NICK DUNNE

Ocho días ausente

Registramos hasta el último resquicio de la casa de mi padre, aunque está tan patéticamente vacía que tampoco tardamos mucho. Los armarios, las cómodas. Tiré de las esquinas de las moquetas para ver si se levantaban. Miré en la lavadora y en la secadora, metí una mano en la chimenea. Incluso miré detrás del depósito del retrete.

—Muy Padrino por tu parte —dijo Go.

—Si fuera muy Padrino, habría encontrado lo que estamos buscando y habría salido pegando tiros.

Tanner permaneció en pie en el centro de la sala de estar de mi padre dándole tirones a la punta de su corbata verde lima. Go y yo estábamos cubiertos de polvo y mugre, pero de algún modo el traje de Tanner resplandecía inmaculado, como si hubiera conservado parte del glamour estroboscópico de Nueva York. Estaba contemplando la esquina de una cómoda, mordiéndose el labio, dándole tirones a la corbata, pensando. Probablemente había pasado años perfeccionando aquella expresión: la expresión de «Cállese, cliente, estoy pensando».

—No me gusta esto —dijo al fin—. Tenemos un montón de vías abiertas y no quiero acudir a la policía hasta que las tengamos muy, muy contenidas. Mi primer instinto es adelantarnos a la situación, denunciar todo lo que hay almacenado en el cobertizo antes de que nos trinquen con ello. Pero si no sabemos qué es lo que Amy quiere que encontremos aquí y no conocemos el estado mental de Andie… Nick, ¿podría usted suponer el estado mental de Andie?

Me encogí de hombros.

—Cabreada.

—Verá, eso me pone muy, muy nervioso. Nos hallamos en una situación peliaguda, básicamente. Necesitamos contarle a la policía lo del cobertizo. Tenemos que adelantarnos a ellos, hacerlo antes de que lo descubran. Pero quiero aclararle lo que sucederá cuando lo hagamos. Y lo que sucederá será que irán tras Go. Manejarán dos teorías. Una: Go es su cómplice, le estaba ayudando a ocultar todo esto en su propiedad y lo más probable es que sepa que asesinó usted a Amy.

—Vamos, no puede estar hablando en serio —dije.

—Nick, tendríamos suerte si se limitaran a esa versión —dijo Tanner—. Pueden interpretar esto como les dé la gana. ¿A ver qué le parece la otra? Go fue quien robó su identidad, quien solicitó las tarjetas de crédito. Compró toda esa basura que tiene ahí guardada. Amy lo averiguó. Se produjo un enfrentamiento, Go mató a Amy.

—Entonces nos adelantamos mucho, mucho más —dije—. Les contamos lo del cobertizo y les contamos que Amy me está incriminando.

—Lo considero una mala idea en general y una idea pésima ahora mismo en particular si no tenemos a Andie de nuestra parte, porque tendremos que hablarles de ella.

—¿Por qué?

—Porque si le contamos a la policía su historia, que Amy le está inculpando…

—¿Por qué sigue diciendo «mi historia» como si fuese algo que me he inventado?

—Ja. Bien dicho. Si le explicamos a la policía que Amy le está inculpando, tendremos que explicar por qué lo está haciendo. ¿Por qué? Porque averiguó que tiene usted una muy bonita y muy joven amante.

—¿De verdad es necesario contárselo? —pregunté.

—Amy quiere hacerle parecer culpable de su asesinato porque… estaba… ¿qué, aburrida?

Me mordí los labios.

—Tenemos que ofrecerles un motivo, no funcionará de ninguna otra manera. Pero el problema es que si les plantamos a Andie envuelta en papel de regalo frente a la puerta principal y no se tragan la teoría de la inculpación, lo que les habremos dado será un motivo para el asesinato. Problemas monetarios, presente. Mujer embarazada, presente. Amante, presente. Es el triunvirato del asesino. Caerá usted con todo el equipo. Las mujeres harán cola para hacerle jirones con sus uñas. —Tanner comenzó a caminar de un extremo al otro de la habitación—. Pero si no hacemos nada y Andie acude a ellos por su cuenta…

—¿Qué hacemos, entonces? —pregunté.

—Creo que la policía nos echaría entre carcajadas de la comisaría si en este momento dijéramos que Amy le ha inculpado. Es demasiado endeble. Le creo, pero es endeble.

—Pero las pistas de la caza del tesoro… —empecé.

—Nick, ni siquiera yo entiendo esas pistas —dijo Go—. Son como un lenguaje privado entre tú y Amy. Solo tenemos tu palabra de que conducen hacia… situaciones incriminatorias. O sea, en serio: ¿vaqueros viejos y gorra de visera equivale a Hannibal?

—¿Una casita marrón equivale a la casa de su padre… que es azul? —añadió Tanner.

Pude percibir la duda de Tanner. Necesitaba demostrarle con creces el carácter de Amy. Sus mentiras, su revanchismo, su obsesión por saldar cuentas. Necesitaba que otras personas me respaldaran… que confirmaran que mi esposa no era la Asombrosa Amy sino la Amy Vengadora.

—Veamos si podemos contactar hoy con Andie —dijo Tanner finalmente.

—¿No supone un riesgo esperar? —preguntó Go.

Tanner asintió.

—Es un riesgo. Tenemos que actuar con rapidez. Como aparezca alguna otra prueba, si la policía obtiene una orden de registro para el cobertizo o si Andie acude a la policía…

—No lo hará —dije yo.

—Te ha mordido, Nick.

—No lo hará. Ahora mismo está cabreada, pero… no puedo creer que fuese a hacerme eso. Sabe que soy inocente.

—Nick, dijo que estuvo con Andie aproximadamente una hora la mañana de la desaparición de Amy, ¿sí?

—Sí. Más o menos desde las diez y media hasta justo antes de las doce.

—Entonces, ¿dónde estuvo entre las siete y media y las diez? —preguntó Tanner—. Dijo haber salido de casa a las siete y media, ¿verdad? ¿Adónde fue?

Me mordí la mejilla por dentro.

—¿Adónde fue, Nick? Necesito saberlo.

—No es relevante.

¡Nick! —gritó Go.

—Simplemente hice lo que hago algunas mañanas. Salí de casa, conduje hasta la parte más desierta de nuestro complejo y… una de las casas tiene el garaje abierto.

—¿Y? —dijo Tanner.

—Y leí revistas.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—Leí números atrasados de la revista en la que solía trabajar.

Seguía echando de menos mi revista. Escondía ejemplares como si se tratara de pornografía y los leía en secreto, porque no quería que nadie sintiera lástima por mí.

Alcé la mirada y vi que tanto Tanner como Go estaban sintiendo mucha, mucha lástima por mí.

Conduje de regreso a casa justo después del mediodía y fui recibido por una calle repleta de unidades móviles y reporteros acampados en mi jardín. No pude llegar hasta el camino de entrada, me vi obligado a aparcar junto a la acera. Respiré hondo y salí bruscamente del coche. Se arrojaron sobre mí como pajarracos hambrientos, picoteando y aleteando, rompiendo filas y volviendo a reunirse. «Nick, ¿sabías que Amy estaba embarazada?». «Nick, ¿cuál es tu coartada?». «Nick, ¿mataste a Amy?».

Conseguí llegar al interior y cerré con llave. A cada lado de la puerta había ventanas, así que le eché valor y rápidamente bajé las persianas, mientras las cámaras me fotografiaban en todo momento y los reporteros me gritaban sus preguntas. «Nick, ¿mataste a Amy?». Cuando hube bajado las persianas, fue como cubrir a un canario para que pase la noche: los ruidos del exterior se silenciaron.

Subí al baño y satisfice las ansias de darme una ducha. Cerré los ojos y dejé que el chorro de agua disolviera la suciedad de la casa de mi padre. Cuando volví a abrirlos, lo primero que vi fue la maquinilla rosa de Amy sobre la jabonera. Me pareció ominosa, malevolente. Mi esposa estaba loca. Me había casado con una loca. Sé que es el mantra de todos los cretinos: «Mi mujer es una perturbada», pero experimenté una pequeña y desagradable punzada de satisfacción: yo sí podía decir que me había casado con una psicópata de verdad. «Nick, te presento a tu esposa: campeona del mundo en joderte la cabeza». No era un cretino tan grande como había pensado. Un cretino sí, pero no a gran escala. El engaño había sido preventivo, una reacción subconsciente a cinco años de sometimiento bajo el yugo de una lunática. ¿Cómo no me iba a sentir atraído por una muchacha de pueblo bienintencionada y sencilla? Es como cuando los individuos con carencia de hierro ansían carne roja.

Me estaba secando cuando sonó el timbre. Me asomé por la puerta del baño y oí las voces de los periodistas cobrar fuerza de nuevo. «¿Cree en su yerno, Marybeth?». «¿Cómo se siente al saber que va a ser abuelo, Rand?». «¿Cree usted que Nick asesinó a su hija, Marybeth?».

Se mantuvieron firmes el uno al lado del otro sobre el escalón de la entrada, las caras torvas, las espaldas rígidas. Acosados por una docena de periodistas, paparazzi, aunque a juzgar por el ruido podrían haber sido el doble. «¿Cree en su yerno, Marybeth?». «¿Cómo se siente al saber que va a ser abuelo, Rand?». Los Elliott entraron entre miradas gachas y saludos farfullados y yo cerré de un portazo frente a las cámaras. Rand me puso una mano en el brazo y la retiró de inmediato bajo la atenta mirada de Marybeth.

—Lo siento, estaba en la ducha.

Mi pelo seguía goteando, mojando los hombros de mi camiseta. Marybeth tenía el pelo grasiento, la ropa arrugada. Me miró como si estuviera loco.

—¿Tanner Bolt? ¿En serio? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, Nick: Tanner Bolt, en serio. Solo representa a culpables. —Se acercó más, me agarró del mentón—. ¿Qué tienes en la mejilla?

—Urticaria. Estrés. —Me aparté de ella—. Eso que dices de Tanner no es cierto, Marybeth. No lo es. Es el mejor en lo suyo. Y ahora mismo le necesito. La policía… lo único que hacen es investigarme.

—Ciertamente parece ser el caso —dijo—. Y eso parece un mordisco.

—Es urticaria.

Marybeth dejó escapar un suspiro de irritación y se dirigió hacia el salón.

—¿Es aquí donde sucedió? —preguntó.

Su rostro se había colapsado en una sucesión de surcos carnosos, ojeras y mejillas hundidas, los labios caídos.

—Eso creemos. Una especie de… altercado, enfrentamiento, tuvo lugar también en la cocina.

—Por la sangre. —Marybeth tocó la otomana, poniéndola a prueba. La alzó un par de centímetros y la dejó caer—. Preferiría que no lo hubieras ordenado todo. Has hecho que parezca como si nunca hubiera sucedido nada.

—Marybeth, tiene que vivir aquí —dijo Rand.

—Sigo sin entender cómo… Quiero decir, ¿y si la policía no lo ha descubierto todo? ¿Y si…? No sé. Parece como si hubieran renunciado. Como si hubieran descartado la casa. Dejándola abierta para que entre cualquiera.

—Estoy seguro de que tienen todo lo necesario —dijo Rand, y le apretó una mano—. ¿Por qué no preguntamos si podemos mirar las cosas de Amy para que puedas escoger algo especial? ¿De acuerdo? —Se dirigió a mí—. ¿Te parecería bien, Nick? Sería un consuelo tener algo suyo. —Se volvió nuevamente hacia su esposa—. Aquel suéter azul que tejió la abuela para ella.

—¡No quiero el condenado suéter azul, Rand!

Marybeth hizo un aspaviento con las manos y empezó a recorrer la habitación, levantando y volviendo a dejar objetos. Empujó la otomana con la punta del pie.

—¿Es esta la otomana, Nick? —preguntó—. ¿La que dicen que estaba volcada cuando no debería haberlo estado?

—Esa es la otomana.

Marybeth se detuvo en seco, le dio una patada y observó cómo se mantenía erguida.

—Marybeth, estoy seguro de que Nick estará agotado —Rand me miró de reojo con una sonrisa comprensiva—, igual que todos. Creo que deberíamos hacer aquello para lo que hemos venido y…

—Esto es para lo que he venido yo, Rand. No a por un estúpido suéter de Amy con el que poder acurrucarme como si tuviera tres años. Quiero a mi hija. No quiero sus cosas. Sus cosas no significan nada para mí. Quiero que Nick nos cuente qué demonios está pasando, porque todo este asunto está empezando a oler mal. Nunca, nunca, nunca en mi vida me había sentido tan embaucada. —Empezó a llorar y a secarse bruscamente las lágrimas, claramente furiosa consigo misma por estar llorando—. Te confiamos a nuestra hija. Confiábamos en ti, Nick. ¡Cuéntanos la verdad! —Puso un tembloroso índice bajo mi nariz—. ¿Es cierto? ¿Es cierto que no deseabas al bebé? ¿Que ya no querías a Amy? ¿Le has hecho daño?

Quise abofetearla. Marybeth y Rand habían educado a Amy. Era, literalmente, su producto. La habían creado. Quise pronunciar las palabras «Si hay algún monstruo aquí es vuestra hija», pero no pude —no mientras no hubiéramos hablado con la policía—, de modo que permanecí atónito, intentando que se me ocurriera algo que decir. Pero pareció como si estuviera dándole largas.

—Marybeth, yo nunca habría…

—«Nunca habría», «nunca podría», eso es lo único que sale de tu condenada boca. ¿Sabes? He llegado a un punto en el que incluso odio mirarte. Te lo digo en serio. Algo pasa contigo. Tienes que tener algún tipo de carencia para comportarte como lo has estado haciendo. Incluso si resulta que eres completamente inocente, nunca te perdonaré la indiferencia con la que te has tomado todo esto. ¡Cualquiera diría que hubieras perdido el maldito paraguas! Después de todo a lo que renunció Amy por ti, después de todo lo que hizo por ti y esto es lo que recibe a cambio. No… no te creo, Nick. Para eso he venido. Para que sepas que no te creo. Ya no.

Marybeth se echó a llorar, me dio la espalda y salió corriendo por la puerta mientras los cámaras la filmaban encantados. Entró en el coche y dos periodistas se pegaron contra la ventanilla, llamando, intentando conseguir que dijera algo. Desde el salón pudimos oírles repetir su nombre una y otra vez: «Marybeth… Marybeth…».

Rand aguardó, con las manos en los bolsillos, intentando dilucidar qué papel interpretar. La voz de Tanner —«Tenemos que mantener a los Elliott de nuestra parte»— resonaba como un coro griego en mis oídos.

Rand abrió la boca y me adelanté a él:

—Rand, dime qué puedo hacer.

—Simplemente dilo, Nick.

—Que diga ¿qué?

—No quiero tener que preguntarlo y tú no quieres tener que responder. Lo entiendo. Pero necesito oírtelo decir. Que no has matado a nuestra hija.

Se rio y lloró al mismo tiempo.

—Por el amor de Dios, no consigo pensar con claridad —dijo Rand. Se estaba poniendo rosa, colorado, una mancha solar, nuclear—. No consigo entender por qué está pasando esto. ¡No consigo entenderlo! —Seguía sonriendo. Una lágrima goteó desde su barbilla y cayó sobre el cuello de la camisa—. Simplemente dilo, Nick.

—Rand, no he matado a Amy ni la he herido en modo alguno. —Mantuvo sus ojos fijos en mí—. ¿Me crees? ¿Crees que no le he causado ningún daño físico?

Rand se echó a reír nuevamente.

—¿Sabes qué he estado a punto de decir? He estado a punto de decir que ya no sé qué creer. Y después he pensado: «Esa frase no es mía». Es una frase de película, no algo que fuera a decir yo, y por un segundo me pregunto: ¿estoy en una película? Y si es así, ¿puedo salirme de ella? Después sé que no puedo. Pero por un segundo, piensas: «Diré algo distinto y todo esto cambiará». Pero no va a ser así, ¿verdad?

Con un rápido movimiento de cabeza como el de un Jack Russell, Rand se dio la vuelta y siguió a su esposa hasta el coche.

En vez de sentir tristeza, me sentí alarmado. Antes de que los Elliott hubieran salido siquiera de mi camino de entrada, pensé: «Tenemos que acudir a la policía rápidamente, pronto». Antes de que los Elliott comenzaran a expresar en público su pérdida de fe. Necesitaba demostrar que mi esposa no era quien pretendía ser. No la Asombrosa Amy, sino la Amy Vengadora. Me acordé de Tommy O’Hara, el tipo que había llamado a la línea de ayuda en tres ocasiones, el tipo al que Amy había acusado de violación. Tanner lo había estado investigando: no era el típico machote irlandés que había imaginado al oír su nombre, ni bombero ni policía. Escribía para una página web de humor con sede en Brooklyn, una bastante decente, y su foto de colaborador lo retrataba como un tipo delgaducho con gafas de montura oscura y un incómodo volumen de espesos cabellos negros, que mostraba una sonrisa irónica y una camiseta de un grupo llamado The Bingos.

Descolgó al primer timbrazo.

—¿Sí?

—Soy Nick Dunne. Recibí una llamada suya a propósito de mi esposa. Amy Dunne. Amy Elliott. Tengo que hablar con usted.

Oí una pausa, esperé a que colgara igual que había hecho Hilary Handy.

—Vuelva a llamarme en diez minutos.

Así lo hice. Oí el ruido de fondo de un bar. Soy perfectamente capaz de reconocerlo: el murmullo de los bebedores, el tintineo de los cubitos, las extrañas explosiones de bullicio cuando la gente pide bebidas o llama a sus amigos. Sentí una oleada de nostalgia por mi propio local.

—Vale, gracias —dijo O’Hara—. Necesitaba bajar al bar. Tiene pinta de ir a ser la típica conversación que entra mejor con un escocés.

Su voz fue ganando cercanía y presencia, me lo imaginé encorvándose protectoramente sobre un vaso, pegando la boca al teléfono.

—Bueno —empecé—, recibí sus mensajes.

—Ya. Sigue desaparecida, ¿verdad? ¿Amy?

—Sí.

—¿Puedo preguntarle qué es lo que piensa que ha sucedido? —dijo O’Hara—. ¿Con Amy?

A la mierda, me apetecía una copa. Fui a la cocina —lo mejor que tenía a mano aparte de mi bar— y me serví una. Había intentado ser más cuidadoso con el alcohol, pero me sentaba tan bien… La seca punzada del escocés, una sala oscura cuando el sol resplandece cegadoramente en el exterior.

—¿Puedo preguntarle por qué llamó?

—He estado siguiendo las noticias —dijo—. Está usted jodido.

—Así es. Quería hablar con usted porque me resultó… curioso que intentara ponerse en contacto. Teniendo en cuenta sus circunstancias. La denuncia por violación.

—Ah, está al tanto de eso —dijo él.

—Sé que hubo una denuncia por violación, pero eso no implica que crea necesariamente que sea usted un violador. Quería oír su versión.

—Sí. —Le oí dar un trago, vaciar el vaso, agitar los cubitos—. Me topé una noche con la historia en el telediario. Su historia. La de Amy. Estaba en la cama, cenando tailandés. Preocupado por mis cosas. Me jodió la cabeza por completo. Ella, después de todos estos años. —Llamó al camarero para pedir otra—. Mi abogado dice que de ninguna manera debería hablar con usted, pero… ¿qué quiere que le diga? Soy demasiado bueno, joder. No quiero dejarle con el culo al aire. Dios, cómo me gustaría que todavía se pudiera fumar en los bares. Esta es una conversación de escocés y cigarrillos.

—Hábleme de la denuncia —dije—. La violación.

—Como ya le he dicho, he seguido el caso, los medios se están cagando en usted. Quiero decir, para ellos es el responsable. De modo que no debería meterme en camisa de once varas. No necesito a esa mujer de nuevo en mi vida. Ni siquiera tangencialmente. Pero… joder. Ojalá alguien me hubiera hecho el favor.

—Pues hágame el favor —dije.

—En primer lugar, ella retiró los cargos. Lo sabe, ¿verdad?

—Lo sé. ¿Lo hizo usted?

—Váyase a la mierda. Por supuesto que no lo hice. ¿Lo ha hecho usted?

—No.

—Bueno.

Tommy pidió nuevamente su escocés.

—Permita que le pregunte: ¿su matrimonio iba bien? ¿Amy era feliz?

Guardé silencio.

—No tiene que responder, pero voy a suponer que no. Amy no era feliz. Por el motivo que fuese. Ni siquiera le voy a preguntar. Puedo adivinar, pero no voy a preguntar. Pero quiero que sepa una cosa: a Amy le gusta jugar a Dios cuando no está satisfecha. Al Dios del Viejo Testamento.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Imparte castigos —dijo Tommy—. Severos. —Se rio al teléfono—. O sea, debería usted verme. No tengo pinta de bruto violador. Parezco poca cosa. Soy poca cosa. Mi canción favorita en el karaoke es «Sister Christian», por el amor de Dios. Lloro cada vez que veo El Padrino II. Todas y cada una de las veces.

Tosió tras un trago. Parecía el momento indicado para ayudarle a soltarse un poco.

—¿Fredo? —pregunté.

—Fredo, tío, sí. Pobre Fredo.

—Todo el mundo me da de lado.

La mayor parte de los hombres usan el deporte como la lengua franca de la masculinidad. Aquel era el equivalente de dos cinéfilos a discutir una gran jugada en un famoso partido de fútbol americano. Ambos conocíamos la frase y el hecho de que ambos la conociéramos nos permitía saltarnos todo un día de charla insustancial.

Tommy dio otro trago.

—Fue tan jodidamente absurdo…

—Cuénteme.

—No estará grabando esto, ¿verdad? ¿No hay nadie más escuchando? Porque no me gustaría.

—Solo nosotros. Estoy de su parte.

—Conocí a Amy en una fiesta, de eso hará unos siete años, y era simplemente la bomba. Divertidísima y rara y… la bomba. Conectamos enseguida, ¿sabe? Y no conecto con muchas chicas, al menos no con chicas como Amy. Así que pensé… bueno, al principio pensé que me estaban gastando una broma. Dónde está la trampa, ¿sabe? Pero empezamos a salir, salimos un par de meses, dos, tres meses. Y entonces descubrí dónde estaba la trampa: no era la chica con la que yo creía estar saliendo. Es capaz de citar cosas graciosas, pero en realidad no le gustan las cosas graciosas. Preferiría no reírse. De hecho, preferiría que yo tampoco me riera, ni que fuera gracioso, lo cual es complicado, ya que en eso consiste mi trabajo, pero para ella todo era una pérdida de tiempo. La verdad, ni siquiera comprendo por qué empezó a salir conmigo, pues resulta evidente que ni siquiera le gusto. ¿Tiene sentido eso?

Asentí y le di un trago al escocés.

—Sí. Sí que lo tiene.

—El caso es que empecé a inventar excusas para no quedar tan a menudo. No corto por lo sano, porque soy un idiota y ella es preciosa. Tengo la esperanza de que las cosas puedan cambiar. Pero, ya sabe, le voy dando largas: tengo mucho trabajo, fechas de entrega, un amigo ha venido de visita, se me ha puesto enfermo el mono, lo que sea. Y empiezo a verme con otra chica. Más o menos, una cosa informal, sin demasiada importancia. O eso creo yo. Pero Amy se entera. ¿Cómo? A día de hoy sigo sin saberlo, puede que estuviera vigilando mi apartamento. Pero… mierda

—Eche un trago.

Los dos echamos un trago.

—Amy aparece una noche en mi casa. Llevaba viendo a aquella otra chica más o menos un mes y va Amy y aparece, y vuelve a ser como solía ser. Se trae una grabación pirata de un cómico que me gusta, una actuación en Durham, y una bolsa de hamburguesas. Y vemos el DVD y ella se tumba echando las piernas sobre las mías y luego se va acurrucando poco a poco y… lo siento. Es su esposa. Lo que quería decir es: la chica sabe cómo pulsarme las teclas. Y acabamos…

—Se acostaron juntos.

—De manera consensuada, sí. Y se marcha y todo bien. Un beso de despedida en la puerta, toda la pesca.

—Y entonces, ¿qué?

—Lo siguiente que sé es que dos policías llaman a mi puerta, me dicen que le han hecho una prueba a Amy y que tiene «hematomas propios de una violación con agresión». Y tiene marcas de ataduras en las muñecas y, cuando registran mi apartamento, encuentran dos corbatas atadas a la cabecera de mi cama, ocultas bajo el colchón, y las corbatas son, cito textualmente: «consistentes con las marcas de ataduras».

—¿La había atado usted?

—No, el sexo ni siquiera fue tan… tan, ¿sabe? Me cogió completamente por sorpresa. Debió de dejarlas allí atadas cuando me levanté para ir al baño o algo así. Me dejó hundido en la mierda. El asunto pintaba muy mal. Luego, repentinamente, retiró la denuncia. Un par de semanas más tarde, recibí una nota, anónima, escrita a máquina, que decía: «A lo mejor la próxima vez te lo pensarás dos veces».

—¿Y nunca volvió a saber nada de ella?

—Nunca he vuelto a saber nada de ella.

—¿Y no se le ocurrió denunciarla ni nada por el estilo?

—Ah, no. Joder, no. Simplemente me alegró perderla de vista. Después, la semana pasada, estoy cenando tailandés sentado en la cama, viendo las noticias. Y ahí está Amy. Y usted. La esposa perfecta, aniversario de boda, ningún cuerpo, una tormenta de mierda. Le juro que me eché a sudar. Pensé: «Joder con Amy, ha subido de categoría, ahora es asesinato». Joder. Hablo en serio, tío. Apuesto a que sea lo que sea que tenga preparado para usted, será hermético como un puto barril. Yo en su lugar estaría bien acojonado.