AMY ELLIOTT DUNNE

Siete días ausente

¡Estoy embarazada! Gracias, Noelle Hawthorne, ahora el mundo lo sabe, pequeña idiota. En el día transcurrido desde que montó el numerito (aunque desearía que no me hubiera robado protagonismo en mi vigilia; las feas siempre aprovechando la ocasión de llamar la atención) el odio hacia Nick se ha incrementado exponencialmente. Me pregunto si podrá respirar con tanta indignación como le rodea.

Sabía que la clave para llamar a lo grande la atención de los medios, para copar Ellen Abbott de manera continua, frenética y furibunda, sería el embarazo. La Asombrosa Amy resulta tentadora ya de por sí. La Asombrosa Amy preñada resulta irresistible. A los americanos les gusta lo fácil, y sentir aprecio por las embarazadas es muy fácil; son como patitos o conejitos o perros. Aun así, me desconcierta que estos ensimismados y santurrones barriles obtengan un trato tan especial. Como si fuera tan difícil abrirse de piernas y dejar que un hombre eyacule entre ellas.

¿Sabes lo que de verdad es difícil? Fingir un embarazo.

Presta atención, porque esto sí que impresiona. Comenzó con la cabezahueca de mi amiga Noelle. En el Medio Oeste abundan este tipo de personas: los suficientemente agradables. Suficientemente agradables, pero con el alma de plástico; fácil de moldear, fácil de limpiar. Toda su colección de música consiste en recopilatorios comprados en cafeterías. Su librería se compone de basuras para ojear: Los irlandeses en América. Fútbol americano en Missouri: una historia gráfica. Recordando el 11/S. Alguna estupidez con gatitos. Sabía que necesitaba una amiga dócil para mi plan, alguien a quien abastecer de historias terribles sobre Nick, alguien que fuese a sentirse extraordinariamente unida a mí, alguien fácil de manipular que no fuese a reflexionar demasiado sobre cualquier cosa que le contase porque se sintiese privilegiada por el mero hecho de escucharlo. Noelle era la opción más evidente, y cuando me dijo que había vuelto a quedarse embarazada —al parecer, no le bastaba con los trillizos— me di cuenta de que yo también podía estarlo.

Una búsqueda en internet: cómo vaciar el inodoro para repararlo.

Una invitación a Noelle para tomar limonada. Mucha limonada.

Noelle, meando en mi retrete vacío y sin poder tirar de la cadena. ¡Las dos terriblemente avergonzadas!

Yo, con un pequeño tarro de cristal. La orina de mi retrete va a parar al tarro de cristal.

Yo, con antecedentes palmarios de fobia a las agujas y la sangre.

Yo, con el tarro de orina escondido en el bolso durante una visita al médico (oh, no puedo hacerme un análisis de sangre, tengo fobia a las agujas… con una prueba de orina bastará, gracias).

Yo, con un embarazo registrado en el historial médico.

Yo, corriendo a casa de Noelle con la buena nueva.

Perfecto. Nick tiene un nuevo motivo, yo paso a ser la adorable señora embarazada desaparecida, mis padres sufren aún más, Ellen Abbott no se puede resistir. Sinceramente, me emocionó verme seleccionada al fin de manera oficial para Ellen, entre todos los centenares de casos posibles. Es como una especie de competición de talentos: lo haces lo mejor posible, pero la elección final no está en tus manos, depende de los jueces.

Y, oh, cómo odia a Nick y cómo me adora a mí. Sin embargo desearía que no le estuvieran dando un tratamiento tan especial a mis padres. Los veo en las noticias. Mi madre, delgada y nervuda, las cuerdas del cuello como delgadas ramas de árbol, siempre tensas. Mi padre, sofocado debido al temor, los ojos demasiado abiertos, la sonrisa congelada. Normalmente es un hombre atractivo, pero está empezando a parecer una caricatura, un muñeco de payaso poseído. Sé que debería sentir lástima por ellos, pero no es así. De todos modos, para ellos nunca he sido nada más que un símbolo, un ideal con patas. La Asombrosa Amy en carne y hueso. No la cagues, eres la Asombrosa Amy. La única que tenemos. Ser hija única conlleva una responsabilidad injusta; te educas en la certeza de que en realidad no tienes permitido causar desengaños, ni siquiera tienes permitido morir. No tienes sustitutas que puedan reemplazarte gateando por la casa; eres todo lo que hay. Eso te conduce a desesperarte por ser perfecta y también te vuelve ebria de poder. Así se crean los déspotas.

Esta mañana he ido paseando hasta la oficina de Dorothy para comprar un refresco. Es una habitación diminuta forrada de madera. La mesa no parece tener más propósito que el de sostener la colección de bolas de nieve de Dorothy, procedentes todas ellas de lugares que parecen indignos de ser conmemorados: Gulf Shores, Alabama. Hilo, Arkansas. Cuando veo los globos de nieve, no veo un paraíso, sino paletos recalentados con la piel quemada por el sol que arrastran a niños torpes y llorosos, dándoles capones con una mano mientras en la otra sostienen gigantescos vasos de poliestireno no biodegradable rebosantes de bebidas empalagosas.

Dorothy tiene uno de esos carteles de los setenta de un gatito subido a un árbol: «¡Aguanta ahí!». Muestra su póster con toda sinceridad. Me gusta imaginarla encontrándose con alguna zorra de Williamsburg encantada de conocerse, con su flequillo Bettie Page y sus gafas de punta, que tuviera el mismo póster por motivos irónicos. Me gustaría escucharlas intentando llegar a un acuerdo entre ambas. Los irónicos siempre se deshacen cuando se ven confrontados con la más absoluta sinceridad, es su kriptonita. Dorothy tiene otra gema pegada en la pared, junto a la máquina de los refrescos, que muestra a un niño pequeño dormido sobre el retrete: «Demasiado cansado para descargar». Varias veces he pensado en robárselo a Dorothy, raspar con una uña el celo amarillento mientras la distraigo charloteando. Estoy segura de que podría venderlo a cambio de una bonita suma en eBay —me gustaría ganar dinero de alguna forma—, pero no puedo hacerlo, porque eso crearía una pista electrónica, algo sobre lo que he leído de sobra en la miríada de libros sobre crímenes reales que tengo en casa. Las pistas electrónicas son malas: no uses un móvil vinculado a tu nombre, porque las torres de comunicación podrán triangular tu localización. No uses tarjetas de crédito en comercios ni cajeros. Utiliza únicamente ordenadores públicos con tráfico abundante. Sé consciente del número de cámaras que puede haber en cada calle, particularmente cerca de un banco, un cruce transitado o un supermercado. Tampoco es que aquí haya nada de todo eso. Ni cámaras tampoco, al menos dentro del complejo. Lo sé. Se lo pregunté a Dorothy, fingiendo estar preocupada por la seguridad.

—Nuestros clientes no son precisamente partidarios del Gran Hermano —dijo ella—. No es que sean criminales, pero por lo general no les gusta estar localizables.

No, no tienen pinta de apreciarlo. Pongamos por caso a mi amigo Jeff, con sus idas y venidas a deshoras y sus sospechosas cantidades de peces indocumentados que almacena en enormes congeladores. Ahí hay algo que huele mal, literalmente. En la cabaña más apartada vive una pareja que probablemente ronde los cuarenta, pero el consumo de anfetaminas les ha erosionado de tal manera que parecen como poco sexagenarios. Permanecen en el interior la mayor parte del tiempo, al margen de ocasionales excursiones a la lavandería, cuando atraviesan con ojos desorbitados el aparcamiento de gravilla, acarreando aceleradamente sus ropas guardadas en bolsas de la basura, una especie de metanfetamínica limpieza primaveral. «Holahola», dicen, siempre dos veces con dos asentimientos de cabeza, después siguen su camino. El hombre lleva en ocasiones una boa constrictor enroscada alrededor del cuello, aunque nunca hacemos referencia alguna a su presencia, ni él ni yo. Además de estos habituales, se ve un goteo constante de mujeres solas, normalmente con cardenales. Algunas parecen avergonzadas, otras terriblemente tristes.

Ayer se instaló una nueva, una chica rubia, muy joven, de ojos marrones y con un labio partido. Se sentó en el porche delantero a fumar un cigarrillo —su cabaña es la contigua a la mía—, y cuando nos miramos un momento a los ojos, enderezó la espalda, orgullosa, y echó el mentón hacia delante. Nada de lo que disculparse. Pensé: «Necesito ser como ella. La estudiaré. Podría ser ella una temporada: la chica dura maltratada que se ha escondido a esperar a que amaine la tormenta».

Al cabo de un par de horas de televisión matinal —buscando novedades en el caso Amy Elliott Dunne— me pongo mi pegajoso bikini. Iré a la piscina. Flotaré un rato, unas minivacaciones alejada de mi cerebro de arpía. La noticia del embarazo fue gratificante, pero todavía desconozco muchos detalles. Lo planeé todo con sumo cuidado, pero existen varios elementos que escapan a mi control y que estropean mi visión de la cadena de acontecimientos. Andie no ha cumplido su parte. El diario aún no ha sido hallado. La policía sigue sin mover un solo dedo para arrestar a Nick. No sé cuánto habrán descubierto hasta ahora y no me gusta. Estoy tentada de hacer una llamada, un soplo anónimo que les dé un empujoncito en la dirección adecuada. Esperaré un par de días más. En la pared tengo un calendario en el que marco las palabras LLAMAR HOY a tres días vista. Así sabré cuánto estoy dispuesta a esperar. Tan pronto como encuentren el diario, las cosas se acelerarán.

En el exterior vuelve a hacer un calor selvático, las chicharras nos rodean. Mi colchoneta hinchable es rosa, tiene sirenas estampadas y es demasiado pequeña para mí —se me hunden las pantorrillas en el agua—, pero me mantiene flotando sin rumbo durante toda una hora, que es algo que, según he descubierto, le gusta hacer a esta Amy.

Veo una cabeza rubia que atraviesa el aparcamiento y después la chica del labio partido cruza la puerta de rejilla con una de las toallas de baño de las cabañas —no mayor que un paño de cocina—, un paquete de Merits, un libro y protector solar factor 120. Cáncer de pulmón, pero no de piel. Se acomoda y se aplica cuidadosamente la loción, lo cual la distingue de las demás mujeres maltratadas que aparecen por aquí, embadurnadas con aceite infantil que deja sombras de grasa en las sillas.

La chica me saluda mediante un movimiento de cabeza, el mismo asentimiento que se dirigen entre sí los hombres cuando se sientan en un bar. Está leyendo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Le va la ciencia ficción. A las mujeres maltratadas les gusta el escapismo, por supuesto.

—Buen libro —digo despreocupadamente, lanzándole las palabras como una inofensiva pelota de playa.

—Alguien se lo dejó en mi cabaña. Era esto o Belleza negra.

Se pone unas gruesas y baratas gafas de sol.

—Tampoco está mal. Aunque El corcel negro es mejor.

La muchacha alza la mirada hacia mí sin quitarse las gafas. Dos enormes discos como ojos de avispa.

—Ajá.

Vuelve a dedicar su atención al libro con el marcado gesto de «Estoy leyendo» que suele verse en los aviones abarrotados. Y yo soy la molesta curiosa del asiento contiguo que se apodera del reposabrazos y dice cosas como: «¿Negocios o placer?».

—Soy Nancy —digo.

No Lydia, lo cual es un error en un entorno tan cerrado como este, pero me sale solo. A veces mi cerebro va demasiado rápido para mi propio bien. Me estaba fijando en el labio partido de la muchacha, en su halo tristón de segunda mano, y me he puesto a pensar en abusos y prostitución, lo cual ha hecho que me acuerde de Oliver, mi musical favorito cuando era niña, y de la prostituta de infausto destino, Nancy, que siguió amando a su hombre violento hasta que este la mató, así que después he pasado a preguntarme qué hacíamos mi feminista madre y yo viendo Oliver, teniendo en cuenta que «As Long as He Needs Me» es básicamente una exaltación de la violencia doméstica, y entonces he caído en que Amy Diario, que también fue asesinada por su marido, se parecía un montón a…

—Soy Nancy —digo.

—Greta.

Suena a inventado.

—Encantada de conocerte, Greta.

Me alejo flotando. Detrás de mí oigo el rascar del mechero de Greta y después volutas de humo me sobrevuelan como espuma de mar.

Cuarenta minutos más tarde, Greta se sienta en el borde de la piscina y mete las piernas en el agua.

—Está caliente —dice—. El agua.

Tiene una voz grave y ronca, cigarrillos y polvo de las praderas.

—Como meterse en la bañera.

—No es demasiado refrescante.

—El lago no está mucho más fresco.

—De todos modos no sé nadar —dice Greta.

Nunca había conocido a alguien que no supiera nadar.

—Yo a duras penas —miento—. Estilo perro.

Greta balancea las piernas, la ondulación sacude suavemente mi colchoneta.

—¿Qué tal el ambiente de aquí? —pregunta.

—Agradable. Tranquilo.

—Bien, eso es lo que necesito.

Me vuelvo para mirarla. Tiene dos cadenillas de oro, un cardenal perfectamente redondo del tamaño de una ciruela cerca del pecho izquierdo y un tatuaje de un trébol justo encima de la línea del bikini. Su bañador es completamente nuevo, rojo cereza, barato. Comprado en la misma tienducha en la que compré mi colchoneta.

—¿Has venido sola? —pregunto.

—Completamente.

No estoy del todo segura de qué preguntar a continuación. ¿Hay algún tipo de protocolo a seguir entre mujeres maltratadas, algún idioma que desconozco?

—¿Problemas sentimentales?

Alza una ceja que parece indicar que sí.

—Yo también —digo.

—No es como si no nos hubieran advertido —dice ella. Se llena una mano de agua y deja que se vaya vaciando gota a gota sobre su delantera—. Mi madre, una de las primeras cosas que me dijo, el primer día de ir a la escuela: «Mantente apartada de los chicos. Cuando no te estén tirando piedras estarán intentando mirarte por debajo de la falda».

—Deberías hacerte una camiseta con ese lema.

Greta se ríe.

—Pero es cierto. Siempre ha sido cierto. Mi madre vive en un pueblo de lesbianas que hay en Texas. No hago más que pensar que debería irme con ella. Allí todas parecen felices.

—¿Un pueblo de lesbianas?

—En plan, cómo se llama… comuna. Un grupo de lesbianas compró tierras y montó una especie de sociedad privada. Prohibida la entrada a los hombres. Me parece una idea estupenda, un mundo sin hombres. —Se llena nuevamente de agua la mano, se quita las gafas y se humedece la cara—. Una lástima que no me guste el conejo.

Se ríe con una risa de vieja, como un ladrido enfadado.

—Y bien, ¿tenemos por aquí algún cretino con el que me pueda enrollar? —dice Greta—. Viene a ser mi patrón: salir huyendo de uno, tropezar con el siguiente.

—Esto está medio vacío la mayor parte del tiempo. Tienes a Jeff, el tipo de la barba, pero en realidad es bastante agradable —digo—. Lleva aquí más tiempo que yo.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —pregunta Greta.

Hago una pausa. Es curioso, no sé exactamente cuánto tiempo voy a seguir aquí. Había planeado quedarme hasta que Nick fuese arrestado, pero no tengo ni idea de si lo arrestarán pronto.

—Hasta que él deje de buscarte, ¿eh? —aventura Greta.

—Algo por el estilo.

Greta me examina con atención, frunce el ceño. Se me tensa el estómago. Espero a que lo diga: «Tu cara me resulta familiar».

—Nunca vuelvas a un hombre con los cardenales todavía recientes. No le des la satisfacción —entona Greta. Se levanta, recoge sus cosas. Se seca las piernas con la diminuta toalla—. Hemos matado un buen día —dice.

Por algún motivo, le muestro el pulgar vuelto hacia arriba, un gesto que no había hecho jamás en la vida.

—Ven a mi cabaña cuando salgas, si te apetece —dice Greta—. Podemos ver la tele.

Llevo un tomate recién cogido por Dorothy, que sostengo en mi palma como si fuera un brillante regalo de inauguración. Greta abre la puerta y apenas si reconoce mi presencia, como si llevara años pasándome por allí. Coge el tomate de inmediato.

—Perfecto, precisamente estaba preparando unos bocadillos. Siéntate —dice, señalando la cama, puesto que las cabañas no tienen salón, al tiempo que se dirige hacia la cocina, que tiene la misma tabla de cortar de plástico y el mismo cuchillo sin filo que la mía.

Corta el tomate en rodajas. Una bandeja de plástico con fiambre aguarda sobre la encimera, colmando la estancia con su dulce aroma. Greta coloca dos bocadillos escurridizos sobre platos de papel, junto a un par de puñados de galletitas saladas en forma de pez, y los saca a la zona de dormir, con una mano ya en el mando a distancia, saltando de nieve en nieve. Nos sentamos sobre el borde de la cama, la una junto a la otra, mirando la tele.

—Detenme si ves algo —dice Greta.

Le doy un mordisco a mi bocadillo. El tomate se sale por un lado y aterriza sobre mi muslo. Los nuevos ricos, De repente Susan, Armageddon.

En directo con Ellen Abbott. Una imagen mía colma la pantalla. Soy la noticia principal. De nuevo. Tengo un aspecto formidable.

—¿Has visto esto? —pregunta Greta sin mirarme, hablando como si mi desaparición fuese la reposición de una serie curiosa—. Una mujer que desaparece el día de su quinto aniversario de boda. Desde el primer momento el marido se comporta de manera muy extraña, todo sonrisas y mierdas así. Resulta que aumentó su seguro de vida y encima acaban de averiguar que la esposa estaba embarazada. Y que el tipo no quería tenerlo.

El plano cambia a otra foto mía yuxtapuesta sobre La Asombrosa Amy. Greta se vuelve hacia mí:

—¿Recuerdas esos libros?

—¡Pues claro!

—¿Te gustan?

—A todo el mundo le gustan esos libros, son una monada —digo.

Greta deja escapar un ronquido.

—Son superfalsos.

Primer plano mío.

Espero a que Greta diga lo guapa que soy.

—No está mal, ¿eh? Para la edad que tiene —dice—. Espero conservarme tan bien cuando llegue a los cuarenta.

Ellen está recordándole al público mi historia; mi foto permanece en pantalla.

—Me suena a la típica niña pija malcriada —dice Greta—. Acostumbrada a tenerlo todo. Una borde.

Aquello es simple y llanamente injusto. No he dejado prueba alguna que pueda conducir a nadie hasta tal conclusión. Desde que me mudé a Missouri —bueno, desde que se me ocurrió el plan—, he ido con sumo cuidado para mostrarme comprensiva, fácil de tratar, alegre, todas esas cosas que la gente exige que sean las mujeres. Saludaba con la mano a los vecinos, hacía recados para las amigas de Mo, una vez le llevé una Coca-Cola al siempre mugriento Stucks Buckley. Visité al padre de Nick para que todas las enfermeras pudieran testificar lo agradable que fui y para poder susurrar una y otra vez al oído de Bill Dunne: «Te quiero, ven a vivir con nosotros, te quiero, ven a vivir con nosotros». Solo para ver si el mensaje quedaba grabado en la tela de araña que es su cerebro. El padre de Nick es lo que el personal de Comfort Hill llama un paseante; siempre se está escapando. Me encanta la idea de que Bill Dunne, el tótem viviente de todo en lo que Nick teme llegar a convertirse, el objeto de su más profunda consternación, siga apareciendo una y otra vez frente a nuestra puerta.

—¿En qué sentido parece borde?

Greta se encoge de hombros. El televisor muestra un anuncio de ambientador. Una mujer rocía con ambientador para que su familia sea feliz. Después un anuncio de compresas extrafinas que permiten que una mujer pueda ponerse vestido y bailar y conocer al hombre para el que en un futuro rociará la casa con ambientador.

Limpiar y sangrar. Sangrar y limpiar.

—Simplemente se nota —dice Greta—. Tal como la describen, parece la típica zorra rica y aburrida. Como esas que usan el dinero de sus maridos para montar… yo qué sé, tiendas de cupcakes y tarjetas y mierdas similares. Boutiques.

En Nueva York, tenía amigas metidas en ese tipo de negocios. Les gustaba poder decir que trabajaban, a pesar de que solo se encargaban de los pequeños detalles divertidos: inventar nombres para los cupcakes, seleccionar la papelería, ponerse un adorable vestido de su propia tienda.

—Fijo que es una de esas —dice Greta—. Una zorra rica dándose humos.

Greta se levanta para ir al baño y yo entro de puntillas en la cocina, abro la nevera y escupo en la leche, el zumo de naranja y un recipiente con ensalada de patata, después regreso de puntillas a la cama.

Suena la cisterna. Greta regresa.

—Vamos a ver, eso no quiere decir que esté bien que la haya matado. Solo es otra mujer que eligió mal a su hombre.

Me está mirando directamente a la cara y me temo que de un momento a otro vaya a decir: «Eh, espera un momento…».

Pero vuelve su atención hacia el televisor, cambia de postura para quedar tumbada sobre el estómago, como una niña, con el mentón entre las manos y el rostro dirigido hacia mi imagen en la pantalla.

—Oh, mierda, ya estamos —dice Greta—. La peña odia a ese tío.

El programa entra en materia y me siento un poco mejor. Es la apoteosis de Amy.

Campbell MacIntosh, amiga de la infancia: «Amy es una mujer cariñosa y maternal. Adoraba estar casada. Y sé que habría sido una gran madre. Pero Nick… se notaba que Nick tenía algo raro. Siempre tan frío y distante y muy calculador. Una enseguida tenía la impresión de que era perfectamente consciente de todo el dinero que tenía Amy».

(Campbell miente: siempre que estaba con Nick se pasaba el rato poniéndole ojitos, lo adoraba por completo. Pero estoy segura de que le gustaba pensar que solo se había casado conmigo por mi dinero).

Shawna Kelly, residente de North Carthage: «Me pareció muy, muy extraño que no se mostrara nada preocupado durante la batida en busca de su mujer. Se limitó a, ya sabe, charlar, a matar el rato. Coqueteando conmigo, a pesar de que no me conocía de nada. Cada vez que yo intentaba desviar la conversación hacia Amy, él se limitaba a… a no mostrar el más mínimo interés».

(Estoy segura de que esta vieja golfa desesperada no intentó desviar la conversación hacia mí en ningún momento).

Steven «Stucks» Buckley, amigo de la infancia de Nick Dunne: «Amy era un verdadero cielo. Verdadero. Cielo. ¿Y Nick? Simplemente no parece preocupado por la desaparición de Amy. Siempre ha sido así el tío: muy ensimismado. Un poco engreído. Como si hubiera triunfado en Nueva York y todos debiéramos hacerle reverencias».

(Aborrezco a Stucks Buckley, ¿y qué mierda de nombre es ese?).

Noelle Hawthorne, con aspecto de haberse hecho unas mechas: «Yo creo que la mató él. Nadie más se atreve a decirlo, pero yo sí. Abusaba de ella y la maltrataba y finalmente la mató».

(Buena perra).

Greta me mira de reojo, con los mofletes plegados bajo las manos, el rostro iluminado por el parpadeante resplandor del televisor.

—Espero que no sea verdad —dice—. Lo de que la haya matado. Sería agradable pensar que quizá simplemente escapó, huyó de él, y ahora está en algún sitio escondida. Sana y salva.

Balancea las piernas adelante y atrás como una nadadora perezosa. No consigo adivinar si se está quedando conmigo.