NICK DUNNE
Diez días ausente
Había cometido un error sintiéndome tan seguro de mí mismo. No sabía de dónde diablos había salido aquel diario, pero estaba seguro de que sería mi ruina. Ya podía ver la portada del libro de crímenes reales: la foto de nuestra boda en blanco y negro, el fondo rojo sangre, el texto promocional: «Incluye dieciséis páginas de fotos nunca vistas y fragmentos del diario de Amy Elliott Dunne: su voz desde más allá de la tumba…». Me resultaba curioso y en cierto modo entrañable encontrar de vez en cuando en casa aquellos chabacanos volúmenes sobre crímenes reales, que había considerado un placer culpable de Amy. Incluso pensé que a lo mejor había aprendido a relajarse un poco, a disfrutar de un rato de lectura playera.
No. Solo estaba estudiando.
Gilpin le dio la vuelta a una silla, se sentó del revés y se inclinó hacia mí apoyándose de brazos cruzados sobre el respaldo: su pose de policía de película. Era casi medianoche; parecía más tarde aún.
—Háblenos de la enfermedad padecida por su esposa durante el último par de meses —dijo.
—¿Enfermedad? Amy nunca se pone mala. A lo sumo un resfriado una vez al año.
Boney cogió el libro, lo abrió por una página marcada.
—El mes pasado preparó usted un par de combinados para usted y para su mujer. Se sentaron a beberlos en el porche trasero. Amy escribe aquí que las bebidas eran terriblemente empalagosas y describe lo que ella consideró una reacción alérgica: «El corazón me iba a cien, notaba la lengua hinchada, pegada al fondo de la boca. Se me durmieron las piernas mientras Nick me ayudaba a subir las escaleras». —Boney marcó la página con un dedo y alzó la mirada hacia mí como si no estuviera prestando atención—. Cuando se despertó a la mañana siguiente: «Me dolía la cabeza y sentía el estómago grasiento, pero más extraño aún: tenía las uñas de un ligero color azulado y cuando me miré en el espejo resultó que también los labios. Me pasé los dos días siguientes sin poder orinar. Me sentía muy débil».
Meneé la cabeza disgustado. Había acabado sintiéndome unido a Boney; esperaba más de ella.
—¿Es esta la letra de su esposa?
Boney ladeó el libro, vi tinta negra y la cursiva de Amy, dentada como el gráfico médico de una fiebre.
—Sí, eso creo.
—También nuestro experto en caligrafía lo cree.
Boney pronunció las palabras con cierto orgullo y me di cuenta de que aquella era la primera vez que aquellos dos investigaban un caso que había requerido la intervención de expertos de fuera, que había exigido la toma de contacto con profesionales que se dedicaban a exóticas tareas, como analizar caligrafía.
—¿Sabe qué otra cosa averiguamos, Nick, cuando le mostramos esta entrada a nuestro experto médico?
—Envenenamiento —espeté.
Tanner me miró frunciendo el ceño: «Para».
Boney titubeó un segundo; se suponía que aquel era precisamente el tipo de información que no iba a proporcionarles.
—Sí, Nick, gracias: envenenamiento con anticongelante —dijo—. De manual. Sobrevivió de chiripa.
—No sobrevivió, porque nunca sucedió —dije—. Como usted misma ha dicho, es de manual. Inventado a partir de una búsqueda en internet.
Boney arrugó el entrecejo pero se negó a morder el anzuelo.
—El retrato que pinta de usted este diario no es nada bonito, Nick —continuó, pasándose un dedo por la trenza—. Maltrato: empujones. Estrés: propensión a los ataques de furia. Relaciones sexuales que bordean la violación. Hacia el final Amy se confiesa aterrorizada por usted. Resulta doloroso de leer. ¿La pistola que tanto nos dio que pensar? Aquí dice que quiso comprarla porque le tenía miedo. Esto es de su última entrada: «Este hombre podría matarme. Este hombre podría matarme». Dicho en sus propias palabras.
Noté que se me cerraba la garganta. Me entraron ganas de vomitar. Por el miedo, principalmente. Después una oleada de furia. «Grandísima zorra, grandísima zorra, puta, puta, puta».
—Qué manera tan astuta y conveniente de terminar —dije.
Tanner puso una mano sobre la mía para silenciarme.
—En este momento tiene aspecto de desear volver a matarla —dijo Boney.
—No ha hecho otra cosa que mentirnos, Nick —dijo Gilpin—. Afirma que aquella mañana estuvo en la playa. Todos aquellos a quienes les hemos preguntado aseguran que odia la playa. Dice que no tiene ni idea de dónde han salido esas compras cargadas a sus tarjetas de crédito. Ahora tenemos un cobertizo lleno con precisamente esas compras, completamente cubiertas con sus huellas dactilares. Tenemos a una esposa que padece lo que, según todos los indicios, parece ser un envenenamiento con anticongelante semanas antes de desaparecer. O sea, vamos a ver.
Hizo una pausa en busca de efecto.
—¿Alguna otra cosa destacable? —preguntó Tanner.
—Podemos situarle en Hannibal, donde apareció el bolso de su esposa un par de días más tarde —dice Boney—. Tenemos una vecina que les oyó pelear la noche anterior. Un embarazo no deseado. Un bar comprado con dinero de su esposa que habría revertido a ella en caso de divorcio. Y por supuesto, por supuesto, una amante durante más de un año.
—Ahora mismo aún podemos ayudarle, Nick —dijo Gilpin—. Después de que le hayamos arrestado ya no podremos.
—¿Dónde encontraron el diario? ¿En casa del padre de Nick? —preguntó Tanner.
—Sí —dijo Boney.
Tanner asintió en dirección a mí: «Eso es lo que no fuimos capaces de encontrar».
—Deje que adivine: chivatazo anónimo.
Ninguno de los inspectores dijo nada.
—¿Puedo preguntarles en qué parte de la casa lo encontraron?
—En la caldera. Sé que estaba usted seguro de haberlo quemado. Lo cierto es que prendió, pero la luz del piloto era demasiado débil y el fuego se ahogó. Solo ardieron los rebordes —dijo Gilpin—. Hemos tenido mucha suerte.
La caldera. ¡Otra broma privada de Amy! Siempre había manifestado asombro ante mi escaso conocimiento de las labores típicamente masculinas. Durante nuestro registro, me había limitado a echarle un vistazo a la vieja caldera de mi padre, con todas sus tuberías y conductos y espitas, para luego retroceder intimidado.
—No ha sido suerte. Estaba ahí para que lo encontrasen —dije.
Boney dejó que el costado izquierdo de su rostro se deslizara hasta formar una sonrisa. Se recostó sobre el respaldo de su silla, relajada como la protagonista de un anuncio de té helado. Dirigí un furioso asentimiento a Tanner: «Adelante».
—Amy Elliott Dunne está viva y está incriminando falsamente a Nick Dunne para hacerle parecer culpable de su asesinato —dijo Tanner.
Yo entrelacé las manos y me senté con la espalda bien recta, intentando hacer cualquier cosa que me aportase cierto aire de raciocinio. Boney me observaba en silencio. Necesitaba una pipa, unas gafas que poder quitarme bruscamente para causar efecto, un juego de enciclopedias junto a mi codo. Sentí vértigo. Ni se te ocurra reírte.
Boney frunció el ceño.
—¿Puede repetir eso?
—Amy está viva y en perfecto estado de salud, y está incriminando a Nick —repitió mi apoderado.
Gilpin y Boney intercambiaron una mirada, encorvados sobre la mesa. «¿Puedes creerte lo que estás oyendo?».
—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Gilpin, restregándose los ojos.
—Porque lo odia. Evidentemente. Era un marido de mierda.
Boney miró al suelo y dejó escapar un suspiro.
—En eso ciertamente tendría que mostrarme de acuerdo.
Al mismo tiempo, Gilpin dijo:
—Oh, por el amor de Dios.
—¿Está loca, Nick? —dijo Boney, inclinándose hacia mí—. Porque lo que está sugiriendo es una locura. ¿Me entiende? Habrían sido necesarios… cuánto, seis meses, un año para organizar todo esto. Tendría que haberle odiado, haberle deseado mal, un perjuicio grave, horrible, irremediable, durante todo un año. ¿Sabe lo difícil que es sostener esa clase de odio durante tanto tiempo?
«Ella sería capaz. Amy podría hacerlo».
—¿Por qué no divorciarse de usted y punto? —exclamó bruscamente Boney.
—Eso no habría satisfecho su… sentido de la justicia —respondí.
Tanner me lanzó otra mirada.
—Dios Santo, Nick, ¿no está cansado ya de todo esto? —dijo Gilpin—. Lo tenemos aquí en palabras de su mujer: «Creo que sería capaz de matarme».
En algún momento alguien les había dicho: usad el nombre del sospechoso a menudo, hará que se sienta cómodo, conocido. La misma idea que en ventas.
—¿Ha estado recientemente en casa de su padre, Nick? —preguntó Boney—. ¿El nueve de julio, por ejemplo?
Mierda. Por eso había cambiado Amy el código de la alarma. Tuve que batallar con una nueva oleada de desprecio por mí mismo: mi esposa me había manipulado por partida doble. No solo me había engañado para hacerme creer que todavía me amaba, sino que además me había forzado a implicarme yo solo. Qué retorcida. Casi me eché a reír. Por el amor de Dios, la odiaba, pero no me quedaba más remedio que admirar a la muy zorra.
Tanner empezó:
—Amy usó sus pistas para obligar a mi cliente a presentarse en diferentes localizaciones en las que había dejado pruebas: Hannibal, la casa de su padre, de modo que se incriminase solo. Mi cliente y yo hemos traído dichas pistas. Como cortesía.
Sacó las pistas y las notas de amor y las abanicó frente a los policías como si fuese a realizar un truco de cartas. Sudé mientras las leían, deseando que alzaran la mirada y me dijeran que ahora estaba todo claro.
—De acuerdo. ¿Dice usted que Amy le odiaba tanto que pasó meses incriminándolo falsamente por asesinato? —preguntó Boney con el tono de voz sereno y mesurado de un padre decepcionado.
Permanecí inexpresivo.
—Estas no son las cartas de una mujer furiosa, Nick —dijo ella—. Está esforzándose todo lo posible por disculparse con usted, sugiriendo que ambos comiencen de nuevo, transmitiéndole lo mucho que le quiere: «Eres cariñoso, eres mi sol. Eres brillante, eres ingenioso».
—Oh, no me toque los huevos.
—Una vez más, Nick, una reacción increíblemente extraña para un hombre inocente —dijo Boney—. Aquí estamos, leyendo palabras cariñosas, puede que las últimas palabras que le dirigió su esposa, y usted va y se cabrea. Todavía recuerdo aquella primera noche: Amy ha desaparecido, le traemos aquí, le dejamos en esta misma sala durante cuarenta y cinco minutos y usted se aburre. Le estuvimos observando a través del monitor. Prácticamente se quedó dormido.
—Eso no tiene nada que ver con nada —empezó a decir Tanner.
—Solo intentaba conservar la calma.
—Parecía muy, pero que muy calmado —dijo Boney—. En todo momento se ha comportado de manera… inapropiada. Distante, frívolo.
—Simplemente es mi carácter, ¿no se da cuenta? Soy un estoico. Hasta el extremo. Amy lo sabe perfectamente… solía quejarse de ello continuamente. Que no era lo suficientemente expresivo, que me lo guardaba todo para mí, que no era capaz de manejar emociones difíciles: tristeza, culpa. Sabía que parecería muy sospechoso. ¡Me cago en todo! Hablen con Hilary Handy, ¿quieren? Hablen con Tommy O’Hara. ¡Yo sí he hablado con ellos! Podrán contarles cómo es Amy en realidad.
—Ya hemos hablado con ellos —dijo Gilpin.
—¿Y?
—Hilary Handy ha intentado suicidarse dos veces en los años transcurridos desde que dejó el instituto. Tommy O’Hara ha ingresado dos veces en una clínica de rehabilitación.
—Probablemente por culpa de Amy.
—O porque son dos seres humanos profundamente inestables y consumidos por la culpa —dijo Boney—. Volvamos a la caza del tesoro.
Gilpin leyó en voz alta la pista 2 con voz deliberadamente monótona:
Me trajiste aquí para que oírte hablar pudiera
de tus aventuras juveniles: vaqueros viejos, gorra de visera.
Al diablo con todos los demás, son aburridos sin cesar.
Ahora dame un beso furtivo… como si nos acabáramos de casar.
—¿Dice que esto fue escrito para hacerle ir a Hannibal? —dijo Boney.
Asentí.
—La nota no menciona Hannibal por ninguna parte —continuó ella—. Ni siquiera lo implica.
—La gorra de visera, es una vieja broma privada entre nosotros dos sobre…
—Oh, una broma privada —dijo Gilpin.
—¿Qué me dice de la siguiente pista, la casita marrón? —preguntó Boney.
—Que vaya a casa de mi padre —dije yo.
El rostro de Boney volvió a cobrar severidad.
—Nick, la casa de su padre es azul.
Se volvió hacia Tanner poniendo los ojos en blanco: «¿Esta es la gran revelación?».
—Suena como si estuviera inventando «bromas privadas» para cada una de estas pistas —dijo Boney—. Para que luego hable usted de conveniente: descubrimos que ha estado en Hannibal y… ¿qué te parece? Resulta que esta pista contiene un mensaje secreto que dice «Ve a Hannibal».
—El regalo al final de la búsqueda —dijo Tanner, colocando la caja sobre la mesa— no es una pista tan sutil. Muñecos de Punch y Judy. Como sabrán a buen seguro, Punch mata a Judy y a su hijo. Esto fue descubierto por mi cliente. Queríamos entregárselos.
Boney echó la caja a un lado, se puso unos guantes de látex y extrajo las marionetas.
—Pesan —dijo—. Madera sólida.
Examinó el encaje del vestido de la mujer, la botarga del hombre. Alzó este último, examinó el grueso mango de madera con los surcos para los dedos.
Boney se quedó completamente inmóvil, frunciendo el ceño, con la marioneta de Punch en las manos. Después puso a Judy boca abajo para levantarle la falda.
—Esta no tiene mango. —Después se volvió hacia mí—. ¿Solía tener mango?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Un mango en forma de palo, muy grueso y pesado, con surcos para mejorar el agarre? —gritó bruscamente—. ¿Un mango como una maldita cachiporra?
Se me quedó mirando fijamente y adiviné lo que estaba pensando: «Eres un mentiroso. Eres un sociópata. Eres un asesino».