Capítulo 14
14
La cálida luz del sol inundaba el pabellón, pero al guerrero le importaban poco los delicados aromas que traía la refrescante brisa. Permanecía desnudo, a excepción de un taparrabos blanco, mientras dos de las hermosas doncellas de la Reina Eterna ungían su piel antes de limpiarlo con cuchillas de quebracho.
Sus músculos eran duros como piedras y estaban perfectamente esculpidos, la perfección de su cuerpo lastrada sólo por las muchas cicatrices que lo cubrían. Todas estas viejas heridas eran en el pecho y estaba claro que este guerrero se había enfrentado a todos sus enemigos de cara y jamás se había retirado de un combate.
Largos cabellos rubios caían de sus sienes y las doncellas los sujetaron en trenzas con cordones de hierro para impedir que ninguna hoja enemiga las cortaran y lo privaran de su fuerza en mitad de la batalla. No es que hubiera nadie lo suficientemente habilidoso para realizar tal hazaña, pues se trataba del príncipe Tyrion de Avelorn, el mayor guerrero de la época.
Alzó los brazos y colocaron una larga camisa blanca sobre sus musculosos brazos y hombros, antes de asegurarla por delante con lazos y botones de plata. Rápidamente, las doncellas vistieron a Tyrion con unas suaves calzas azul claro antes de retirarse a los rincones del pabellón mientras él colocaba una fina diadema de oro sobre su frente.
El rostro de Tyrion era sombrío, molesto con los sonidos de la música y las risas que llegaban de los lados del pabellón. Un ardiente dolor llenó sus pensamientos, y los miembros le dolían como si hubiera estado combatiendo continuamente durante una semana.
Aunque su entrenamiento y sesiones de práctica con las doncellas de la Reina Eterna habían sido tan rigurosos como siempre, sabía que este dolor tenía un origen muy distinto.
Teclis…
Desde su juventud, su hermano gemelo y él habían compartido un lazo que ni siquiera el más sabio de los señores del conocimiento podía explicar. Lo que uno sentía lo sentía el otro, y ahora experimentaba una medida del dolor de su hermano como si lo hubieran infligido sobre su propio cuerpo. Distanciados por barreras imposibles, cada gemelo sabía cómo le iba al otro, y Tyrion sabía con cada fibra de su ser que un mal terrible había caído sobre Teclis.
Cerró los ojos y dejó que el sonido del bosque lo envolviera, esperando que los suaves ritmos del reino de su esposa suavizaran las preocupaciones y el dolor que pesaban sobre él.
Abrió los ojos y miró la magnífica armadura dorada que colgaba de un bastidor de madera al otro lado del pabellón. Nunca se había forjado armadura mejor, ni por parte de los elfos ni de los enanos, y la luz del sol parecía aletear con una llama interior en sus placas bruñidas.
Forjada en el Yunque de Vaul, la armadura dragón de Aenarion había pertenecido a su legendario antepasado, el Rey Fénix que había salvado a Ulthuan de las fuerzas del Caos en tiempos remotos.
El padre de Tyrion le había regalado la armadura antes de la gran victoria de la llanura Finuval y él la había llevado en cada batalla desde entonces, su canto de sirena a la guerra nunca lejos de sus pensamientos.
Por maravillosa que fuera la armadura, Tyrion sabía que era una reliquia de un tiempo muy lejano ya, un tiempo en que la loca furia de Aenarion ardía poderosa y la feroz alma de la raza élfica brillaba potente sobre el rostro del mundo.
Esos tiempos se habían perdido ya, y cada vez que se ponía la armadura sentía profundamente esa pérdida.
—Te llama, ¿verdad? —dijo una voz tras él, y sonrió al cálido tono femenino mientras las palabras fluían como miel en su mente.
—Así es, mi señora —asintió Tyrion, dándose la vuelta y postrando una rodilla ante su reina—. La maldición de Aenarion vive dentro de esta armadura.
La gloria del sol fluía con ella y su pabellón estaba lleno de una luz que no parecía proceder de ningún lugar pero traía toda la bondad y el calor del verano. El olor de las flores frescas inundó a Tyrion, y sintió que su dolor disminuía y la llamada bélica de la armadura remitía.
—Sin duda —coincidió la Reina Eterna, y una cálida lluvia roció suavemente el techo del pabellón—. Su locura vive y proyecta una sombra sobre todos nosotros, pero por favor, mi príncipe, levántate. Tú, más que nadie, no necesitas arrodillarte ante mí.
—Siempre hincaré la rodilla ante ti, mi señora —dijo Tyrion, mirando el rostro de la mujer más hermosa imaginable, la bendita hija de Isha y la noble más amada de Ulthuan—. Y nunca podré desobedecerte —bromeó con una sonrisa, poniéndose ágilmente en pie.
La Reina Eterna de Ulthuan se movía sin esfuerzo, cada uno de sus gestos gráciles más allá de cualquier medida y cada una de sus palabras como el sonido de la primera canción de la primavera. Su larga túnica se ceñía a su esbelta figura y el corazón de Tyrion se llenó de amor por tenerla cerca.
Se llamaba Alarielle, la Reina Eterna de Ulthuan, y se decía que su belleza podía incluso conmover a los dioses inmortales.
Sólo que se dirigiera a él era el placer más sublime, y ser su campeón era un honor del que Tyrion sabía que no sería digno nunca. Más allá de su belleza inmaculada, la Reina Eterna estaba unida a la tierra de Ulthuan como ningún otro elfo. Donde ella caminaba, nuevas flores la seguían en su estela. Donde ella cantaba, el mundo era un lugar más amable, y cuando ella lloraba, los cielos lloraban con ella.
—¿Te marchabas sin decir adiós?
Tyrion inclinó la cabeza.
—Se acerca la guerra, mi señora. Me necesitan en otra parte.
—Lo sé —dijo ella, y la luz disminuyó mientras hablaba—. También yo he sentido la amenaza de aquellos que adoran al Señor del Asesinato en nuestra tierra. Vienen con los seguidores de los Dioses Oscuros para causarnos un gran mal.
—Entonces es aún más imperativo que me marche ahora, mi señora.
—¿Vas a ver a tu hermano?
—Así es. Siento su dolor y debo ir con él.
—Sí —asintió la Reina Eterna—, debes hacerlo, pero prométeme que escucharás lo que te diga, pues tu corazón se llenará de ira si buscas venganza por sus heridas.
—Lo haré —prometió Tyrion mientras dos doncellas recogían su armadura del bastidor y empezaban a colocársela. Peto, grebas, guanteletes, gola y hombreras; cada una se ajustaba a su cuerpo como si hubiera sido diseñada sólo para él.
Colocada cada pieza de la armadura, Tyrion sintió que la paz producida por la Reina Eterna remitía y el espíritu bélico de su pueblo fluía por sus venas. Por fin alzó su poderosa arma, la espada rúnica, Colmillo Solar, una hoja forjada en tiempos pasados para ser la condena de los demonios.
Tyrion se ajustó el cinto y cogió la última pieza de su armadura, un yelmo fabulosamente ornado y decorado con brillantes gemas y amplias alas doradas. Se colocó el casco, sintiendo el fuego del legado de Aenarion anular sus últimas cualidades amables.
Se volvió hacia la Reina Eterna.
—Ahora estoy listo.
—Que Asuryan te proteja, mi paladín —dijo la Reina Eterna, haciéndose a un lado para dejarlo pasar.
Tyrion salió al claro del interior del bosque de la reina, un maravilloso reino de sueños anidado bajo un cielo del azul más profundo. Árboles de grandes hojas verde esmeralda lo rodeaban, y el sonido de la risa corría bajo sus ramas encantadas.
Veloces duendecillos corrían bajo la maleza y luces titilantes asomaban en lo más profundo del bosque. La magia flotaba en el aire, se clavaba en los pulmones con cada inspiración, y Tyrion sintió dolor en el corazón porque tenía que marcharse.
La música y la canción llenaban el aire y hermosos elfos de ambos sexos bailaban bajo una lluvia de pétalos, adornados con flores, riendo como si las preocupaciones del mundo carecieran de importancia y estuvieran muy lejanas.
Durante un momento Tyrion los despreció. ¿Qué sabían ellos de la sangre que había vertido y de los sacrificios que había hecho para mantenerlos a salvo? ¿Cómo se atrevían a bailar y cantar como si la oscuridad del mundo no fuera cosa suya?
Agarraba la empuñadura de Colmillo Solar cuando una amable mano tocó la suya y la furia huyó de su cuerpo.
—Cálmate, mi príncipe —dijo la Reina Eterna—. No dejes que la maldición de tu antepasado te lleve al mismo camino que él recorrió. Resististe una vez la llamada de la Hacedora de Viudas, y debes volver a hacerlo.
Tyrion dejó escapar un fuerte suspiro y se dio media vuelta al oír el relincho de caballos que se acercaban y la alegre nota de un clarín de plata. Vio a un grupo de caballeros armados, un plateado conjunto de gloriosos guerreros con brillantes armaduras de ithilmar y resplandecientes túnicas blancas. Los yelmos plateados estaban pulidos como espejos y los jinetes llevaban largas lanzas rematadas por hojas que brillaban como diamantes a la luz del sol entre los árboles.
Cada uno montaba un caballo blanco, enjaezado de azul y blanco y con una flexible armadura de ithilmar que reflejaba la luz del sol en una multitud de chispas deslumbrantes.
A la cabeza de los caballeros iba Belarien, el mejor compañero de Tyrion y su lugarteniente de más confianza. Era el único de entre todos los caballeros cuyo yelmo estaba adornado con un par de alas emplumadas que surgían de la protección para las mejillas, indicando que era el jefe de este grupo de guerreros.
Belarien montaba un magnífico corcel blanco envuelto en un caparazón del azul más profundo y blindado del mismo modo que los demás caballos, aunque una guirnalda de oro y gemas rodeaba su ancho pecho. Igual que Tyrion destacaba entre los caballeros, también su caballo era más magnífico que los de los yelmos dorados.
Era Malhandir, un regalo del reino de Ellyrion y el último del linaje de Korhandir, padre de caballos. No existía mejor montura en el mundo y Tyrion sintió que parte de su ansia guerrera se calmaba al acercarse a su corcel.
Belarien le tendió las riendas y Tyrion subió ágilmente a la silla mientras la multitud se congregaba para ver partir a los caballeros. Las doncellas de la Reina Eterna cantaban alegres canciones y los músicos entonaban lamentos épicos de días pasados mientras el abanderado desplegaba el estandarte personal de Tyrion.
Los caballeros vitorearon cuando el viento alcanzó el largo estandarte de seda carmesí, revelando un fénix dorado enlazado con la paloma plateada de la Reina Eterna.
Desde su caballo, Tyrion inclinó la cabeza ante la radiante belleza de la reina. Ella sonrió y un rayo de luz amarilla se abrió paso entre las copas de los árboles para iluminar el estandarte de seda.
Al ver el fénix ondear como encendido, Tyrion sintió que su ánimo se inflamaba.
—¡Caballeros del Yelmo Plateado! —exclamó—. ¡Cabalguemos hacia Saphery!
* * *
Caelir cabalgó durante toda la mañana, exigiendo el máximo a su caballo mientras se encaminaba hacia el norte. Aunque la batalla de la llanura Finuval se había extendido por todo el norte de Saphery, él había atravesado por el centro y el tono de pesadumbre remitía con cada milla que iba dejando atrás.
Se había despertado en el montículo donde el mismísimo Rey Brujo se había alzado aquel día aciago en que Teclis lo abatió y lo desterró de Ulthuan una vez más. Caelir no sabía si había llegado a correr peligro por parte de la sombra oscura en el pasado, pero si así era, los espíritus de los asur caídos lo habían reconocido como uno de los suyos y lo habían mantenido a salvo.
La imagen del Rey Brujo aún ardía en su mente, pero era un fantasma que se difuminaba como un sueño mientras continuaba su viaje. Cuando más se alejaba del campo de batalla, más sentía que la tierra élfica cobraba vida, como si la magia de Saphery estuviera reclamando la tierra manchada por el paso de sus enemigos.
Cruzó riachuelos que corrían cristalinos por el paisaje y sació su sed en sus aguas, aunque el hambre seguía royendo su vientre. El descanso de la noche había refrescado a su caballo, y cada vez que se detenía, comía ansiosamente la verde hierba. El corcel no tendría problemas para llegar a Avelorn, pero él iba a necesitar nutrirse antes.
Caelir pensaba que llegaría al reino de la Reina Eterna dentro de unos cuantos días más de viaje, y podía distinguir los brillantes límites de los bosques del norte.
Había visto más signos de viajeros; los rastros de carromatos y jinetes a través del páramo eran ahora una visión familiar, por lo que había decidido seguirlos con la esperanza de obtener algo de comida. No tenía dinero para comprarla, pero seguía conservando la extraña daga que no podía ser desenvainada. De poco serviría a nadie, pero tal vez a alguno de los viajeros le parecería lo suficientemente curiosa para cambiarla por un poco de alimento.
Unas pocas horas después del mediodía, Caelir y su montura llegaron a un vado y cruzaron el río. Echó atrás la cabeza, disfrutando del frío del agua que salpicaba las rocas que señalaban el punto de paso y llenaba el aire de refrescante rocío y brillantes arco iris.
Al otro lado del río, vio huellas profundas en la tierra mojada de la ribera y bajó de la silla para examinarlas. Aunque hubiera olvidado otros recuerdos, no había perdido su habilidad como rastreador y sabía que esta pista no tenía más que unas cuantas horas.
Volvió a montar y continuó cabalgando, presionando a su caballo más de lo que se atrevería normalmente. La oscuridad caería pronto y no tenía ningún deseo de pasar otra noche solo en la llanura Finuval, ni aunque estuviera lejos del campo de batalla.
El sol se hundió por el oeste y el cielo pasó de un rutilante azul a un púrpura oscuro. Casi había perdido la esperanza de alcanzar a los viajeros cuando vio ante él una serie de luces parpadeando, oro y plata brillando en el crepúsculo.
Redujo el ritmo al ver que las luces no se movían y oyó voces que cantaban seguidas de aplausos entusiastas. La música se hizo más fuerte y oyó risas estentóreas en muchas gargantas.
Al acercarse, Caelir vio tres carruajes de intensos colores que formaban una línea curva, cada uno decorado con resplandecientes pinturas que brillaban a la luz de lámparas de aceite que colgaban de altos palos dispuestos en círculo alrededor de una alfombra pintoresca. Un puñado de elfos estaban tendidos lánguidamente alrededor de la alfombra, cuya superficie estaba decorada con agradables símbolos y dibujos en espiral.
Una delicada doncella élfica de rasgos atractivos bailaba en el centro de la alfombra, girando y saltando alegre mientras la música fluía a su alrededor. Bailaba con los ojos cerrados, moviendo grácil los brazos, y su cuerpo parecía flotar en el aire, como si la sostuvieran las notas.
Caelir vio a los músicos al lado de la amplia alfombra, y durante un fugaz segundo tuvo la clara impresión de que la música los tocaba a ellos, con su deseo de ser oída y disfrutada usando su aliento y sus dedos como medio para manifestar su riqueza.
El público contemplaba su actuación con ojos embelesados y Caelir descubrió que no podía apartar la mirada de la sensual danza de la doncella. Su piel brillaba a la luz de las antorchas y el finísimo tejido de su vestido se pegaba a su forma esbelta y atlética.
La música cambió de tempo, haciéndose más y más rápida y llevando a la bailarina a increíbles niveles de éxtasis. El público gritaba y animaba a medida que su forma se convertía en un sinuoso borrón de piel radiante y luz.
Entonces todo acabó de repente, la música murió y la bailarina dio un último salto al aire. Giró al descender y aterrizó grácilmente en el centro de la alfombra, la cabeza hacia atrás y los brazos extendidos.
El público prorrumpió en aplausos y Caelir se sorprendió haciendo lo mismo, encantado de mostrar su aprecio por tan increíble actuación.
El sonido de los aplausos remitió cuando todos fueron conscientes de su presencia, y Caelir se ruborizó cuanto se volvieron hacia él con expresiones de curiosidad en el rostro.
Caelir desmontó de su caballo cuando un alto elfo de rasgos sonrientes y largo pelo plateado se separó del grupo y se acercó a él. Extendió la mano hacia Caelir.
—Bienvenido, querido muchacho, yo soy Narentir —dijo el elfo con voz musical—. ¿Quieres unirte a nosotros?
—Me llamo Caelir —respondió él—. Y, sí, me uniré a vosotros.
—Excelente —respondió Narentir, guiándolo hacia la luz de las hogueras—. ¿Entiendo pues que te ha gustado la actuación de Lilani?
Caelir asintió y la bailarina le dirigió una sonrisa coqueta antes de retirarse de la alfombra mientras otros bailarines ocupaban su lugar.
—Mucho —asintió Caelir mientras Narentir le tendía una copa plateada de vino sazonado y aromático—. Nunca he visto a nadie moverse como ella.
—Es difícil hacerlo: nuestra Lilani es una rara joya.
Rostros sonrientes lo rodearon mientras Narentir lo conducía hacia el público congregado alrededor de la alfombra. Estaban verdaderamente contentos de verlo, y Caelir sintió que la tensión de su pecho se aliviaba ante la sinceridad de la bienvenida.
Tomó un sorbo de vino y jadeó de placer cuando el líquido le corrió como humo por la garganta. El vino era dulce, casi insoportablemente dulce, y su sabor era el de un bosque salvaje donde criaturas de leyenda aún corretearan libres. Caelir sonrió al conjurar visiones de jardines fabulosos, claros moteados por el sol y el olor de la madreselva y el jazmín.
—¿Nunca has probado vinoensueño antes? —preguntó Narentir, sentándose junto a él en la alfombra mientras los músicos empezaban a tocar una vez más.
—Sí —respondió Caelir, mareado por el sabor—, pero éste es bueno. Muy bueno.
—Ten cuidado —advirtió Narentir—. No deberías beber demasiado.
—Tengo un estómago fuerte.
—No es tu estómago por lo que tienes que preocuparte —sonrió Narentir mientras tomaba otro trago.
—¿No?
Narentir se echó a reír.
—Haz lo que quieras, querido Caelir. Tal vez ayude a tu actuación.
—¿Mi actuación? ¿Qué actuación?
—Todo el mundo tiene su turno en la alfombra.
—Pero yo no soy cantante y no sé bailar —protestó Caelir.
Narentir sonrió.
—Eso no importa. Estoy seguro de que se te ocurrirá algo.
Caelir abrió la boca para resistirse, pero los elfos que estaban ya en la alfombra empezaron su actuación y todos los demás sonidos cesaron cuando entonaron antiguas canciones de amor y embeleso. Caelir quiso decirle a Narentir que no sabría entretenerlos, pero escuchar a los cantantes extrajo un recuerdo de los talentos desconocidos que Kyrielle había descubierto dentro de él.
Otro sorbo de vino lo relajó y Caelir sonrió feliz mientras contemplaba la actuación. Las voces de los cantantes eran exquisitas, su música y sus canciones revoloteaban en torno a la reunión iluminada por las antorchas como un invitado inesperado, pero totalmente bienvenido.
Las lágrimas chispearon los ojos de Caelir mientras sentía que su alma huía en el tiempo con sus melodías dolorosamente hermosas.
* * *
El regreso a Cairn Auriel careció de la magia que los había acompañado camino de la Torre Blanca. A Eldain le resultaba extraño no montar a Lotharin, aunque Irenya era un buen animal y lo llevaba orgullosamente en su grupa.
Cabalgaron en silencio durante gran parte del viaje, Rhianna perdida en sus pensamientos y Eldain reacio a romper el silencio por miedo a lo que pudiera decirse. Yvraine los acompañaba de nuevo, pues Mitherion Ciervo de Plata insistió en ello, aunque ahora montaba un poderoso corcel sapheriano.
Después de ver su habilidad marcial en la batalla, Eldain no tuvo ningún deseo de contradecir al mago, y agradeció su presencia. Si la guerra venía, en efecto, hacia Ulthuan, había cosas peores que tener a tu lado que una maestra de la espada de Hoeth.
La tierra misma parecía reconocer la tristeza que se había apoderado de ellos y contenía sus excesos encantados más potentes. La magia seguía permeando cada aliento y espíritus susurrantes correteaban entre las altas hierbas con salvaje abandono, pero Eldain no les prestaba ninguna atención, demasiado preocupado por la supervivencia de Caelir y la absurda idea de perseguir a su propio hermano.
La cuestión de lo que sucedería cuando alcanzaran a Caelir había surgido cuando se acercaron al sendero entre las montañas que conducía a Cairn Auriel.
—Me pregunto si nos recordará —dijo Rhianna, rompiendo el silencio de su viaje.
—No lo sé —contestó Eldain—. No lo parecía, allá en la torre.
—Pero tal vez verte sacudió sus recuerdos, le hizo recuperar algo.
—Tal vez, pero ¿qué diferencia habrá si nos recuerda?
—La habrá para mí —dijo Rhianna—. No puedo soportar la idea de que se haya olvidado de nosotros.
—¿De nosotros?
—De ti. De mí. De su vida. ¿Puedes imaginar cómo debe sentirse, Eldain? No recordar tu infancia, ni a tus padres, ni a tus amigos…
—¿Ni a tus amantes? —interrumpió Eldain, y odió el tono cáustico que percibió en su voz.
Rhianna suspiró.
—¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que si Caelir recupera la memoria y vuelve con nosotros yo te deje por él?
—¿No lo harías? Estuvisteis prometidos.
Rhianna se acercó a Eldain y le cogió la mano.
—Caelir está vivo y por eso le doy las gracias a Isha, pero mi compromiso es contigo, Eldain. Eres mi esposo y te quiero.
Eldain sintió que se le cerraba la garganta y apretó la mano de Rhianna, deseando poder creer lo que ella estaba diciendo.
—Lo siento. Es que… no quiero perderte. Ya te perdí por él una vez antes y… no creo que pudiera hacerlo de nuevo.
—No lo harás, Eldain —prometió Rhianna—. No puedo negar que ver otra vez a Caelir me trajo un montón de recuerdos, pero las cosas han cambiado mucho desde que estuvimos juntos. Tú y yo estamos casados. Y hay sangre en sus manos.
«Hay sangre en sus manos…»
Eldain combatió la náusea de culpabilidad que se acumulaba en su estómago. Yvraine intervino entonces.
—También está la cuestión de lo que le sucedió en Naggaroth. Los druchii lo retuvieron en las mazmorras del Rey Brujo durante más de un año. El Caelir que ambos conocisteis puede que ya no exista.
—¿Qué quieres decir?
—He oído decir que el esclavo leal aprende a amar la correa —dijo la maestra de la espada—. Puede que tu hermano se haya convertido en un enemigo de Ulthuan.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Eldain, percibiendo una fría cólera en la voz de Yvraine.
—Estoy diciendo que cuando encontremos a Caelir, tal vez tengamos que matarlo.
—¿Matarlo?
Yvraine asintió.
—¿Quién sabe qué más le han ordenado hacer? ¿Y si la trampa para eliminar al Señor del Conocimiento era sólo la primera de sus misiones de asesinato?
—No puedo matar a mi propio hermano —dijo Eldain, forzando las palabras a salir de su boca cuando vio la expresión de horror de Rhianna ante lo que Yvraine acababa de decir.
—Puede que haya que hacerlo —insistió ella, que llegaba ya a la cima del sendero—. Pero si tú no puedes, lo haré yo.
La maestra de la espada se adelantó hacia el camino que conducía a Cairn Auriel, y Eldain y Rhianna compartieron una mirada de inquietud mientras la seguían. La idea de que su caza pudiera terminar con sangre no se le había ocurrido a ella, estaba claro, pero en la mente de Eldain era el único resultado posible.
Mientras veía cómo Rhianna se internaba en el sendero, una fría resolución se hizo fuerte en su corazón, y supo que no vacilaría en matar a Caelir si el destino decretaba que volvieran a enfrentarse de nuevo cara a cara.
Había llegado hasta muy lejos y había ganado tanto que no podía soportar la idea de perderlo todo otra vez. La culpa estaría siempre con él, pero ninguna carga era demasiado pesada por conservar a Rhianna a su lado, ningún hecho impensable, ningún precio demasiado alto.
Una flotilla de barcos se mecía en las chispeantes aguas azules de los muelles flotantes de Cairn Auriel, y las viviendas de rojos tejados se alzaban del mar en capas escalonadas. A Eldain la escena le pareció insoportablemente triste, pues imaginó a las naves druchii que llegaban a la bahía y a los fanáticos guerreros del Rey Brujo asesinando a mujeres y niños mientras las calles se teñían de rojo con su sangre.
Se estremeció, librándose de tan sombrías imágenes, y cabalgó hacia el sendero. Las flores que adornaban los viñedos eran flores blancas de primavera y las fragancias eran las del amanecer.
Eldain pasó bajo las flores y se dirigió con cuidado hacia el asentamiento.
* * *
El capitán Bellaeir se sintió encantado de volver a verlos, pues no le gustaba tener a una tripulación ociosa cuando había mares que cruzar y vientos mágicos que capturar en las velas. Sus marineros habían entablado relación con las otras tripulaciones ancladas en la bahía y las noticias y los rumores que llegaban de todo Ulthuan se habían transmitido rápidamente entre ellos.
Nuevos barcos druchii habían sido avistados cerca de las costas del sur de Ulthuan, pero al parecer no habían hecho ningún intento de desembarcar. Los cielos sobre las Annulii estaban repletos de pájaros que cruzaban de un lado de la isla a otro, y se decía que las corrientes mágicas que surcaban las montañas se volvían más poderosas.
Más y más criaturas bajaban de las montañas, atraídas por las peligrosas corrientes de la magia, y los cazadores de Chrace libraban una batalla casi constante contra los monstruos innaturales que se cebaban en los habitantes de los reinos del norte.
El Yunque de Vaul rugía y humeaba como si el dios herrero estuviera insatisfecho, y una tripulación decía haber sido alcanzada por una tormenta en los mares de Avelorn, un signo seguro de que se aproximaban tiempos oscuros. La mayoría de las otras tripulaciones había descartado semejante historia, pero al ver el estado en que había quedado el barco y las negras cicatrices de los impactos de los rayos, se retiraron a sus propios bajeles para reflexionar sobre ese maligno presagio.
Más preocupante, sin embargo, era la noticia de que los druchii habían desembarcado en la costa occidental de Ulthuan. Nadie parecía saber exactamente dónde, pero cuando Eldain recordó la advertencia de Mitherion Ciervo de Plata de que un terrible peligro descendía sobre Ellyr-charoi, temió que los druchii estuvieran ya marchando contra una de las fortalezas que protegían el acceso a Ellyrion.
Por todo Ulthuan, levas ciudadanas se armaban para la guerra y portentos de mal agüero se transmitían desde Yvresse a Tiranoc. Cuando llegaron a Cairn Auriel, Eldain sintió en el aire el fuerte temor de sus habitantes, como un contagio.
El capitán Bellaeir se había tomado la libertad de comprar suministros para el viaje, aunque no le gustó la noticia de cuál era su destino.
—¿El Valle Gaen? —dijo, con el ceño fruncido—. No es lugar para gente como nosotros.
—No —coincidió Eldain—, pero no tenemos más remedio. El Señor del Conocimiento en persona nos envía.
Bellaeir asintió ausente y contempló el mar.
—He surcado las aguas del Mar Interior durante muchos años, mi señor. Cuando Finubar el Navegante se convirtió en Rey Fénix, vi la nave que lo llevaba al Altar de Asuryan y lo seguí lo suficiente para ver la gran llama. En mi juventud, navegué hasta donde nadie se había atrevido a acercarse a la Isla de los Muertos, y vi el día de mi propia muerte.
»Pero en todos mis años como navegante, nunca se me había ocurrido acercarme al Valle Gaen. Las mujeres guerrero de la Diosa Madre protegen con celo sus costas y ningún varón se atreve a poner el pie en esa isla. Y los que lo intentan nunca son vistos de nuevo.
—Entonces tú y yo nos aseguraremos de quedarnos a bordo del Señor de los Dragones mientras Rhianna e Yvraine desembarcan —dijo Eldain.
Bellaeir suspiró y dejó a Eldain en el muelle, dirigiendo a Rhianna a su tripulación para subir a bordo a los caballos. Eran bestias inteligentes y a ninguna les agradaba la perspectiva de quedarse encerradas en la estrecha sentina del barco durante varios días.
Eldain no podía reprochárselo, y se encogió de hombros a modo de disculpa mientras el caballo de Rhianna lo miraba a los ojos. Vio a Yvraine cruzada de brazos observar a los marineros conducir a los caballos al barco. El viento que soplaba del mar agitaba sus cabellos de platino y estaba claro que no anhelaba otro viaje marino.
Eldain cruzó el muelle para acercarse hasta ella.
—Parece que te gusta tan poco viajar por mar como a nuestras monturas, dama Hoja de Halcón —le dijo.
—¿Puedes reprochármelo? —respondió ella.
—Sé porque no le gusta a los caballos —afirmó Eldain—. En Ellyrion están acostumbrados a la libertad de las estepas, pero ¿por qué lo odias tú tanto?
Yvraine se encogió de hombros.
—No me gusta poner mi destino en manos de nadie. Prefiero ser dueña de mi propio sino.
—¿Puede alguno de nosotros hacer eso? —preguntó Eldain—. ¿Puede no estar nuestro futuro en la voluntad de los dioses?
—No lo sé. Tal vez sea así, pero yo tomo mis propias decisiones y vivo según mi propio código.
—¿Incluye eso matar a mi hermano?
Yvraine se protegió los ojos del sol que ya se ponía.
—Si es lo que hace falta para mantener a Ulthuan a salvo, no se te ocurra impedírmelo.
—Si Caelir amenaza a Ulthuan, yo mismo empuñaré la espada —le aseguró Eldain, sorprendido por la falta de sentimiento que ese juramento causaba en él.
—Entonces nos comprendemos mutuamente —replicó Yvraine, devolviendo su atención a los caballos.
—Eso parece.
Se produjo un silencio incómodo hasta que, por fin, Yvraine dijo:
—Isha mediante, pronto tus caballos conocerán de nuevo la libertad de la estepa.
—Parece que no estás muy segura de que vaya a ser así.
—Es posible —reconoció Yvraine—. Ya oíste lo que dijo lord Teclis. Los druchii han desembarcado y se acerca la guerra. Puede que ninguno de nosotros vuelva a ver su patria.
—¿Te preocupa no volver a ver Saphery?
—No —respondió Yvraine, negando con la cabeza—. Es el hecho de dejar Saphery cuando se acerca la guerra lo que me preocupa. Debería estar con mis hermanos defendiendo la Torre Blanca como juré hacer.
Eldain sonrió torvamente.
—Si lord Teclis tiene razón, todos tendremos que luchar pronto. No creo que importe mucho dónde lo hagamos.
—A mí me importa.
—Entonces, por nuestro bien, espero que tu espada luche donde más falta haga —manifestó Eldain.