NICK DUNNE
El día de
En un principio esperé a la policía en la cocina, pero el olor acre de la tetera quemada se me estaba atravesando en la parte posterior de la garganta, subrayando mi necesidad de vomitar, de modo que salí al porche delantero, me senté sobre el último peldaño y me obligué a tranquilizarme. Seguí llamando al móvil de Amy y seguí escuchando el mensaje de su contestador, esa cadencia rápida con la que juraba que enseguida devolvería la llamada. Amy siempre devolvía las llamadas. Habían pasado tres horas, había dejado cinco mensajes y Amy no me había devuelto la llamada.
Tampoco esperaba que lo hiciera y así pensaba decírselo a la policía. Amy nunca habría salido de casa dejando una tetera al fuego. Ni la puerta abierta. Ni una prenda sin planchar. Vivía empeñada en solucionar marrones y no era propio de ella abandonar un proyecto a medias (por ejemplo, su marido por reformar) incluso aunque hubiera decidido que no le gustaba. Había que verle la cara en la playa durante nuestras dos semanas de luna de miel en Fiyi, viéndoselas y deseándoselas con el millón de páginas místicas de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, lanzándome miraditas irascibles mientras yo devoraba un thriller tras otro. Tras su despido y la mudanza a Missouri, la vida de Amy había (¿involucionado?) pasado a girar en torno a la consumación de interminables proyectos inanes e inconsecuentes. Habría dejado el vestido planchado.
Y después estaba la sala de estar, en la que todos los indicios apuntan a una pelea. Yo ya sabía que Amy no me iba a devolver las llamadas. Quería que diese comienzo la siguiente fase.
Era el mejor momento del día, ni una sola nube cubría el cielo de julio y el sol se estaba poniendo lentamente como un reflector, tiñéndolo todo de opulencia y oro, como en un cuadro de la escuela flamenca. Llegó la policía. Lo experimenté como algo accidental; yo sentado sobre los escalones, un pájaro vespertino cantando en un árbol, dos agentes saliendo relajadamente de su coche como si se dirigieran a un picnic vecinal. Minipolis de veintipocos años, confiados y aburridos, habituados a tranquilizar a padres preocupados porque sus hijos adolescentes llegan más tarde de lo previsto. Una muchacha hispana con el pelo recogido en una trenza larga y oscura y un tipo negro con pose de marine. En mi ausencia, Carthage había pasado a ser un poco (un poquito) menos caucásica, pero seguía estando tan acuciadamente segregada que las únicas personas de color que veía en mi rutina diaria solían ser trabajadores de empleo no sedentario: repartidores, médicos, carteros. Policías. («Este pueblo es tan blanco que me resulta perturbador», dijo Amy, que en el gran crisol de Manhattan había contado con una única afroamericana entre sus amistades. La acusé de estar echando en falta un escaparate étnico, minorías como telón de fondo. La charla no acabó bien).
—¿Señor Dunne? Soy la agente Velásquez —dijo la mujer— y este es el agente Riordan. Tenemos entendido que está preocupado por su esposa…
Riordan miraba la carretera, chupando un caramelo. Vi que sus ojos seguían la estela de un pájaro que sobrevolaba velozmente el río. Después posó su mirada en mí y el rizo en sus labios me indicó que había visto lo mismo que todos los demás. Tengo una cara que cualquiera querría golpear: soy un chaval irlandés de clase trabajadora atrapado en el cuerpo de un cabronazo con fondo fiduciario. Sonrío mucho para compensar el efecto de mi cara, pero es una solución que solo funciona a veces. En la universidad, incluso me puse gafas durante una temporada, gafas de pega con lentes sin graduar que, en mi opinión, me aportaban una onda afable, nada amenazadora.
—¿No te das cuenta de que te hacen parecer más capullo aún? —razonó Go.
Las tiré y me dediqué a sonreír con más energía.
—Entren en casa y vean —dije haciendo una seña con la mano a los policías.
Ambos ascendieron los escalones, acompañados por los chirridos y roces de sus cinturones y pistolas. Me paré junto a la entrada de la sala de estar y señalé la destrucción.
—Oh —dijo el agente Riordan, haciendo sonar rápidamente los nudillos.
De repente parecía menos aburrido.
Riordan y Velásquez se inclinaron hacia delante en sus asientos frente a la mesa del comedor mientras me hacían todas las preguntas iniciales: quién, dónde, cuánto tiempo, alzando literalmente las orejas. Habían hecho una llamada sin estar yo presente y Riordan me informó de que habían solicitado la presencia de una pareja de inspectores. Experimenté el circunspecto orgullo de haber sido tomado en serio.
Riordan me estaba preguntando por segunda vez si había visto a algún desconocido últimamente por el vecindario y me estaba recordando por tercera vez las bandadas de individuos sin hogar que atravesaban Carthage, cuando sonó el teléfono. Me abalancé a través de la habitación y lo cogí.
Una malhumorada voz de mujer:
—Señor Dunne, le llamo de Comfort Hill.
Era la residencia donde Go y yo habíamos ingresado a mi padre.
—No puedo hablar ahora mismo, ya les llamaré —dije bruscamente y colgué.
Despreciaba a las mujeres que trabajaban en Comfort Hill: incapaces de sonreír, incapaces de ofrecer el más mínimo consuelo. Incapaces de cobrar un sueldo decente, lo cual probablemente fuese el motivo de que nunca sonrieran ni consolasen. Sabía que mi ira hacia ellas estaba mal dirigida; lo que me ponía furioso era que mi padre aún viviera mientras mi madre estaba bajo tierra.
Le tocaba a Go enviar el cheque. Estaba bastante seguro de que julio le correspondía a ella. Y estoy seguro de que Go estaba convencida de que era mi turno. No era la primera vez que nos pasaba. Go decía que los dos debíamos estar olvidando subliminalmente enviar los cheques porque lo que queríamos en realidad era olvidarnos de nuestro padre.
Le estaba contando a Riordan lo del extraño individuo que había visto en la casa deshabitada de nuestro barrio cuando llamaron a la puerta. Llamaron a la puerta. Como algo normal, como si estuviera esperando una pizza.
Los dos inspectores entraron haciendo gala del típico cansancio de final de turno. El hombre era alto y delgado y tenía un rostro que se iba estrechando exageradamente hasta terminar en una barbilla que parecía un goteo. La mujer era sorprendentemente fea; osadamente fea, más allá de los cánones habituales de fealdad: ojos redondos y diminutos, prietos como botones, una nariz larga y retorcida, la piel moteada con bultitos, pelo largo y lacio del color de un montón de pelusas. Siento afinidad por las feas. Fui criado por un trío de mujeres poco agraciadas —mi abuela, mi madre, su hermana— y todas eran inteligentes y cariñosas, divertidas y fuertes; buenas, buenas mujeres. Amy fue la primera chica guapa con la que salí, con la que salí en serio.
La mujer fea habló en primer lugar, como un eco de la agente Velásquez.
—¿Señor Dunne? Soy la inspectora Rhonda Boney. Este es mi compañero, el inspector Jim Gilpin. Tenemos entendido que siente cierta preocupación por su esposa.
Mi estómago gruñó lo suficientemente fuerte como para que todos lo oyéramos, pero hicimos como si nada.
—¿Podemos echar un vistazo, caballero? —dijo Gilpin.
Tenía ojeras carnosas y un bigote de pelos blancos y retorcidos. Su camisa no estaba arrugada, pero la llevaba como si lo estuviera; por su aspecto uno diría que debía de apestar a café amargo y cigarrillos, pero no era así. Olía a jabón Dial.
Les guie un par de cortos pasos hasta la sala de estar y señalé una vez más los destrozos, entre los que estaban cuidadosamente acuclillados los dos jóvenes agentes, como si estuvieran esperando a que les sorprendiesen haciendo algo útil. Boney me condujo hasta una silla del comedor, apartado pero a la vista de los indicios de lucha.
Rhonda Boney me hizo repetirle los mismos detalles básicos que ya les había contado a Velásquez y Riordan, sin quitarme de encima sus atentos ojos de gorrión. Gilpin se acuclilló sobre una rodilla, inspeccionando la sala de estar.
—¿Ha telefoneado a amigos o familia, personas con las que podría estar su esposa? —preguntó Rhonda Boney.
—Yo… No. Aún no. Supongo que les estaba esperando a ustedes.
—Ah —sonrió ella—. A ver si lo adivino: el pequeño de la familia.
—¿Qué?
—Es usted el benjamín.
—Tengo una hermana melliza. —Percibí que estaba teniendo lugar una especie de juicio interno—. ¿Por qué?
El jarrón favorito de Amy estaba tirado en el suelo, intacto, pegado contra la pared. Había sido un regalo de bodas, una obra maestra japonesa que Amy escondía cada semana el día que nuestra señora de la limpieza pasaba por casa, porque estaba convencida de que acabaría hecho añicos.
—Es solo una intuición mía que explica por qué nos ha esperado: está acostumbrado a que otra persona tome la iniciativa —dijo Boney—. Mi hermano pequeño es así. El orden en el nacimiento también marca. —Garabateó algo en una libreta.
—Vale —dije encogiendo airadamente los hombros—. ¿Necesita también mi horóscopo o podemos empezar?
Boney me sonrió afablemente, esperando.
—He esperado a hacer algo porque, o sea, es evidente que no está con una amiga —dije señalando el desorden de la sala de estar.
—Llevan viviendo aquí ¿cuánto, señor Dunne? ¿Dos años? —preguntó ella.
—Hará dos años en septiembre.
—¿Procedentes de dónde?
—Nueva York.
—¿Ciudad?
—Sí.
Boney señaló hacia arriba, solicitando permiso sin preguntar. Yo asentí y la seguí, seguido a mi vez por Gilpin.
—Me ganaba la vida escribiendo —espeté antes de ser capaz de contenerme.
Incluso entonces, dos años después de haber regresado, no podía soportar que alguien pensara que aquella había sido mi única vida.
Boney:
—Suena importante.
Gilpin:
—¿Sobre qué?
Coordiné mi respuesta con el ritmo de subida: escribía para una revista (peldaño), sobre cultura pop (peldaño), era una revista para hombres (peldaño). Cuando llegué al último peldaño, me volví para ver que Gilpin se había girado para observar la sala de estar. Después volvió a ponerse en marcha.
—¿Cultura pop? —dijo mientras reanudaba el ascenso—. ¿Qué incluye eso exactamente?
—Cultura popular —dije. Alcanzamos el rellano, donde Boney nos estaba esperando—. Películas, televisión, música, pero… eh… ya saben, nada de bellas artes, nada rimbombante.
Hice una mueca. ¿Rimbombante? Qué condescendiente. Ustedes que son unos paletos probablemente necesiten que traduzca mi inglés educado de la Costa Este al inglés populachero del Medio Oeste. «¡Garrapateo to lo que se me viene al colodrillo endespués de haber visto las pinículas!».
—A ella le encanta el cine —dijo Gilpin, señalando a Boney.
Boney asintió: «Así es».
—Ahora llevo El Bar, en el centro —añadí.
También daba clases en la universidad comunitaria, pero de repente añadir aquello me pareció demasiado. No estaba en una cita.
Boney estaba escudriñando el cuarto de baño, haciéndonos una seña con la mano a Gilpin y a mí para que nos quedásemos en el pasillo.
—¿El Bar? —dijo—. Lo conozco. Hace tiempo que quiero pasarme un día. Me encanta el nombre. Muy meta.
—Parece un cambio inteligente —dijo Gilpin. Boney se dirigió hacia el dormitorio y nosotros la seguimos—. Una vida rodeado de cerveza no puede ser demasiado mala.
—A veces la respuesta sí está en el fondo de una botella —dije, después hice otra mueca ante lo inapropiado de la frase.
Entramos en el dormitorio.
Gilpin se rio.
—Conozco esa sensación.
—¿Ven que la plancha sigue encendida? —empecé.
Boney asintió, abrió la puerta de nuestro espacioso ropero y se metió dentro, encendiendo la luz, aleteando con sus manos enguantadas en látex sobre camisas y vestidos mientras iba abriéndose paso hacia el fondo. Profirió un ruido repentino, se agachó y se volvió hacia nosotros sosteniendo una caja perfectamente cuadrada envuelta en papel de regalo plateado.
Se me encogió el estómago.
—¿Es el cumpleaños de alguien?
—Nuestro aniversario.
Boney y Gilpin se retorcieron como arañas y fingieron no haberlo hecho.
Para cuando regresamos a la sala de estar, la brigada juvenil se había marchado. Gilpin se puso de rodillas para observar la otomana volcada.
—Uh, estoy un poco alterado, evidentemente —empecé.
—No le culpo en absoluto, Nick —dijo Gilpin con toda seriedad. Sus ojos azul pálido temblaban sin moverse del sitio, un tic que ponía nervioso.
—¿Podemos hacer algo? Para encontrar a mi esposa. Quiero decir, porque está claro que aquí no está.
Boney señaló nuestra foto de boda en la pared: yo, de esmoquin con un bloque de dientes congelado en el rostro, los brazos curvados formalmente alrededor de la cintura de Amy; Amy, el pelo rubio enlacado, recogido y tenso, el velo hinchado por la brisa marina de Cape Cod, los ojos demasiado abiertos porque siempre parpadeaba en el último momento y se estaba esforzando al máximo por no hacerlo. Era el día después del 4 de Julio y el olor a sulfuro de los fuegos artificiales se entremezclaba con la sal oceánica. Verano.
El Cabo había sido bueno con nosotros. Recuerdo el momento en que descubrí que Amy, mi novia de hacía meses, también era bastante rica, la preciada hija única de unos padres creativos y geniales. Una especie de icono, debido a una serie de libros que me parecía recordar de cuando era niño. La Asombrosa Amy. Amy me explicó todo aquello en tonos tranquilos y mesurados, como si yo fuera un paciente que acabase de despertar de un coma. Como si hubiera tenido que hacerlo muchas veces con anterioridad y siempre le hubiera salido mal; una admisión de riqueza recibida con excesivo entusiasmo, la revelación de una identidad secreta que no había sido creada por ella.
Amy me contó quién y qué era, y después fuimos al hogar catalogado como de interés histórico de los Elliott en la bahía de Nantucket, salimos juntos a navegar y pensé: «Soy un muchacho de Missouri, surcando las olas junto a personas que han visto mucho más que yo. Aunque empezase ahora a ver cosas, a vivir a lo grande, nunca conseguiría ponerme a la altura». Aquello no me despertó envidia. Hizo que me sintiera satisfecho. Nunca había aspirado a la fama y la riqueza. No fui educado por unos padres soñadores de esos que imaginan a su hijo convertido en futuro presidente. Fui educado por unos padres pragmáticos que se imaginaban a su hijo convertido en futuro oficinista de cualquier cosa para ganarse más o menos la vida. Para mí, bastante embriagador resultaba ya estar en compañía de los Elliott, surcando el Atlántico para regresar a una acogedoramente restaurada casa construida en 1822 por un capitán de ballenero en la que preparar y degustar platos de alimentos orgánicos y saludables cuyos nombres no sabía ni cómo pronunciar. Quinoa. Recuerdo haber pensado que la quinoa era un pescado.
De modo que nos casamos en la playa un día de verano de un azul intenso, comimos y bebimos bajo una carpa blanca que se hinchaba como una vela y, al cabo de un par de horas, me escabullí entre las sombras llevándome a Amy hacia las olas, porque todo me parecía tan irreal que creía haberme convertido en meramente un destello. La fría bruma sobre la piel me hizo volver, Amy me hizo volver, hacia el resplandor dorado de la carpa, donde los dioses se daban un festín de pura ambrosía. Todo nuestro cortejo fue así.
Boney se inclinó para ver más de cerca a Amy.
—Su esposa es muy guapa.
—Lo es, una belleza —dije, notando que me daba un vuelco el estómago.
—¿Qué aniversario es hoy?
—El quinto.
Iba pasando el peso de mi cuerpo de un pie a otro, deseando hacer algo. No quería que debatieran la hermosura de mi esposa, quería que salieran en busca de mi esposa, joder. Pero no lo dije en voz alta; a menudo no digo las cosas en voz alta, ni siquiera cuando debería. Contengo y compartimento hasta un extremo preocupante: en el sótano de mi vientre hay cientos de botellas llenas de ira, desespero, temor, pero uno nunca lo adivinaría al verme.
—El quinto, uno de los importantes. A ver si lo adivino: ¿reserva en Houston’s? —preguntó Gilpin.
Era el único restaurante elegante de todo el pueblo. «En serio, un día tenéis que ir a comer a Houston’s», había dicho mi madre cuando nos mudamos con la esperanza de que a mi esposa fuera a gustarle, pensando que era un secreto único en Carthage.
—Por supuesto, en Houston’s.
Era mi quinta mentira a la policía. Solo estaba empezando.