Capítulo 9
9
Cogidos de la mano, Eldain y Rhianna bajaron las escaleras para encontrarse con Yvraine, que los esperaba en la mesa del desayuno. La maestra de la espada sonrió al verlos.
—Ambos parecéis… relajados —dijo.
—Estoy relajado —respondió Eldain, y se sentó junto a Yvraine y cortó varias rebanadas de pan de una hogaza recién horneada—. Me siento más vivo que nunca antes. ¿Cómo te encuentras esta mañana? ¿Conseguiste meditar bien ahora que has vuelto a tierra firme?
—Sí —asintió Yvraine. Miró a Rhianna y se ruborizó al comprender la naturaleza de su recién hallada felicidad—. Dormí muy bien.
Eldain le pasó un plato de pan a Rhianna y engulló un puñado de dulces de miel antes de apurar un vaso de zumo fresco de aolym. Saciado su apetito, se dirigió a los establos donde sus caballos habían pasado la noche, y se sintió complacido al descubrir que el caballerizo conocía su oficio y que los animales habían sido bien tratados. Todos habían sido cepillados y alimentados con buen grano de Saphery imbuido con la magia de la propia tierra. Aunque un palafrenero de Ellyrion habría sacado ya a pasear a los caballos, Eldain se hallaba de demasiado buen humor para encontrar defectos a los cuidados que habían recibido sus monturas.
Le dio las gracias al caballerizo y sacó a pasear a los caballos, permitiéndoles sacudirse el sopor de la noche y prepararse para el viaje que les esperaba. Si lo que Yvraine decía era verdad, y no tenía ningún motivo para dudar de ella, entonces podía pasar un tiempo indeterminado antes de llegar a la Torre Blanca.
Cuando los caballos se desembarazaron del letargo de la noche y estuvieron preparados para los ejercicios del día, Eldain pudo notar la expectación que sentían ante la perspectiva de explorar Saphery y los llevó a la puerta de la Luz de Korhadris.
Las calles de Cairn Auriel estaban llenas de gente y varios transeúntes se detuvieron a admirar a los caballos. Eldain pasó unos instantes agradables conversando con cada persona que comentaba la belleza de los corceles de Ellyrion, charlas que habría considerado intolerables hacía tan sólo unas pocas semanas.
Yvraine y Rhianna salieron de la hostería con aspecto descansado y ansiosas por continuar el viaje. Montaron sus caballos y Eldain comprobó el trabajo del caballerizo una vez más antes de montar a lomos de Lotharin.
Se volvió hacia Yvraine y dijo:
—Éste es tu país, dama Hoja de Halcón. Guíanos.
La maestra de la espada señaló un camino que subía serpenteando por los acantilados entre altos enrejados de oro y plata llenos de flores de verano.
—Por ahí —dijo—. Cuando lleguemos a lo alto del acantilado, podremos ver la Torre Blanca. Cabalgaremos hacia ella, y si somos bienvenidos deberíamos llegar esta tarde.
—Entonces esperemos ser bienvenidos —repuso Eldain, arreando a Lotharin con una suave presión de las rodillas—. ¿Buscadores de la verdad, dijiste?
Yvraine asintió.
—Si quieres ser un verdadero buscador de la verdad, es necesario que al menos una vez en la vida hayas experimentado la duda.
—Oh, de eso tengo de sobras —reconoció Eldain.
Pronto los edificios blancos del asentamiento costero quedaron atrás y se internaron en el camino que escalaba los acantilados hacia las tierras llanas de Saphery. Otros caballos se habrían asustado de la escalada, pero para los sementales de Ellyrion no fue más ardua que un camino recto.
A mirad del trayecto, Eldain se volvió a mirar la población que quedaba atrás, saboreando la mareante sensación de altura. El camino apenas era lo bastante ancho para que pasara su caballo, y una caída a pico de varias docenas de metros lo esperaba si tropezaba, pero Eldain no temía que Lotharin perdiera pie.
Rhianna parecía bastante cómoda, pero Yvraine se agarraba al caballo con todas sus fuerzas, la cara pálida y los nudillos blancos mientras sujetaba aterrada las tiendas de Irenya.
—No la sujetes tan fuerte, dama Hoja de Halcón —dijo Eldain—. Deja que Irenya camine a su aire. No intentes guiarla.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —respondió Yvraine, sin dejar de mirar el acantilado—. Ya os lo dije, prefiero confiar en mis dos pies.
—Cabalgas una yegua de Ellyrion, dama Hoja de Halcón. Preferiría tener encima a un druchii que permitir que te caigas.
—Acepto tu palabra, pero no me gustan las alturas.
—No pasará nada —le aseguró Eldain—. No mires hacia abajo.
Yvraine alzó la cabeza y lo miró con mala cara por dar un consejo tan elemental, pero eso mantuvo su atención centrada en él en vez de en la caída. Subir hasta la cima les llevó casi una hora, y para entonces el sol ya se había alzado y proyectaba su dorado resplandor sobre los acantilados.
El corcel de Eldain llegó a la cima y él le acarició la crin despeinada mientras contemplaba asombrado la tierra de Saphery. Aunque había venido aquí en numerosas ocasiones, la mágica maravilla de este reino seguía dejándolo sin habla.
Amplias llanuras, tan ricas y agradables como las de Ellyrion, se extendían ondulantes, doradas y verdes, hasta alcanzar el anillo de las Montañas Annulii en la distancia. Una bruma de magia flotaba sobre la tierra y gloriosos bosques moteaban el paisaje, lleno del canto de los pájaros y el zumbido perezoso de los insectos. El aire estaba cargado del olor de las cosechas maduradas por la magia, lo cual inmediatamente conjuró en la mente de Eldain imágenes de veranos interminables y días pasados recolectando los nuevos frutos.
Un templo de Ladrielle, con las paredes construidas con la misma piedra blanca de los acantilados, se alzaba al borde de un prado, sus muros caídos deliberadamente dispuestos para recordar la locura de un noble; sus estatuas artísticamente colocadas para dar la impresión de que ellas mismas cosechaban las gavillas de cereal.
A lo lejos, la Torre Blanca dominaba el paisaje, extendiéndose hacia el firmamento azul a una altura tal que su construcción habría sido imposible sin la magia de los elfos para elevar su magnificencia hacia los cielos.
—Parece que podemos cabalgar hasta allí —dijo Eldain.
—Y lo haremos —respondió Yvraine, adelantándolo. Su alivio por haber llegado a la cima del acantilado era claro—. Que lleguemos o no es otra cuestión.
—Eso no resulta muy tranquilizador.
—Sólo está bromeando —dijo Rhianna mientras pasaba por su lado.
—Por nuestro bien, eso espero.
Sin necesidad de que le dijeran nada, Lotharin echó a andar tras sus compañeros y sus zancadas más largas pronto alcanzaron la jaca de Rhianna.
—Sigo preguntándome por qué tu padre nos mandó llamar a ambos —comentó Eldain mientras cabalgaba junto a Rhianna.
—Y yo también, pero no lo sé. Yvraine dijo que era un asunto urgente.
—¿Tienes idea de por qué quería que viniéramos a la Torre Blanca en vez de a su mansión? ¿Tal vez sus adivinaciones le han mostrado que corremos peligro?
Rhianna negó con la cabeza, y sus ojos inconscientemente se dirigieron al lejano sur de Saphery, donde la mansión de los Ciervo de Plata se extendía más allá de las montañas. Rhianna se había hecho mujer tras sus altas y feroces murallas, y la alianza entre su familia y la de Eldain se había sellado con lazos de amistad y lealtad más fuertes que el ithilmar.
Eldain había visitado el hogar de Rhianna con su padre y su hermano en varias ocasiones, pero la Torre de Hoeth nunca había sido más que un leve brillo tras el horizonte. Poder contemplar ahora tan magnífico símbolo del dominio elfo sobre el mundo físico era embriagador.
El padre de Rhianna era un mago de gran habilidad y renombre, famoso por su maestría de la magia del fuego y la adivinación celeste, pero las energías requeridas para crear tan potente arquitectura estaba más allá de la habilidad de todos menos de los señores del conocimiento, y Eldain dudaba de que incluso ellos pudieran recrear tal hazaña de ingeniería arcana.
—Es imposible estar seguros con mi padre —dijo Rhianna—. Pero si estuviéramos en peligro, sin duda habría ido a vernos en vez de pedirnos que viniéramos.
—Entonces tal vez su adivinación ha revelado algo.
—Posiblemente, pero tendremos que esperar a ver, ¿no?
—Supongo —asintió Eldain, frunciendo el ceño cuando vio movimiento entre los sembrados.
Miró con más atención y vio una diminuta criatura de miembros finos y luz brillante que entraba y salía del sembrado; sus pisadas dejaban una huella donde un retoño de grano fresco se abría paso en el suelo. Cuanto más atentamente miraba, más diminutas criaturas veía, cada una bailando a un son silencioso entre las espigas de cereal.
—Son uleishi —dijo Rhianna, comprendiendo lo que él estaba mirando—. Criaturas mágicas que atienden las plantaciones y se aseguran de que la cosecha sea rica.
—Nunca había visto una cosa así.
—Sólo suelen verse en Saphery —explicó Rhianna—. Se dice que fueron creados como efecto secundario de los hechizos empleados en la creación de la Torre Blanca. ¿No es así, Yvraine?
Yvraine asintió.
—Sí, suelen ser criaturas inofensivas, pero les encantan las travesuras y es común que entren a robar en las casas y den golpes con las ollas o revuelvan el lugar si no están contentos con el cuidado que reciben las cosechas.
—¿Y por qué no se libran de ellos los magos? Sin duda tienen el poder.
—Probablemente —reconoció Yvraine—, pero se dice que si los uleishi abandonaran alguna vez Ulthuan, entonces su destino estaría sellado.
—¿Qué es lo que hacen? —preguntó Eldain.
—No se sabe, pero nadie quiere correr el riesgo de averiguar qué puede suceder si alguna vez dejan de hacerlo.
Eldain observó cómo los brillantes duendecillos correteaban éntrelas altas hierbas hasta que se perdieron de vista y otras nuevas maravillas llamaron su atención.
Ríos con agua tan clara que era casi invisible fluían a través de Saphery, y aunque el sol estaba alto en el cielo y les proporcionaba un agradable calor, de vez en cuando se alzaban del suelo brumas brillantes que se reunían en minúsculos tornados que barrían el paisaje sin dejar daños en su estela, sino un rastro resplandeciente de humedad y risa cristalina.
Rebaños de animales tan extraños que Eldain no tenía nombre para ellos podían verse en el horizonte cada vez que volvían la cabeza, criaturas que seguramente serían de origen mágico, pero que no llamaban la atención de Rhianna ni la de Yvraine. Vio más duendes mágicos; unos cuantos de ellos los siguieron durante un rato, correteando entre las patas de Lotharin hasta que se aburrieron y desaparecieron en una nube de luz carcajeante.
Cuando cruzaron uno de los anchos riachuelos que bajaban desde las Annulii al Mar Interior, Eldain observó una conmoción corriente arriba y vio cómo un grupito de ninfas de piel azul transparente y pelo de espuma jugueteaban en el agua, salpicando y burlándose unas de otras. Al darse cuenta de que estaban siendo observadas, las ninfas desaparecieron bajo la superficie del río y Eldain las vio nadar hacia él bajo la corriente, sus rasgos sonrientes llenos de amorosa picardía.
Instó a Lotharin a salir del agua mientras las ninfas pasaban tras él y su juguetona risa se perdía río abajo.
—¿Todo en esta tierra es mágico? —preguntó para sí.
Como en respuesta a esa pregunta, un viento helado se apoderó de él y parpadeó cuando una resplandeciente falange de espectrales yelmos plateados surgió del suelo, la luz del sol reflejándose cegadora en las placas pulidas de sus yelmos de ithiltaen. Si Rhianna o Yvraine los vieron también, no dieron muestras de ello, y aunque esos espectros no parecían tener intenciones hostiles, a Eldain su presencia no le pareció nada tranquilizadora.
—¿Quiénes son esos guerreros? —susurró. Cada vez que intentaba concentrarse en uno de los silenciosos jinetes, el guerrero desaparecía, tan efímero como la bruma de la mañana, sólo para volver a aparecer momentos más tardes.
—Estamos cabalgando siguiendo las líneas de poder —fue la explicación de Rhianna para la presencia de este ejército espectral, y Eldain trató de contentarse con eso. Eldain había vivido toda la vida en Ellyrion, y aunque también estaba bañado por un verano eterno y el poder fluía por la tierra, era un poder que formaba parte del ciclo natural de las cosas y no se manifestaba de formas tan abiertas y preocupantes.
Bueno, preocupantes para él al menos.
Por fin pareció que la ruta que debían seguir hasta la Torre Blanca difería del curso de los yelmos plateados largo tiempo muertos, y éstos desaparecieron de la vista sin emitir ni un sonido. Aunque su presencia había resultado inquietante al principio, Eldain sintió una extraña tranquilidad al conocer su existencia. No tenía ninguna duda de que si hubiera pretendido causar algún daño a Saphery, la ira de estos espíritus se habría vuelto contra él sin piedad.
Se despidió sin decir palabra de los silenciosos guerreros y volvió su atención a la acechante forma de la Torre Blanca que tenían delante.
Por la posición del sol, Eldain juzgó que llevaban viajando al menos cuatro horas, aunque la torre no parecía estar más cerca. De hecho, parecía más lejana.
Tal vez la magia de Saphery distorsionaba sus percepciones, o tal vez el enorme tamaño de la torre creaba una ilusión óptica de distancia.
Los tres jinetes continuaron el camino en cómodo silencio, permitiendo que la tranquilidad de Saphery los arrullara con el pacífico ritmo de los viajeros felices. Eldain sintió pesadez en los ojos y parpadeó rápidamente al notar el suave roce de una presencia dentro de su mente. El contacto no fue invasivo y, curiosamente, no sintió ninguna amenaza ni alarma ante su llegada.
Sintió familiaridad en el contacto, como si el poder que se filtraba en su mente fuera el de un amigo, un viejo compañero en quien confiaba y con quien se había enfrentado a incontables peligros, compartiendo aventuras y superando terrores.
Eldain miró a Rhianna y vio una sonrisa floja en su rostro, igual que la que estaba seguro tenía el suyo. Sólo Yvraine permanecía inalterada por lo que estaba ocurriendo, sus estoicos y afilados rasgos concentrados en la torre que tenían delante…
Con un sobresalto, Eldain advirtió que ya no podía ver la torre en la distancia.
Se volvió en la silla, pero no importaba en qué dirección mirase, todo lo que podía ver eran los verdes campos de Saphery, el polvillo de las mazorcas de maíz flotando sobre los campos de oro. Miró hacia el sol, pero éste se hallaba directamente sobre él y ninguna sombra le dio indicación alguna de en qué dirección cabalgaban.
Altos picos blancos se alzaban en cada horizonte, como si estuvieran atrapados dentro de una gran llanura rodeada por un anillo de montañas, pero una parte lejana de la mente de Eldain sabía que algo así era imposible…
Aunque podía sentir el trote tranquilizador de su caballo y sabía que era la montura más fiel que ningún jinete podía desear, Eldain se preguntó adonde lo llevaba, pues no podía ver ninguna característica reconocible en el terreno ni rastro alguno de la Torre de Hoeth.
La Torre de Hoeth…
¿Eran éstas las defensas que la torre alzaba para atraparlo?
—¿Yvraine? —preguntó.
—Sí —contestó ésta, adivinando la pregunta antes de que fuera formulada siquiera—. La torre ha sentido nuestro deseo de acercarnos y está juzgando nuestra intención.
El pánico empezó a alzarse en el pecho de Eldain, pero mientras crecía, sintió la caricia tranquilizadora de la presencia dentro de su mente. Sabiendo ahora lo que era, se relajó en su abrazo y permitió que corriera libremente por dentro de su cráneo, la felicidad y la paz que había experimentado en las últimas semanas del viaje anulaba cualquier otro pensamiento y recuerdo.
Eldain sonrió al sentir la presencia retirarse de su mente, y su visión vaciló mientras ilusiones de las que antes no había sido consciente se desvanecían de sus ojos y la realidad de Saphery se alzaba una vez más.
Como un durmiente que gradualmente se da cuenta de que se ha despertado en un lugar extraño, Eldain miró a su alrededor como si viera lo que lo rodeaba por primera vez.
La Torre Blanca se alzaba enorme ante su vista, su colosal verticalidad se reafirmaba ahora que la veía sin el camuflaje de las ilusiones. Aunque todavía estaba a más de una milla de distancia, Eldain pudo distinguir detalles en sus paredes blancas: ventanas arqueadas, estandartes escarlata y runas doradas que trenzaban su camino por toda la longitud de la torre.
Pero algo más cercano que la torre capturó su atención con más intensidad…
Un castillo blanco y oro que flotaba en el aire ante ellos.
* * *
Las estructuras más magníficas que Caelir recordaba haber visto antes eran las islas castillo de Tor Elyr y las altas estatuas del Rey Fénix y la Reina Eterna en Lothern, pero incluso su vertiginosa majestad palidecía a la vista del hogar de los señores del conocimiento. Había pasado un milenio entre la ruptura del suelo y su terminación hacía más de dos mil años, y la idea de que una sola estructura requiriera tanto en ser completada le había parecido ridícula a Caelir cuando vio la torre desde las montañas.
Pero momentos después de su llegada a la torre apreció que de hecho había sido una proeza alzar una creación tan maravillosa y deslumbrante en tan poco tiempo. Los artesanos habían trabajado durante siglos para crear las intrincadas tallas que corrían desde la base de la torre a su lejana cima, y la magia empleada en su creación imbuía a la torre de una fuerza muy superior a la de la piedra y la argamasa.
La Torre de Hoeth se alzaba en mitad de un bosque esmeralda, levantándose desde un colosal peñasco de titilante roca negra. Bandadas de pájaros blancos revoloteaban alrededor de la aguja más alta de la torre e incontables cascadas caían de la roca negra a los blancos estanques espumosos dispuestos de forma escalonada en su base.
El aire estaba salpicado con los colores de un millón de arco iris, y Caelir no pudo recordar una visión más perfecta.
Kyrielle y él cabalgaban juntos tras haberse complacido en las maravillas de Saphery mientras cruzaban la distancia que separaba las montañas de la torre. A lo largo de su breve viaje a través de las protecciones mágicas de la torre, Caelir había visto muchas cosas increíbles e inesperadas y muchas más que respondían exactamente a sus expectativas de una tierra anclada en la magia: un castillo volador que flotaba en las alturas, grupos de bailarines aéreos y dragones espectrales que viajaban en cintas de luz.
Aunque cada visión era sorprendente y lo llenaba de asombro, no podía desprenderse de la acuciante sensación de que había visto estas cosas antes y que había visitado esta tierra en el pasado.
Anurion volaba sobre ellos, y las alas extendidas del pegaso dibujaban una sombra cruciforme sobre la tierra. Los guardias formaban un anillo de hojas de plata alrededor.
Pese a todas las visiones que había experimentado, Caelir esperaba una sorprendente gama de ilusiones y defensas mágicas, pero no había visto nada que pudiera hacerle pensar que la torre estaba defendida.
Kyrielle se rio cuando le dijo esto, y le confirmó que las defensas de la torre lo habían juzgado como buscador de conocimiento y le habían permitido el paso.
Caelir alzó la cabeza cuando una sombra pasó sobre ellos y el pegaso de Anurion aterrizó en un revuelo de hojas caídas en la linde del bosque. Un chisporroteante nimbo de poder jugueteó sobre el mago y su montura, haciendo que su túnica se agitara y la crin de su animal revoloteara como movida por una mano invisible.
Anurion habló rápidamente con sus guerreros y los despidió con un gesto. Como un solo hombre, los jinetes armados desmontaron y empezaron a levantar un campamento improvisado. Estaba claro que no iban a acompañarlos a la torre.
El archimago se volvió hacia Caelir.
—El Señor del Conocimiento Teclis nos está aguardando, muchacho —dijo—. No deberíamos hacerle esperar. Aviva el paso.
De todas las veces que Caelir había hablado con Anurion antes, el mago le había parecido, alternativamente, extraño y excéntrico, irascible y de mal genio, pero nunca aterrador. Eso cambió ahora, cuando el poder reunido en la Torre Blanca surcó las venas de Anurion.
—Por supuesto —dijo Caelir.
Anurion, sin decir nada más, volvió a su pegaso y los condujo hacia los árboles, cuyas ramas y hojas temblaban aunque no había viento alguno que los agitase. Los árboles latían con la energía de los seres vivos que tienen poder más allá de sus ciclos naturales de desarrollo, y Caelir pudo notar el placer que Anurion y Kyrielle sentían al estar rodeados de tanta fecundidad.
Un súbito graznido hizo que Caelir alzara la cabeza y sonriera al ver que los pájaros que revoloteaban sobre la torre descendían ahora hacia el bosque en gran número. Aves de alas blancas se posaron en cada rama para dar la bienvenida cantando al archimago, y el bosque adquirió un aspecto gloriosamente festivo.
Se abrieron paso por el bosque, dejando atrás numerosos arroyos y maravillosos claros donde los maestros de la espada, solos o en grupos, entrenaban con sus grandes armas, practicando, realizando increíbles proezas de equilibrio o meditando mientras hacían girar las espadas a su alrededor a una velocidad que Caelir nunca podría esperar igualar.
Cada guerrero o guerrera interrumpió su rutina al ver pasar a Anurion, inclinando la cabeza con respeto antes de advertir la presencia de Caelir y Kyrielle.
—Tu padre es bien conocido aquí —dijo él.
—Así es, aunque no viene a menudo a la Torre Blanca.
—¿No? ¿Por qué no?
—Has visto su mansión, ¿recuerdas? A mi padre le encanta crear y juguetear, pero hay quienes piensan que su trabajo es frívolo. Inevitablemente, mi padre acaba discutiendo y se marcha, jurando no volver nunca más.
Caelir podía imaginar perfectamente que el temperamento de Anurion lo sacara de sus casillas, pero se estremeció al pensar en las consecuencias de una discusión entre gente que dominaba el asombroso poder de la magia.
Por fin, su camino los llevó a la cima de la roca negra, y Anurion desmontó del pegaso y les indicó que hicieran lo mismo. Caelir saltó de su caballo y ayudó a Kyrielle a bajar del suyo mientras Anurion esperaba que se reunieran con él en la base de la torre.
Caelir y Kyrielle se acercaron a la fabulosa estructura, con la mirada inexorablemente atraída por la longitud tallada de la torre. La piedra clara utilizada en su construcción estaba impregnada de un poder increíble y Caelir pudo sentir las energías que corrían bajo sus pies en dirección a la torre.
Había experimentado una sensación similar al pie de la torre de Eltharion, pero, por magnífica que fuera la mansión del Guardián, no podía compararse con el poder y el dominio de la sede de los señores del conocimiento.
—Vamos, vamos —los apremió Anurion, colocándose entre ellos y empujándolos hacia la torre.
—¿Cómo entramos? —preguntó Caelir—. No hay ninguna puerta.
—No seas tonto, muchacho, claro que la hay.
—¿Dónde?
Anurion se lo quedó mirando como si hubiera hecho la pregunta más estúpida imaginable, y Caelir se preparó para una explosión de genio por parte del archimago.
En cambio, éste frunció los labios y se llevó una mano a la frente como si no pudiera creer en su falta de reflexión.
—Pues claro… Tú no eres mago, ni pretendes convertirte en un maestro de la espada.
—No —admitió Caelir—. Sólo quiero respuestas.
—Así es, muchacho —dijo Anurion, situándose ante la base de la torre—. En ese caso, tendrás que abrirte tu propia entrada.
—¿Y cómo hago eso?
—Los que vienen como suplicantes deben crear su propia puerta —insistió Anurion—. Expresa simplemente el propósito que te ha traído aquí. La torre juzgará la verdad de tus palabras y decidirá si eres digno de entrar.
Sintiéndose un poco idiota, Caelir cuadró los hombros y se plantó ante la pared tallada de la torre. No era ningún orador, así que optó por la verdad simple y sin florituras.
—Me llamo Caelir, y vengo a la Torre de Hoeth en busca de respuestas.
No apareció ninguna puerta, y la pared continuó igual de sólida ante él.
—Se más específico, tonto —le aconsejó Kyrielle.
—Le estoy hablando a una pared —dijo Caelir—. Es difícil pensar en qué puede convencerla para que me deje pasar.
Suspiró y cerró los ojos, y recordó todo lo que había aprendido en el tiempo que había pasado con Anurion y Kyrielle: la verdad de su nombre, la daga que no podía desenvainar, la amenaza de los druchii a Ellyrion y los negros agujeros en su memoria que esperaba que Teclis pudiera restaurar.
Satisfecho porque sabía lo que iba a decir, abrió los ojos para ver cómo la pared ondulaba ante él como la superficie de un cuenco de leche, la magia insertada en su creación ahora fluida y maleable. Mientras seguía mirando, la piedra de la torre cambió para formar un portal dorado rodeado de símbolos de plata tallados directamente en la roca.
—Bien hecho, muchacho —dijo Anurion, y entró confiadamente por la abertura, hacia lo que debía de ser una gran cámara carente de muebles y ocupantes.
—Pero si no he dicho nada.
—¿Crees que en un lugar como éste necesitas palabras? —sonrió Kyrielle mientras seguía a su padre al interior de la torre.
—Parece que no —dijo él.
—Bien, pues entonces, vamos —lo instó Kyrielle.
—¿Tenemos que dejar los caballos aquí?
—Claro —dijo ella, señalando por encima de su hombro.
Un atractivo maestro de la espada salió de entre los árboles y se inclinó ante las tres monturas antes de susurrar palabras inauditas y llamarlos para que se reunieran con él en el bosque. Las monturas siguieron al guerrero, y Caelir sonrió al reconocer las habilidades de alguien nacido en Ellyrion.
Satisfecho de que los caballos estuvieran bien atendidos, Caelir se dio la vuelta y entró rápidamente en la torre por si la puerta se cerraba tan súbitamente como había aparecido.
Al atravesar el portal sintió un súbito escalofrío, como si una corriente mágica hubiera atravesado su cuerpo. No fue desagradable, pero sí inesperado. Se detuvo en el acto y giró sobre sus talones para ver qué había sucedido.
La puerta había desaparecido y en su lugar había una de las muchas aberturas en forma de arco que había visto en la pared de la torre. Caelir se quedó sin aliento al asomarse a la abertura y ver la tierra de Saphery extenderse ante él como un mapa en relieve, los campos y el río diminutos a causa de la altura.
A cientos de metros bajo él, Caelir vio el bosque donde había sido levantada la torre y los bordes de roca negra sobre la que se alzaba.
Con un solo paso había subido toda la torre, y se apartó del precipicio cuando una voz dijo:
—Bienvenido, Caelir de Ellyrion.
Se volvió para ver a Anurion y a Kyrielle junto a un elfo delgado ataviado con la vestimenta de un señor del conocimiento. Una capa azul oscuro bordada con anthemion dorado colgaba de sus estrechos hombros, y finos mechones de cabello oscuro asomaban bajo un casco dorado con una media luna esculpida. Una espada envainada colgaba de su cintura, algo incongruente como parte del atuendo de un mago, y empuñaba un báculo dorado con una imagen de la diosa Lileath en la otra mano…
Caelir advirtió quién era la persona que tenía delante y se arrodilló asombrado.
Había visto antes magníficas pinturas de Teclis y su hermano gemelo, el príncipe Tyrion (¿quién de los asur no lo había hecho?), pero ninguna había logrado capturar la intensidad de la mirada del Señor del Conocimiento. Sus rasgos cetrinos eran cáusticos y oscuros, los ojos entornados y cargados de antiguo conocimiento. Su mirada prudente le recordó a Eltharion, y se preguntó si todos los grandes héroes estaban maldecidos con ese tipo de dolor.
Pero donde se decía que el príncipe Tyrion era robusto, guerrero y gregario, Teclis era su reflejo oscuro, maldito desde el nacimiento con una fragilidad que sólo podía mantener a raya con pociones y el poder del báculo que llevaba. Mientras que Tyrion era un guerrero de fama épica, ningún otro mago aparte de Teclis había sido nombrado Alto Señor del Conocimiento, y sus increíbles poderes eran tan legendarios como la habilidad marcial de su hermano.
Juntos eran los mayores héroes vivos de los asur, pues habían derrotado la invasión más terrible de Ulthuan desde los tiempos del Caos y Aenarion.
Y ahora era la única esperanza de Caelir.
—Mi señor Teclis —dijo—. Necesito tu ayuda.
* * *
Eldain se quedó sin aire en los pulmones al ver el castillo en el cielo, sus murallas blancas y sus elevadas torres construidas sobre una isla de piedra rosada que flotaba contra el viento como una nube rebelde. La luz del sol chispeaba en los yelmos y las puntas de las lanzas, y Eldain vio cómo un guerrero se asomaba al parapeto y lo saludaba. La pura sencillez del gesto chocaba con la increíble extrañeza del momento.
—Hay un castillo… —dijo, señalando al cielo.
Rhianna le devolvió el saludo al guerrero de las murallas.
—Sí —explicó—. Ésa es la mansión de Hothar el Feothay. Es un buen amigo de mi padre, aunque puede ser un poco… excéntrico.
—¿Excéntrico? Vive en un palacio flotante —exclamó Eldain, consciente de que parecía un rústico leñador de Chrace, pero sin importarle.
—Sí, pero no es la morada más extraña de Saphery —señaló Yvraine.
—¿No lo es?
—No —dijo Yvraine, y Eldain pudo sentir la diversión de sus compañeras—. Los señores del conocimiento dicen que cuando Ulvenian Minaith regresó de Athel Loren alzó una mansión mágica de las estaciones para que le recordara el reino del bosque.
—¿Una mansión de las estaciones? ¿Qué significa eso?
—Nunca la he visto, pero se dice que se consume a menudo y se reforma con la esencia de una de las estaciones.
—¿De veras? —dijo Eldain, no muy seguro de que no se estuvieran burlando de él.
—Sí, pero no creo que los señores del conocimiento lo aprobaran.
—¿Por qué no?
—Creo que pensaron que era un despilfarro de poder crear algo de aspecto tan rústico. Una vez oí decir a un señor del conocimiento que Ulvenian había mezclado su poder con el de los tejedores de hechizos de Athel Loren para crear su palacio.
—¿Y cómo es? —preguntó Eldain, manteniendo la mirada fija en el Castillo que flotaba sobre él.
—A veces aparece en la costa como un enorme palacio que flota sobre nieve y columnas de hielo —respondió Rhianna—. Otras veces puede estar formado por hojas de otoño y una vez oí que se manifestó como mazorcas de maíz y rayos de luz tan sólidos como el mármol.
Aunque parecía ridículo, Eldain creyó las palabras de su esposa tras haber visto este castillo de piedra y cristal flotando en el aire y envolviéndolo en su fría sombra.
La base del gran castillo era fácilmente el doble que Ellyr-charoi, Aunque Eldain supuso que sin las restricciones de la topografía natural podía ser tan grande como pudiera mantener el poder mágico de su propietario.
Vio cómo la mansión aérea alteraba su curso y empezaba a alejarse de la Torre de Hoeth, flotando sin urgencia ni rumbo aparente. Guiado como estaba por los caprichos de un mago cuyo epíteto era «el Duende», dudaba de que hubiera ningún propósito en su rumbo.
Por increíble que fuera el castillo flotante, era simplemente otra más de las muchas maravillas que Saphery tenía que ofrecer. Reacio, Eldain apartó los ojos del dominio de Hothar el Duende y se concentró en cabalgar hacia la Torre de Hoeth.
Ahora que estaban más cerca y el velo de las ilusiones se había retirado, Eldain pudo ver la torre encaramada sobre una gran roca negra que se alzaba en un bosque que la envolvía. Los árboles estaban llenos de pájaros blancos, y Eldain sintió una creciente expectación al pensar que iba a experimentar una medida de las maravillas que la Torre de Hoeth tenía que ofrecer.
—¿Cuánto falta para que lleguemos a la torre? —preguntó Rhianna.
—No mucho —respondió Yvraine.
—Anhelas regresar.
Yvraine asintió.
—Me duele estar fuera. Viví y me entrené aquí durante años. Es mi hogar.
Eldain notó el silencioso pesar en su voz y dijo:
—¿Podrás quedarte mucho tiempo?
—Si es la voluntad del Señor del Conocimiento, pero no creo que sea probable.
—Entonces ¿adónde irás a continuación?
—Donde me ordenen los señores del conocimiento —dijo Yvraine, y no habló más.
Entonces guardaron silencio, y Eldain, Rhianna e Yvraine entraron en el bosque de la torre, cada uno de ellos saboreando la perspectiva de llegar por distintas razones, pero todos ignorantes de que un destino único les esperaba.
Un destino que uniría sus vidas a la perdición o la salvación de Ulthuan.