de sus ojos.
—Estamos cerca de tierra, capitán —dijo el mago sin alzar la cabeza—: La orilla está a menos de dos largos.
La voz del mago era lejana, como si hablara desde dentro de una gran cueva resonante, y Finlain pudo sentir el ondular de la acción mágica recorrerle la espalda, una fugaz imagen de un mundo oscuro y subacuático que aleteaba detrás de sus ojos.
—¿Dos largos? —inquirió Meruval—. Imposible. No hemos navegado lo suficiente para estar tan cerca de tierra. Estás equivocado.
Daelis inclinó la cabeza hacia el navegante, pero no abrió los ojos.
—No lo estoy.
—Capitán —insistió Meruval, indignado porque sus habilidades de piloto estaban siendo puestas en duda—. No podemos hallarnos tan cerca. Tiene que estar confundido.
Finlain había navegado tanto con Daelis como con Meruval durante tiempo suficiente para saber que ambos eran muy buenos en su trabajo, y confiaba implícitamente en su juicio. Sin embargo, en este caso, uno de los dos tenía que estar equivocado.
—Hazme caso, capitán —dijo Meruval—. No podemos estar tan cerca de la orilla.
—Te creo, amigo mío. Pero ¿y si Daelis tiene razón también?
—Tengo razón —afirmó Daelis, alzando el brazo y señalando hacia la bruma—. Mirad.
Finlain siguió la mano extendida del mago y entornó los ojos mientras trataba de identificar lo que se le mostraba. Jirones de niebla flotaban como fina tela de araña, y al principio se sintió inclinado a creer, como Meruval, que el mago estaba confundido, pero cuando los hilillos de niebla se dispersaron un momento, pudo ver una torre de brillante roca negra que se alzaba ante su navío.
Meruval la vio también.
—Que Isha me lleve si no tenía razón después de todo… —dijo.
—Tú mismo lo dijiste, Meruval, el mar estaba inquieto esta noche.
—Tienes mis humildes disculpas, capitán —reconoció el navegante—. Igual que tú, mago Daelis.
El mago sonrió y Finlain negó con la cabeza y se dio media vuelta para regresar con la tripulación y dar las órdenes necesarias para navegar a lo largo del acantilado hasta que llegaran a una cala con una playa lo bastante grande para que los tres navíos pudieran desembarcar.
—Guíanos por la costa, Meruval —ordenó Finlain mientras un súbito sonido parecido a un latigazo resonaba tras él, seguido por tres rápidos golpes secos. Se dio la vuelta, sorprendido, y vio brillantes chorros de sangre que corrían por el blanco respaldo del sillón del mago y las puntas serradas de tres virotes de ballesta de oscuro hierro que le habían atravesado el pecho.
Daelis borboteó de dolor, clavado al sillón de proa por los virotes, y el capitán Finlain tardó un segundo en advertir lo que había sucedido. Escrutó la niebla, sabiendo ahora que Meruval tenía razón después de todo, y que no estaban cerca de tierra, y que aquel gran acantilado negro no era parte de Ulthuan en absoluto. Era…
Las brumas se abrieron cuando un gran crujido de roca resonó en las oscuras profundidades y el poderoso acantilado pareció retorcerse y brotar del océano. El agua salada cayó desde los portales colmilludos y los grandes ídolos de guerreros con armadura tallados en la roca mientras se alzaban del mar y una gran bengala de fuego estallaba en el cielo.
—¡A las armas! —gritó Finlain, y una nube de oscuros virotes revoloteó desde las alturas. Los gritos hendieron el aire cuando muchos de ellos encontraron su blanco en la carne élfica y el hedor de la sangre inundó sus sentidos. Se tambaleó cuando un virote le atravesó el muslo y se clavó en la cubierta. Apretó los dientes para vencer el dolor y la sangre anegó su bota. El capitán alzó la cabeza mientras un gran proyectil ardiente surgía del negro acantilado para envolver al Gloria de Eataine, cuya vela estalló en llamas que se dispersaron por toda la cubierta.
Desenmascarado el engaño por el ataque, el alto arrecife de roca viva se despojó de su manto de bruma envenenada y Finlain se quedó inmóvil en su sitio, aterrorizado, mientras veía el monstruoso e increíble tamaño de su atacante.
No era un simple barco, sino un montañoso castillo de volumen increíble que surcaba el mar y se mantenía a flote por medio de los más poderosos encantamientos: una de las temibles arcas negras de los elfos oscuros. Se trataba de una siniestra fortaleza flotante, torre sobre torre, aguja sobre aguja de roca viviente que había sido arrancada de la isla de Ulthuan hacía más de cinco mil años.
Tripuladas por un ejército entero de mortíferos corsarios y terribles hogares de miles de esclavos, las arcas negras eran los navíos más temidos del mundo y ridiculizaban con su tamaño incluso el poderío de los navíos águila de Finlain. El capitán había oído decir que la masa que desplegaban sobre la superficie del agua no era más que una fracción de su verdadero tamaño, con grandes cavernas abovedadas bajo la línea de flotación donde moraban terribles monstruos, esclavos y todo tipo de espantosas brujerías.
Mientras Finlain reconocía la identidad de sus atacantes, una puerta de hierro oxidado se abrió entre chirridos a un lado del arca y una larga rampa de abordaje cayó sobre la borda; sus puntas serradas se clavaron en la cubierta y sujetaron a su presa.
Finlain se puso en pie y desenvainó la espada, una resplandeciente hoja de acero plateado forjada por su padre y encantada por los archimagos de Hoeth.
Formas oscuras se congregaban a la sombra de la puerta en la roca y una andanada de flechas de plumas blancas pasó por encima de la cabeza de Finlain para abatirse con letal precisión. Otra andanada siguió segundos después de la primera, y esta vez fueron sus enemigos lo que gritaron.
Echó una mirada por encima del hombro para ver que Meruval había formado varias filas de arqueros. Sus arcos de blanco hueso lanzaban flecha tras flecha contra el oscuro portal.
En respuesta, una media luna de virotes de ballesta salió escupida por la boca del arca y Finlain oyó los gritos de sus guerreros mientras morían bajo la descarga. Los arqueros élficos eran los mejores del mundo, pero ni siquiera ellos podían competir con el ritmo de fuego que eran capaces de mantener las infernales armas de sus enemigos.
Agachado, Finlain corrió hacia adelante mientras los mortíferos virotes contenían a los defensores elfos el tiempo suficiente para que los atacantes pudieran bajar por la rampa. Entre gritos, los corsarios druchii, vestidos con túnicas oscuras y envueltos en resplandecientes capas formadas de escamas solapadas, salieron de las profundidades del arca, sus espadas gemelas brillaban en rojo bajo el brillo carmesí del Yunque de Vaul.
Finlain se dispuso a enfrentarse a ellos, y su espada descargó un tajo contra el cuello del primer guerrero y lo arrojó al mar. Atravesó la ingle del siguiente guerrero enemigo y bloqueó a la desesperada un temible golpe contra su propio cuello. Habían pasado muchos años desde que Finlain luchó por última vez con los oscuros parientes de su raza, los esbeltos elfos de piel de marfil y largo pelo negro del color de la noche. Los rostros de sus enemigos estaban retorcidos por el odio y sus movimientos eran tan rápidos y letales como los suyos propios.
«Tan parecidos a nosotros…», pensó tristemente mientras esquivaba otro golpe y eliminaba a su enemigo con un giro de muñeca que envió la punta de su hoja a través del ojo del corsario hasta clavársela en el cerebro. Flechas de plumas azules pasaron volando por encima de su cabeza y enviaron al mar a más druchii. La mayoría pasó silbando a menos de un palmo de la cabeza de Finlain, pero el capitán no temía resultar herido por sus propios guerreros.
Otra espada se unió a la suya, y sonrió al ver que Meruval, armado con sus espadas gemelas de media luna, saltaba a la batalla. Con la ayuda de su fiel navegante, por fin pudo no prestar tanta atención a la batalla y se arriesgó a mirar a izquierda y derecha para ver cómo les iba a las otras naves bajo su mando.
El Gloria de Eataine ardía de proa a popa y Finlain supo que estaba perdido. El Fuego de Asuryan era invisible en medio de las llamas y la niebla, pero temió lo peor cuando oyó los roncos cantos de victoria de los druchii y los gritos de los moribundos.
Sólo el Orgullo de Finubar seguía luchando, y comprendió que tendrían que soltarse del arca negra si querían tener alguna posibilidad de supervivencia. Finlain se apartó de la desesperada lucha.
—¡Meruval! ¿Puedes contenerlos? —gritó.
El navegante clavó sus espadas en el pecho de un guerrero druchii y lanzó de una patada a otro al mar, giró sobre sus talones y le abrió el vientre a un tercero.
—Durante un rato —afirmó, mientras un par de virotes de hierro se clavaban en la cubierta junto a él.
Finlain asintió y se apartó cojeando de la desesperada lucha.
—¡Hachas! ¡Traed hachas! ¡Tenemos que soltarnos! —gritó a sus hombres.
Cerca estalló una llamarada y el corazón se le vino a la garganta cuando vio cómo el Gloria de Eataine se separaba y hundía bajo las olas junto con su tripulación.
Finlain juró que ése no sería su destino.
* * *
—Mi señora —dijo el guerrero del alto yelmo que portaba una larga lanza de hoja doble—. Se hace tarde y deberíamos regresar a la mansión.
Kyrielle Verdetez sonrió al oír la nota de exasperación en la voz del guerrero y puso su mejor expresión de inocencia. Su pelo rojizo estaba recogido en largas trenzas, sujeto a la cabeza por un cordón de plata que enmarcaba un hermoso rostro de titilantes ojos de jade y una boca carnosa que podía encantar incluso al corazón más encallecido.
Un simple guerrero no tenía ninguna posibilidad.
—Todavía no, tonto —dijo con un mágico tono seductor en la voz—. Es en el crepúsculo cuando florecen algunas de las plantas más maravillosas. No querrás que regrese sin algo maravilloso para ofrecérselo a mi padre, ¿verdad?
El guerrero miró indefenso a su camarada, prendido como una mariposa de su mirada cautivadora, sabiendo que no podía negarle nada, ni aunque lo hubiera deseado.
—No, mi señora —reconoció, derrotado.
Era injusto que ella usara la magia con los guardias que su padre le había proporcionado, pero no había mentido cuando habló de la belleza de las flores nocturnas: la torrelain de hojas de perla, los capullos cantarines de la mágica anurion (así llamada por su padre y creador), y la maravillosamente aromática rosa lunar.
Se abrió paso por la cima del sendero del acantilado que bajaba hasta la playa, con un guardia delante y otro detrás mientras se dirigían a la orilla. Kyrielle iba descalza, pues sus agudos ojos captaban fácilmente las rocas afiladas y los matorrales espinosos antes de que pudieran hacerle daño.
Su largo vestido estaba hecho de seda verde adornada con largas pautas entrelazadas de anthemion y se ceñía de modo seductor a su esbelta silueta. En una mano llevaba una delicada redecilla y en la otra un cuchillito de hoja de plata, pues las flores nocturnas sólo podían podarse con un cuchillo de plata.
El olor de la noche llenaba sus sentidos y podía oler los perfumes de la flora local además de las intensas fragancias que surgían de las profundidades del océano y flotaban en el aire. Cuando las Islas Cambiantes de la costa este de Ulthuan se renovaban, la oscuridad del profundo mar era perturbada y todo tipo de extraña vida vegetal era arrastrada a la orilla, y aromas desconocidos teñían el aire nocturno. Ése era el motivo principal de que su padre hubiera levantado una de sus mansiones de terrazas ajardinadas en esta península de roca casi desierta en la costa de Yvresse.
La pálida media luna que salía bañaba la playa de un brillo espectral y convertía los blancos acantilados en murallas de luz que resplandecían suavemente mientras las olas chocaban unas con otras y cubrían la arena de suaves suspiros.
Le encantaba esta hora de la noche, y a menudo buscaba la paz y la tranquilidad que le producía el sonido de las olas. Estar fuera de casa en una noche como ésta, con las flores nocturnas extendiendo sus pétalos y la luz de la luna acariciando su piel, era el cielo para Kyrielle, un momento en que podía olvidar los problemas del mundo a su alrededor y simplemente disfrutar de su belleza.
—¿No es mágico? —preguntó mientras bailaba hacia la playa, haciendo piruetas bajo la luna como una de las bailarinas desnudas de la Reina Eterna. Ninguno de los guardias le contestó, conscientes de cuándo sus preguntas eran retóricas. Ella se echó a reír y bajó corriendo hacia la orilla, siguiendo la línea de los acantilados con largas y graciosas zancadas. Incluso a esta distancia de la orilla, la arena estaba húmeda bajo sus pies, y supo que las Islas Cambiantes debían de haber experimentado una violenta transformación para sacudir tan fuerte los océanos.
Se detuvo junto a una rosa lunar particularmente vivida, cuyos pétalos se abrieron lentamente para revelar su romántico y oscuro interior. El intenso aroma de la planta le causó un escalofrío de placer y extendió la mano para agarrar una de las borlillas productoras de polen antes de meterla en su red.
El suave tintineo del metal anunció la llegada de sus guardaespaldas. Las armaduras refrenaban su paso y ella se rio al imaginar su consternación porque había bajado corriendo hasta la playa, dejándolos atrás. Continuó su camino, cortando flores de una docena de plantas antes de detenerse al captar el amargo aroma de otra cosa, algo que no encajaba.
—¿Notáis ese olor? —preguntó, volviéndose hacia sus guardias.
—¿Qué olor, mi señora? —preguntó a su vez el guardia al que había hechizado camino de la orilla.
—Sangre —respondió ella.
—¿Sangre? ¿Estás segura de que es eso lo que hueles, mi señora? ¿No será algún tipo de flor?
Ella negó con la cabeza.
—No, tonto. Tienes razón, hay algunas plantas que huelen a sangre, pero ninguna de ellas es nativa de Ulthuan. Los druchii fermentan una bebida llamada vino de sangre y se dice que la parra de donde sale esa uva huele a sangre coagulada, pero no es esto.
A la mención de los druchii, ambos guardias se colocaron junto a ella con movimientos lentos y marciales. Kyrielle olfateó el aire una vez más.
—Sí, es decididamente sangre —dijo.
Sin esperar a que los guardias la siguieran, se dirigió a la orilla, donde las olas cubrían la arena con líneas de espuma. Corrió veloz por la arena, casi sin dejar huellas donde pisaba, mientras seguía el olor de la sangre por la playa.
Kyrielle se detuvo al ver la figura al borde del agua, tendida de espaldas con los brazos abiertos. Parecía un cadáver.
—¡Allí! —dijo, señalando el cuerpo—. ¡Os dije que olía sangre!
—Espera aquí, mi señora. Por favor —dijo el guardia más cercano antes de que pudiera ponerse en marcha una vez más.
Reacia, accedió a la petición del guerrero. Después de todo, había la posibilidad de que esta persona pudiera ser peligrosa todavía. No obstante, siguió a los dos guardias mientras avanzaban cautelosamente hacia el cuerpo. Al acercarse, vio que se trataba de un elfo joven y hermoso vestido con una túnica desgarrada de la guardia del mar de Lothern. Incluso desde detrás de los guardias pudo ver que su pecho subía y bajaba levemente.
—Está vivo —exclamó, avanzando hacia él.
—No, mi señora —uno de los guardias le impidió el paso mientras el otro se arrodillaba junto a la figura y comprobaba si llevaba armas. Vio cómo despojaba a la figura de un ajado cinturón de cuero del que colgaba un cuchillo enfundado en una vaina de metal negra y dorada y se lo pasaba a su camarada.
—Está vivo y no parece herido.
—Bueno, ya os lo había dicho —replicó Kyrielle, empujando a un lado al guardia que sostenía el cinturón para arrodillarse junto al elfo inconsciente. Tenía las manos desgarradas y había un feo arañazo en su frente, pero respiraba y eso era algo. Sus labios se movían como si murmurara para sí, y ella bajó la cabeza para oír mejor lo que decía.
—¡Ten cuidado, mi señora! —la previno el guardia.
Ella ignoró su advertencia y acercó la oreja a la boca del joven elfo, que continuaba susurrando débilmente.
—… debo… decir… necesito decir… Teclis. Tiene que saber… ¡Teclis!
—¡Por favor, mi señora! —exclamó el guardia—. No sabemos quién es.
—No seas tonto —respondió Kyrielle, apartándose de los febriles murmullos de la figura inconsciente—. Está claro que es uno de los nuestros, ¿no? ¡Mira!
—No sabemos nada de él. ¿Quién sabe de dónde viene?
Kyrielle suspiró.
—¡Pero bueno! Mira su túnica. Sea quien sea, está claro que viene de Lothern. Obviamente su barco se hundió y pudo nadar hasta la orilla.
—Nunca he oído que ningún barco de Lothern se haya hundido en las Islas Cambiantes —dijo uno de los guardias—. Desde luego, no uno de los barcos de lord Aislin.
—¿Lord Aislin? —preguntó Kyrielle—. ¿Cómo sabes que es uno de los marineros de lord Aislin?
El guardia señaló al emblema parcialmente oscurecido de la garra de águila en la túnica de la figura.
—Es el símbolo de la familia de lord Aislin —dijo.
—Bueno, pues entonces eso lo zanja todo —repuso Kyrielle—. Nuestro deber es ayudarlo. Vamos, levantadlo y llevadlo de vuelta a la mansión. Mi padre podrá ayudarlo.
Al no ver otra opción, los guardias se arrodillaron junto a la figura tendida, pasaron los brazos por sus hombros y lo levantaron entre ambos.
Kyrielle los siguió mientras abandonaban la playa, sonriendo feliz por este misterio que había aparecido ante su puerta.
* * *
El capitán Finlain y tres miembros de su tripulación que habían agotado todas sus flechas se abrieron paso luchando a través de la lluvia de virotes de hierro, de vuelta a la proa del Orgullo de Finubar. Cada guerrero llevaba una hacha de mano larga, lenguas ardientes de fuego mágico veteaban el cielo oscuro, pero ninguna se acercaba al barco de Finlain: los proyectiles iban dirigidos contra el casco del Fuego de Asuryan, castigándolo terriblemente.
Un desesperado intercambio de flechas y virotes de ballesta se cruzó entre su barco y los enemigos invisibles ocultos en las irregulares troneras rocosas del arca negra. Los guerreros de Finlain se veían obligados a reservar sus flechas hasta que sus aguzados ojos divisaban un blanco claro. Los druchii no mostraban esa misma contención y rociaban la cubierta del Orgullo con andanadas de virotes, de modo que la cubierta y las toldillas parecían la espalda de un puercoespín.
La oscuridad iluminada esporádicamente y el humo del ardiente Gloria de Eataine, que todavía permanecía a flote, refrenaban a los lira dores druchii, y Finlain usó su cobertura para dirigirse hacia el sonido de los gritos y el entrechocar de las espadas, donde Meruval luchaba contra los corsarios que trataban de abordar su navío.
De los brazos y el pecho de Meruval manaba la sangre por inmunerables cortes, y Finlain se preguntó cómo podía estar luchando todavía, tal era la cantidad de sangre que manchaba su túnica. Meruval combatía con velocidad y gracia, sus pálidas hojas mataban con cada golpe. Finlain quiso gritarle, pero sabía que romper su concentración sería fatal. En cambio, se volvió hacia los guerreros que le acompañaban.
—Esa rampa de abordaje está clavada a la cubierta y la borda —dijo—. Hay que soltarla. Adelante, y no importa lo que suceda, no os detengáis hasta que hayáis terminado. ¿Comprendido?
Sus sombrías expresiones fueron toda la respuesta que necesitaba, y Finlain simplemente asintió.
—Que Asuryan sea con vosotros.
Los cuatro abandonaron su protección y corrieron hacia Meruval. Finlain se quedó rezagado, pues la herida del muslo le ardía dolorosamente. Uno de los hacheros fue alcanzado de inmediato por un virote y cayó a cubierta con la cabeza atravesada, pero los demás llegaron al costado del barco y empezaron a blandir sus hachas con fuertes golpes. La hermosa madera se astilló bajo sus hojas y Finlain dio un respingo ante el daño que le estaban causando a su hermoso navío, aunque sabía que era necesario para salvarlo.
Finlain blandió su propia espada ante un corsario que se disponía a descargar un golpe de muerte contra Meruval, pero la hoja resbaló por las escamas de la capa del guerrero sin herirlo. El druchii se volvió para mirarlo y golpeó con un par de dagas curvas de temible aspecto que goteaban veneno negro. Finlain esquivó la primera hoja y bloqueó la segunda, descargó un puñetazo contra la mandíbula del corsario y lo arrojó de la rampa.
—¡Atrás! —gritó Finlain, y Meruval se apartó de la lucha mientras el capitán del Orgullo de Finubar ocupaba su puesto al frente de la rampa. Más virotes silbaron a su alrededor, pero no les prestó atención y alzó la espada para recibir a una nueva oleada de corsarios. Antes de que atacaran, se volvió hacia Meruval.
—¡Cuando la rampa se haya soltado, sácanos de aquí! —le gritó.
Meruval asintió, demasiado exhausto y sin aliento para hablar, y se marchó tambaleándose cubierta abajo. Finlain volvió su atención a los corsarios que ya se acercaban y soltó un grito de desafío cuando se lanzaron hacia él con sus crueles ojos y sus mortíferas espadas.
Combatió en trance. Su espada se movía como por propia voluntad mientras abría gargantas y vientres con cada grácil mandoble. Notaba las espadas cortar su propia carne, pero no sintió ningún dolor y continuó matando a sus oscuros parientes con implacable precisión.
Podía oír tenuemente sus gritos de dolor y odio mezclados con los sólidos golpes de las hojas de las hachas, pero todo lo demás parecía haber enmudecido, como si la batalla se librara bajo el agua. Una espada druchii pareció flotar por encima de su cabeza cuando la apartó y luego giró la hoja en un golpe decapitador. Con el rabillo del ojo vio a un guerrero embozado que atacaba con una larga espada de hoja oscura, los ojos verdes brillando con siglos de maldad, y supo que no podría bloquear el golpe.
Justo cuando comprendía que éste era el golpe que iba a matarlo, la rampa de abordaje se estremeció y sus hacheros finalmente liberaron la cubierta. Los druchii de la rampa se tambalearon y el espadachín de los ojos verdes resbaló cuando el suelo se movió bajo sus pies. Finlain clavó su espada ensangrentada entre las costillas del corsario y lo echó de una patada de la rampa.
—¡Capitán! —gritó uno de los hacheros—. ¡Estamos libres!
Finlain dio un paso atrás.
—¡Meruval! —gritó—. ¡Ahora!
Las palabras aún no habían acabado de salir de su boca cuando el Orgullo de Finubar se apartó del arca negra con una sacudida. Sin nada que la sostuviera, la rampa de abordaje envió a una docena de corsarios druchii al mar revuelto y cayó por el lado del acantilado con metálico resonar.
Finlain bajó la espada y apoyó la mano en los lastimados costados de su nave mientras una oleada de dolor y desvanecimiento amenazaba con apoderarse de él. Más guerreros corrieron a ayudar al navío a conseguir cuanta distancia fuera posible entre ellos y el arca negra. Finlain dejó escapar un profundo suspiro y se volvió hacia los cansados hacheros.
—Bien hecho —los felicitó. El gran acantilado oscuro empezaba a alejarse, la superior velocidad y maniobrabilidad del barco águila lo dejaba atrás con rapidez—. Habéis salvado el navío.
Los dos guerreros inclinaron la cabeza ante el cumplido del capitán y Meruval ordenó a gritos que izaran las velas.
Mientras la niebla se cerraba a su alrededor, Finlain supo que no estaban en modo alguno fuera de peligro. Se abrió paso por la cubierta, ofreciendo palabras de alabanza y felicitaciones a sus guerreros hasta que llegó junto a Meruval, que estaba desplomado en la popa, junto al timón.
—¿Y los demás? —preguntó Meruval.
—Perdidos. Vi hundirse al Gloria de Eataine y no oí más que masacre en el Fuego de Asuryan. Me temo que sólo hemos escapado nosotros, amigo mío.
—Todavía no estamos a salvo, capitán —dijo Meruval.
—Es cierto —reconoció Finlain—. No sé a qué velocidad puede navegar una arca negra, pero no pienso esperar a averiguarlo. Llévanos a Lothern por la ruta más rápida y luego hazte mirar esas heridas. Tenemos que avisar a lord Aislin que una arca negra navega por las aguas de Ulthuan.
—En nombre de Isha, ¿cómo ha conseguido llegar una arca negra tan al sur? —se preguntó Meruval.
—No lo sé —contestó Finlain—. Pero sólo hay un motivo para que esté aquí.
—¿Y cuál es?
Finlain agarró con fuerza su espada.
—Invasión.
* * *
Ellyrion poseía algunos de los más hermosos paisajes de todo Ulthuan, decidió Yvraine Hoja de Halcón mientras remontaba un promontorio y contemplaba la amplia expansión de llanuras doradas y bosques desbordantes que se extendían entre la ciudad de Tor Elyr y la gran barrera de las Montañas Annulii. Los cantos de los pájaros la entretenían, el dulce olor del verano flotaba en el aire, como siempre, y el sol de mediodía calentaba su piel clara.
Manadas de caballos salpicaban las llanuras, y aquí y allá podía distinguir a jinetes de Ellyrion entre ellos, como si fueran también caballos. Quizá lo eran, pensó Yvraine, sabiendo que el lazo que existía entre los nobles ellyrianos y sus monturas era más parecido al que compartían viejos amigos que al del jinete y su corcel. Con razón se decía que era mejor dañar al hermano de un ellyriano que a su caballo…
Empezó a bajar por la empinada pendiente con pasos seguros y medidos, sin dejar ninguna huella de su paso, aunque tenía aún la cabeza embolada tras el viaje desde Saphery a Ellyrion, a pesar de los esfuerzos del capitán del barco por hacer su viaje por el mar interior lo más cómodo posible. Le hacía bien sentir el sol en el rostro, el viento en el pelo y disfrutar de suelo sólido bajo sus pies. A Yvraine no le gustaba viajar por ningún otro medio que sus propios pies, y aunque los navíos de los elfos se deslizaban suavemente sobre los mares, le había resultado casi imposible meditar durante el viaje, todos sus intentos frustrados por las conversaciones de la tripulación o el movimiento del barco.
Yvraine sacudió su larga túnica de color crema y se ajustó la armadura de ithilmar que llevaba debajo, los brillantes eslabones y las suaves placas forjadas ex profeso para su esbelta figura. A la espalda llevaba una ancha espada, metida en una larga vaina de suave terciopelo rojo y sujeta a la armadura por un broche dorado que tenía en el pecho.
Se detuvo y se protegió los ojos del sol mientras contemplaba el verde paisaje y veía el lejano reflejo de la luz en las pálidas murallas de piedra de una mansión al pie de un túmulo de rocas. Mitherion Ciervo de Plata le había dicho que la mansión del marido de su hija se encontraba entre dos cascadas y los centinelas de las puertas de Tor Elyr le habían dado direcciones detalladas para encontrar la mansión Éadaoin.
Segura de que la mansión que tenía delante era la que buscaba, Yvraine retiró la espada de su espalda, una gran hoja de artesanía exquisita y gracia increíble para ser usada con las dos manos, y se sentó graciosamente con las piernas cruzadas. Llegaría a su destino por la mañana y antes deseaba recuperarse del letargo del viaje.
Y el mejor modo de conseguirlo era realizar el ritual purificador de los maestros de la espada.
Yvraine colocó la enorme hoja sobre su regazo y cerró los ojos, dejando que los sonidos naturales de Ellyrion la ayudaran a tranquilizarse y entrar en trance de meditación.
Su respiración se redujo y sus sentidos se desplegaron en su cuerpo mientras susurraba lentamente el mantra de los maestros de la espada de Hoeth tal como le había enseñado el maestro Dioneth de la Torre Blanca. Yvraine sintió la suavidad de la hierba bajo su cuerpo, el calor y la fecundidad de la tierra más abajo y las fuertes corrientes de magia que penetraban la misma roca e impedían que la isla de Ulthuan desapareciera bajo las olas.
El aire a su alrededor chispeaba y la magia llevada por el viento se ajustó a sus sutiles vibraciones y un suave brillo aumentó tras sus párpados. Con un rápido movimiento desenvainó la espada y sostuvo la hoja plateada delante de ella. Su longitud era enorme y su peso, sin duda, extraordinario, pero Yvraine la manejaba como si fuera tan liviana como una ramita de sauce.
Su cabello claro, casi blanco, se reflejaba en la lisa superficie de la hoja, la perfección del arma sólo rivalizaba con la acerada concentración de sus rasgos afilados y angulosos. Yvraine dejó escapar de sus labios un suspiro de expectación y asintió para sí.
Sus piernas se desenredaron como serpientes al ataque y en un parpadeo estuvo de pie, la espada alzada sobre ella y destellando al sol. La hoja giró en sus manos e invirtió su agarre, y realizó una intrincada serie de maniobras que eran casi demasiado rápidas para que el ojo pudiera seguirlas.
Sus pies estaban en constante movimiento mientras saltaba, esquivaba y golpeaba a oponentes imaginarios, y la poderosa hoja hendía el aire con la telaraña impenetrable de ithilmar danzando graciosamente alrededor de su cuerpo. Uno a uno, realizó los treinta ejercicios básicos de los maestros de la espada antes de pasar a técnicas más avanzadas.
Una vez más, alzó la enorme espada al cielo y la sostuvo ante su rostro, la cruz dorada al nivel de sus mejillas, la respiración regular y vigorosa. Sin esfuerzo visible, Yvraine hizo girar la espada en una deslumbrante serie de maniobras que habrían hecho que el mejor de los espadachines varones llorara por su propia falta de habilidad y que únicamente poseían los más dotados guerreros de Ulthuan. Sólo a través de un entrenamiento superlativo con los señores del conocimiento de la Torre Blanca podía trascender un guerrero la mera habilidad y convertirse en un auténtico maestro de las artes marciales y realizar hazañas con la espada más allá de la imaginación.
Mente y cuerpo en total armonía, la poderosa espada se convirtió en parte de Yvraine, sus perfectas cualidades físicas y espirituales manifestándose en unos movimientos con la espada que eran simplemente sublimes. Con una selección de la mayoría de las técnicas avanzadas, pasó a una serie más personal de maniobras, donde su propia alma fluía en la hoja de la espada y la informaba de cada uno de sus movimientos.
Cada maestro de la espada tenía su propio estilo particular con el arma, y cada guerrero desnudaba un elemento de su corazón cuando luchaba, un aspecto de su personalidad que era tan único y distinto como para resultar inconfundible a otro practicante del arte. La espada de Yvraine se alzó más y más rápido, la punta cortó el aire en una serie de veloces barridos que habrían sido imposibles de no ser por las décadas de entrenamiento y por el dominio de su propio cuerpo.
Por fin, la espada cesó su movimiento, tan repentinamente que un observador podría haber llegado a creer que nunca se había movido. Con un destello de acero plateado la devolvió a su vaina e Yvraine se sentó ton las piernas cruzadas una vez más, y su respiración fue volviendo a la normalidad mientras emergía de la meditación.
Abrió los ojos, tranquila y refrescada después de sus ejercicios, y sonrió al sentir que las telarañas que habían nublado su alma durante el viaje desde Saphery se apartaban de ella como segadas por su espada. Yvraine se puso en pie, volvió a colgarse el arma a la espalda y ajustó el cinturón sobre la armadura una vez más.
Extendió la capa sobre la espada y echó a andar en dirección a la lejana mansión.