Capítulo 15

15

El sol de la mañana se alzaba en el cielo, las largas sombras del amanecer se retiraban ante el avance del día y el valle ante la Puerta del Águila se iluminaba. Desde que las águilas habían traído al jinete herido y la noticia del avance del enemigo, Glorien Coronafiel había hecho todo lo que sus libros recomendaban antes de la batalla.

Tres jinetes habían partido en los caballos más veloces hacia Tor Elyr para llevar la noticia y solicitar refuerzos, y había enviado exploradores a vigilar la llegada del enemigo. Había mandado apilar flechas en las murallas y comprobar y volver a comprobar todas las armas. Los pocos magos destinados en la Puerta del Águila habían pasado la noche meditando, haciendo acopio de fuerzas y poderes para la inminente batalla.

Glorien había inspeccionado personalmente cada centímetro de la muralla y la puerta en busca de puntos flacos, y se sintió aliviado al no descubrir nada incorrecto. Por muy torpe que hubiera considerado el liderazgo de Cerion Aladorada, no pudo encontrar ningún defecto en las defensas.

A media mañana regresó Alanrias, el guerrero sombrío, y Glorien lo recibió en la puerta.

Las noticias no eran buenas.

—Estarán aquí dentro de una hora, tal vez menos —jadeó el explorador encapuchado. La sangre manchaba su capa gris allá donde un virote de hierro lo había atravesado—. Los acosamos en Cairn Anroc, pero los druchii de las Montañas Espinazo Negro son cazadores hábiles y mataron a muchos de los nuestros. Jinetes oscuros van por delante del ejército, librando batallas dispersas con patrullas de soldados de Ellyrion.

—¿Dónde están ahora esas patrullas de soldados? —preguntó Glorien, al no ver a ningún jinete tras el explorador.

—La mayoría están muertos, aunque algunos habrán escapado a las montañas.

Glorien le dio las gracias a Alanrias y lo envió a los médicos antes de regresar con Menethis a la muralla, tratando de no dejar que el miedo que amenazaba con abrumarlo se notara en sus largas zancadas y su aspecto confiado. Juntos recorrieron toda la muralla, y Glorien se sintió aliviado al ver la firme determinación en los ojos de cada guerrero. Deseó con todas sus fuerzas tener la misma confianza que estos soldados, pues nunca se había enfrentado al enemigo en combate…

Trató de conversar con los guerreros, como había visto hacer a Cerion en muchas ocasiones, pero sus palabras eran torpes y estiradas y renunció después de unos pocos intentos. En cambio, se sintió más seguro por la solidez de la fortaleza, por sus blancas murallas, altas e inexpugnables, por sus orgullosas e invioladas torres. Cientos de guerreros elfos atendían estas defensas, y él sabía tanto como cualquier otro noble que hubiera estado a cargo de estas murallas.

Caledor había construido bien sus fortalezas y nunca había caído ante el enemigo ni una sola de sus torres de guardia. Ese pensamiento dio esperanza a Glorien.

Pero esa esperanza se hundió en su corazón cuando el sol se elevó más en el cielo y el enemigo quedó a la vista.

Marchaban por el centro del valle, miles de elfos oscuros en disciplinados regimientos, llevando largas lanzas y estandartes de serpiente en palos rematados por runas de plata. Guerreros armados con hachas de verdugo al hombro avanzaban junto a ellos en sombrío silencio, y los estandartes bordados con la runa maldita de Khaine se alzaban orgullosamente ante ellos.

Un escalofrío de horror se transmitió a lo largo de la muralla cuando un trío de enormes bestias de escamas negras con muchas cabezas serpentinas apareció a la vista, cabalgadas por sudorosos amos armados con largos aguijones metálicos. De las bocas llenas de colmillos de los monstruos manaba un humo acre, y sus rugidos resonaban por los lados del valle mientras abrían y cerraban las mandíbulas y se debatían contra las cadenas que las sujetaban.

Glorien abrió los ojos de par en par al ver a un grupo de prisioneros avanzando ante los monstruos. Sus atuendos y su pelo rubio indicaban que eran guerreros de Ellyrion.

—Oh, no… —susurró cuando uno de los prisioneros tropezó y acabó en las fauces de una de las hidras. Sus gritos resonaron en el aire frío y Glorien vio con horror cómo las muchas cabezas de la bestia luchaban por el cuerpo, haciéndolo pedazos en un hambriento frenesí.

Ya se había derramado sangre y la caballería reptiliana de los druchii bufó y arañó el suelo cuando captaron su olor. Los oscuros nobles que montaban estas bestias llevaban elaboradas armaduras de placas de ébano y portaban altas lanzas, los temibles símbolos de sus casas se mostraban orgullosos en sus escudos en forma de trapecio.

Bandadas de criaturas aladas revoloteaban sobre el ejército en marcha, correosos demonios de repulsivo aspecto femenino que llenaban el aire con sus horribles alaridos.

Junto a los druchii, una horda de hombres corrompidos marchaba aullando cánticos estentóreos mientras golpeaban sus escudos con hachas y espadas. Locos sometidos se arrastraban ante la horda, esclavos decrépitos cubiertos con la piel de elfos desollados.

Bárbaros tribeños gritaban y aullaban, los cuerpos brillando de aceite y resplandeciendo con las placas de metal fundidas en su piel por la magia innatural. Por brutales que fueran estos hombres, Glorien sintió que la sangre se le helaba en las venas cuando vio a los paladines que los dirigían, guerreros que habían jurado fidelidad a los Dioses Oscuros y cuyas runas se marcaban en la carne de sus cuerpos.

Cada paladín iba rodeado de su propia banda de seguidores sedientos de sangre: bestias musculosas que caminaban sobre dos patas, horrores mutantes de forma indefinible, guerreros proscritos tocados por el poder envolvente del Caos y chamanes gimoteantes que murmuraban letanías prohibidas.

Miles de guerreros llenaban el valle, y Glorien vio cómo la aterradora hueste se detenía justo en el límite del alcance de sus lanzadores de virotes.

—Son tantos… —dijo, con la garganta seca y el estómago retorcido de temor.

Menethis no habló, pero señaló con un dedo tembloroso al centro de la horda enemiga.

Dos figuras cabalgaban hacia la Puerta del Águila, una de ellas era una atractiva mujer que montaba un oscuro corcel de negras alas membranosas, y la otra un hombre monstruosamente poderoso que cabalgaba un enorme caballo sin piel con la silla y la brida fundidas en su musculatura al descubierto.

—¿Qué hacemos, mi señor? —preguntó Menethis.

Glorien se pasó la lengua por los labios.

—Todavía nada —dijo—. Déjame pensar.

Los dos jinetes se detuvieron y Glorien supo que estaban al alcance de todos sus arqueros. Sabía que podía ordenar que los mataran, pero un acto tan deshonroso no tenía cabida en él. Los hombres y los druchii podían comportarse sin respeto a la honorable conducta de la guerra, pero Glorien Coronafiel era un noble de Ulthuan.

En cambio, inspiró profundamente y esperó que su voz no traicionara el letal temor que sentía.

—Estas tierras son territorio soberano de Finubar, Rey Fénix de Ulthuan y señor de los asur. ¡Marchaos ahora, o morid!

El silencio del valle era absoluto, como si las montañas mismas esperaran la respuesta de los líderes enemigos.

La mujer druchii echó atrás la cabeza y se rio, un sonido amargo y mortal, y el gigante del caballo brillante negó con la cabeza, como si pudiera saborear el miedo en la voz de Glorien.

Éste dio un respingo cuando el oscuro corcel de la mujer desplegó las alas y saltó al aire, sus ojos rojos como gemas feroces y su aliento una nube de vapores malignos. Aunque no usaba silla ni riendas, la mujer no mostró ningún temor cuando el malvado pegaso la llevó por el aire hacia la fortaleza.

—¡Arqueros! —gritó Glorien—. ¡Preparados!

Seiscientos arcos crujieron cuando cada uno de los arqueros de la muralla tensó su cuerda y se preparó para disparar. Glorien no mataría a un enemigo que viniera a parlamentar, pero esta intrépida cabalgada era algo completamente distinto.

Ahora que estaba más cerca, Glorien pudo ver que no se trataba de una druchii corriente, sino de una mujer de increíble belleza, su figura pálida, esbelta y tensa, y el cabello una densa mata de titilante oscuridad. Se agarraba con los muslos a los flancos de su montura, y Glorien reconoció que nunca había visto nada más poderosamente erótico.

—¿Mi señor? —preguntó Menethis—. ¿Ordeno disparar a los arqueros?

Glorien trató de responder, pero no pudo formar las palabras, su alma atrapada por el atractivo innatural de esa oscura hembra. Sus labios se movieron, pero no emitieron ningún sonido, y se sintió alcanzado por el absurdo total de combatir a esa mujer.

Sintió que lo agarraban con fuerza del brazo y se soltó para continuar contemplando esta visión de oscura belleza. No era el único afectado, pues muchos de sus guerreros estaban también atrapados por el increíble poder de la voluptuosa atracción de esta druchii, y aflojaban la tensión de sus arcos y la contemplaban embelesados.

Druchii…

La palabra gritaba en su mente y Glorien jadeó horrorizado mientras el hechizo de la belleza de la mujer desaparecía de su mente.

No era una druchii corriente.

Dejó escapar un fuerte suspiro mientras su cuerpo se desprendía de los encantos de la hechicera y se agarró a la piedra blanca del parapeto cuando sus piernas amenazaron con ceder.

Glorien se volvió hacia sus arqueros y gritó:

—¡Abatidla! ¡Ahora!

Apenas la mitad de los arqueros disparó, el resto todavía embaucado por su maligno encanto, y tan de cerca que era de esperar que cada uno de ellos alcanzara el blanco.

Pero cuando la andanada de flechas cruzó el aire, una chasqueante bruma de magia apareció en torno a la mujer y las flechas cayeron al suelo como copos marchitos y cenicientos. En respuesta, apuntó con su lanza dentada hacia la fortaleza y murmuró un canto letal en el horrible lenguaje de los druchii.

Vientos ululantes como el frío aliento de Morai-heg barrieron los baluartes y Glorien gritó cuando un frío aturdidor se apoderó de sus miembros. El temible frío de la oscuridad total lo atravesó y una bruma helada flotó sobre las almenas.

Oyó los gritos de los guerreros que caían doloridos de rodillas, y chispeantes telarañas de escarcha aparecieron en la piedra de la fortaleza. Charcos de hielo oscuro se formaron bajo sus pies, y cada vez que respiraba, Glorien sentía como si tuviera dagas de escarcha en los pulmones.

—¡Puedo saborear vuestro miedo y me complace! —gritó la hechicera druchii con maliciosa diversión—. Una eternidad de agonía en los infiernos del Caos espera a quienes se opongan a mis guerreros. ¡Esto prometo, pues soy Morathi y todos vais a morir!

* * *

El cálido brillo de las antorchas lo rodeaba y el aplauso del público lo llenaba de confianza mientras Caelir se dirigía al centro de la alfombra. Rostros sonrientes le desearon lo mejor y él esperó con todas sus fuerzas no decepcionar a este grupo con su actuación.

Narentir le había dado una arpa de plata y tañó experimentalmente unas cuantas cuerdas, esperando que las habilidades que había descubierto con Kyrielle no lo hubieran abandonado. Pensar en la hija de Anurion le hizo detenerse, pero en vez de dolor, el recuerdo sólo despertó sensaciones agradables y deseó con todas sus fuerzas que ella estuviera aquí para verlo tocar.

—Vamos —lo apremió Narentir—. ¡No nos tengas esperando toda la noche!

Una risa bonachona se apoderó de él y Caelir sonrió al ver a Lilani al fondo del público, observándolo con claro interés.

Cerró los ojos, y aunque conocía muchas canciones, de repente se dio cuenta de que no sabía tocar ninguna de ellas, y una sacudida de temor lo atenazó mientras su mente se quedaba en blanco.

¿Lo había abandonado ese talento no recordado?

La idea de decepcionar a su público lo aterraba, y aunque sabía que era el vino quien hablaba, le parecía que sería el mayor fracaso de su vida si se quedaba aquí de pie, inútil, sin el don de la música.

Pasó las manos por el instrumento una vez más y entonces, sin ningún esfuerzo ni pensamiento consciente, sus dedos empezaron a bailar sobre las cuerdas. Una música animosa saltó del arpa para llenar la noche y Caelir vació su mente de miedo, dando a su musa desconocida rienda suelta sobre sus manos.

Una risa complacida brotó en el público y todos aplaudieron al compás de las melodías tañidas por su instrumento. Caelir se rio mientras la música brotaba de él, jadeado por el aprecio de sus oyentes, y supo que había sido aceptado como uno de ellos.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, empezó a cantar. Las palabras fluyeron en él de modo tan natural como si las supiera desde que nació:

Isha esté contigo en cada bosque,

Asuryan cada día revelado,

la gracia te acompañe en cada arroyo,

montaña, risco y llano.

Gloria a ti por siempre,

brillante luna, Ladrielle;

siempre nuestra luz gloriosa.

Cada mar y tierra,

cada páramo y prado,

cada ocaso, cada amanecer,

en el hueco de las olas,

en la cresta de las nubes

en cada paso del viaje que sigues.

Y entonces se acabó, las palabras terminaron y la música se apagó. Caelir bajó el arpa y dejó que el momento se alargara, el aliento cálido en la garganta y el atroz deseo por complacer aún martilleando en su pecho.

Sentidos vítores y aplausos saludaron su canción y Narentir se levantó de su sitio junto a la alfombra. Sonreía.

—Bien hecho, Caelir, bien hecho —lo felicitó, y lo envolvió en un abrazo.

—No era más que una simple canción de viajero —dijo Caelir, algo cohibido por los halagos.

—Muy cierto —asintió Narentir—, pero la cantaste con sinceridad y la tocaste bien.

Caelir sonrió y sintió que la musa en su interior gritaba pidiendo más, pero le devolvió el arpa a Narentir mientras otros cantantes se dirigían a la alfombra.

Le dieron palmadas en la espalda y le plantaron besos en las mejillas cuando regresó a su sitio en el público. Sentía que su aprobación lo abrumaba y sonrió cuando le ofrecieron otra copa más de vinoensueño.

Caelir caminó aturdido entre la gente, rostros pintados y sonrisas y besos se sucedían en un remolino de excitación y el arrebato de la actuación. Apuró su copa y de inmediato le pusieron otra en la mano.

Se rio con ellos y se unió a sus aplausos cuando otros cantantes y danzarines subieron a la alfombra. Una mano se deslizó en la suya y se encontró cara a cara con Lilani, su cuerpo de bailarina muy cerca del suyo y la mirada clavada en sus ojos.

—Tu canción fue triste —dijo, y su voz era tan sinuosa como sus movimientos.

—No pretendía serlo.

—Me refiero a debajo de las palabras —afirmó ella, guiándolo más allá de la luz de las antorchas, a las pendientes de una baja colina de hierba—. Tu corazón está dolido, pero yo conozco formas de curarlo.

—¿Cómo? —preguntó Caelir mientras las manos de ella le acariciaban el cuello. Lilani apretó el cuerpo contra el suyo y, sin ser consciente, él se inclinó para besarla. Fue instintivo, y el atrevimiento de ella le pareció la cosa más natural del mundo. Sabía a vinoensueño y bayas, sus labios eran suaves y tenía la piel fresca bajo sus manos.

Con apenas un movimiento, su túnica y las ropas de Caelir quedaron a un lado y se tumbaron en la hierba plateada mientras la música, las canciones y la risa flotaban en el aire.

Pero Caelir no oía nada de todo eso, pues sólo existía Lilani y el tiempo que compartían bajo la luna.

* * *

Caelir abrió los ojos y parpadeó rápidamente a la luz del sol naciente. Durante un momento se preguntó dónde estaba, y luego vio la forma dormida de Lilani, el brazo cruzado sobre su pecho. El rocío de la mañana brillaba en su piel y sonrió cuando recuperó el brumoso recuerdo de los placenteros ejercicios de la noche anterior.

—Ah, estás despierto por fin, querido muchacho —dijo una voz, y Caelir alzó la cabeza y vio a Narentir que le tendía un plato de fruta y pan.

Caelir se zafó del abrazo de Lilani y recogió sus ropas, sintiéndose ligeramente ridículo mientras se las ponía delante de un desconocido. Recordó haberlo abrazado la noche anterior y sentir que eran íntimos como hermanos, pero sin los efectos del vinoensueño, se dio cuenta de que no sabía casi nada de esta gente, aparte de sus nombres.

Su estómago gruñó, recordándole que hacía días que no comía, y aceptó el plato ofrecido, que engulló a grandes bocados.

—Gracias —dijo.

—No hay de qué —respondió Narentir—. ¿Te divertiste anoche?

—Sí, me divertí —asintió Caelir entre bocados de fruta—. Nunca había actuado antes delante de público.

—Oh, lo sé, pero me refería a Lilani.

Caelir se ruborizó y miró a la bailarina dormida, sin saber cómo responder.

Narentir se echó a reír ante su incomodidad, aunque no había malicia en su reacción.

—No te preocupes, muchacho. Aquí no constreñimos nuestros deseos con anticuados códigos morales, pues todos somos viajeros del camino de los sentidos.

—¿El qué? No comprendo.

—¿De verdad? —sonrió Narentir, deslizando un brazo sobre sus hombros y guiándolo hacia las carretas. Caelir vio ahora que estaban pintadas con una amalgama de colores y diferentes dibujos—. Me pareció, por tus dos actuaciones de anoche, que estabas bien versado en la vida de lo voluptuoso.

—Espera un momento… —dijo Caelir, mientras la importancia de las palabras de Narentir calaba en él—. ¿Has dicho mis dos actuaciones?

—Sí —respondió Narentir, señalando a Lilani—. ¿O crees que tu canción fue lo único para lo que tuviste público?

Caelir se ruborizó al pensar que había sido observado, pero no había ningún juicio ni lascivia en el comentario de Narentir y sintió que su vergüenza remitía. En cambio, sonrió y dijo:

—Entonces sí, me divertí. Como dijiste, es una rara joya.

—Es más que eso —asintió Narentir—. Ése es el tipo de actitud que hará que se fijen en ti en Avelorn. Ahora ven, sacia tu apetito y nos pondremos en camino.

—Espera, ¿os dirigís a Avelorn?

—Pues claro. ¿Adónde crees que íbamos?

—Yo… no lo había pensado mucho, para ser sincero —respondió Caelir—. Todo ha pasado tan rápido que no he tenido oportunidad de pensarlo.

—Cierto, pero ¿no es ésa la forma más deliciosa de vivir la vida?

Narentir subió al escabel tapizado del primer carromato.

—¿Qué os lleva a Avelorn? —preguntó Caelir.

—¿Qué lleva a todo el mundo a Avelorn, Caelir? Música, baile, magia y amor.

Caelir sonrió, divertido por la actitud despreocupada de Narentir, pero al ver que los participantes de la fiesta de anoche se despertaban de su sueño y se preparaban para viajar, no pudo reprochar su entusiasmo por saludar el día. El grupo estaba compuesto por un par de docenas de elfos, y en todas partes donde Caelir miraba veía sonrisas y genuino afecto por parte de quienes lo rodeaban.

Risas y más música llenaron el aire, y a Caelir le pareció que cuanto lo rodeaba era más vital, más vivo que antes, como si la tierra agradeciera la alegría de los viajeros y la devolviera multiplicada por diez.

Sonrió cuando los elfos que había conocido la noche anterior le dieron la bienvenida con besos y la familiaridad de viejos amigos. Un brazo rodeó su cintura y se volvió para ver a Lilani junto a él.

—Buenos días —dijo.

Ella sonrió y Caelir sintió un arrebato de bienestar. Tal vez ella había curado su corazón, como había dicho que podía hacer.

—¿Viajas con nosotros? —preguntó Lilani, girando a su alrededor y plantándole un beso en los labios.

Caelir miró el amor y la amistad que veía en estos elfos y se sintió más en casa que nunca que pudiera recordar.

—Creo que lo haré, sí. Al menos hasta que lleguemos a Avelorn.

—Bien —dijo ella, bailando a su alrededor con gracia burlona—. Porque creo que me gustaría que actuaras de nuevo para mí, pronto.

* * *

La isla del Valle Gaen apareció a la vista como un hermoso trazo de verde, oro y zafiro. Deslumbrantes acantilados azules, repletos de tupidos bosques, se alzaban del mar y el olor de las flores silvestres y las plantas brotaban de su interior. Los animales de caza correteaban libres en los bosques y Eldain pudo ver ciervos y caballos corriendo salvajes por la orilla occidental de la isla.

El Señor de los Dragones había zarpado de Cairn Auriel con la primera marea y Eldain había pasado gran parte del viaje sentado solo al timón con el capitán Bellaeir. Descubrió que era un buen conversador, siempre que sus discusiones trataran de barcos y navegación. Cuanto más se acercaban al Valle Gaen, más nerviosas se habían puesto Rhianna e Yvraine, pues su expectación por poner el pie en el suelo sagrado de la Diosa Madre pasaba como una corriente mágica entre ellas.

Ninguna parecía inclinada a hablar de la isla, como si hacerlo con un varón estropeara de algún modo la belleza de todo aquello.

Rhianna y Caelir aún dormían juntos bajo la estrellas, pero con cada milla que se acercaban al Valle Gaen, él sintió que la distancia entre ambos se ampliaba, y rezó para que se tratara simplemente de la proximidad de la isla y no que una distancia aún más grande se abriera entre ellos.

La mañana del tercer día de navegación, el capitán Bellaeir se alzó al pie del timón y señaló un macizo de roca rodeado de altos árboles de hoja perenne. Cuando el barco sorteó la península, Eldain vio que formaba el borde de una bahía natural y se quedó boquiabierto ante el maravilloso paisaje que había más allá.

—¡Lady Rhianna, allí está la bahía de Cython! —exclamó Bellaeir.

Rhianna e Yvraine se reunieron con Eldain en la borda y se cogieron de la mano al contemplar la belleza de la isla.

Playas doradas y verdes bosques se extendían ante ellos, con cascadas cristalinas que caían de peñascos redondeados para formar riachuelos que corrían hacia el mar. Bandadas de pájaros blancos revoloteaban por el cielo y el sonido de campanillas de plata sonaba en algún lugar oculto a la vista. Las aguas del océano era inimaginablemente claras, las arenas del fondo ondulaban bajo el barco como el lecho del más fresco arroyo de Ellyrion.

A Eldain la escena le pareció insoportablemente hermosa, pero al mirar a su esposa, vio que Rhianna e Yvraine lloraban abiertamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Rhianna negó con la cabeza.

—No lo entenderías.

Compartió una mirada con Bellaeir, pero el capitán simplemente se encogió de hombros y giró el timón para dirigirse a la orilla.

En cuanto la proa del navío viró hacia la isla, una flecha de astil plateado surgió del bosque al extremo de la península y se clavó en el mástil. Eldain se agachó mientras la flecha vibraba con el impacto y Bellaeir maldijo y alejó el Señor de los Dragones de la isla.

—¿Nos disparan flechas? —exclamó Eldain, atisbando una arquera desnuda en la linde de los árboles—. ¿Por qué hacen eso?

—Somos nosotros —dijo Bellaeir—. Es porque hay varones a bordo. Tendría que haberme dado cuenta.

—Entonces ¿cómo desembarcaremos?

—Vosotros no —repuso Yvraine—. Lady Rhianna y yo tendremos que nadar hasta la orilla.

Eldain se acercó a la maestra de la espada.

—Son casi quinientos metros.

—La isla nos guiará.

—Estaremos bien, Eldain —lo tranquilizó Rhianna, sonriendo mientras miraba hacia la isla—. Aquí no nos sucederá nada malo.

El capitán Bellaeir echó el ancla y las dos doncellas elfas se quedaron en ropa interior, preparándose para el chapuzón. Reacia, Yvraine entregó su espada a Eldain y quedó claro cuánto le dolía aventurarse a lo desconocido sin su arma.

—Ten cuidado —dijo él mientras Rhianna inspiraba profundamente en la balaustrada.

—Lo tendré, Eldain —prometió ella—. Éste es un lugar de cura y renovación. Nada malo puede suceder aquí.

—Espero que tengas razón.

Ella se inclinó hacia adelante y le dio un suave beso, y luego se volvió y se zambulló en el agua con la gracia natural de un espíritu marino. Yvraine la siguió un momento más tarde y juntas nadaron a través de las claras aguas del Mar Crepuscular hacia la playa.

Eldain vio más arqueras moviéndose en el bosque, observando la llegada de nueva gente a su isla.

Confió en que Rhianna tuviera razón.

Con suerte, nada malo podía suceder aquí.

* * *

Rhianna nadaba con poderosas brazadas en el agua maravillosamente fresca y cristalina. Las olas eran pequeñas y la isla se acercó rápidamente, como si el mar mismo las ayudara a llegar. Yvraine nadaba ante ella, su físico de guerrero, más poderoso, le permitía avanzar con más facilidad.

Siguió nadando, sintiendo que las preocupaciones del mundo se suavizaban con cada brazada. Yvraine llegó a la suave orilla y Rhianna sintió una irracional puñalada de celos porque pondría pie en la isla primero.

En cuanto el pensamiento apareció, quedó borrado de su mente, pues se dio cuenta de lo ridículo que era. Yvraine era también una suplicante aquí por simple virtud de su sexo y una compañera devota de la Diosa Madre. La competencia entre ambas era irrelevante. Esas fútiles peleas eran cosa de la raza de los varones.

Por fin Rhianna hizo pie y empezó a chapotear hacia la orilla. Sintió la bienvenida de la isla en sus propios huesos, como si hubiera estado esperándola durante incontables años, y maldijo haber esperado tanto para viajar hasta ella.

Yvraine la aguardaba, la ropa interior empapada y pegada al cuerpo, y se abrazaron mientras la alegría de la isla las llenaba de amor.

El suelo bajo los pies de Rhianna parecía cargado de la magia de la creación y subieron por la playa cogidas de la mano, el calor de la arena blanca y dorada entre los pies era delicioso y cálido. Suaves vientos traían aromas agradables y un aliento vital que parecía surgir de los árboles y atraerlas.

—¿Por dónde vamos? —preguntó Yvraine.

—Sigue adelante —dijo Rhianna—. La isla nos mostrará el camino.

Yvraine asintió y siguió a Rhianna hacia la linde del bosque.

Al acercarse a los árboles, Rhianna vio un estrecho sendero que serpenteaba desde la playa, sus límites marcados por brillantes piedras blancas, y de inmediato supo que las conduciría allí donde necesitaban ir.

El calor del sol penetraba el dosel de hojas y lanzas de luz se abrían paso entre las sombras del bosque mientras ellas seguían el sendero. Aunque era largo y empinado, a Rhianna el camino le resultó fácil, como si el terreno mismo se alzara para recibir cada pisada. Hizo falta un esfuerzo de voluntad para no abandonar toda restricción y correr hasta el final del sendero. Pudo ver la misma excitación en el rostro de Yvraine mientras pasaban entre los viejos árboles de la isla.

El aire del bosque era un tónico para su estado de ánimo, las preocupaciones del mundo parecían muy lejanas e insignificantes ante el antiguo poder que yacía aquí bajo la tierra. Los magos de Hoeth podían tener un poder capaz de destruir ejércitos enteros, pero ninguno entre ellos podía crear vida como este sagrado lugar. ¿Quién entre los guerreros del mundo podía igualar el asombroso poder de la Diosa Madre?

—Rhianna… —susurró Yvraine.

Ella se detuvo, aunque sus pies anhelaban seguir adelante.

—¿Qué ocurre? —preguntó, volviéndose para ver a Yvraine arrodillada, examinando el borde del sendero.

—Mira esto —dijo la maestra de la espada.

Rhianna apartó los ojos del deseado horizonte y se arrodilló junto a Yvraine mientras la maestra de la espada excavaba el rico y negro limo alrededor de las lisas piedras blancas que marcaban el camino. La tierra oscura cayó a un lado cuando alzó una del suelo, y Rhianna retrocedió al ver que Yvraine sostenía un cráneo liso y descarnado.

—Isha nos proteja —exclamó, advirtiendo ahora que todos los puntos blancos eran también horribles despojos—. ¿Cráneos? Pero ¿por qué?

Yvraine dejó el cráneo en el suelo.

—Imagino que pertenecen a los varones que no pudieron contener la curiosidad.

Rhianna sintió un escalofrío recorrerle la espalda, y el bosque, que antes estaba lleno de luz y promesas, parecía ahora un lugar más oscuro y más peligroso. Por primera vez comprendió que la energía que aquí se sentía era elemental y cruda, el asombroso poder de la creación sin la disciplina del intelecto.

Tal vez Eldain tenía razón al aconsejarles cautela.

—Deberíamos continuar —dijo Yvraine.

—Sí —reconoció Rhianna, apartándose de los cráneos enterrados antes de continuar su camino por el centro del sendero.

Su ruta se curvaba hacia arriba, trazando espirales a través de los árboles en sombra y dorados claros hasta que, por fin, llegaron al borde del bosque y a una ondulante cortina de luz.

Rhianna cerró los ojos y atravesó la luz, sintiendo el calor acariciarle la piel con suave y acogedor afecto.

Abrió los ojos y lloró al ver la belleza que se alzaba ante ella.