Capítulo 10
10
El instante se hizo eterno. Caelir miró a los pálidos ojos de Teclis, buscando alguna indicación que pudiera ayudarlo. El Señor del Conocimiento se acarició la fina mandíbula y estudió a Caelir con el mismo interés académico que lo había hecho Anurion, como si fuera un espécimen particularmente completo de gran rareza.
—Anurion me ha dicho que tu memoria ha sido encerrada mágicamente dentro de ti. ¿Es cierto?
—Así es, mi señor —confirmó Caelir, reacio a hablar más de lo necesario por temor a quedar en ridículo ante este legendario héroe de Ulthuan.
Teclis se acercó a él y una aura cálida lo precedió, bañando a Caelir en una magia resonante que brotaba del Señor del Conocimiento como el sudor de la piel de un humano. El poder inherente a Teclis, aunque no conjuró ningún hechizo ni recurrió a ninguna magia, era palpable, y sólo estar cerca de él hacía que todos los sentidos del cuerpo de Caelir se sintieran más agudos, más afinados.
—¿Quién haría una cosa así? —se preguntó Teclis, extendiendo la mano para tocar la frente de Caelir, aunque luego se lo pensó mejor y una mueca de preocupación arrugó su fino rostro. El Señor del Conocimiento cerró los ojos y Caelir sintió una vaharada de energía mágica atravesarlo.
De repente, Teclis abrió los ojos y a Caelir le pareció detectar el atisbo de una sonrisa curiosa asomar en la comisura de sus labios.
—Eres extraño, Caelir de Ellyrion —dijo el Señor del Conocimiento—. No siento ningún mal en tu mente, pero hay una parte de ti que no puedo alcanzar. Algo enterrado en tu interior y envuelto tras velos y velos de magia. Alguien se ha tomado muchas molestias para esconderlo y me gustaría saber qué es y por qué.
—Te pido que hagas lo que puedas, mi señor —le rogó Caelir.
—Oh, lo haré —prometió Teclis—. Pero puede que no te guste lo que halle.
—No me importa. Sólo quiero recuperar mis recuerdos.
—Los recuerdos pueden ser dolorosos, Caelir —advirtió Teclis—. He recorrido todo este mundo: de la olvidada Cathay a las junglas de Lustria e incluso las extensiones arrasadas del norte, y hay muchas cosas que alegremente eliminaría de mis recuerdos si pudiera. Debes estar seguro de que esto es lo que quieres, porque una vez empecemos no habrá vuelta atrás.
—Anurion me dijo lo mismo, mi señor, y le di la misma respuesta. No importa lo que haya que hacer, no importa lo que me suceda, estoy dispuesto a correr el riesgo y aceptar las consecuencias de lo que ocurra.
Teclis soltó una risa despectiva y se dio media vuelta, trazando un círculo por la sala mientras hablaba.
—No estés tan dispuesto a aceptar consecuencias de las que no sabes nada, Caelir. Ninguno de nosotros puede saber lo que sucederá cuando hurgue en tu mente, pero un misterio tan oscuro no debe quedar sin resolver, ¿no?
Mientras Teclis hablaba y Caelir se recuperaba de su asombro, observó las inmediaciones con más detalle, viendo que la cima de la torre era un lugar espartano de meditación y serenidad. El suelo era de brillante mármol azul a excepción de una pauta circular de ocho radios de rueda en el centro, marcados con un mosaico de titilante ónice. Ocho estrechas ventanas horadaban la torre a intervalos regulares, cada una al final de cada uno de los radios de la rueda, y aparte de una mesita de plata donde reposaba una jarra de oro, la cámara carecía de mobiliario.
Teclis completó su circuito de la rueda y se detuvo en el lado opuesto del círculo, frente a Caelir. La expresión del Señor del Conocimiento se suavizó.
—Toda mi vida he buscado la verdad, y tú me intrigas, Caelir de Ellyrion —dijo—: Sitúate en el centro del círculo.
Caelir obedeció y se reunió con Anurion y Kyrielle dentro de la rueda de ocho radios, sintiendo un temblor de magia agitarse en su interior mientras lo hacía. Kyrielle le cogió la mano y se la apretó para transmitirle tranquilidad mientras su padre se concentraba en Teclis.
Éste golpeó su bastón de oro contra el suelo de mármol y una puerta se abrió en la pared de la cámara como respuesta. Una procesión de magos ataviados con túnicas entró y Caelir parpadeó al advertir la imposibilidad de una acción semejante.
Volvió la cabeza hacia cada una de las ventanas, viendo solo el azul del cielo o los picos envueltos en magia de las Annulii a través de ellas. Miró de nuevo la puerta, asombrado, pues sin duda una puerta así tendría que haberse abierto… en el aire.
Pero en este sagrado lugar de magia supuso que nada debería sorprenderlo.
Tras los magos llegaron cuatro maestros de la espada con largas y titilantes cotas de malla de ithilmar y altos cascos empenachados. Cada guerrero portaba una gran espada élfica, y llevaba la letal hoja con la misma facilidad con que Caelir podría haber llevado el más liviano de los arcos.
Los magos recién llegados eran jóvenes y vestían sencillas túnicas azul y crema sin adornos. Caminaron sin prisa alrededor de la circunferencia de la cámara hasta colocarse ante cada ventana. Ocho de ellos lo rodearon y Caelir pudo sentir la acumulación del poder dentro de la sala, como si una carga de energía mágica estuviera subiendo por la torre, acumulando fuerzas mientras brotaba de las marcas místicas talladas en la pared.
Los maestros de la espada se colocaron detrás de Teclis, haciendo girar sus hojas como si fueran rayos de luz hasta que apoyaron la punta en el suelo. Cerraron los puños sobre las piedras de las empuñaduras y Caelir se preguntó qué peligro podría requerir la presencia de tan formidables guerreros.
—Voy a ayudarte, Caelir —dijo Teclis, entrando en el círculo mientras los magos de los puntos cardinales se sentaban cruzados de piernas con un fluido movimiento—. Juntos vamos a averiguar qué sabes. ¿Estás preparado?
—Estoy preparado —respondió Caelir, y Teclis asintió.
Un titilante nimbo de luz se acumuló sobre la media luna del báculo de Teclis y un eco insondable saturó su voz. A Caelir le pareció que el físico del Señor del Conocimiento había aumentado, la magia que fluía hacia su frágil cuerpo apenas contenida en el interior de su constitución.
Los magos alrededor del círculo empezaron a cantar y Caelir reconoció cánticos de renacimiento y ensalmos de restauración que había oído murmurar a Kyrielle durante su estancia en el palacio de invierno de su padre.
Titilantes fuegos fatuos se reflejaron en las espadas de los guerreros y Caelir tragó saliva al comprender la magnitud del poder detentado en este lugar.
Se agarró con fuerza a la mano de Kyrielle cuando sintió que algo se agitaba en su interior, algo que el aura única de la magia del Señor del Conocimiento había despertado. ¿Eran sus recuerdos pugnando por salir a la superficie, desatados por el poder de Teclis?
El mago avanzó hacia él, la diosa de la luna de su báculo resplandeciendo de luz blanca, aunque Caelir no pudo sentir ningún calor en ella cuando el Señor del Conocimiento lo bajó en su dirección. Murmuró palabras de poder y las paredes de la cámara parecieron latir con el ritmo de un corazón al compás de su discurso.
Los magos alrededor del círculo se pusieron en pie y sus brazos describieron símbolos complejos y Caelir sintió el poder de la magia de Teclis llegar a su interior, sondeando profundidades a las que la magia de Anurion el Verde no se había atrevido a descender.
Pero la magia empleada aquí era mucho más poderosa de la que Anurion podía dominar, pues Teclis era el mago más hábil y docto del mundo. Incluso los más grandes archimagos de Ulthuan se consideraban afortunados si tenían la oportunidad de sentarse a sus pies y aprender las artes místicas.
Como un tónico vital introducido en su sangre, la magia de Teclis retumbó por todo su cuerpo, y Caelir pudo sentir un colosal arrebato de poder dentro de la cámara cuando la barrera entre Teclis y lo que había en su interior se retiraba. Quiso desplomarse sobre el suelo, pero sus miembros estaban rígidos, imposible soltarse de la mano de Kyrielle.
Se estremeció cuando las capas se apartaron y sintió que su cuerpo respondía a la magia del Señor del Conocimiento. Teclis se alzó sobre él, su ardiente báculo y sus feroces ojos resultaban aterradores en su determinación por descubrir los secretos que ocultaba…
Caelir cerró los ojos para aislar la horrible ansia de conocimiento que veía en los ojos de Teclis, volviendo su mirada hacia dentro para ver qué historia secreta estaba siendo revelada ahora. Oyó voces de preocupación, pero no pudo encontrarles sentido, las palabras le resultaban incomprensibles a medida que miraba en las profundidades de su ser y sus recuerdos robados.
Como si se asomara a los más hondo de un abismo olvidado, vio una masa informe arrastrarse hacia él, todas las restricciones y barreras para su regreso retiradas ahora por el asombroso poder de Teclis. La esperanza ardió brillante y cálida y Caelir abrió los ojos mientras perlas de luz corrían por sus mejillas como resplandecientes lágrimas de luz estelar.
Vio a Teclis ante él. Los chisporroteantes arcos de magia revoloteaban sobre su cabeza y su túnica ondeaba como si se hallara dentro de un poderoso huracán. Los pies del Señor del Conocimiento habían dejado el suelo y remolinos de luz y aullidos de viento lo mantenían en alto mientras un sinfín de rayos en cadena surgían de las manos extendidas de los magos alrededor del círculo.
—¡Funciona! —gritó Caelir—. ¡Puedo sentirlo!
Se volvió hacia Kyrielle y una caliente descarga de miedo se apoderó de él cuando vio su rostro retorcido en una agónica mueca de dolor. Anurion gritaba, pero Caelir no podía oír las palabras. Teclis alzó su báculo y ardientes andanadas de luz brotaron de los bordes del círculo.
Caelir se esforzó por comprender qué estaba sucediendo, súbitamente consciente de que un poder monstruoso que no tenía nada que ver con el que empleaba Teclis se acumulaba en su interior. No, esto había estado dentro de él todo el tiempo, dormido, oculto, esperando…
Los conjuros mágicos situados en su interior no encerraban sus recuerdos, sino algo mucho más viejo e infinitamente más maligno.
Demasiado tarde, reconoció el peligro de la trampa y la antigua astucia que habían empleado en su ocultamiento.
Demasiado tarde, advirtió que esta energía infernal había estado esperando en su interior este momento exacto, pues sus arquitectos sabían que sólo el poder de los magos más grandes de Ulthuan podrían deshacer las defensas que habían colocado alrededor de esta fuerza infernal.
Pudo ver sus ojos sibilinos: oscuros, violentos y llenos de miles de años de odio hacia él y toda su especie. Una risa monstruosa y diabólica borboteó en su interior y una magia oscura surgió de su anfitrión viviente, estallando con la fuerza de un millón de truenos.
Una luz púrpura brotó de sus ojos y se lanzó contra Teclis, arrojándolo contra la pared de la cámara y atacándolo con lenguas bifurcadas de ira demoníaca.
Magia pura, libre del rígido control de un mago, explotó por toda la cámara en un torbellino de locura aulladora, abriendo grandes huecos en el tejido de la realidad. Una risa gimoteante y gritos de ira llena de odio resonaron cuando los habitantes de los reinos de pesadilla más allá de lo físico sintieron la ruptura de la muralla entre ambos mundos…
Caelir gritó mientras la cámara estallaba en una tormenta de magia.
* * *
Yvraine los guiaba a través del bosque, entablando animada conversación con los maestros de la espada que encontraban, y Eldain apenas podía creer el cambio que se había producido en ella. Había desaparecido la cejijunta asceta que revelaba poco de su persona en sus modales o palabras, y en su lugar había una agradable y cálida doncella élfica que hablaba con ingenio y vitalidad.
—Volver a casa le sienta bien —dijo, compartiendo una mirada con Rhianna.
Rhianna sonrió, y entonces la sonrisa desapareció y dejó escapar un grito, el rostro convertido en una mueca de dolor.
El grito cortó el aire con su urgencia y todo el mundo volvió la cabeza hacia ella. Los pájaros echaron a volar en una frenética nube de plumas blancas y el bosque, que segundos antes había sido acogedor y abundante, quedó de pronto envuelto en miedo.
Eldain desmontó de Lotharin cuando Rhianna se desplomó de la silla, las manos flácidas y sin vida, y por sus mejillas corrían lágrimas desangre que manaban de sus ojos. Él la detuvo antes de que chocara contra el suelo y la abrazó llorando de terror.
—¡Rhianna! —exclamó—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
Ella no le contestó, su atención fija en alguna terrible visión más allá de él.
Eldain se volvió a mirar por encima de su hombro y sus ojos fueron atraídos por la cima de la Torre de Hoeth, donde se agitaban oscuras nubes y relámpagos de magia se retorcían y rayos rojos rebullían como látigos de sangre.
—¡Que Isha se apiade de nosotros! Rhianna, ¿qué es eso?
Rhianna se estremeció entre sus brazos y se agarró a él con fuerza, llena de miedo y dolor.
—Maldad… —jadeó—. ¡Magia oscura!
Eldain miró a la torre, que temblaba mientras los maestros de la espada corrían hacia ella desenvainando sus brillantes armas. Yvraine permaneció a su laclo, mirando horrorizada la cantidad de objetos que caían de la parte superior de la torre.
Eran poco más que puntos ardientes, y frunció el ceño al tratar de encontrar sentido a lo que veía.
—Oh, no… —sollozó Yvraine.
Horrorizado, Eldain vio que los objetos que caían eran figuras que gritaban.
Acólitos de la torre o magos, no podía decirlo, porque un fuego innatural los consumía mientras se zambullían hacia la muerte. Rastros de humo los seguían, junto con bolas chispeantes de luz mágica que explotaban como el fuego líquido que algunos barcos humanos solían usar en la batalla.
Las llamas cobraron existencia cuando una de las bolas mágicas chocó en el suelo ante él, y chorros de luz sucia saltaron al aire e hicieron que Lotharin retrocediera y se alzara de manos.
Eldain ayudó a Rhianna a ponerse en pie. Las llamas de magia devoraron los árboles y una risa monstruosa, rica en alegre desprecio, sonaba en su interior.
—¡Yvraine! —gritó Eldain cuando una veloz criatura multicolor, parte sabueso, parte dragón, salió de la luz, como si atravesara un portal desde algún reino de fuego y de pesadilla.
La maestra de la espada giró sobre sus talones, la hoja ya en las manos, mientras la bestia saltaba hacia Eldain con las alas de fuego mágico desplegadas. Su cara era un horror de colmillos de llama y hueso; su cráneo, el de un ser muerto. Espolones del tamaño de los antebrazos de Eldain envueltos en luces de arco iris buscaron a Yvraine, pero ella saltó sobre la bestia con una voltereta y golpeó con la espada mientras le pasaba por encima.
La bestia rugió de dolor, desparramando goterones de fuego por la deslumbrante herida de su espalda.
Incluso antes de aterrizar, Yvraine se retorció en el aire y descargó la hoja contra sus alas.
Más maestros de la espada corrieron a ayudarla, pero a pesar de su juventud Yvraine no mostró ningún temor ante tan temible enemigo. Una vez más se enfrentó a la criatura de fuego, rodó bajo el letal manotazo de sus garras y se impulsó en una rama baja para girar sobre la criatura cuando ésta se alzaba para adquirir toda su altura.
Sus botas chocaron contra la bestia y la espada trazó un arco de plata mientras la decapitaba de un tajo. La bestia aún estaba cayendo cuando Yvraine se lanzó hacia atrás, retorciéndose en el aire para aterrizar ante ella una vez más, la espada alzada como si nunca se hubiera movido.
Eldain vio cómo más y más deslumbrantes bolas de fuego seguían cayendo de la ruina de la cima de la torre y docenas de viles monstruos nacían de la magia protoplásmica. Horrores de dimensiones desconocidas, monstruos retorcidos e inenarrables abominaciones camparon a sus anchas, matando todo lo que hallaban en su camino mientras rebullían de ira en la agonía de su existencia.
Eldain ansió desenvainar su espada y correr a la lucha junto a Yvraine y los maestros de la espada, pero no podía abandonar a Rhianna, cuyo cuerpo aún estaba débil por la presencia de tanta magia oscura.
Arrastró a Rhianna para apartarla del camino entre los árboles mientras una fina lluvia de titilantes gotas caía del cielo. Eldain se estremeció, sintiendo como si alguien hubiera caminado sobre su tumba por la crudeza de la magia en el aire.
—La magia… —dijo Rhianna—. Oh, no…
—¿Qué le ocurre?
—La torre… se alza en una confluencia de poder…, un foco para la magia de alrededor, ¡pero algo ha roto los hechizos que la mantienen bajo control!
Mientras pensaba en estas palabras, Eldain pudo saborear el aire graso y ceniciento.
No magia… sino hechicería…, las artes oscuras.
Gritos y chillidos resonaban por el bosque, lamentos de dolor y furia que helaban la sangre en las venas. Las grandes espadas élficas se cebaban en la carne innatural formada de la esencia de la magia, y aunque los maestros de la espada se contaban entre los mejores guerreros de Ulthuan, también ellos eran mortales.
La sangre élfica estaba siendo derramada.
Los vientos ululantes que envolvían la cima de la torre fueron bajando, latigazos de relámpagos que chocaban contra el suelo y cuerpos que caían, y trozos vitrificados de roca que saltaban por los aires con su fuerza. Espectros chirriantes de magia giraban y revoloteaban como céfiros vengativos, envolviendo a todos los que hallaban en su camino y haciéndolos pedazos con sus garras de brillante hielo.
Eldain rodeó a Rhianna con sus brazos mientras la base de la torre se estremecía bajo el asalto. Las tallas doradas de su estructura ardían de poder incandescente, luchando por contener los borbotones de magia incontrolada.
—Tenemos que ayudar —dijo Eldain—. Tenemos que hacer algo.
Rhianna asintió y se secó la sangre de la cara.
—Si queremos llegar a la torre necesitamos a Yvraine —dijo—. ¿Recuerdas lo que te dije en el Señor de los Dragones?
—Sí —respondió Eldain, viendo cómo Yvraine luchaba espalda contra espalda con otro maestro; sus golpes fluían como un ballet, girando dentro y fuera de la zona de muerte del otro mientras tejían un titilante surco de acero. Luchar con semejante perfección era increíble, y Eldain descartó de inmediato cualquier duda que pudiera haber tenido antes sobre su habilidad.
Era un buen espadachín, pero no más que eso.
Y esto…
Esto era una habilidad que bordeaba lo sublime, superior a la de cualquiera de los otros maestros de la espada que luchaban a su alrededor. Eldain pudo ver que la gracia natural que Yvraine poseía con la espada elevaba su destreza por encima de la de sus hermanos, hacia otro nivel completamente distinto.
Eldain vio a Yvraine descargar el golpe de muerte a otra criatura de fuego con una segadora serie de mandobles que ni siquiera él pudo seguir. Los ojos de la maestra de la espada los buscaron y él le hizo una señal para que corriera hacia ellos.
—¿Estáis bien? —preguntó Yvraine—. ¿Alguno de los dos está herido?
—No —dijo Rhianna—. Estamos bien.
Yvraine asintió aliviada y Eldain pudo ver el conflicto que ardía en su interior: correr a la batalla con sus compañeros o proteger a aquellos cuyo cuidado le habían encomendado.
Eldain la cogió del brazo y dijo:
—Te necesitamos a nuestro lado. No puedo cuidar de Rhianna y combatir a la vez a esas criaturas. Tu misión era llevarnos a salvo con el padre de Rhianna, y aún no ha terminado.
Durante un momento, pensó que Yvraine iba a dejarlos de todas formas, pero al final asintió.
—Tienes razón, naturalmente. Vamos, no podemos quedarnos aquí, es demasiado expuesto.
Se abrieron paso entre los árboles. Destellos de luz mágica y chisporroteos de fuego estallaban alrededor mientras los maestros de la espada y los magos de la torre luchaban contra las rampantes creaciones de magia incontrolada.
Eldain vio a un grupo de magos lanzando rayos de luz blanquiazul a un ululante horror de tentáculos y fauces, a un maestro de la espada decapitando a una criatura parecida a una hidra formada por un deslumbrante espectro de luz y a los árboles del bosque rebullendo de vida antinatural y a la magia de la tierra sufriendo espasmos de dolor.
Un mago gritó cuando fue despedazado por un dentado remolino de magia. Un maestro de la espada fue vuelto del revés y sus órganos quedaron colgando de su esqueleto durante un agónico segundo antes de que se desplomara. Había caos por todas partes. El rampante vórtice de magia engendraba nuevas criaturas con cada cascada de poder de la tormenta que sacudía la cima de la torre.
—En nombre de Asuryan, ¿qué está ocurriendo allí arriba? —gritó Eldain por encima del ruido.
* * *
En la cámara superior de la torre, Caelir gritó mientras la reserva de magia oscura oculta a la vista y el conocimiento que llevaba en su interior se vertía al mundo. La parte superior de la cámara había desaparecido, arrasada por un ululante géiser de luz oscura, y un torbellino de nubes innaturales rebullía sobre él. Los magos que antes rodeaban el círculo habían desaparecido, quemados y lanzados a la muerte, y sólo dos maestros de la espada habían sobrevivido para proteger a su señor del asalto.
El cuerpo de Teclis yacía convertido en un montón arrugado junto a un pedazo de piedra negra, lo único que había impedido que se precipitara a su muerte. Su túnica era una ruina humeante, y aleteantes llamas negras chisporroteaban en su pecho y en sus brazos; su carne estaba despellejada. El Señor del Conocimiento apenas se aferraba a la conciencia, el ululante torbellino de la magia desatada destrozaba su cuerpo con paralizante agonía.
Columnas de fuego sinuoso, chillando maníacamente, buscaban devorarlo, pero los maestros de la espada luchaban descargando sus grandes espadas para mantenerlas a raya. Pese a su habilidad, el Señor del Conocimiento ya podía estar muerto. Anurion yacía en el suelo, el rostro convertido en una máscara de sangre y terror mientras miraba horrorizado a Caelir.
Caelir sintió que el poder oscuro que fluía por él lo consumiría pronto y lo agradeció, sabiendo que por fin su dolor terminaría. Sus miembros estaban rígidos, pero mientras la última oleada de dolor lo barría, podía sentir que su poder empezaba a menguar. Miró a Kyrielle al oírla gritar de pánico.
Sollozó al ver la magia oscura consumir sus hermosos rasgos, tentáculos invisibles rasgaron su carne y le secaron la vida. Su pálida piel de alabastro se resquebrajó como un pergamino antiguo, las finas arrugas en torno a sus ojos y su boca se volvieron más profundas hasta convertirse en grietas abiertas que sangraban. La boca de Kyrielle se abrió de manera imposible, los huesos crujieron en su mandíbula y el color se borró de su brillante pelo caoba y se volvió fino y viejo, como el de un cadáver.
—¡No… por favor, no…! —gritó él, tratando desesperadamente de soltarle la mano.
Pero ni su deseo de salvarla ni ningún poder que él poseyera podía obligarlo a soltar la mano. Lloró mientras la magia consumía a Kyrielle, incapaz de impedir que las energías malignas usaran su cuerpo hasta gastarlo. La piel se le desgajó de la cara, los músculos de debajo se atrofiaron hasta volverse polvo y cayeron de sus huesos.
Ella gritó su nombre, pero sus huesos ya no pudieron sostener su torturada estructura y la muchacha hermosa y maravillosa que había sido Kyrielle Verdetez murió. Por fin él soltó la mano y ella cayó al suelo, un cadáver roto de carne disecada alojada en un vestido verde.
Caelir sintió que el control regresaba a sus miembros y cayó al suelo, llorando calientes lágrimas de dolor y pena. El dolor ardía en su interior, pero al menos era un dolor físico y, por tanto, finito. Su cuerpo sanaría y el fuego de sus huesos desaparecería, pero el dolor de su alma… viviría con él eternamente.
Con los ojos arrasados por las lágrimas vio los huesos retorcidos que eran todo lo que quedaba de Kyrielle y gritó su nombre, recordando a la hermosa y maravillosa criatura que lo había rescatado del océano y lo había salvado de la planta carnívora de su padre. Estaba muerta y él la había matado, como si la hubiera estrangulado con sus propias manos.
Se quedó donde estaba, sintiendo la agonía de su muerte, el temor y la confusión que debían de haber sido sus últimos pensamientos. Caelir miró hacia donde yacía Anurion, inmóvil por la pena o la magia hostil.
—Lo siento… —dijo—. Yo no sabía…
Caelir se volvió y se dirigió al borde de la torre mientras una terrible sensación de pérdida y pesar se apoderaba de él. Las nubes oscuras alrededor de la cúspide de la torre retrocedían, pues los hechizos defensivos empezaban a recuperar el control de la magia.
A cientos de metros bajo él, Caelir pudo ver la anarquía que rodeaba a la torre. Puntos de fuego iluminaban el bosque en docenas de lugares y el humo se alzaba hacia el cielo, mientras árboles que se habían alzado durante miles de años se convertían en cenizas por acción de los fuegos mágicos. Vio grupos de maestros de la espada combatiendo contra una legión de brillantes monstruos y prácticamente pudo saborear la sangre que se había vertido en defensa de la torre.
Las lágrimas abrieron un sendero de culpabilidad al correr por su rostro. Tanta muerte, y todo por su culpa…
Él había traído este mal aquí y que hubieran sido otros quienes lo habían colocado en su interior no importaba. Estaba tan consumido por la necesidad de respuestas que estuvo ciego al mal que acechaba en su interior. Eldiarion había tenido razón al no fiarse de él, y el obsesivo anhelo de conocimiento de Teclis le había impedido ver la naturaleza de la trampa.
Oyó una voz decir su nombre y se volvió para ver a Teclis, sostenido por dos maestros de la espada y horriblemente quemado, que avanzaba con dificultad hacia él.
Caelir se dio media vuelta y miró el lejano suelo.
—¡No! —gritó Teclis, adivinando su intención.
—Lo siento —dijo Caelir, y saltó de la torre.
* * *
Eldain desenvainó su espada cuando llegaron por fin a la torre; sus muros blancos ardían con un fuego interno y las tallas doradas eran cegadoras. Rhianna, Yvraine y él se habían abierto paso hasta la torre a trompicones, pues la maestra de la espada se había enfrentado a las criaturas mágicas con veloces tajos de su arma.
Rhianna había recuperado la compostura, y cada paso que los acercaba a la torre la volvía a llenar del vigor de la magia pura que fluía de ella. Los feroces combates continuaban, con los maestros de la espada juntos y luchando en disciplinadas falanges en vez de en los enfrentamientos aislados a los que se habían visto forzados en los ataques iniciales.
Sin embargo, con la misma metódica precisión, más y más horribles criaturas emergían de los charcos de energía mística vertidos por las criaturas que morían. Por cada bestia abatida, otras nuevas se levantaban para combatir, y lentamente, paso a paso, los maestros de la espada empezaron a retroceder hacia la torre.
Eldain se dispuso a colocarse junto a Yvraine, preparado para luchar con ella espalda contra espalda, como había visto hacer a otros guerreros, pero la maestra de la espada lo rechazó.
—No, no puedes luchar tan cerca de mí.
—¿Por qué no?
—No eres maestro de la espada y no estás familiarizado con nuestra forma de combatir. Sin ese conocimiento, mi hoja te cortaría en dos o la tuya me heriría. Lucha junto a mí, pero no como mi hermano de la espada.
Recordando cómo las armas de Yvraine y de sus compañeros maestros se entrelazaban, Eldain asintió, comprendiendo ahora el letal error que sería combatir tan cerca de ella.
Se apartó de Yvraine mientras más maestros de la espada se retiraban hacia la torre. Un enjambre de titilantes monstruos, formados a partir de todas las pesadillas imaginables, los rodearon, y aunque los guerreros elfos no mostraron ningún miedo, estaba claro que no podían combatir a un número tan elevado.
Cien espadas se alzaron al unísono mientras las bestias de magia se abalanzaban hacia ellos, y la batalla arreció a un par de metros de la Torre Blanca. Los maestros de la espada eran hábiles más allá de la comprensión mortal, y sus armas se movían más rápidas que el pensamiento, trazando deslumbrantes molinetes con cada golpe precisamente calculado. Aunque lo tenían todo en contra, no dieron ni un paso atrás, pero cada segundo de la batalla veía a otro guerrero elfo caer destrozado.
Eldain luchó con toda la habilidad de que fue capaz, clavando la espada en la carne inmaterial, como gelatina, de los monstruos. Esquivó un tentáculo de luz, descargó un tajo en el miembro con un golpe hacia arriba de su espada y la volvió a descargar a tiempo de bloquear una garra afilada que le buscaba la cabeza.
Junto a él, Rhianna luchaba con talentos propios. Aunque podía empuñar una espada con bastante habilidad, era en las artes mágicas donde se encontraba su verdadero potencial. Conjuró ardientes muros de fuego azul dentro de las titilantes filas de los monstruos que los consumieron en ululantes oleadas. Y cuando esas llamas se alzaron, cada criatura quedó completamente destruida, sin que ningún residuo de su final creara otras en su estela. Lenguas de fuego brotaban de sus manos tendidas, pero Eldain comprendió que no podría mantener tan tremendo consumo de poder durante mucho tiempo.
Mientras desesperaba ya de ganar esta batalla, una cascada de fuego mágico llovió sobre los monstruos. Explosiones de luz blanca estallaron con brillo cegador cuando los magos de la torre finalmente descargaron su poder en defensa de su hogar.
Eldain gritó de júbilo al ver que el sentido de la batalla había cambiado.
La habilidad y los sacrificios de los maestros de la espada habían dado tiempo a los magos para que volvieran a controlar las energías rampantes en la torre, y ahora todo el poder de la magia de Saphery participaba en la lucha.
Eldain bajó la espada y se volvió hacia Rhianna. Ella se desplomó contra la torre, completamente exhausta por la magia que había liberado.
—Se acabó —dijo él—. La batalla se ha acabado.
Ella sonrió agradecida, su piel pálida y como de cera.
—Gracias a Isha… No tengo más que dar.
—No te preocupes, fue suficiente.
Rhianna se estremeció y Eldain notó como si la sensación pasara de ella a su propia carne. La miró a los ojos y un momento compartido de reconocimiento saltó entre ambos, pero no supo decir de qué clase de reconocimiento se trataba.
El ruido de la batalla remitió, como si una niebla invisible hubiera descendido para amortajar los sentidos. Eldain miró de nuevo a Rhianna y supo que ella estaba experimentando lo mismo.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero se detuvo al ver la expresión de sorpresa total en los ojos de su esposa.
Siguió la dirección de su mirada y su corazón quedó atenazado por un puño.
Entre el ejército moribundo de criaturas mágicas había un elfo de aspecto anonadado cuyos rasgos eran reflejo de los suyos propios.
—No puede ser… —dijo Caelir.
* * *
En vez del aire, su pie pisó terreno sólido.
Caelir sintió el mismo cambio en la realidad que había experimentado cuando puso por primera vez los pies en la Torre de Hoeth; esa misma sensación de que la magia cambiaba las cosas porque podía. Una vez más había recorrido toda la altura de la torre, pero esta vez no lo había deseado. Esta vez había deseado la vaharada del aire pasando ante su cuerpo en la caída, mientras todo terminaba pacíficamente.
Pero cuando la magia de Ulthuan corrió a rellenar el hueco abierto en su alma por el vertido de magia oscura oculta en su interior, todos los pensamientos de muerte volaron de su mente y un sollozo estremecedor sacudió su pecho. Se dio cuenta de lo cerca que había estado de una muerte innoble y la idea lo horrorizó más allá de lo imaginable.
No…, si iba a pagar por esta monstruosa debacle, tenía que estar vivo. Tendría que sobrevivir y finalmente descubrir qué le habían hecho y por qué.
Caelir se levantó, y una nueva resolución lo llenó mientras contemplaba cuanto le rodeaba. Se encontraba en la base de la Torre de Hoeth, en la linde de los restos quemados del bosque que Kyrielle y él habían atravesado con Anurion…
«¡Kyrielle!»
Cerró los ojos cuando la imagen de su terror destelló en su mente, sus rasgos antes perfectos derretidos hasta el hueso a medida que la magia oscura la iba consumiendo. La pena era todavía profunda, y le hizo falta recurrir a toda la fuerza de su voluntad para reducirla a un nivel que le permitiera funcionar. La lloraría adecuadamente más tarde, pero ahora tenía que actuar.
Una hueste de maestros de la espada luchaba contra las criaturas que había convocado la magia, abatiéndolas con letal gracia y habilidad. Deslumbrantes lanzas de fuego caían desde la torre y las llamas blancas saltaban del suelo formando muros para contenerlas.
La batalla por la torre casi había sido ganada, y aunque el titilante ejército de monstruos estaba condenado, siguieron luchando sin que les importara su destino final. Caelir tenía pocas dudas de cuál sería su destino si los maestros de la espada lo hacían prisionero: sus hermanos habían muerto y el Señor del Conocimiento había sido herido y había estado a punto de morir también, así que se dio media vuelta y corrió hacia el bosque.
Oyó un grito tras él y vio a una figura separarse de las filas de los maestros de la espada y dirigirse corriendo hacia él. Llevaba una larga túnica ondulante y su cabello de color miel ondeaba tras ella como el estandarte de un guardián de Ellyrion. Era hermosa, pero parecía aterrorizada, y Caelir no pudo soportar el dolor que vio en ella.
Llegó al bosque, corriendo en zigzag entre árboles ennegrecidos por el fuego que lloraban savia, saltando sobre los cuerpos caídos. Caelir oyó más gritos tras él, pero no les prestó atención en su desesperación por escapar. Se detuvo en un claro que no había alcanzado el fuego y vio un trío de magníficos corceles junto al cadáver de un maestro de la espada. El suelo brillaba de sangre y del residuo de la magia como si estuviera cubierto por el rocío de la mañana, y Caelir al instante vio que dos de los caballos eran inconfundiblemente de sangre ellyriana.
Casi se echó a reír, aliviado, al contemplar tan agradable visión, y se dirigió hacia ellos. Los caballos relincharon de placer y los animales de Ellyrion se le acercaron y lo mordisquearon afectuosamente. La familiaridad de los corceles fue para él como una piedra de toque, y lloró al ver ese recordatorio de una patria que no podía recordar.
Uno de los caballos era negro azabache, normalmente considerado de mala suerte por los jinetes de Ellyrion, pero era una bestia hermosa y fuerte. Su compañero era más pequeño y menos musculoso, pero no menos majestuoso. El tercer caballo era una montura sapheriana de color gris y también le dio la bienvenida, una conducta que normalmente no se esperaba de animales tan orgullosos.
Caelir sintió una extraña familiaridad con estos caballos, como si los conociera de una vida anterior, pero no hubo ninguna conexión, ningún recuerdo de sus nombres o personalidades.
—¿Quieres llevarme lejos de este lugar, amigo? —dijo Caelir, pasando las manos por los flancos del caballo negro.
El caballo agachó la cabeza.
—Gracias —dijo Caelir.
Se subió a lomos del animal y cogió las riendas mientras oía pasos a la carrera que se acercaban. A través de los árboles pudo ver a la doncella que había visto antes y otra puñalada de familiaridad lo asaltó. Ante ella corría un guerrero con una espada en la mano, sus rasgos parcialmente ocultos por el juego de sombras entre el humo y los árboles.
Como con la doncella élfica, había familiaridad en sus rasgos, pero…
Entonces la luz cambió y Caelir dejó escapar un grito al ver que los rasgos del guerrero eran los suyos propios…
—¡Espera! —gritó su doble, pero Caelir no estaba dispuesto a obedecer ninguna orden.
Hizo girar al caballo con la presión de las rodillas y cabalgó hacia el horizonte.
Como Anurion antes que él, Teclis había sido incapaz de retirar la maldición de su memoria olvidada, pero Caelir recordaba que Anurion había hablado de otro poderoso ser que podría ayudarlo a descubrir la verdad de su vida.
La Reina Eterna.