AMY ELLIOTT DUNNE
15 de septiembre de 2010
FRAGMENTO DE DIARIO
Escribo esto desde algún lugar de Pennsylvania. Esquina sudoeste. Un motel junto a la carretera. Nuestro cuarto da al aparcamiento y, si echo una ojeada furtiva desde detrás de las rígidas cortinas beige, puedo ver gente arremolinada bajo las luces fluorescentes. Es la clase de lugar en el que la gente se arremolina. Vuelvo a tener altibajos emocionales. Han sucedido demasiadas cosas demasiado rápido, y ahora me encuentro al sudoeste de Pennsylvania mientras mi marido disfruta de un sueño desafiante entre las bolsas de patatas fritas y caramelos que ha comprado en la máquina expendedora del vestíbulo. La cena. Se ha enfadado conmigo por no estar más animada. Yo pensaba que estaba mostrando una fachada convincente —¡hurra, una nueva aventura!—, pero al parecer no ha sido así.
Ahora que vuelvo la vista atrás, es como si hubiéramos estado esperando a que sucediera algo. Como si Nick y yo hubiéramos estado sentados bajo una campana de cristal a prueba de ruidos y vendavales y entonces la campana se hubiera caído y… al fin teníamos algo que hacer.
Hace dos semanas, seguíamos con nuestra rutina habitual de desempleados: sin terminar de vestir, profundamente aburridos, preparándonos para tomar un desayuno silencioso que alargaríamos todo lo posible leyendo el periódico desde la primera a la última página. Ahora leíamos hasta el suplemento de motor.
El móvil de Nick suena a las diez de la mañana y por su tono de voz adivino que se trata de Go. Suena despreocupado, juvenil, tal como suena siempre que habla con ella. Como solía sonar cuando hablaba conmigo.
Entra en el dormitorio y cierra la puerta, dejándome plantada con dos temblorosos platos de huevos a la benedictina entre las manos. Dejo el suyo sobre la mesa y me siento enfrente, preguntándome si debería esperar para comer. Si fuera yo, pienso, volvería a salir para decirle que comiese o, de otro modo, alzaría un dedo: «Solo un minuto». Estaría pendiente de la otra persona, de mi cónyuge, a la cual he abandonado en la cocina con dos platos con huevos. No me gusta pensar así. Porque pronto empiezo a oír murmullos preocupados y exclamaciones de disgusto y susurros de consuelo al otro lado de la puerta, y me pregunto si Go habrá sufrido algún disgusto sentimental. Go siempre tiene muchas desavenencias. Incluso las rupturas instigadas por ella la dejan necesitada de consuelo y todo tipo de ánimos por parte de Nick.
De modo que cuando Nick sale, después de que los huevos se hayan quedado duros sobre el plato, pongo mi expresión habitual de «Pobre Go». Pero me basta verle la cara para saber que no se trata únicamente de un problema con Go.
—Mi madre —dice, y se sienta—. Joder. Mi madre tiene cáncer. Fase cuatro. Se ha extendido al hígado y a los huesos. Lo cual es grave, lo cual es…
Entierra el rostro en las manos y yo me levanto para ir hasta él y abrazarlo. Cuando alza la mirada, tiene los ojos secos. Tranquilo. Nunca he visto llorar a mi marido.
—Es demasiado para Go, encima del Alzheimer de mi padre.
—¿Alzheimer? ¿Alzheimer? ¿Desde cuándo?
—Bueno, algún tiempo. Al principio pensaron que se trataba de demencia senil prematura. Pero es más, es peor.
De inmediato pienso que si a mi esposo no se le ha ocurrido contarme antes aquello es que algo marcha mal entre nosotros, algo que quizá no tenga arreglo. A veces siento como si fuera un juego personal suyo, como si estuviese participando en una especie de prueba secreta de impenetrabilidad.
—¿Por qué no me habías dicho nada?
—Mi padre no es una persona de la que me guste hablar.
—Pero aun así…
—Amy. Por favor —dice.
Pone esa expresión tan suya, como si yo estuviera siendo irracional, como si estuviera tan seguro de que estoy siendo irracional que me pregunto si no tendrá razón.
—Pero ahora Go dice que, con mi madre… Tendrá que tratarse con quimioterapia y se va a poner mal, realmente mal. Go va a necesitar ayuda.
—¿Deberíamos buscarle a alguien que pueda cuidar de ella en casa? ¿Una enfermera?
—Su seguro no cubre ese tipo de cosas.
Nick me mira en silencio, con los brazos cruzados, y sé que me está desafiando: me está desafiando a que me ofrezca a pagarlo, pero no podemos pagarlo porque le he dado mi dinero a mis padres.
—Vale, cariño —digo—, entonces… ¿qué es lo que quieres hacer?
Permanecemos inmóviles el uno frente al otro, encarados, como si estuviéramos batiéndonos en un duelo del cual nadie me hubiera informado. Alargo el brazo para tocarle y él se limita a mirarme la mano.
—Tenemos que volver —dice mirándome fijamente, abriendo los ojos al máximo. Da papirotazos con los dedos como si estuviera intentando librarse de algo pegajoso—. Nos tomaremos un año y haremos lo correcto. No tenemos trabajo ni tenemos dinero, no hay nada que nos retenga aquí. Hasta tú tienes que reconocer eso.
—¿Hasta yo tengo que reconocerlo?
Como si ya hubiera opuesto resistencia. Noto una oleada de furia que me obligo a tragar.
—Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a hacer lo correcto. Por una vez vamos a ayudar a mis padres, para variar.
Por supuesto que eso es lo que debemos hacer y por supuesto que eso es precisamente lo que le habría dicho a Nick si no me hubiera presentado el problema como si fuese su enemiga. Pero su punto de partida fue tratarme de antemano como un problema que iba a tener que resolver. Yo era la voz amarga que necesitaba ser silenciada.
Mi esposo es el hombre más leal del planeta hasta que deja de serlo. He visto sus ojos adoptar literalmente un matiz más oscuro cuando se siente traicionado por un amigo, incluso aunque se trate de un amigo querido de toda la vida, momento a partir del cual dicho amigo no vuelve a ser mencionado jamás. En aquel momento me miró como si yo fuese un objeto del que podía prescindir en caso de ser necesario. Aquella mirada realmente me provocó un escalofrío.
Y así de rápido, con tan escaso debate, queda decidido: dejamos Nueva York. Nos mudamos a Missouri. A una casa de Missouri junto al río, donde viviremos. Me parece surrealista y eso que no soy dada a abusar de la palabra «surrealista».
Sé que no estará mal. Solo que no podía quedar más lejos de todo lo que había imaginado cuando imaginaba cómo sería mi vida. Lo cual no quiere decir que sea malo, solo que… si me hubiesen dado un millón de oportunidades para adivinar adónde me llevaría la vida, jamás habría acertado. Eso me resulta alarmante.
La tarea de cargar la camioneta de alquiler acaba siendo una minitragedia. Nick, apretando fuertemente los labios con decisión y complejo de culpa, se pierde en la tarea y se niega a mirarme. La camioneta permanece inmóvil durante horas, bloqueando el tráfico en nuestra pequeña calle con el doble intermitente encendido —peligro, peligro, peligro—, mientras Nick sube y baja las escaleras como una cadena de montaje de un solo hombre, acarreando cajas llenas de libros, de útiles de cocina, sillas, mesillas. Nos llevamos nuestro sofá de época, el viejo y amplio sofá que mi padre llama nuestra mascota, por lo mucho que lo cuidamos. Será lo último que bajemos, un trabajo incómodo y agotador para solo dos personas. Bajar semejante armatoste por las escaleras es precisamente lo que necesitamos: un ejercicio de coordinación que sirva para crear espíritu de equipo («Espera, necesito descansar. Alza por la derecha. Para, vas demasiado rápido. ¡Cuidado, mis dedos, mis dedos!»). Después, compraremos el almuerzo en el deli de la esquina, bocadillos de bagel para comer en la carretera. Refrescos fríos.
Nick me ha permitido conservar el sofá, pero el resto de nuestros muebles grandes se quedan en Nueva York. Uno de los amigos de Nick heredará la cama; el tipo se pasará más tarde por nuestra vacía casa —en la que no quedará nada salvo polvo y cables eléctricos— para llevársela, y después seguirá viviendo su vida neoyorquina en nuestra cama neoyorquina, cenando comida china a las dos de la madrugada y practicando perezosamente el sexo seguro con muchachas embriagadas de labios operados que trabajan en relaciones públicas. (Nuestra casa, mientras tanto, será tomada por un ruidoso matrimonio de abogados, desvergonzada y descaradamente felices de haber encontrado semejante chollo. Los odio).
Yo acarreo una caja por cada una de las cuatro que baja Nick gruñendo. Me muevo poco a poco, arrastrando los pies, como si me dolieran los huesos, una delicadeza febril se cierne sobre mí. En realidad me duele todo. Nick pasa zumbando a mi lado, subiendo o bajando, y me clava el ceño fruncido. Ladra «¿Estás bien?» y sigue su camino antes de que pueda responderle, dejándome jadeante como un dibujo animado con un agujero negro por boca. No estoy bien. Lo estaré, pero ahora mismo no estoy bien. Quiero que mi marido me abrace, que me consuele, que me mime un poquito. Solo un instante.
Una vez en la camioneta, se las ve y se las desea para organizar las cajas. Nick se enorgullece de su habilidad para colocar cualquier cosa: es (era) el que siempre cargaba el lavavajillas, el que preparaba las maletas para las vacaciones. Pero tres horas más tarde, resulta evidente que hemos vendido o regalado demasiadas pertenencias. La enorme cueva de la furgoneta solo está medio llena. Me proporciona la única satisfacción del día, una satisfacción ardiente y malintencionada justo en el vientre, como una punzada de mercurio. «Bien —pienso—. Bien».
—Podemos llevarnos la cama, si de verdad la quieres —dice Nick, mirando hacia el otro extremo de la calle—. Tenemos espacio de sobra.
—No, se la has prometido a Wally, Wally debería tenerla —digo gazmoña.
«Estaba equivocado». Solo di eso: «Estaba equivocado, lo siento, llevémonos la cama. Deberías tener tu cama, cómoda y familiar, en la nueva casa». Sonríeme y sé amable conmigo. Hoy, sé amable conmigo.
Nick deja escapar un suspiro.
—De acuerdo, si eso es lo que quieres. ¿Amy? ¿Es eso? —Se levanta, ligeramente falto de aliento, apoyándose contra una pila de cajas, la última de las cuales anuncia con rotulador permanente: AMY ROPA DE INVIERNO—. ¿Será este el último comentario que tenga que oír sobre la cama, Amy? Porque me estoy ofreciendo a bajarla, ahora mismo. No me cuesta nada desmontar la cama para ti.
—Qué amable de tu parte —digo con apenas un hilillo de voz, que es como pronuncio la mayor parte de las réplicas: el soplo de perfume de un pulverizador vacío.
Soy una cobarde. No me gustan los enfrentamientos. Cojo una caja y me dirijo hacia la camioneta.
—¿Qué has dicho?
Meneo la cabeza. No quiero que me vea llorar, porque solo servirá para que se enfade aún más.
Diez minutos más tarde, las escaleras resuenan: ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! Nick está arrastrando el sofá él solo.
No puedo ni siquiera volver la vista atrás mientras dejamos Nueva York porque la camioneta no tiene ventanilla trasera. Por el retrovisor lateral, mantengo la mirada fija en el contorno de la ciudad (viendo «cómo se empequeñece en el horizonte»; ¿no es eso lo que escriben en las novelas victorianas en las que la malograda heroína se ve obligada a abandonar su hogar ancestral?), pero no consigo ver ninguno de los edificios buenos; ni el Chrysler ni el Empire State ni el Flatiron aparecen en ningún momento en aquel pequeño y reluciente rectángulo.
Mis padres se pasaron por casa la noche anterior, nos obsequiaron el reloj familiar de cuco que yo adoraba de niña y los tres lloramos y nos abrazamos mientras Nick se metía las manos en los bolsillos y prometía cuidar de mí.
Prometió cuidar de mí y, sin embargo, siento miedo. Siento que algo va mal, muy mal, y que todavía va a empeorar más. No me siento la esposa de Nick. No me siento como una persona en lo más mínimo: soy algo que debe ser cargado y descargado, como un sofá o un reloj de cuco. Soy algo que arrojar a un vertedero o tirar a un río, en caso de ser necesario. He dejado de sentirme real. Siento como si pudiera desaparecer.