Capítulo 7

7

Tor Yvresse, ciudad de Eltharion…

Tras su asombro inicial, Caelir sintió una extraña mezcla de tristeza y decepción al acercarse a la ciudad más grande de Yvresse. Lo que desde lejos parecía poderoso y regio, de cerca se veía ajado y descuidado. Aunque las altas murallas eran sin duda recias y fuertes, el número de guerreros que las protegía parecía dolorosamente escaso para una extensión tan grande.

El camino que conducía a Tor Yvresse estaba desierto y ellos constituían el único grupo de viajeros que se acercaba a la ciudad. La puerta dorada permanecía cerrada y Caelir pudo sentir las miradas de recelo de los soldados que vigilaban su avance desde la muralla.

Un extraño silencio flotaba sobre la ciudad, y aunque no tenía memoria de haber visitado semejante metrópolis antes, a Caelir le pareció extraño y no poco inquietante no poder oír el bullicio y el vigor de una ciudad del tamaño de Tor Yvresse más allá de sus murallas.

Al acercarse a un centenar de metros, la puerta se abrió y salió de ella un disciplinado regimiento de lanceros, marchando con paso perfecto para colocarse en el centro del camino. Las puntas de sus lanzas temblaron cuando se detuvieron ante la puerta y una línea de arqueros apareció en las aberturas de la muralla blanca.

Un oficial situado en el centro de los lanceros avanzó y alzó una mano ante él.

—En nombre de Eltharion te conmino a detenerte, y exijo saber a qué vienes a la ciudad de Tor Yvresse.

Caelir estaba a punto de replicar cuando Anurion se adelantó en su pegaso, el ceñudo rostro chisporroteando y arcos fluctuantes de poder ondeando en su túnica.

—Soy Anurion el Verde, archimago de Saphery, y no tengo que dar explicaciones a un portero común. Exijo entrar en esta ciudad.

El oficial se puso blanco ante el obvio poder de Anurion, pero no retrocedió. En cambio, dio otro paso adelante.

—No pretendo faltarte al respeto, mi señor —dijo—, pero lord Eltharion nos exige que preguntemos a qué asunto viene todo el que desea entrar en nuestra bella ciudad.

—Mi asunto es cosa mía —replicó Anurion, pero su tono se suavizó al continuar—: Sin embargo, deseo hablar con lord Eltharion, así que transmítele mi petición de celebrar una audiencia con él de inmediato.

Caelir ocultó una sonrisa mientras el capitán de la puerta trataba de recuperar algo de su autoridad alisándose el uniforme.

—Transmitiré tus peticiones al Guardián, pero debo preguntar las identidades de tus acompañantes. La guardia de la ciudad debe saberlo todo antes de admitir a nadie a Tor Yvresse.

—Muy bien —dijo Anurion. Se volvió y señaló vagamente a Kyrielle y Caelir—. Ésta es Kyrielle Verdetez, mi hija, y éste es su acompañante, Caelir de Ellyrion. El resto de nuestra compañía son los guardias de mi Casa. ¿Es necesario que los identifique a todos?

El oficial negó con la cabeza.

—No, mi señor, eso no será necesario —dijo.

Anurion cuadró los hombros e instó a su montura para que avanzara mientras el oficial volvía a reunirse con sus hombres y les hacía dar la vuelta. La fila de arqueros de la muralla desapareció de la vista y los lanceros regresaron al interior de la ciudad.

Caelir y Kyrielle siguieron a Anurion, rodeados por sus guardias armados.

Caelir saludó respetuosamente con la cabeza al capitán de la puerta al pasar, esperando devolverle algo de la autoridad que la diatriba de Anurion le había quitado. El oficial devolvió agradecido el gesto y Caelir saboreó entonces su primera visión de los fabulosos palacios y mansiones de Tor Yvresse.

La luz aumentó cuando se acercaron al final del túnel que atravesaba las gruesas murallas, y Caelir contuvo la respiración al ver las cúpulas, los arcos de plata y los amplios bulevares flanqueados de árboles.

Por fin salieron a las calles de Tor Yvresse, y toda la decepción que había sentido al aproximarse a la ciudad desapareció cuando vio de cerca la majestuosidad de sus torres. Elegantes mansiones, construidas con gran habilidad con roca de Yvresse, se alzaban en ondulantes curvas, atrayendo la mirada hacia las gráciles columnatas y la dorada belleza de la multitud de estatuas de mármol que adornaban cada tejado.

Hermosos elfos con ropajes que no habrían estado fuera de lugar en los palacios de Lothern caminaban por las calles, y alzaron la mirada con cauteloso interés cuando ellos desembocaron en la amplia explanada que se abría tras la puerta. Altos y de miembros largos, estos elfos poseían una belleza áspera, igual que su tierra, y Caelir advirtió que todos iban armados con espadas o arcos.

A pesar de los ropajes y el temible aspecto de los habitantes de Tor Yvresse, Caelir no pudo dejar de advertir que las calles no estaban tan pobladas como cabría esperar. Su ruta los llevó a lo largo de un amplio bulevar donde las mansiones de mármol parecían espectrales en su soledad y las torres que se alzaban sobre él en las colinas se le antojaba que lo miraban con miradas tristes y ceñudas.

—Este lugar está vacío… —dijo, sintiendo que alzar la voz por encima del susurro sería una especie de error.

—Muchos murieron combatiendo al rey goblin —dijo Anurion—, y Tor Yvresse lleva esa pena como un sudario. Esas muertes gravitan pesadamente y el sombrío ánimo de Eltharion se refleja en su gente. Las celebraciones y vítores que saludaron su victoria se apagaron, y ahora la ciudad no conoce la alegría ni la vida.

Ahora que Anurion lo mencionaba, Caelir pudo sentir en sus huesos los espectros de la guerra contra el rey goblin: el distante choque del acero forjado por los elfos contra las burdas hojas trabajadas a martillazos en las profundidades de cuevas olvidadas y los gritos de angustia de aquellos que veían sus hogares ancestrales arder a su alrededor le susurraban al oído.

La pena que había sentido en Athel Tamarha fue una aguda hoja que atravesó su corazón, pero esto… esto era un dolor más profundo, una herida constante para los habitantes de Tor Yvresse, pues ellos habían aguantado sólo para ver difuminarse la gloria de la ciudad.

Por todas partes veían continuar la vida cotidiana, pero cuanto más observaba Caelir, más le parecía que la gente ejecutaba simplemente los movimientos necesarios. Era como si una parte de ellos hubiera muerto con aquellos que cayeron en la batalla y todavía no se hubiera desplomado.

El esplendor físico de la ciudad no se había apagado, ya que mucho había sido reconstruido, pero donde las manos y la magia alzaron en tiempos una arquitectura de sublime magnificencia con alegría, estos nuevos edificios eran sustitutos huecos, más parecidos a monumentos a los muertos que celebraciones de la vida.

A Caelir la ciudad le resultó insoportablemente triste, como un peso sobre su alma, y no inició ninguna conversación con Kyrielle ni respondió a las preguntas que ésta le hacía más que con monosílabos.

Al cabo de un rato, Anurion declaró un alto en su viaje a través de la ciudad vacía y Caelir alzó la mirada para ver una gran torre, más poderosa y más alta que ninguna otra que la rodeara. Las montañas se alzaban tras la torre, pero un truco de perspectiva parecía extenderla más allá de los picos envueltos en magia, y Caelir sintió que se mareaba por el vértigo mientras sus ojos recorrían toda su longitud.

Una telaraña de luz parecía latir dentro del mármol celeste de la torre, en la que no había una sola ventana excepto en la cúspide, donde una serie de oscuros ventanucos y un balcón solitario se asomaban a la ciudad.

En la base de la torre había una sola puerta, sencilla y sin adornos, y Caelir se sintió extrañamente reacio a aventurarse dentro de esta torre hechizada y perdida. Era una torre donde la magia más oscura se había liberado y en la que se libró un duelo que selló el destino de su morador.

Mientras los caballos se detenían ante la torre, la puerta se abrió y un esbelto guerrero envuelto en una sencilla túnica negra y con una armadura de placas brillantes salió de su interior. Tenía el pelo claro hasta el punto de parecer plateado y sus mejillas estaban hundidas, pero fueron sus ojos lo que helaron las mismas profundidades del alma de Caelir. Ojos muertos y fríos que contenían una amargura que aturdió a Caelir con su intensidad.

El elfo se cruzó de brazos.

—¿Qué asunto os trae a Tor Yvresse? —preguntó.

El frío tono de su voz era como el último susurro de vida en la boca de un cadáver, y Caelir pudo ver que Anurion y Kyrielle se sorprendían tanto como él por la terrible aparición del guerrero.

—Soy Anurion el…

—Sé quién eres —lo interrumpió el guerrero—. No es eso lo que he preguntado.

Caelir esperó la explosión de temperamento del archimago, pero no llegó a producirse.

—Naturalmente —dijo—. Mis disculpas. Buscamos una audiencia con el Guardián de Tor Yvresse para solicitar permiso de paso a través de las montañas para llegar a la Torre de Hoeth.

—Yo soy el Guardián de Tor Yvresse —dijo el guerrero—. Yo soy Eltharion.

* * *

El interior de la Aguja Áquila era agradablemente fresco, pues una brisa del oeste se colaba a través de la estrecha ventana que asomaba a las pendientes del paso que conducía a las llanuras de Ellyrion. El viento traía el olor del trigo maduro y Cerion pensó con tristeza en todas las veces que había recorrido aquellas llanuras con los guardianes de Ellyrion muchos años atrás, mientras intentaba librarse de sus sombríos pensamientos.

Los informes de Glorien estaban extendidos sobre su mesa, y Cerion se había sentido lleno de desesperación al leer la valoración de su subordinado sobre la información que él ya había oído, de primera mano, de los taciturnos guerreros sombríos cuando regresaron de patrullar por las montañas.

Su líder, Alanrias, había hablado del feo aspecto de presagio de las montañas, una advertencia que Cerion se tomó en serio, pues los sombríos de Nagarythe tenían una profunda relación con la oscuridad que acechaba en los corazones de los asur. Cuando hablaban de esas cosas era con un grado de autoridad que no podía ser ignorado.

Ninguna mención de esto se hacía en el informe de Glorien, sólo el hecho de que las patrullas de exploradores no habían encontrado ningún ser vivo en las montañas…, expresado con un condescendiente aire de superioridad al descartar su advertencia de una amenaza inminente.

Cerion apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes con las palmas de las manos, esperando poder sortear de algún modo las influencias familiares de Glorien para que nombraran segundo al mando a un guerrero más adecuado. La idea de retirarse y dejar la Puerta del Águila en manos de Glorien hacía que un escalofrío le recorriera la espalda.

Cerion apartó los informes, se levantó de la mesa y se dirigió al otro lado de la habitación, donde había un mueble de bebidas de fina madera de ellemyn. Abrió las puertas exquisitamente labradas y sacó un escanciador de cristal con plateado vino sapheriano, hecho con uvas cultivadas a partir de una cepa creada por Anurion el Verde.

Aunque todavía era temprano, Cerion decidió que necesitaba beber de todas formas, y se sirvió una buena medida del potente vino en una copa de cobre pulido. La brisa que soplaba del este era agradable y alzó la copa para saludarla, disfrutando del fuerte olor de la bebida.

Al llevarse la copa a la boca, la brisa murió de repente y una sombra pasó por la superficie reflectante del vino. Cerion se dio media vuelta y lanzó la copa contra la estrecha ventana, donde una estilizada sombra se agazapaba sobre el alféizar.

La había lanzado a ciegas y la copa se estrelló contra la piedra de la pared, pero fue suficiente distracción. La negra figura entró rodando en la habitación con una oscura hoja destellando en su mano. La espada de Cerion saltó de su vaina y descargó un golpe contra la forma en movimiento.

Más rápido de lo que nadie habría creído posible, el oscuro guerrero movió los pies, arqueó la espalda para evitar la estocada, y aterrizó ágilmente ante él. Una hoja buscó el cuello de Cerion y éste tuvo que retroceder, evitando la estocada por los pelos. Alzó la espada para detener otro golpe, pero antes de que pudiera hacer algo más que bajar la hoja, su atacante ya tenía una arma en la otra mano.

—¡Un intruso! —gritó con toda la potencia de su voz, esperando que alguien estuviera cerca al pie de las escaleras para poder oír sus gritos—. ¡Un intruso! ¡Guardias!

—Los guardias no te salvarán, viejo —dijo el asesino vestido de negro, y a Cerion no le sorprendió oír los oscuros tonos sibilantes de los druchii en la boca de su asaltante.

—Tal vez no —replicó, retrocediendo hasta la puerta—, pero ellos se encargarán de que mueras conmigo.

El asesino no respondió, pero saltó hacia adelante una vez más, las hojas gemelas girando en sus manos como si fuera un acróbata de la espada. Cerion bloqueó el primer golpe, pero no pudo con el segundo y el asesino le hundió la hoja en la axila. El oscuro encantamiento forjado en su filo separó los eslabones de ithilmar tan fácilmente como una flecha hiende el aire.

Cerion soltó un grito de agonía cuando la hoja le atravesó los pulmones y el corazón, y la sangre bombeó entusiasta de la herida abierta cuando el asesino liberó su espada. Se tambaleó hacia atrás, y la puerta de la Aguja Áquila se abrió de golpe cuando cayó contra ella.

El asesino dio un salto hacia adelante y lo sostuvo, apuñalándolo una y otra vez. Las hojas se clavaban en él con fuego agonizante, la sangre llenaba sus sentidos, y miró a los crueles ojos de su asesino, horrorizado por el odio y el placer que el druchii sentía al causar tanto dolor. Quiso dejarse ir, la fuerza escapaba de sus miembros con la misma rapidez que la sangre brotaba de su cuerpo acribillado. Sus ojos se enturbiaron, pero sintió que unas manos le impedían caer.

Sintió el aire fresco en su piel y una sensación de brillo. Sus pies eran inestables y la sangre convirtió la escalera en resbaladiza mientras lo arrastraban a la luz.

Con sus últimas fuerzas, Cerion abrió los ojos para ver la muralla de la Puerta del Águila ante él, y a sus soldados mirándolo boquiabiertos y horrorizados al observar lo que sucedía. Un arquero apuntó y los guerreros corrieron hacia la escalera de la torre.

—Sabe esto, viejo —dijo el asesino, inclinándose para susurrarle al oído—, pronto todo esto estará en ruinas y tu tierra arderá.

Cerion trató de escupir un último juramento desafiante, pero sus palabras no fueron más que roncos susurros. Sintió que la presa del asesino cambiaba.

Algo chocó contra el empedrado de la torre y vio los fragmentos rotos de una flecha apartarse de él.

Entonces el mundo giró a su alrededor cuando lo arrojaron desde lo alto de la escalera.

* * *

Al principio, Alathenar no supo qué pensar cuando oyó el grito que resonaba en las montañas y alzó la cabeza confundido, el arco terminado ya en su mano. Se puso rápidamente en pie y vio que los demás soldados se alarmaban igualmente por el súbito grito de dolor. Sin pensarlo, colocó una flecha en el arco y se asomó a la muralla buscando un blanco.

Entonces el grito se repitió y Alathenar se volvió hacia la Aguja Áquila, pues sus agudos oídos detectaron el origen. La puerta de la torre se abrió de golpe y bajó el arco al ver a lord Aladorada en la penumbra de la torre.

Entonces vio la sangre que manaba de su cuerpo y la sombra que tenía detrás.

—¡Asesinos! —aulló, y apuntó con su arco.

La flecha salió veloz, pero su blanco ya estaba en movimiento, y Alathenar gritó cuando el comandante de la Puerta del Águila era arrojado por la escalera tallada en la roca. El cuerpo ensangrentado cayó dando vueltas y más vueltas, y el arquero oyó el terrible sonido de los huesos al romperse.

El atacante de lord Aladorada desapareció en el interior de la Aguja Áquila y Alathenar recogió su carcaj antes de echar a correr tras él. La furia y la pena le dieron velocidad y dejó atrás a los otros soldados armados que corrían hacia la torre. Ellos se detuvieron al pie de la escalera, arrodillándose horrorizados ante el cuerpo roto de su amado comandante, pero Alathenar ya sabía que no había nada que hacer por él. Los dejó atrás y subió corriendo hacia la Aguja Áquila.

Llegó a lo alto de la escalera, donde el último rellano estaba resbaladizo de sangre, y atravesó la puerta. Alzó el arco, la flecha tensa contra su mejilla.

La cámara estaba vacía, aunque notó en la nariz el hedor de la sangre y la violencia. Rápidamente, Alathenar escrutó la habitación y comprobó que no había nadie. Se echó el arco a la espalda y desenvainó la espada al ver una copa rota en un charco de vino amargo bajo la única ventana de la cámara. Con cuidado, se acercó a la abertura, la espada extendida ante él.

A su espalda pudo oír gritos y supo que el asesino se había marchado hacía tiempo del lugar del asesinato. Rápidamente atravesó la ventana y contuvo la respiración cuando se encontró en un estrecho alféizar de piedra, a docenas de metros sobre las rocas afiladas que podrían matarlo con la misma seguridad que la hoja del asesino.

Miró hacia arriba mientras oía a los soldados entrar en la cámara tras él, y divisó una huella en las tejas de la torre. Así que el asesino había atravesado las montañas y se había colado en el interior de la fortaleza.

—¡Ha vuelto a las montañas! —gritó Alathenar antes de envainar la espada y tomar aire. Encogió las piernas, saltó hacia adelante y se agarró al borde del tejado. Se encaramó con un rápido movimiento y logró sujetarse al borde irregular del tejado cónico.

Apoyó la espalda contra la punta de la torre y alzó el arco sobre su cabeza. Tras engancharse el carcaj al cinturón, Alathenar echó un vistazo a la muralla y vio que los guerreros gritaban y señalaban a los acantilados del paso. Siguió sus brazos extendidos a tiempo de ver la silueta del asesino que saltaba de roca en roca y escapaba.

Las flechas volaban por los aires, pero el asesino poseía algún oscuro sentido que le permitía ponerse a cubierto o esquivarlas sin esfuerzo.

Alathenar seleccionó la flecha más recta y hermosa de su carcaj y besó la punta antes de colocarla en el arco y apuntar con cuidado.

Su blanco estaba en el límite extremo de su capacidad de alcance, pero tenía la cuerda nueva y en silencio ofreció una oración a la Reina Eterna para que sus doncellas, en efecto, poseyeran algo de magia. El asesino corría en zigzag entre las rocas, y Alathenar maldijo al advertir rápidamente que era imposible predecir sus movimientos para apuntarle bien.

De repente sonrió al ver una estrecha hendidura en la roca que la figura a la fuga tenía delante, y vio que su irregular carrera lo conducía hacia allí. Tomó aire y lo contuvo mientras calibraba el alcance hasta la hendidura y el tiempo que el asesino tardaría en llegar.

—Que Kurnous guíe mi puntería —dijo.

Alathenar dejó escapar el aliento y soltó la flecha. Vio cómo el astil de pluma azul saltaba al sol de la mañana y llegaba al cénit de su vuelo antes de caer en un arco casi placentero.

—¡Sí! —exclamó cuando la flecha atravesó el hombro del asesino. La oscura forma trastabilló y cayó, pero mientras Alathenar seguía mirando, se incorporó y echó a correr una vez más.

Alathenar sacó otra flecha, sabiendo que no podía esperar alcanzar al asesino antes de que se perdiera de vista. Y, en efecto, la figura desapareció de su vista antes de que pudiera disparar.

Bajó el arco y lloró lágrimas de ira cuando miró hacia abajo y vio que los soldados de la Puerta del Águila cubrían el rostro de Cerion Aladorada con una sábana blanca que pronto se volvió roja.

Alathenar el Arquero dejó escapar un grito terrible de pérdida y furia.

Y se le oyó por encima de las montañas.

* * *

Desde lo alto de la Torre del Guardián era posible ver toda la ciudad de Tor Yvresse, y Caelir pronto pudo apreciar las dimensiones de la destrucción causada por la invasión del rey goblin. A pesar del trabajo de los habitantes de la ciudad, el lugar aún mostraba las cicatrices de la guerra, con mansiones devastadas, porciones de muralla ennegrecidas por el fuego y parques abandonados donde la naturaleza campaba ahora a sus anchas.

Vio a los habitantes de la ciudad dedicados a sus quehaceres, y dedujo que Tor Yvresse había sido construida originalmente para albergar al doble de gente que tenía ahora. Kyrielle y él se encontraban en el balcón más alto que asomaba a la ciudad, más alto aún que las torres de los palacios construidos en las nueve colinas. El viento azotaba el mar más allá de la bahía, levantando altas olas azules coronadas de espuma y agitando los estandartes en sus mástiles, pero ni un breve aliento suyo llegaba hasta la torre.

Después de conocer a Eltharion, el Guardián de Tor Yvresse los invitó a desmontar y dejar a sus guardias antes de seguirlos a la torre. El interior era tan sombrío como imponente era el exterior, paredes vacías y muebles sencillos que hablaban de un ocupante que no se preocupaba en absoluto por la belleza o la ornamentación y cuyos gustos ascéticos harían parecer vulgares los de un maestro de la espada.

Eltharion no había dicho nada después de presentarse e invitarlos a seguirlo escalera arriba hasta sus aposentos. Caelir gruñó para sí ante la idea de tener que subir tantas escaleras, pues había visto desde fuera lo alta que era la torre, pero apenas había puesto el pie en el primer peldaño y le pareció que llegaba al rellano más alto.

Asomado ahora desde el centro de la torre, vio el suelo a docenas de metros por debajo.

Tras llegar a la cima, Eltharion y Anurion se retiraron a hablar en privado mientras Kyrielle y él se quedaban solos en la sala de recepción. Habían hecho algún intento por convertir el interior de la torre en algo menos frío, pero de manera rutinaria, y sólo habían conseguido que todo lo demás resultara aún más deprimente.

Les sirvieron comida y bebida, y así saciaron la sed y el hambre antes de salir al balcón para admirar la vista y esperar la decisión del Guardián.

—Esto no es lo que esperaba —dijo Caelir.

—¿Tor Yvresse?

—Sí. Recuerdo las historias que se contaban de la ciudad y el retorno de Eltharion, pero esperaba encontrar una ciudad de grandes héroes. No esperaba que fuera tan… letal.

—Como dijo mi padre, muchos elfos murieron en la guerra, pero nuestros hijos son pocos y es un triste hecho que cada vez nazcamos menos cada año.

—¿Y por qué será eso?

Kyrielle se encogió de hombros.

—No lo sé. Algunos dicen que nuestro tiempo en este mundo es ahora una llama chisporroteante y que pronto se apagará. Todas las cosas tienen su tiempo al sol. Tal vez el mundo ya se ha hartado de nosotros.

—¿Qué? ¡No creerás eso!

—¿Cómo si no explicas nuestro declive?

—Tal vez el poder de los elfos se esté desvaneciendo, pero nuestro tiempo volverá. Lo sé.

—¿Tan seguro estás? ¿Cuántos imperios del hombre se han alzado y caído mientras el mundo sigue girando?

—Los hombres son polillas, sus vidas aletean y arden sólo un momento —dijo Caelir—. Viven sus vidas como en una carrera, sin construir nunca nada permanente. ¿Cómo puedes comparar a los asur con esos bárbaros?

—No somos tan distintos, mi querido Caelir. Tal vez seguimos el mismo camino, pero nosotros tardamos más en recorrerlo.

Caelir se volvió hacia Kyrielle y colocó la mano sobre su hombro.

—No me parece propio de ti que hables de este modo. ¿Qué te ocurre?

—No me pasa nada, tonto —dijo Kyrielle—. Creo que es por estar en Tor Yvresse. Aquí hay fantasmas de la memoria que sacuden en mí los más oscuros pensamientos. Me pondré bien.

—Yo también los he sentido, Kyrielle, pero no podemos permitir que el pasado amargue nuestras vidas aquí y ahora. El rey goblin fue derrotado y Tor Yvresse se salvó, ¿no es eso motivo para celebrarlo?

—Pues claro que lo es, pero con cada invasión, con cada batalla, nos vemos menguados. Cada año los druchii se vuelven más osados, y mientras la Isla de los Muertos extraiga la energía mágica del mundo para Ulthuan, las criaturas del Caos serán siempre atraídas a nuestra bella isla. Nos aferramos a la vida con uñas y dientes, Caelir.

—Tal vez, pero ¿es eso motivo para soltarnos y dejarnos caer? —respondió Caelir—. Tal vez seamos una raza en declive, no lo sé, pero si es así, seguiré luchando hasta el final por conservar lo que tenemos. No sé qué sucederá en el futuro, pero no aceptaré sin luchar que la desesperación me venza. Mientras tenga aliento lucharé para proteger mi hogar y mi pueblo.

Kyrielle le sonrió y él se sintió un poco más animado hasta que vio el anillo de compromiso en la mano que apoyaba sobre su hombro. Una fugaz imagen de una hermosa doncella elfa destelló tras sus ojos, la mirada triste, el cabello como un fluido río de oro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kyrielle al ver la sombra en sus facciones.

—Nada —dijo Caelir, retirando la mano de su hombro y dándose la vuelta.

Se ahorró tener que esquivar nuevas preguntas cuando oyó pasos acercarse. Anurion el Verde se detuvo ante ellos sin revelar nada en su semblante del resultado de sus discusiones con Eltharion.

—¿Y bien? —preguntó Kyrielle—. ¿Nos concede permiso para recorrer las montañas?

—Todavía no. Primero desea hablar con Caelir.

—¿Conmigo? —se extrañó Caelir, súbitamente nervioso por tener que reunirse con una figura tan sombría y heroica como Eltharion el Implacable.

—Porque creo que te considera un misterio y Eltharion no es alguien a quien gusten mucho los misterios —dijo Anurion—. Le he contado todo lo que sé de ti y desea hablar contigo en persona. Cuando te pregunte, se sincero en todo. ¿Me comprendes, muchacho?

—Te comprendo, sí —asintió Caelir—. No soy ningún necio, pero sigo sin ver por qué quiere hablar conmigo.

—Escúchame, Caelir, y escúchame bien. Eltharion es el Guardián de Tor Yvresse y nadie atraviesa estas montañas para llegar al Reino Interior sin su permiso. Si desea hablar contigo, no lo rechaces.

Caelir asintió y se dirigió al arco en forma de hoja que conducía a los aposentos privados de Eltharion. Las puertas estaban cerradas y llamó suavemente, pues no quería entrar sin permiso.

—Pasa —dijo una fría voz, y un gélido temor se apoderó de él mientras obedecía.

* * *

Pazhek soltó una retahila de las maldiciones más terribles que conocía mientras tropezaba con otra piedra y caía de rodillas. Donde antes las montañas se alzaron para recibirlo y avivar su paso, ahora todas las rocas parecían sueltas ante él y cada matorral se enredaba en sus pies.

Le dolía el hombro horriblemente, la punta de la flecha seguía todavía alojada bajo su omóplato. Aún no podía creer que había sido alcanzado, pues había empleado todas las técnicas de evasión que aprendían los adeptos de Khaine y se hallaba más allá del alcance de cualquier tirador…

O eso creía.

Se curó la herida lo mejor que pudo y tomó una infusión de rararraíz para aliviar el dolor antes de reemprender su huida por la montaña. Los sombríos estarían ya siguiendo sus huellas, y no se hacía ilusiones de poder escapar ya que estaba dejando un rastro de sangre tras él. Pero los haría bailar por las montañas, y cuando vinieran a por él, mataría y heriría a tantos como pudiera antes de que lo abatieran.

Había aplicado a sus espadas una cobertura de veneno, una mezcla de matahombres y loto negro, un mejunje que volvería a sus víctimas locas de dolor y sería el delirio de sus peores pesadillas.

«Que vengan —pensó—, les daré motivos para recordar el nombre de Pazhek».

Sonrió al pensar en la muerte de Cerion Aladorada. Aunque no fue una muerte elegante, había sido muy aparatosa y sangrienta, y la guarnición de la Puerta del Águila no la olvidaría fácilmente.

Una sombra corrió por el suelo y él se volvió con las espadas alzadas.

No vio nada, ni rastro de persecución, pero sabía que esas cosas eran insignificantes, pues sus enemigos no caerían directamente sobre él, sino que utilizarían ardides y astucias. Se dio media vuelta y continuó, respirando con dificultad; todo el sigilo relegado en favor de la velocidad.

Si de algún modo pudiera llegar a la costa y encontrar un lugar donde esconderse, entonces podría esperar a que su gente viniera a por él.

Otra sombra cruzó el terreno y Pazhek se detuvo, sin aliento, desesperado, mientras se apoyaba contra el acantilado. Tampoco esta vez vio nada, y cuando un grito chirriante resonó en el cielo, advirtió súbitamente su error.

Pazhek alzó la cabeza a tiempo de ver una gran sombra dorada abalanzarse desde el cielo.

Sus alas se extendieron con un rugido de deceleración y los espolones ganchudos se cernieron sobre él.

Pazhek soltó un grito y trató de alzar sus espadas, pero la poderosa águila fue más rápida, los espolones extendidos se cerraron sobre sus brazos y lo levantaron del suelo. Pazhek gritó cuando se elevó por los aires, y soltó las espadas cuando el águila aplastó los huesos de sus muñecas.

—Asesino —dijo la gigantesca ave de presa mientras sus alas lo llevaban cada vez más alto—. Yo soy Elasir, Señor de las Águilas, y has derramado la sangre de un amigo de mi especie.

Pazhek no pudo contestar, pues la agonía de los afilados espolones del águila que le aplastaban los huesos y le desgarraban la carne era demasiado grande para soportarla. Se retorció en su presa, el suelo girando a docenas de metros bajo él mientras luchaba en vano contra la fuerza de su captor.

—Y por eso has de pagarlo —dijo el águila soltando su presa.

* * *

Caelir abrió la puerta y entró en una cámara abovedada de fría luz y distantes ecos. Mientras que el resto de la torre era sombrío y no mostraba nada de la personalidad de quien vivía aquí, esta sala daba oscura información sobre la mente de Eltharion.

Anaqueles de armas y mapas enmarcados de Ulthuan, Nagaroth y todo el mundo conocido flanqueaban las paredes. Junto a ellos había sombríos trofeos sobre placas de madera colgados alrededor de la circunferencia de la sala: las cabezas de sañudos monstruos, orcos y hombres.

La dorada luz de Ulthuan entraba por una gran abertura del techo, bajo la cual colgaba un elaborado conjunto de cintas de cuero y correas parecidas a una silla de montar. La iluminación no calentaba la cámara ni llegaba a sus extremos más lejanos, como si su ocupante no deseara sentir la luz y el calor en su piel.

Eltharion caminaba bajo la abertura del techo, y la luz del sol sólo servía para resaltar el pálido tono de su piel y las sombras bajo sus pómulos. Su expresión era sombría, como Caelir esperaba, y se volvió a mirarlo con apenas un atisbo de interés en sus helados ojos de zafiro.

—Así que tú eres el que apareció en las orillas de mi tierra —dijo Eltharion.

—Lo soy —respondió Caelir, inclinando respetuosamente la cabeza—. Es un honor conocerte, mi señor.

Eldain ignoró el cumplido.

—Anurion me ha dicho que tus recuerdos han sido mágicamente enterrados en tu interior —dijo—. ¿Por qué haría nadie eso?

—No tengo ni idea, mi señor. Ojalá lo supiera.

—No te creo —le espetó Eltharion, y Caelir se sorprendió por su franqueza.

—Es la verdad, mi señor. ¿Por qué iba a mentir al respecto?

—No lo sé, y eso es suficiente para hacerme reflexionar —insistió Eltharion, caminando hacia él con sus ojos de halcón fijos en él. Caelir tuvo que combatir el deseo de retroceder ante el Guardián de Tor Yvresse, tal era el peso de su intimidación—. No me gusta lo desconocido, Caelir —continuó Eltharion—. Lo desconocido es peligroso y se envuelve en el misterio para hacer avanzar mejor su causa. Siento un oscuro propósito en ti, pero no puedo sondear qué peligro puede presentar un joven inexperto como tú.

—¿Inexperto? Soy un guerrero y he matado a nuestros enemigos antes de ahora.

—¿Cómo lo sabes? No tienes memoria.

—Yo… sólo sé que no soy enemigo de Ulthuan —dijo Caelir.

—Ojalá pudiera estar seguro de eso, pero no confío en ti.

—Entonces ¿confías en un archimago de Saphery?

Eltharion se echó a reír, pero no había ningún humor en su risa; era simplemente un ladrido de diversión producido por el descubrimiento de la ignorancia de otro.

—Bien se podría uno fiar del mar o de la fidelidad de una mujer.

—Pero Anurion el Verde me refrenda.

—Así es, aunque tampoco él se fía completamente de ti.

—¿Por qué crees que soy una amenaza?

—No importa por qué lo creo, simplemente es así. Alguien se tomó muchas molestias para arrebatarte la memoria y no puedo creer que lo hicieran en beneficio de Ulthuan.

—Tal vez me robaron mis recuerdos porque sabía algo beneficioso para Ulthuan —apuntó Caelir.

—¿Por qué no te mataron entonces?

—No lo sé —respondió Caelir, cansado de no tener respuestas con las que explicarse—. ¡Todo lo que sé es que soy un verdadero hijo de Ellyrion y preferiría morir antes que dañar un solo pelo de la cabeza de alguien de mi especie!

Eltharion dio un paso adelante y colocó las manos a cada lado de la cabeza de Caelir, mirándolo directamente a los ojos de una manera que lo aterrorizó por su intensidad.

—Creo que piensas que estás diciendo la verdad —dijo Eldiarion—. Sólo el tiempo dirá si es suficiente.

—Estoy diciendo la verdad.

Eltharion retiró las manos y se volvió cuando un poderoso chirrido llegó desde más allá de la torre y un poderoso batir de alas creó una corriente de aire en la cámara. Los pergaminos aletearon como hojas de otoño esparcidas al viento.

Una sombra bloqueó de pronto la luz de la abertura del techo. Caelir alzó la cabeza, asombrado, y vio una poderosa criatura alada atravesarla y aterrizar grácilmente en los confines de la torre. Su cabeza y cuartos delanteros eran como los de una poderosa águila, con su cabeza picuda y unas patas terminadas en zarpas aterradoramente musculosas. Tras las alas, el cuerpo de la criatura era velludo y enormemente poderoso, siendo los cuartos traseros como los de un poderoso león. Su pelaje era del color del cobre, con vetas oscuras y manchas como se dice que ocurre con los grandes gatos que acechan en las junglas de Lustria y las tierras del sur.

Caelir contempló asombrado cómo el poderoso grifo recorría la torre, la cabeza ladeada, mirándolo con ira.

—Ala de Tormenta —dijo Eltharion a modo de presentación.

Caelir inclinó la cabeza ante la poderosa bestia. La inteligencia que brillaba en sus ojos saltaba a la vista.

—Es un honor.

Eltharion se volvió a recoger la silla de montar del armazón de madera y Caelir advirtió ahora que era exactamente eso: una silla de montar. El Guardián de Tor Yvresse colocó la silla sobre la espalda del grifo.

—¿Os dirigís a la Torre Blanca? —le preguntó.

—Así es —dijo Caelir, todavía sorprendido por la magnífica criatura que tenía delante.

—Entonces os permitiré que viajéis a Saphery, pues os quiero fuera de mi ciudad. Pero no viajaréis solos.

—¿No?

—Os pondré de camino con una compañía de mis mejores montaraces —dijo Eltharion—. Ellos os conducirán por los caminos secretos de las montañas y os escoltarán hasta la Torre Blanca.

Caelir sonrió.

—Tienes todo mi agradecimiento, mi señor.

Mientras Eltharion terminaba de aprestar la compleja silla a Ala de Tormenta, dijo:

—No lo hago como un favor hacia ti, sino para asegurarme de que te diriges allí donde dices que vas.

—Sigo dándote las gracias.

—Tu agradecimiento me resulta irrelevante —le espetó Eltharion—. Preséntate en la puerta oeste al atardecer y no regreses, Caelir de Ellyrion. No eres bienvenido en Tor Yvresse.