Capítulo 3
3
Primero fue la luz. Luego vino el sonido. Podía sentir la luz ardiendo a través de sus párpados como si alguien hubiera plantado ante ellos una lámpara brillante, y los mantuvo cerrados con fuerza mientras sondeaba su entorno a través de los demás sentidos. Yacía en un suave colchón, los miembros cómodos y cubiertos por una suave colcha. El aire era húmedo y sabía a verde, con un aroma de tierra, como si yaciera al aire libre o estuviera dentro de un invernadero de plantas exóticas.
El olor era dulce y agradable, e inspiró profundamente la miríada de aromas que lo rodeaban. Dondequiera que estuviese, era un lugar agradable, sin ninguna sensación de peligro, y no sintió necesidad de moverse más allá de la identificación de sus inmediaciones.
Pudo oír el zumbido de los insectos y el rumor de las hojas perturbadas por una suave brisa, además de suaves vaharadas de lo que parecía perfume dispensado con el atomizador de una noble. Poco a poco, sus ojos fueron acostumbrándose a la luz y se arriesgó a abrirlos gradualmente, por pasos, ajustándose a cada nivel del resplandor antes de abrirlos un poco más.
Por fin los abrió del todo, aunque el brillo de la luz le hacía sentirse todavía un poco marcado. Sobre él, vio montones de titilantes hojas de cristal que ondeaban como agua en marcos dorados de metal que parecía demasiado fino para soportar tanto peso.
Al girar la cabeza, observó que el extraño techo se extendía a su izquierda y su derecha, aunque resultó un misterio hasta dónde, pues pronto quedó oscurecido por las altas ramas de unos árboles extraños. Ahora comprobó que su anterior sospecha de que se hallaba al aire libre sólo era correcta en parte, pues se encontraba dentro de un espacio formado por troncos de árboles, impermeable gracias al entretejido de los matorrales y plantas que nacían entre ellos.
A través del techo transparente vio las nubes persiguiéndose por el cielo, pero no sentía el viento allí donde se hallaba. Tal vez el techo era una especie de barrera mágica que protegía del ambiente exterior mientras mantenía una temperatura interior constante. Mientras miraba, una parte de uno de los cristales titilantes pareció estremecerse antes de lanzar un suave chorro de agua a las plantas más cercanas.
Trató de sentarse, pero se detuvo cuando todos los músculos de sus miembros protestaron, y se desplomó en la cama con un gruñido de dolor. Alzó las manos, probando, y vio que estaban vendadas y notó las palmas entumecidas.
Pero lo más sorprendente de todo fue el hecho de llevar un anillo de plata de compromiso en la mano izquierda.
¿Estaba casado? ¿Con quién? ¿Y por qué no tenía ningún recuerdo de ella?
Un dolor profundo se apoderó de su corazón cuando intentó recordar, sin conseguirlo, el nombre de la doncella que le había dado su anillo de compromiso. ¿Estaría ahora buscándolo, sin saber que había sobrevivido al naufragio de su barco? Se preguntó si estaría ya de luto…
Tenía que levantarse y descubrir dónde se encontraba y hallar un modo de recuperar la memoria si quería regresar con ella. Se llevó la mano a la frente y palpó otro vendaje que cubría un lado de su cabeza. Dio un respingo cuando advirtió que se trataba de un corte reciente.
¿Cómo había llegado a este lugar? ¿Y dónde, en nombre de Isha, se hallaba?
Todo lo que recordaba era haber estado flotando en el mar, aferrado con desesperación a un fragmento del barco naufragado. Más allá, todo estaba en blanco. Había una playa y recordaba haberse arrastrado por la arena cuando llegó a la orilla. Advirtió que otros elfos debían de haberlo encontrado, y el simple hecho de haber sobrevivido le hizo reír y llorar.
Se había herido la cabeza y tenía las palmas en carne viva, pero ¿qué otras heridas había sufrido?
Retiró las suaves sábanas que lo cubrían y descubrió que bajo ellas estaba desnudo, la piel pálida y hambrienta de luz. Con cuidado, se enderezó en la tama y escrutó su cuerpo en busca de otitis heridas. Encontró nudos de tejido cicatrizado en la cadera y el hombro, pero se trataba de heridas antiguas. No podía recordar cómo se las había hecho, pero aparte de las heridas de la cabeza y las palmas (y el entumecimiento de los músculos) parecía sano.
Haciendo acopio de fuerzas, se sentó lentamente en la cama, con los músculos doloridos por el esfuerzo, y apoyó los pies en el suelo, incorporarse necesitó un esfuerzo adicional de voluntad y el corazón le golpeó las costillas por la dificultad del movimiento. De repente fue muy consciente de que estaba desnudo y buscó alrededor algo que ponerse. Vio una mesita detrás de la cama con una camisa limpia y calzas amplias.
Se puso rápidamente la ropa, cuyo tejido era suave y fragante. ¿Cuándo había sido la última vez que se puso ropa limpia? Parecía haber olvidado la suavidad de la seda o la comodidad de las ropas y, por mucho que lo intentara, seguía sin poder recordar nada de su vida antes de su aventura en el océano.
¿Quién era y cómo había aparecido flotando en el mar, ensangrentado y a punto de morir?
Eran preguntas que necesitaba responder desesperadamente, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Tras decidir que lo mejor era averiguar primero dónde estaba, dio unos pasos vacilantes en torno a la verde habitación, poniendo a prueba sus fuerzas y su sentido del equilibrio.
Se sintió tambaleante al principio, pero con cada paso se supo más fuerte y más confiado.
La cámara en la que se hallaba era un largo óvalo cuyo perímetro estaba formado por los troncos de esbeltos árboles de corteza brillante, como aceitosa. Extendió la mano y apoyó los dedos en el árbol más cercano, e hizo una mueca al comprobar lo pegajosa que era la savia. Cogió una ancha hoja y se limpió, aunque tuvo que admitir que la fragancia de la savia era agradable. Cuanto más descubría, más consideraba que este lugar no se parecía a Ulthuan, sino a lo que contaban las historias del reino del Bosque de Athel Loren, situado en el lejano este del Viejo Mundo.
Se dio la vuelta, pero no vio ninguna salida obvia. Al acercarse a un extremo de la habitación, sin embargo, las enredaderas y lianas entrelazadas con los troncos se retiraron con un susurro sibilante, como una cortina de cuentas separada por una mano invisible.
Sorprendido, vaciló antes de acercarse más, pero al asomarse a la abertura vio largas filas de plantas y lechos de flores extendiéndose ante él, y el extraño techo ondulante. Con precaución, atravesó la cortina de enredaderas, que sisearon al cerrarse a su espalda.
Este espacio era mucho más grande que la habitación donde había despertado y revelaba la obra de los elfos: largas paredes en terraza y hermosas columnas de las que colgaban plantas sorprendentes, la mayoría de las cuales no fue capaz de reconocer.
La puerta que había atravesado lo había traído a lo que parecía ser la terraza de unos jardines colgantes construidos en el costado de un acantilado. Sobre él, pudo distinguir el contorno de una impresionante vivienda cubierta de plantas.
Se dirigió al pasillo más cercano en busca de una ruta hacia arriba. El aire estaba lleno de multitud de diferentes olores y cálido por efecto de la humedad, algo que le sentaba bien a la piel. A su izquierda, el gran jardín se alzaba en una serie de terrazas florecientes hasta una mansión que ocupaba un espacio grande de terreno, mientras que a la derecha se perdía en los senderos que bajaban por los acantilados. Más allá de la pared líquida y transparente sujetada por los cables dorados, vio la resplandeciente luz de la mañana y el brillante azul del gran océano, cuya enorme extensión estaba salpicada de islas envueltas en bruma.
Se estremeció al sentir de nuevo el frío abrazo del agua y le dio la espalda al océano.
Echó a andar por el pasillo de extrañas plantas y percibió el inconfundible cosquilleo de la magia que llegaba del mar. Eso, combinado con la visión de la costa y las islas brumosas más allá, le dijo que debía de estar en Yvresse, aunque qué lo había traído aquí era un misterio que esperaba fuera respondido pronto.
Se detuvo para echar un vistazo más reposado a algunas de las plantas, pero no pudo reconocer ninguna, cosa que no le sorprendió, pues por lo que sabía no era botánico. Se acercó a algunas plantas, a otras no, ya que muchas de las más grandes tenían aspecto depredador: pétalos grandes y serrados y tallos espinosos que se agitaban en el aire como ágiles látigos que parecían llamarlo para que se acercara.
Un poderoso aroma llenó de pronto sus fosas nasales y se volvió a observar una alta planta con un grupo de brillantes piñas rojas entre un espinoso volante de estambres que caían como las ramas de un sauce. Casi sin pensarlo de manera consciente, se acercó a la planta, oyendo un extraño sonido que resonaba más allá del simple acto de oír, como si rebuscara en su mente para tranquilizar sus perturbados pensamientos. El aroma de esta flor aumentó hasta resultar abrumadoramente embriagador, y los sentidos se le llenaron de su seductora promesa.
Sus pasos lo llevaron hacia la planta, y sonrió aturdido mientras veía cómo las piñas rojas se abrían lentamente para descubrir bocas circulares pobladas de dientes que babeaban brillante saliva.
La visión de semejante conjunto de dientes serrados tendría que haberlo alarmado, pero la canción de sirena que canturreaba en su mente mantuvo a raya esos pensamientos y continuó acercándose a la planta. Los estambres caídos se irguieron lentamente, abriéndose hacia afuera mientras él avanzaba voluntariamente hacia su abrazo.
Apenas fue consciente de la sombra que se alzaba junto a su hombro, pero no pudo apartar los ojos de las bocas dentadas de la planta mientras la pegajosa saliva seguía humedeciendo las hojas.
Entonces la canción hipnótica que llenaba su mente se convirtió en un grito y él chilló cuando el penetrante alarido resonó dentro de su cráneo. El embriagador aroma de la planta desapareció y fue sustituido por el acre hedor de las hojas quemadas. Fuego borboteante manó de las bocas abiertas de la planta mientras se retorcían entre las cristalinas llamas azules.
Libre del hechizo de la planta, retrocedió tambaleándose, asqueado de pronto por el olor a savia y a tierra mientras caía de rodillas y vomitaba a causa del hedor. Cuando se recuperó lo suficiente, alzó la cabeza y vio a una hermosa doncella elfa ante la masa retorcida de la planta quemada, mientras los restos titilantes de llamas mágicas morían en la yema de sus dedos. El pelo rojizo le caía hasta los hombros y lo llevaba sujeto con un cordón de plata trenzada, y sus penetrantes ojos verdes lo miraron con expresión de exasperación levemente divertida.
—¿Qué has hecho? —dijo—. A mi padre no le va a hacer ninguna gracia.
* * *
Eldain bajó corriendo las escaleras de la Torre Hipocrena, abrochándose una túnica de terciopelo sobre la camisa de seda mientras lo hacía. Valeina lo había despertado justo después del amanecer con la noticia de que había llegado una visita a las puertas de Ellyr-charoi y solicitaba hablar con el señor de la casa.
Normalmente, Eldain no recibía ninguna visita, y habría enviado a ésta de vuelta sin atenderla, pero no se trataba de un huésped corriente. Cuando le solicitó la descripción del visitante, Valeina describió un guerrero ataviado con una brillante armadura de ithilmar, un alto casco emplumado, y una poderosa espada.
Eldain supo inmediatamente qué tipo de persona había llegado a su puerta.
Un maestro de la espada, uno de los guerreros místicos que viajaban por todo lo largo y ancho de Ulthuan, recopilando noticias e información para los maestros de la Torre de Hoeth. Nadie se negaba a recibir a un individuo semejante, y por eso le había ordenado a Valeina que preparara un desayuno de pan fresco y frutas mientras se vestía.
¿Qué podía buscar en Ellyr-charoi uno de los maestros de la espada? Mientras reflexionaba sobre esta pregunta en su mente, un frío temor se apoderó de Eldain y sus últimos pasos hacia el patio de verano fueron pesados y temerosos. Rhianna ya lo estaba esperando, y por su expresión vio que estaba igualmente sorprendida por la llegada del visitante, aunque su sorpresa era más fruto de la emoción que de la preocupación.
—¿Has visto a nuestro huésped? —preguntó Eldain sin más preámbulos.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, ella está esperando en el salón de los palafreneros.
—¿Ella?
—Sí, Valeina me ha dicho que se llama Yvraine Hoja de Halcón.
—¿Te ha dicho también por qué viene a Ellyr-charoi una maestra de la espada?
—No, pero debe de traer noticias importantes pata haber venido desde Saphery.
Eldain asintió.
—Eso es lo que me preocupa —dijo.
Juntos cruzaron el patio y siguieron la línea de las murallas hasta una alta puerta de fresno tallado decorado con tiras de oro y plata en forma de caballos. Eldain inspiró profundamente y abrió la puerta, recorrió el vestíbulo de piedra blanca y salió al salón de los palafreneros, una cámara amplia y tenuemente iluminada adornada con trofeos y maravillosas escenas de caza de anteriores señores de la familia Éadaoin. Una larga mesa en forma de óvalo alargado ocupaba el centro del salón, donde en tiempos pasados los palafreneros de la noble casa cantaban, festejaban y bailaban después de una buena cacería.
Ahora el salón estaba vacío, no se cantaban canciones y habían pasado décadas desde la última vez que el señor de los Éadaoin salió de caza. La entrada de Eldain y Rhianna dispersó las hojas caídas cuando atravesaron el vestíbulo. La ocupante de la cámara dejó de contemplar el cuadro que mostraba a un noble elfo a lomos de un corcel blanco puro que mataba a una horrible bestia imitada de las Annulii.
—¿Eres tú, mi señor? —preguntó la maestra de la espada con voz suave y melódica.
Eldain contempló el cuadro y sintió que el corazón le daba un vuelco.
—No, es mi hermano.
—Se parece mucho a ti.
—Se parecía —dijo Eldain—. Está muerto.
La maestra de la espada inclinó profundamente la cabeza y Eldain vio la tremenda espada que llevaba a la espalda, una arma que sin duda era casi tan alta como ella.
—Mis disculpas, lord Éadaoin, lamento tu pérdida. Y perdona mis modales; aún no me he presentado. Soy Yvraine Hoja de Halcón, maestra de la espada de Hoeth.
Yvraine Hoja de Halcón era alta para ser una elfa, esbelta y de aspecto aparentemente poco adecuado para un maestro de la espada. Sus rasgos eran más afilados que los de la mayoría de los elfos de Ulthuan, y Eldain se relajó al no ver ninguna malicia en su joven rostro.
—Yo soy Eldain Cabellos Ligeros —dijo él—. Lord de la familia Éadaoin y señor de todas las tierras desde aquí hasta las montañas. Y ésta es mi esposa, Rhianna.
De nuevo la maestra de la espada se inclinó.
—Es un honor conoceros, y que las bendiciones de Isha sean sobre vosotros.
—Y sobre ti —respondió Rhianna—. Bienvenida a nuestra casa. ¿Desayunarás con nosotros?
—Gracias —aceptó Yvraine—. Ha sido un viaje largo y, lo confieso, agotador. Me alegraré de tomar un poco de comida y agua, sí.
Yvraine se sentó a la mesa y Eldain captó una sombra de leve decepción en su rostro. Bien pudo imaginar su causa. Desde la muerte de su padre, el hogar ancestral de su familia se había convertido en un lugar de duelo en vez de alegría. Silencios melancólicos y espectros de glorias pasadas llenaban los salones, donde antes risas y canciones resonaban entre los muros. La muerte había picoteado en los pechos de los Éadaoin y acallado el salvaje latido de sus corazones arrebatadores.
Rhianna y él se sentaron frente a Yvraine. Valeina entró con una amplia bandeja con pan y fruta y una jarra de cristal de fría agua de la montaña. Depositó la bandeja en el centro de la mesa y Eldain asintió en gesto de agradecimiento.
—Eso será todo, Valeina —dijo, extendiendo la mano para servir agua a Yvraine y a Rhianna antes de llenar su propia copa. Valeina se retiró y cerró tras ella la puerta del salón de los palafreneros, dejando allí a los tres sentados en silencio.
Yvraine bebió su agua sin mostrar todavía ningún signo de cuál era el propósito que la había traído allí, y Eldain apenas pudo contener su curiosidad. En ocasiones, los maestros de la espada viajaban sin otro particular más que recopilar conocimientos, llegando hasta los rincones más lejanos de Ulthuan para interrogar a los nobles y guerreros locales sobre acontecimientos recientes que luego comunicaban a la Torre Blanca, pero Eldain ya sabía que esta ocasión no era una de ésas.
Cada movimiento de Yvraine Hoja de Halcón le decía a Eldain que había venido aquí con un propósito.
—¿Has viajado directamente desde Saphery, maestra Hoja de Halcón?
—Así es —contestó Yvraine, sirviéndose una pieza de aoilym madura.
—¿Y a qué debemos el placer de tu compañía?
Eldain sintió el calor de la mirada de Rhianna y comprendió que estaba siendo descortés de puro brusco, pero si esta mujer traía su condenación, prefería enfrentarse a ella lo más pronto posible y no evitarla.
Yvraine no mostró ningún signo externo de advertir su conducta ansiosa, y dio un mordisco a la fruta y saboreó su carne deliciosamente fresca.
—Traigo un mensaje de su padre para la hija de Mitherion Ciervo de Plata.
—¿Un mensaje para mí? —dijo Rhianna.
El corazón de Eldain se calmó y una brillante sonrisa de alivio se extendió por su rostro. Era típico de un archimago recurrir a la pompa de enviar a uno de los maestros de la espada para entregar un mensaje, cuando había una docena de formas distintas de comunicarse por medios mágicos.
Extendió la mano para coger una pieza de fruta, y dijo:
—Entonces te insto a entregarlo, dama Hoja de Halcón. ¿Cómo se encuentra mi suegro?
—Bien —respondió Yvraine—. Prospera y sus investigaciones sobre los fenómenos celestiales continúan teniendo el favor de los señores del conocimiento. De hecho, sus adivinaciones están demostrando ser de gran interés estos días.
Rhianna se inclinó sobre la mesa.
—Por favor, no me consideres descortés, pero me gustaría oír lo que tiene que decir mi padre.
Yvraine devolvió al plato el corazón del aoilym.
—Por supuesto. Simplemente te pide que me acompañes de vuelta a la Torre de Hoeth.
—¿Qué? ¿A Saphery? ¿Por qué?
—No lo sé —contestó Yvraine, y Eldain notó que había una parte del mensaje que aún no había transmitido—. Pero me enviaron con cierta urgencia. Me he tomado la libertad de asegurarnos pasaje en un barco con destino a Tor Elyr y se le ha ordenado a su capitán que espere a nuestra llegada antes de zarpar. Si partimos pronto, podremos estar en Tor Elyr antes del anochecer.
—¿Está enfermo? ¿Es por eso que me manda llamar?
Yvraine negó con la cabeza y una leve sonrisa asomó a sus labios.
—No, está bastante bien, te lo aseguro, mi señora. Pero insistió mucho en que ambos me acompañarais de regreso a Saphery.
Al principio Eldain pensó que había oído mal, pero luego vio la expresión de silenciosa diversión en el rostro de la maestra de la espada.
—¿Ambos? ¿Quiere que ambos viajemos contigo?
—Así es.
—¿Sin ningún motivo?
—No me dieron motivos, simplemente una orden.
—¿Y se supone que tenemos que hacer las maletas e ir porque él lo dice? —preguntó Eldain.
Yvraine asintió y Eldain notó que su irritación aumentaba ante su falta de colaboración. Aunque sentía gran respeto por el padre de Rhianna, era, como muchos otros que practicaban la magia, algo imprevisible y caprichoso. Una tendencia que, sabía, existía en su hija.
Pero recorrer todo Ulthuan sin tener ni idea de por qué, ni de qué los esperaba al final del viaje parecía una petición irracional, incluso para los baremos de un mago.
Rhianna parecía igualmente confundida por la solicitud de su padre, pero la perspectiva de visitarlo pronto pudo más que cualquier preocupación por los motivos de su demanda.
—¿No dio ninguna indicación de por qué quiere que vayamos a la Torre Blanca? —preguntó Rhianna.
—No dio ninguna.
—Entonces ¿te importaría especular? —intervino Eldain—. Debes tener alguna idea de por qué envía a una de las guardianas de la Torre Blanca a recoger a su hija.
Yvraine negó con la cabeza.
—En la vida, la gente más sabia y sensata evita las especulaciones.
«Maravilloso —pensó Eldain—, guerrera y filósofa…»
* * *
Se llamaba Kyrielle Verdetez y le había salvado la vida.
Cuando el dolor y la incomodidad del canto de sirena de la planta carnívora aromática se desvaneció de su mente, ella lo ayudó a ponerse en pie y lo reprendió mientras le sacudía la ropa limpia que había dejado para él.
—¡Mira cómo te has puesto! —dijo—. ¡Y yo que me tomé la molestia de buscar a uno de los guardias que tuviera tu mismo tamaño!
—¿Qué…? —preguntó él, señalando débilmente los restos humeantes de la planta—. ¿Qué era eso?
—¿Eso? Oh, sólo una de las creaciones más destacadas de mi padre —dijo ella, despectiva, agitando una delicada mano—. En realidad, un pequeño experimento que, entre tú y yo, no salió demasiado bien, pero le encanta trastear con cosas de más allá de este mundo para ver cómo combinan con nuestras especies nativas.
—¿Está muerta?
—Eso creo —respondió ella, y luego se echó a reír—. A menos que mi magia se esté quedando muy oxidada.
—¿Eres maga?
—Tengo un poco de poder —respondió ella—, pero ¿quién no lo tiene en Saphery?
—¿Saphery? ¿Eres de allí? —preguntó él, aunque ya lo había supuesto.
—En efecto.
Ella sonrió.
—Eres invitado de Anurion el Verde, archimago de Saphery, y éste es su palacio en Yvresse —dijo—. Yo, por otro lado, soy su hija, Kyrielle.
Él pudo sentir la pausa expectante después de haber pronunciado su nombre, pero no tenía nada que decirle.
—Lo siento, mi señora, pero no tengo ningún nombre que darte. No puedo recordar nada de antes de que naufragara en el mar.
—¿Nada? ¿Nada en absoluto? Bueno, es una lástima —apuntó ella, en una magistral muestra de cómo trivializar las cosas—. Bueno, no puedo hablar por ti si no tienes nombre. ¿Te importaría mucho si pensara un nombre para ti? ¡Sólo hasta que recuerdes el tuyo, por supuesto!
Hablaba tan rápido que él tenía problemas para seguirla, sobre todo con la bruma que parecía llenar sus pensamientos.
—No, supongo que no —dijo.
El rostro de Kyrielle se contrajo de una manera que sugería que estaba concentrándose.
—Entonces te llamaré Daroir. ¿Te parece bien? —dijo por fin.
Él sonrió.
—La runa del recuerdo y la memoria.
—Parece adecuado, ¿verdad?
—Daroir —repitió él, repasando mentalmente el nombre. No tenía ninguna conexión con aquel nombre y por instinto supo que no se llamaba así de verdad, pero sería suficiente hasta que pudiera recordar cuál era el verdadero—. Supongo que es adecuado, sí. Tal vez sirva de ayuda.
—Entonces, ¿no recuerdas nada en absoluto? —quiso saber Kyrielle—. ¿Nada de nada?
—No —negó él con la cabeza—. Recuerdo que estuve a punto de morir en el mar y que me arrastré hasta la playa. Y… eso es todo.
—Qué historia tan triste —dijo ella, y una lágrima le corrió por la mejilla.
Su súbito cambio de humor lo sorprendió.
—Con una lágrima en los ojos y una sonrisa en los labios… —dijo.
Aunque se oyó decir aquellas palabras, a sus oídos resultaron desconocidas, aunque fluían de modo natural de su boca.
—¿Conoces las obras de Mecelion? —sonrió ella entonces.
—¿De quién?
—Mecelion —repitió Kyrielle—. El poeta guerrero de Chrace. Acabas de citar El más bello amanecer de Ulthuan.
—¿Ah, sí? —se extrañó Daroir—. Nunca he oído hablar de Mecelion, ni mucho menos he leído ninguno de sus poemas.
—¿Estás seguro? Por lo que sabemos, podrías ser el más grande estudiante de poesía de todo Ulthuan.
—Cierto, pero ¿qué podría estar haciendo en el mar un estudiante de poesía?
Kyrielle lo miró de arriba a abajo.
—No, no tienes mucha pinta de estudiante. Demasiados músculos. ¿Y cuántos estudiantes tienen heridas como las que tú tienes en el hombro y la cadera? Has sido guerrero en tus tiempos.
Daroir se ruborizó, advirtiendo que ella tenía que haberlo visto desnudo para conocer las viejas heridas de su cuerpo. Kyrielle se echó a reír al ver cómo se ruborizaban sus mejillas.
—¿Pensabas que te habías desnudado tú sólito? —preguntó.
Él no respondió. Ella lo cogió de la mano y lo condujo hasta un hermoso arco de hojas de palmera que se separaron cuando se acercaron para revelar una escalera que se alzaban hacia la mansión emplazada en lo alto del acantilado.
La escalera tallada en la roca era tan hermosa que Daroir no estuvo seguro de que se hubiera formado de manera natural. Extrañamente para este lugar de maravillosa flora, los peldaños estaban completamente libres de hierba o tierra, como si las plantas supieran que tenían que mantener despejado el ascenso.
La siguió de buena gana mientras ella lo guiaba escaleras arriba.
—¿Adónde vamos?
—A ver a mi padre —respondió Kyrielle—. Es un mago poderoso y tal vez pueda devolverte la memoria.
Le soltó la mano y empezó a subir. Daroir sintió un cálido brillo envolverlo cuando ella le sonrió, como si alguna extraña magia tranquilizadora estuviera funcionando en su interior.
La siguió escaleras arriba.
* * *
Muy, muy lejos, en una tierra carente de risas amables o de luz del sol que calentara la piel, un agudo chillido que hablaba de sangre derramada resonó en una torre de descarada oscuridad. Alrededor de esta torre, la más alta y ominosa, había cien más, frías y apestando a malicia, y alrededor de éstas había un millar más. Humo negro se arremolinaba en torno a ellas, que se alzaban sobre una ciudad emplazada al pie de montañas de hierro y que vivía en las pesadillas del mundo.
Era Naggarond, la Torre del Frío…, el olvidado dominio del Rey Brujo, temible gobernante de los oscuros parientes de los elfos de Yvraine.
Los druchii.
Castillos y torretas negras rodeaban la poderosa torre que se alzaba en el centro de la ciudad, envuelta en la lluvia cenicienta de aquellos que habían sido quemados en las piras de sacrificio que aún ardían, rojas y negras, en templos cubiertos de sangre.
Murallas de treinta metros de altura rodeaban la ciudad, y de las murallas se alzaba un bosque maligno de torres oscuras y retorcidas donde ondeaban los estandartes ensangrentados del infernal amo de la ciudad. Un ejército de cabezas cortadas y un tapiz de pieles colgaba de las picudas almenas, y los asquerosos restos goteaban por la negra pared de la muralla.
Aves carroñeras revoloteaban sobre la ciudad en una nube omnipresente, sus gritos resonaban hambrientos e impacientes mientras cruzaban el cielo ominoso y carente de alegría. El golpeteo de los martillos y el roce del hierro se alzaba en la ciudad, mezclándose con los gritos de angustia y los gemidos de los condenados en un terrible cántico mortal que no cesaba nunca.
Los habitáculos de los elfos oscuros, ruinas ominosas y destrozadas, áticos expuestos al viento y torres embrujadas, llenaban la ciudad, cada uno de ellos más triste que el anterior.
El grito surgido de la torre más alta del centro de la ciudad perduró, como si el aire mismo lo estuviera saboreando, y los que lo oyeron dieron gracias a sus dioses por no ser ellos quienes sufrían hoy. Los gritos llevaban días repitiéndose, y aunque no eran nuevos en Naggarond, hablaban de un nivel de sufrimiento que superaba la imaginación.
Pero el origen de los gritos no era uno de los elfos de piel de marfil de la ciudad, sino de un hombre, aunque había cortado todos los lazos con su especie hacía muchos años por el éxtasis de la batalla y la adoración de los Dioses Oscuros del norte.
En una habitación cerrada, iluminada tan sólo por las ascuas de un brasero humeante, Issyk Kul producía sus oscuros tormentos en un lienzo de carne que le había entregado la Hechicera Bruja. De dónde procedía el joven era irrelevante, y lo que sabía no tenía importancia, pues Kul no había iniciado sus torturas con ningún otro propósito más que infligir agonía. Convertir en una ruina maravillosa aquel cuerpo perfecto, y sin embargo mantenerlo con vida y consciente del horror que se le causaba era a la vez su arte y un acto de adoración.
Kul era ancho y musculoso, y su cuerpo duro como el hierro debido a los rigurosos climas norteños del Viejo Mundo y una vida de guerra y excesos. Cordones de cuero sujetaban un tramado de placas moldeadas para ajustarse a su cuerpo bronceado, su armadura brillaba y ondulaba como si fuera carne rosa despellejada, y su piel relucía con ungüentos perfumados. Una cabellera dorada y luminosa remataba el rostro de un libertino, de rasgos bien dibujados y atractivos hasta el punto de la belleza. Pero donde terminaba la belleza comenzaba la crueldad, y sus grandes ojos no conocían la piedad ni la compasión, sólo la infame indulgencia y la obsesión del fetichista.
Cuando terminara con su juguete, lo liberaría, sin ojos, sin labios y enloquecido. Lo soltaría en la ciudad para que babeara y suplicara una muerte que tardaría en venir. Deambularía por las calles convertido en una rareza, y los gritos de repulsión y admiración lo perseguirían hasta los más oscuros rincones de la ciudad, donde se convertiría en un festín para las criaturas de la noche.
Kul se apartó de su obra, descartó las agujas y seleccionó una hoja tan fina y esbelta que no servía para ninguna otra cosa más que para infligir las torturas más espantosas en los órganos más sensibles del cuerpo.
Más gritos llenaron la cámara, y los de Kul se unieron a los de su juguete. Sus gruñidos alcanzaron el clímax en un aullido atávico de placer mientras completaba su violación de lo que una vez fue un pálido mensajero de ojos brillantes.
Saciados sus deseos por el momento, Issyk Kul se inclinó para besar los gimoteantes pedazos de carne.
—Tu dolor ha complacido al gran dios Shornaal, y por eso te doy las gracias —dijo.
Se dio media vuelta para abandonar la cámara, deteniéndose sólo lo suficiente para recuperar una espada gloriosamente elaborada de curvas sinuosas y crueles pinchos. La empuñadura de hueso picoteó la carne de sus manos y una cuchilla ubicada en el mango le marcó la palma cuando giró la hoja para meterla en la vaina que llevaba a la espalda.
Más allá de los confines de la habitación que utilizaba como templo de adoración, un pasadizo de piedra se perdía a derecha e izquierda, siguiendo la forma de la torre, y Kul echó a andar con largas y gráciles zancadas hacia los cánticos y gemidos.
La música de la torre estaba imbuida en su estructura, milenios de sufrimiento y sangre improntados en sus mismos huesos. Kul podía sentir la angustia que se había descargado en este lugar como si hubiera sucedido ante sus mismos ojos. Espectros de asesinatos pasados desfilaron ante él, y los tormentos que construyeron este lugar eran como vino de la más dulce viña de sangre.
Por fin la curva del pasadizo terminó en un amplio portal de hueso y bronce que conducía al corazón de la torre. Seis guerreros con capa, largas cotas de malla negra y altos cascos de bronce guardaban el portal; sus grandes alabardas de negra hoja reflejaban la luz de las antorchas que ardían en pebeteros hechos con cráneos. El rostro de cada guerrero mostraba la marca de Khaine, el dios de mano ensangrentada del asesinato, el odio y la destrucción, y Kul sonrió al ver la licenciosa deformación de la carne.
Aunque era bien conocido en Naggaroth, las armas de los guardias entrechocaron para bloquearle el paso a las escaleras de ébano que conducían al santuario interior de la torre.
Kul asintió, satisfecho, sabiendo que si lo hubieran dejado pasar hasta su señor sin oponerse, él mismo los habría matado. Más de un campeón de los Dioses Oscuros había caído presa de la traición de un camarada de confianza, y Kul no había vivido tres siglos asumiendo que la fe de los amigos era eterna.
—Enorgullecéis a vuestro amo —los halagó Kul—, pero me esperan.
—Puede que te esperen, pero no irás a ver a lord Malekith sin escolta —dijo una voz tras él, y Kul sonrió.
—Kouran —replicó, dándose la vuelta para ver al comandante de la guardia negra de Naggarond, la guardia de élite de la ciudad del Rey Brujo. Kouran era casi un palmo más bajo que Issyk Kul, pero de todas formas su aspecto era formidable con la oscura armadura forjada con el metal irrompible de una estrella caída y la espada forjada por antigua magia ya olvidada.
Los ojos violeta del elfo se encontraron con los de Kul, y al campeón le complació ver la total ausencia de miedo en su mirada.
—¿No te fías de mí? —preguntó Kul.
—¿Debería?
—No —admitió aquél—. He matado a amigos y aliados antes, siempre que se me antojó.
—Entonces subiremos juntos, ¿no? —dijo Kouran, dejando claro a Kul que no se trataba de una sugerencia.
Asintió y le hizo un gesto al capitán de la Guardia Negra. Kouran posó la mano en la empuñadura de su espada y Kul pudo sentir el mal de la hoja esparcirse en el aire como dulce incienso.
Las brillantes hojas de la Guardia Negra se separaron e Issyk Kul y Kouran atravesaron el portal de hueso. Una brumosa cortina de humo de dulce olor brotó del suelo para rodearlos y llevarlos hacia adelante. La cámara más allá del portal estaba fría, y una telaraña de escarcha formó una pátina blanca en su armadura. El ungüento se le heló en la carne y su respiración flotó en el aire ante él mientras Kouran lo guiaba a través de las brumas púrpura hacia la escalera de caracol de metal mohoso de la que goteaba un pegajoso residuo de sangre antigua.
Kouran subió las escaleras y Kul lo siguió, adaptando su musculosa masa a tan estrecho hueco. Había soñado con acercarse a la presencia del Rey Brujo mil veces desde que trajo su ejército a Naggarond, y sintió una deliciosa oleada de aprensión y emoción tronar en sus venas mientras seguía a Kouran. Aunque había matado y torturado durante cientos de años, Kul era bien consciente de que la oscuridad que había traído al mundo no era más que una fracción de la sombra proyectada por el Rey Brujo.
Desde hacía más de quinientos años, el Rey Brujo reinaba sobre Naggaroth, y todas las épocas posteriores del mundo habían conocido su letal poder. En Ulthuan, su nombre no se pronunciaba excepto como maldición, mientras que en las tierras de los hombres su poder era una leyenda terrible que aún acosaba al mundo y planeaba causar su ruina. Para las tribus del norte, el Rey Brujo era sólo otro gobernante de un reino lejano, en ocasiones un tirano que temer o un aliado con quien luchar.
Una lluvia roja de sangre cayó desde las alturas, convirtiendo el pelo dorado de Kul en lacios hilos de escarlata, y lamió las gotas coaguladas mientras le corrían por la cara.
La chirriante escalera de hierro parecía no acabar nunca, cada vez más arriba en el frío aturdidor y el humo púrpura que lo rodeaba. El aceite de su piel se resquebrajó y sus músculos empezaron a tiritar a medida que se acercaba al salón del trono de Malekith.
Llegaron por fin a la cima de la torre, el pináculo del mal en Naggarond, y todos los sentidos de Kul cobraron vida con la viva cualidad de odio y frialdad que teñía cada aliento con su poder.
La oscuridad del salón del trono del Rey Brujo era una fuerza en sí misma, una presencia que se sentía de modo tan palpable como la de Kouran a su lado. Cubría las paredes como una enfermedad que se arrastrase, reptaba por el suelo y subía por las paredes desafiando la blanca luz sin alma que se esforzaba por colarse a través de las ventanas de plomo de la torre.
Kul empezó a temblar, su musculoso cuerpo desacostumbrado a un frio tan intenso e innatural, pues no tenía una gota de grasa que lo aislara. No podía ver nada más allá de la ligera silueta de Kouran y la absorbente oscuridad que parecía cebarse sobre él para volverlo ciego, como si le hubieran colocado una caperuza sobre los hombros.
No, no era así del todo…
Los sentidos de Kul ya no eran los de un mortal, aumentados y refinados por Shornaal para saborear mejor las agonías de sus víctimas y los éxtasis de sus triunfos. Al concentrarse, pudo sentir en la cabeza un jadeante aliento de hierro, como si un gran motor latiera en las profundidades de la torre y los ecos de sus esfuerzos se transmitieran por toda su dimensión. Pudo sentir una presencia dentro de su mente, un ser que arañaba y frotaba y se revolvía a través de sus recuerdos y deseos para llegar a su mismísimo corazón.
Sabía que estaba siendo examinado y agradeció la intrusión, confiado en que lo encontrarían adecuado para la tarea para la que lo habían convocado. El pegajoso contacto-pensamiento se retiró de su mente y se relajó al sentir retroceder el asombroso poder del Rey Brujo, aparentemente satisfecho.
La oscuridad de la cámara pareció disminuir e Issyk Kul vio un gran trono de obsidiana donde estaba sentada una poderosa estatua de hierro negro, una mano apoyada en un reposabrazos rematado por un cráneo mientras que la otra agarraba una espada colosal cuya hoja era de plata pulida y chispeaba de escarcha. Kul sabía que la magia de su propia espada era poderosa, pero las energías vinculadas a esta arma terrible eran superiores, y sintió que los encantamientos forjados en su armadura se debilitaban sólo con su presencia.
Un gran escudo, más alto que el propio Kul, reposaba a un lado del gran trono, y sobre él ardía la temible runa de Shornaal, aunque los druchii no usaban los nombres norteños de los dioses y llamaban Slaanesh a su dios. Una corona de hierro reposaba en el casco cornudo de la estatua, y al ver al monstruoso dios del asesinato, Kouran se hincó de rodillas y empezó a farfullar en la lengua de los elfos.
Kul tuvo que combatir la urgencia de arrodillarse junto a Kouran y adorar esta efigie de Khaine, pues Shornaal era un dios celoso y sin duda lo abatiría. Ni siquiera en el más sagrado de los sagrados lugares dedicados a Shornaal había sentido Kul semejante asombro y una presencia física tan poderosa de su propio dios como sentía ahora. Los druchii eran afortunados por tener a un dios tan poderoso físicamente.
Mientras contemplaba arrobado el magnífico y terrible ídolo, sintió la aproximación de otra presencia tras él.
—¿No rindes homenaje a mi hijo? ¿No es digno de tu obediencia? —dijo una voz cargada de lujuria.
Unas manos pálidas y esbeltas rodearon su cuello, las uñas largas y afiladas acariciaron su garganta y Kul se sintió responder a su caricia, un temblor de excitación y repulsión corrió por su espalda. Sabía quién era por su contacto, igual que lo habría sabido si le hubiera susurrado al oído.
Las manos de ella se deslizaron por las placas de la armadura que le cubría el pecho, extendiéndose hasta la carne desnuda de su abdomen para acariciar la curva de sus músculos.
—¿Tu hijo? —preguntó Kul, girando la cabeza a un lado para ver un atisbo de su embrujadora belleza. Piel pálida, ojos de líquida oscuridad y reborde negro y labios carnosos que se habían abierto paso por su cuerpo en más de una ocasión.
—Sí —respondió Morathi, rodeándolo graciosamente para plantarse ante él—. Mi hijo.
Era exquisita, tan hermosa como el día que se casó con Aenarion hacía miles de años, e iba ataviada con una larga túnica púrpura con una abertura que corría desde el cuello hasta su pelvis. Un talismán ámbar Colgaba entre la curva marfileña de sus pechos, y Kul tuvo que obligarse a mirar hacia arriba para no verse reducido a un tembloroso despojo de deseo ardiente, como le había sucedido a incontables pretendientes y amantes antes que él.
Madre y, según algunos, impía amante del Rey Brujo, el sensual esplendor de Morathi no se parecía a nada que Kul hubiera experimentado jamás, y su epíteto de Hechicera Bruja le parecía un error espantoso, aunque conocía la infernal realidad que había tras su maravilloso aspecto.
—Dama Morathi —saludó Kul, inclinándose de modo extravagante ante ella—. Es un placer volver a verte.
—Sí que lo es —respondió ella, apartándose de Kul y jugueteando con su amuleto.
Él dio un paso adelante y Kouran se puso en pie, la mano en el pomo de la espada. Kouran no sólo era el capitán de la guardia de la ciudad, fino también el guardaespaldas de sus gobernantes.
—Recibí tu llamada, dama Morathi —dijo Kul—. ¿Hay noticias de la isla de las brumas?
—Las hay —respondió ella—, pero háblame primero de mi mensajero. ¿Fue de tu gusto?
Kul se echó a reír.
—Fue muy placentero, mi señora. No regresará a ti.
—No contaba con ello.
Kul esperó a que Morathi continuara, hechizado por su monstruosa belleza e imaginando ya la profanación que causaría en su carne si tenía la oportunidad. Mientras contemplaba a la Hechicera Bruja, sus rasgos ondularon como una nube de calor y una imagen fugaz del paso de siglos se grabó en los ojos de Kul, los estragos de la edad y la ruina de los años marcados en una carne incapaz de mantener la belleza.
Esa era la dicotomía de Morathi, su seductora belleza y su repugnante realidad, una mantenida a expensas de la otra por medio del sacrificio de incontables vidas inocentes. Kul no pudo más que admirar la determinación y las profundidades que Morathi había sondeado para conservar su encanto.
—Es hora de que hagamos la guerra a los asur —dijo Morathi, rompiendo su embeleso.
—¿Se ha derramado ya sangre? —preguntó él, incapaz de apartar la adoración de su voz.
—Así ha sido —respondió Morathi—. La Serenata Negra encontró a un puñado de barcos suyos hace unos días. Se tomaron muchas vidas y se permitió que un navío escapara para llevar la noticia a Lothern.
—El miedo los devorará como una plaga —vaticinó Kul—. Estarán maduros para la matanza.
—Y el fuego se avivará en sus corazones —apuntó Kouran, escupiendo prácticamente cada palabra—. Los asur son orgullosos.
—Como debe ser —afirmó Morathi—. Mucho depende de que el fuego de los hijos de Asuryan sea dirigido correctamente. El empuje de nuestra espada debe quebrar el escudo de nuestro enemigo para permitir que la hoja asesina aseste su golpe mortal.
—Entonces debemos zarpar —dijo Kul, abriendo y cerrando los puños y pasándose la lengua por los labios—. Ansío practicar mis artes en la carne de los asur.
—Como te prometí, Issyk Kul —continuó Morathi—, zarparemos muy pronto con nuestros guerreros, pero todavía hay ofrendas que hacer a Khaine y deportes que practicar antes de humedecer nuestras espadas.
Kul señaló la gran estatua de hierro a la espalda de Morathi.
—Entonces haz tus ofrendas a tu dios y acabemos de una vez, hechicera —replicó—. Mi hoja ansia la bendición de la punta del cuchillo, la danza de las espadas y el dolor que causa placer.
Morathi frunció el ceño. Luego, cuando lo que Kul quería decir quedó claro, echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, un sonido que helaba el alma y que se extendió hasta más allá de la cámara para matar a cien aves carroñeras que sobrevolaban la torre. Se volvió hacia la figura de hierro y habló con la áspera y hermosa lengua de los druchii.
Kul dio un paso atrás, echando mano a la espalda para desenvainar la espada mientras veía los carbones esmeralda brillar tras las finas rendijas del casco de la estatua y sentía cómo una horrible animación se acumulaba dentro de la terrible armadura, aunque no se había movido ni un centímetro.
Entonces se dio cuenta de que no se trataba de ninguna estatua, sino del mismísimo Rey Brujo…
Con una velocidad y una gracia que tendrían que haber sido imposibles para un ser tan monstruoso encadenado a esta enorme armadura de hierro y odio, el Rey Brujo se levantó de su trono de obsidiana y se alzó sobre el campeón del Caos. Su aliento siseaba por detrás de su casco y la luz de su maldad dejó en ridículo los irrisorios libertinajes de Kul con el peso del sufrimiento que había infligido.
La gran espada del Rey Brujo se alzó y Kul tuvo la seguridad de que ésta sería su muerte, tal era su terror en ese momento.
—Madre… —dijo una voz tan engarzada en el mal que Kul sintió lágrimas de sangre acumulándose en la comisura de sus ojos.
—¿Hijo mío? —respondió Morathi, y para sorpresa de Kul su tono era de asombro.
—Zarparemos hacia Ulthuan —declaró el Rey Brujo—. Ahora.