NICK DUNNE
Cuatro días ausente
Rand y yo estábamos sentados a las cinco de la mañana en la vacía sede de «Encontremos a Amy Dunne», bebiendo café mientras esperábamos a que la policía hablara con Lonnie. Amy nos contemplaba desde su póster, encaramada en la pared. Su foto parecía intranquila.
—Sencillamente no comprendo por qué, si estaba asustada, no te dijo nada —dijo Rand—. ¿Por qué no te lo iba a contar?
Según nuestro amigo Lonnie, Amy había ido al centro comercial para comprar una pistola justamente el día de San Valentín. Se había mostrado un poco avergonzada, un poco nerviosa: «Quizá me esté portando como una tonta, pero… de verdad creo que necesito un arma». Sobre todo, en cualquier caso, parecía asustada. Le contó a Lonnie que había alguien que la tenía muy inquieta. No dio más detalles, pero cuando Lonnie le preguntó qué tipo de pistola deseaba, Amy dijo: «Una que detenga en seco». Lonnie le pidió que regresara en un par de días y eso hizo. Él no había sido capaz de encontrar ninguna («En realidad no es lo mío, tío»), pero ahora desearía haberlo hecho. La recordaba bien; con el paso de los meses se había preguntado ocasionalmente cómo estaría aquella rubia amable de rostro temeroso que había intentado comprar una pistola el día de San Valentín.
—¿De quién tendría miedo? —preguntó Rand.
—Háblame otra vez de Desi, Rand —dije—. ¿Alguna vez lo conociste en persona?
—Vino a casa un par de veces. —Rand frunció el ceño, recordando—. Era un muchacho de buena planta, muy solícito con Amy, la trataba como a una princesa. Pero simplemente nunca me cayó bien. Incluso cuando las cosas iban bien entre ellos, amor adolescente, el primer amor de Amy… incluso entonces me caía mal. Era muy grosero conmigo, de manera inexplicable. Muy posesivo con Amy, continuamente la llevaba agarrada del brazo. Me parecía extraño, muy extraño, que no intentara ser agradable con nosotros. La mayoría de los jóvenes quieren darles una buena imagen a los padres.
—Yo quería.
—¡Y lo hiciste! —sonrió Rand—. Estabas nervioso, pero solo lo justo y necesario, fue muy entrañable. Desi nunca se mostró de otra manera más que desagradable.
—Desi vive a menos de una hora de aquí.
—Cierto. ¿Y Hilary Handy? —dijo Rand, restregándose los ojos—. No quiero ser sexista: daba mucho más miedo que Desi. Y el tal Lonnie no ha dicho que Amy tuviera miedo de un hombre.
—No, solo ha dicho que tenía miedo —dije—. Y también está Noelle Hawthorne, esa vecina nuestra que le dijo a la policía que era amiga íntima de Amy, cuando sé que no es así. Ni siquiera eran amigas. Su marido dice que ha sufrido un ataque de histeria. Que se echó a llorar mirando fotos de Amy. En aquel momento pensé que se refería a fotos bajadas de internet, pero… ¿y si fuesen fotos de verdad que le hubiera estado sacando a Amy? ¿Y si hubiera estado acosándola?
—Intentó hablar conmigo ayer, en un momento en el que estaba bastante ocupado —dijo Rand—. Me citó algunas frases de La Asombrosa Amy. De La Asombrosa Amy y la guerra por la mejor amiga, para ser exactos. «Los mejores amigos son las personas que mejor nos conocen».
—Suena igual que Hilary —dije—. Pero bien crecidita.
Nos reunimos con Boney y Gilpin poco después de las siete de la mañana en un House of Pancakes situado en un área de servicio. Era absurdo que estuviéramos haciendo su trabajo por ellos, una locura que fuésemos nosotros quienes estuviéramos hallando pistas. Si la policía local era incapaz de manejar la situación, había llegado el momento de llamar al FBI.
Una camarera rechoncha de ojos ambarinos apuntó nuestras comandas, sirvió café y, tras haberme reconocido claramente, se quedó a una distancia que le permitiese cotillear de manera disimulada hasta que Gilpin la espantó. Sin embargo, era pertinaz como un moscardón. Entre rellenar las tazas, servir los cubiertos y la llegada de nuestros platos a una velocidad endiablada, tuvimos que desarrollar toda nuestra conversación a base de rápidos y entrecortados estallidos. «Esto es inaceptable… no voy a querer más café, gracias… es increíble que… ah, sí, pan de centeno está bien…».
Antes de que hubiéramos terminado, Boney interrumpió:
—Les comprendo, es natural que quieran sentirse implicados. Pero lo que han hecho es peligroso. Tienen que dejar que seamos nosotros quienes nos ocupemos de este tipo de cosas.
—Esa es la cuestión, que no se están ocupando —dije—. Nunca habrían sabido nada sobre lo de esa pistola, si nosotros no hubiéramos ido anoche al centro comercial. ¿Qué dijo Lonnie cuando hablaron con él?
—Lo mismo que dijo usted que había dicho —respondió Gilpin—. Amy estaba asustada, quería comprar una pistola.
—No parecen demasiado impresionados con esa información —dije bruscamente—. ¿Creen que está mintiendo?
—No creemos que esté mintiendo —dijo Boney—. Alguien como Lonnie no tiene el más mínimo motivo para atraer la atención de la policía. Parecía bastante impresionado con su esposa. Muy… no sé, alterado por lo que le ha sucedido. Recuerda detalles muy específicos. Nick, nos ha dicho que aquel día llevaba un pañuelo verde. Ya sabe, no una bufanda cualquiera contra el frío, sino un pañuelo elegante, de vestir. —Hizo un movimiento de aleteo con los dedos para demostrar que en su opinión la moda era algo infantil, indigno de su atención—. Verde esmeralda. ¿Le suena de algo?
Asentí.
—Tiene uno que se pone a menudo con vaqueros azules.
—Y una insignia en la chaqueta. ¿Una A dorada en cursiva?
—Sí.
Boney se encogió de hombros: «Bien, eso lo confirma».
—¿No pensarán que pudo quedar tan impresionada con ella que… la haya raptado? —pregunté.
—Tiene coartada. Muy sólida —dijo Boney, mirándome con dureza—. A decir verdad, hemos empezado a buscar… otro tipo de motivo.
—Algo más… personal —añadió Gilpin.
Miró dubitativo sus tortitas, cubiertas con fresas y chorros de nata montada. Empezó a apartarlos con el cuchillo hacia el borde del plato.
—Más personal —dije—. ¿Significa eso que por fin van a hablar con Desi Collings o Hilary Handy? ¿O voy a tener que hacerlo yo?
De hecho, le había prometido a Marybeth que lo haría aquel mismo día.
—Claro que lo haremos —dijo Boney, adoptando el tono conciliador de una niña que le promete a su molesta madre que va a comer mejor—. Dudamos que sea una pista… pero hablaremos con ellos.
—Bien, estupendo, gracias por hacer su trabajo, más o menos —dije—. ¿Y qué hay de Noelle Hawthorne? Si buscan a alguien más cercano a casa, vive en nuestro complejo, y parece un pelín obsesionada con Amy.
—Lo sé, nos ha llamado y la tenemos en nuestra lista —asintió Gilpin—. Para hoy.
—Bien. ¿Qué más van a hacer?
—Verá, Nick, necesitaríamos que nos dedicara usted algo de tiempo, nos gustaría radiografiarle un poco más el cerebro —dice Boney—. Los cónyuges a menudo saben más de lo que ellos mismos son conscientes. Nos gustaría que piense más a fondo sobre la discusión… el altercado que su vecina, la señora… uh… Teverer, les oyó mantener a usted y a Amy la noche anterior a su desaparición.
La mano de Rand saltó crispada hacia mí.
Jan Teverer, la señora cristiana de los guisos que ya no me quería mirar a la cara.
—Quiero decir, sé que esto no es agradable de escuchar, señor Elliott, pero ¿podría haber tenido alguna relación con el hecho de que Amy se hallase bajo la influencia de alguna sustancia? —preguntó Boney con ojos inocentes—. Después de todo, a lo mejor sí que ha tenido contacto con algunos de los elementos menos respetables de la ciudad. Hay muchos otros camellos. Puede que se metiese en un lío con quien no debía y por eso quería una pistola. Tiene que haber un motivo que explique por qué quería una pistola sin que su esposo se enterase. Y Nick, nos gustaría que se esforzara más en recordar todas las cosas que hizo entre aquel momento, el momento de la discusión, a eso de las once de la noche, la última vez que alguien oyó la voz de Amy…
—Aparte de mí.
—Aparte de usted… Y las doce del día siguiente, cuando llegó a su bar. Si estuvo dando vueltas por la ciudad, si condujo hasta la playa para pasar el rato junto al muelle, alguien debe de haberle visto. Incluso alguien que solo estuviera, ya sabe, paseando al perro. Si pudiera ayudarnos, creo que sería…
—Útil —remató Gilpin, lanceando una fresa.
Ambos me observaron atentamente, con afabilidad.
—Sería de gran ayuda, Nick —repitió Gilpin, más placenteramente.
Era la primera vez que mencionaban la discusión, la primera muestra que daban de conocer su existencia, y habían escogido revelármelo delante de Rand… y habían escogido hacer como si no fuese un «Ya te tenemos».
—Claro —dije.
—¿Le importaría contarnos cuál fue el motivo? —preguntó Boney—. ¿De qué discutieron?
—¿De qué les ha contado la señora Teverer que discutimos?
—Odiaría tener que conformarme con su palabra teniéndole a usted aquí delante —dijo Boney, echándole un poco de leche a su café.
—Fue una discusión sin importancia —empecé—. Por eso no la había mencionado hasta ahora. Simplemente una típica riña de las que tienen a veces las parejas.
Rand me miró como si no tuviera ni la más remota idea de lo que estaba hablando. «¿Riñas? ¿En pareja? ¿Qué es eso?».
—Fue únicamente… sobre la cena —mentí—. Sobre lo que íbamos a cenar el día de nuestro aniversario. Verán, Amy es muy tradicional para estas cosas…
—¡La langosta! —interrumpió Rand, volviéndose hacia los policías—. Todos los años, Amy cocina una langosta para Nick.
—Exacto. Pero aquí no las venden en ningún sitio, no vivas, recién sacadas del tanque, de modo que Amy estaba frustrada. Yo había hecho la reserva en Houston’s…
—Pensaba que habías dicho que no llegaste a hacerla —dijo Rand, frunciendo el ceño.
—Bueno, sí, perdón, me estoy liando. Simplemente se me había ocurrido reservar en Houston’s. Pero debería haberme limitado a comprar una langosta por correo.
Los policías, ambos a la vez, alzaron una ceja. «Qué extravagancia».
—No sale tan caro. En cualquier caso, los dos nos pusimos muy cabezotas y fue una de esas discusiones que crecen más de lo debido. —Le di un mordisco a mis tortitas. Noté el calor que se alzaba por debajo del cuello de mi camisa—. Al cabo de una hora ya nos estábamos riendo de ello.
—Ajá —fue todo lo que dijo Boney.
—¿Y cómo va con lo de la caza del tesoro? —preguntó Gilpin.
Me levanté y dejé algo de dinero sobre la mesa, dispuesto a marcharme. No era yo quien debía jugar a la defensiva en aquella situación.
—Aún no he llegado a ninguna parte. Es difícil ponerse a pensar con todo lo que está pasando.
—De acuerdo —dijo Gilpin—. Es menos probable que la caza del tesoro sea relevante, ahora que sabemos que se sentía amenazada desde hace meses. Pero en cualquier caso téngame al tanto, ¿de acuerdo?
Salimos todos al calor arrastrando los pies. Mientras Rand y yo nos subíamos al coche, Boney gritó:
—¡Por cierto, Nick! ¿Amy sigue usando la treinta y cuatro?
La miré arrugando el entrecejo.
—¿Una talla treinta y cuatro? —repitió ella.
—Sí, eso es. Me parece —dije—. Sí. La treinta y cuatro.
Boney puso una expresión que venía a decir «Hummm» y entró en su coche.
—¿A qué crees que venía eso? —preguntó Rand.
—Con esos dos, ¿quién sabe?
Guardamos silencio durante la mayor parte del trayecto de vuelta al hotel. Mientras Rand miraba por la ventana las hileras de restaurantes de comida rápida que íbamos dejando atrás, yo iba pensando en mi mentira. En mis mentiras. Tuvimos que dar un buen rodeo para encontrar aparcamiento cerca del Days Inn. Al parecer, la Asociación de Gestores de Nóminas tenía un gran poder de convocatoria.
—¿Sabes? Neoyorquino de toda la vida y me resulta curioso comprobar lo provinciano que soy en realidad —dijo Rand, con los dedos sobre la manecilla de la puerta—. Cuando Amy habló de mudarse aquí, junto al viejo Mississippi, contigo, imaginé… verdor, tierras de cultivo, manzanos y esos enormes y viejos graneros rojos. Debo confesar que me parece todo muy feo. —Se rio—. No consigo imaginar una sola cosa bella en toda esta ciudad. Salvo mi hija.
Rand salió del coche y se dirigió rápidamente hacia el hotel. No intenté alcanzarlo. Entré en el centro de voluntarios un par de minutos después que él y me senté frente a una mesa apartada, en la parte trasera de la sala. Necesitaba completar la caza del tesoro antes de que las pistas desaparecieran, adivinar hasta dónde me había querido conducir Amy. Haría un turno de un par de horas en el centro y después me encargaría de la tercera pista. Mientras tanto, me puse a marcar.
—Sí —dijo una voz impaciente.
Un bebé lloraba en segundo término. Pude oír que la mujer se quitaba el pelo de delante de la cara con un resoplido.
—Hola, ¿hablo con… hablo con Hilary Handy?
Colgó. Volví a llamar.
—¿Diga?
—Hola. Creo que se ha cortado.
—¿Quiere hacer el favor de poner este número en su lista de «No acepta llamadas»?
—Hilary, no pretendo venderle nada. Le llamo respecto a Amy Dunne… Amy Elliott.
Silencio. El bebé volvió a graznar, un maullido que oscilaba peligrosamente entre risa y berrinche.
—¿Qué pasa con ella?
—No sé si lo habrá visto en la tele, pero ha desaparecido. Desapareció el cinco de julio en circunstancias potencialmente violentas.
—Oh. Lo siento.
—Soy Nick Dunne, su esposo. He estado llamando a antiguos amigos y conocidos de Amy.
—Ah, ¿sí?
—Me preguntaba si habría tenido usted algún contacto con ella. Recientemente.
Hilary respiró sobre el auricular, tres profundas inhalaciones.
—¿Tiene algo que ver esta llamada con… con toda aquella mierda del instituto?
Más lejos, por detrás, la voz mimosa de un niño gritó:
—Maaa-mááá, te necesiii-tooo…
—¡Un minuto, Jack! —gritó ella separándose del auricular. Después volvió a dirigirse a mí con voz airada—. ¿Es eso? ¿Es por eso por lo que me llama? Porque aquello sucedió hace veinte condenados años. Más.
—Lo sé. Lo sé. Mire, tenía que preguntárselo. Sería un estúpido si no lo hubiera hecho.
—Por el amor de Dios. Tengo tres hijos. No he vuelto a hablar con Amy desde que íbamos al instituto. Aprendí la lección. Si alguna vez la viese en la calle, saldría corriendo en la dirección opuesta. —El bebé aulló—. Tengo que colgar.
—Seré muy breve, Hilary…
Hilary colgó y de inmediato mi móvil desechable empezó a vibrar. Lo ignoré. Tenía que buscar un escondite para aquel maldito trasto.
Pude notar una presencia cercana, una presencia femenina, pero no alcé la mirada, con la esperanza de que se marchase.
—Todavía no es ni mediodía y ya tienes aspecto de haberte pasado todo el día trabajando, pobrecillo.
Shawna Kelly. Se había recogido el pelo en una alta coleta de adolescente. Me apuntó con un mohín comprensivo de sus relucientes labios.
—¿Estás listo para probar mi pastel de Fritos?
Entre las manos llevaba una cazuela que sostenía justo por debajo de sus senos; el film transparente estaba moteado con gotas de condensación. Pronunció la frase como si fuese la protagonista de un vídeo de glam metal de los ochenta: ¿Quieres probar mi pastel?
—Acabo de desayunar. Pero gracias. Eres muy amable.
En vez de marcharse, Shawna se sentó. Bajo una corta falda de color turquesa, sus piernas lanzaban reflejos de tan hidratadas como las tenía. Me golpeó con la punta de unas inmaculadas Tretorn.
—¿Duermes lo suficiente, cielo?
—Voy tirando.
—Tienes que dormir, Nick. Agotado no le servirás de nada a nadie.
—Es posible que me marche en un rato, a ver si puedo echarme un par de horas.
—Creo que deberías hacerlo. En serio que sí.
Experimenté una gratitud intensa y repentina hacia Shawna. Era mi condición de hijo de mamá, haciéndose notar. Peligro. «Corta por lo sano, Nick».
Esperé a que se marchase. Tenía que marcharse. La gente estaba empezando a observarnos.
—Si quieres, puedo llevarte en mi coche a casa ahora mismo —dijo Shawna—. Puede que una siesta sea precisamente lo que necesitas.
Alargó la mano para tocarme la rodilla y me enfureció que no se diese cuenta de que tenía que marcharse. «Deja la cazuela, puta groupie sobona, y lárgate». Ahora era la condición de hijo de mi padre la que se hacía notar. Igual de peligrosa.
—¿Qué tal si le echas una mano a Marybeth? —dije bruscamente, señalando hacia mi suegra, que estaba junto a la fotocopiadora sacando incontables copias de la foto de Amy.
—De acuerdo —dijo Shawna, pero siguió sin moverse, de modo que pasé a ignorarla por completo—. Te dejo trabajar, entonces. Espero que te guste el pastel.
Me di cuenta de que el rechazo le había escocido, porque evitó todo contacto visual al marcharse, simplemente se dio media vuelta y se alejó toda digna. Me sentí mal, me planteé si debería disculparme, ser amable. «No vayas detrás de esa mujer», me ordené a mí mismo.
—¿Alguna novedad? —dijo Noelle Hawthorne, ocupando el espacio que acababa de dejar libre Shawna.
Era más joven que ella, pero parecía mayor: un cuerpo rechoncho con dos montes separados y ariscos por pechos. El ceño fruncido.
—Por ahora no.
—Desde luego, pareces llevarlo bastante bien.
Giré bruscamente la cabeza hacia ella, inseguro de qué decir.
—¿Sabes siquiera quién soy? —preguntó.
—Por supuesto. Eres Noelle Hawthorne.
—Soy la mejor amiga que tiene aquí Amy.
Debía recordárselo a la policía: con Noelle solo había dos opciones. O bien era una mentirosa adicta a la fama —ansiaba el papel de amiga de la mujer desaparecida— o estaba loca. Una acosadora empeñada en hacer buenas migas con Amy, pero cuando Amy le había dado la espalda…
—¿Tienes alguna información sobre Amy, Noelle? —pregunté.
—Por supuesto que sí, Nick. Era mi mejor amiga.
Nos miramos mutuamente en silencio un par de segundos.
—¿Vas a compartirla? —pregunté.
—La policía sabe dónde encontrarme. Si alguna vez se deciden a venir.
—Una contribución superútil, Noelle. Me aseguraré de que hablen contigo.
Sus mejillas enrojecieron violentamente, mostrando dos manchas expresionistas de color.
Noelle se marchó. A la cabeza me vino un pensamiento poco amable, uno de esos que burbujean por mi mente sin que sea capaz de controlarlos. Pensé: «Las mujeres están locas de atar». Ningún cuantificador. No algunas mujeres, ni muchas mujeres. Las mujeres están locas.
Tan pronto como hubo oscurecido por completo, conduje hasta la casa vacía de mi padre, con la pista de Amy sobre el asiento, a mi lado.
Quizá te sientas culpable por haberme traído hasta aquí.
Debo confesar que en un principio no me sentí muy feliz,
pero tampoco es que tuviéramos muchas elecciones.
Venir a este lugar fue la mejor de las opciones.
Hasta esta casita marrón trajimos nuestro amor.
¡Sé un esposo benéfico, comparte conmigo tu ardor!
Aquella era más críptica que las anteriores, pero estaba convencido de haberla interpretado correctamente. Amy estaba dándose por vencida con Carthage, perdonándome al fin por habernos reasentado allí. «Quizá te sientas culpable por haberme traído hasta aquí… [pero] fue la mejor de las opciones». La casita marrón era la casa de mi padre, que en realidad es azul, pero Amy estaba compartiendo otra broma privada. Nuestras bromas privadas eran lo que más me había gustado siempre; me hacían sentir más ligado a Amy que cualquier número de confesiones, polvos apasionados o charlas hasta el amanecer. La historia de la «casita marrón» estaba relacionada con mi padre y ella era la única persona a la que se la había contado en mi vida. Tras el divorcio, veía tan poco a mi padre que decidí convertirlo en el protagonista de una novela. No era mi padre auténtico —que me habría querido y habría pasado más tiempo conmigo— sino un personaje benevolente y de cierta relevancia llamado Mr. Brown que siempre estaba ocupado llevando a cabo importantes trabajos para el gobierno y que (muy) ocasionalmente me utilizaba como tapadera para poder moverse con mayor facilidad por la ciudad. A Amy se le inundaron los ojos de lágrimas cuando le conté aquello, lo cual no había sido ni mucho menos mi intención; para mí era más bien una historia en plan «Mira tú qué cosas se les ocurren a los niños». Amy dijo que me amaba tanto como para desquitarme por diez padres de mierda y que ahora nosotros éramos los Dunne, ella y yo: mi familia. Y después me susurró a la oreja: «Tengo un encarguito para el que podrías ser la persona indicada…».
En cuanto a lo de ser benéfico, se trataba de otra reconciliación. Después de que mi padre se hubiese perdido del todo en el Alzheimer, decidimos poner su casa en venta y Amy y yo fuimos juntos un día a llenar cajas con donaciones para la beneficencia. Amy, por supuesto, acometió la tarea como un derviche —empacar, guardar, tirar—, mientras que yo iba filtrando los objetos de mi padre a ritmo glacial. Para mí, todo eran posibles pistas. Una taza con manchas de café más marcadas que las del resto. Debía de ser su favorita. ¿Fue un regalo? ¿De quién? ¿O la compraría él mismo? En mi cabeza, mi padre era alguien que habría considerado castrador el propio hecho de salir de compras. Sin embargo, la inspección de su armario reveló cinco pares de zapatos, nuevos y brillantes, todavía en sus cajas. ¿Los había comprado él, pintando un Bill Dunne distinto, más sociable que el que se iba desmadejando lentamente a solas? ¿O quizás acudió al Shoe-Be-Doo-Be para reclamar la ayuda de mi madre, uno más en una larga lista de favores a los que ella no daba importancia? Por supuesto, no compartí ninguna de aquellas reflexiones con Amy, así que estoy seguro de que di la impresión de estar escurriendo el bulto, como suelo hacer a menudo.
—Toma. Una caja. Para la beneficencia —dijo Amy tras sorprenderme sentado en el suelo, apoyado contra una pared, observando un zapato—. Mete esos zapatos en la caja. ¿De acuerdo?
Me sentí abochornado, di una respuesta cortante, ella una réplica hiriente y… lo de siempre.
En honor a la verdad, debería decir que Amy me había preguntado en dos ocasiones si me apetecía hablar, si estaba seguro de querer hacer aquello. A veces dejo fuera detalles como ese. Resulta más conveniente para mí. Lo que realmente quería era que me leyese la mente para no tener que rebajarme al femenino arte de la enunciación. En ocasiones era tan dado a jugar al «descíframe» como Amy. Es otro detalle que también había dejado fuera hasta ahora.
Soy un gran fan de la mentira por omisión.
Aparqué frente a la casa de mi padre poco después de las diez de la noche. Era una casita pequeña y ordenada, ideal para fijar una primera residencia (o la última). Dos dormitorios, dos cuartos de baño, comedor, una cocina anticuada pero decente. Un oxidado cartel de SE VENDE en el jardín delantero. Un año sin que nadie hubiese mostrado interés.
Me sumergí en la cargada atmósfera de la casa y una bofetada de calor salió a mi encuentro. El económico sistema antirrobos que habíamos instalado tras tres allanamientos comenzó a pitar, como una bomba de relojería en cuenta atrás. Introduje la clave, aquella que volvía loca a Amy porque iba en contra de todas las reglas de las claves de seguridad. Era mi cumpleaños: 81577.
«Clave rechazada». Volví a intentarlo. «Clave rechazada». Una gota de sudor me rodó por la espalda. Amy siempre había amenazado con cambiar la clave. Decía que no tenía sentido utilizar una tan fácil de adivinar, pero yo conocía el verdadero motivo: le molestaba que fuese mi cumpleaños y no nuestro aniversario. Una vez más, había escogido «mi» antes que «nuestro». La tierna añoranza que había empezado a sentir por Amy se esfumó de inmediato. Clavé el dedo nuevamente sobre los números, sintiendo un pánico creciente al ver que la alarma seguía pitando, pitando, pitando la cuenta atrás… hasta que dio paso a la sirena contra intrusos.
¡Uuuh, uuuh, uuuh!
Se suponía que mi móvil debía sonar para comprobar si se trataba de una falsa alarma: «Solo soy yo, el idiota». Pero no sonó. Estuve todo un minuto esperando mientras la alarma hacía que me acordase de los submarinos de las películas en el momento de ser torpedeados. A mi alrededor bullía el calor enlatado propio de una casa cerrada a cal y canto en pleno julio. Tenía la espalda de la camisa empapada. «Maldita sea, Amy». Escudriñé la caja central de la alarma en busca del número de teléfono de la empresa, pero no encontré nada. Acerqué una silla y empecé a darle tirones al cajetín; lo había arrancado de la pared y lo tenía colgando de los cables cuando mi teléfono sonó al fin. Una voz mandona al otro extremo de la línea exigió saber el nombre de la primera mascota de Amy.
¡Uuuh, uuuh, uuuh!
Era precisamente el tono equivocado —pagado de sí mismo, petulante, completamente despreocupado— y precisamente la pregunta equivocada, porque no sabía la respuesta, lo cual me enfureció. Al margen de cuántas pistas resolviera, siempre aparecía un nuevo acertijo de Amy para ningunearme.
—Mire, le habla Nick Dunne, estoy en casa de mi padre y la alarma la contraté yo —dije bruscamente—, así que ¿a quién coño le importa cómo se llamaba la primera mascota de mi esposa?
¡Uuuh, uuuh, uuuh!
—Haga el favor de no usar ese tono conmigo, caballero.
—Mire, solo he venido a coger una cosa en casa de mi padre y ya me iba, ¿de acuerdo?
—Tengo que notificárselo a la policía de inmediato.
—¿Quiere al menos apagar la alarma para que pueda pensar?
¡Uuuh, uuuh, uuuh!
—La alarma está apagada.
—La alarma no está apagada.
—Caballero, ya se lo he advertido una vez, no use ese tono conmigo.
«Hija de puta».
—¿Sabe qué? A tomar por culo, a tomar por culo, a tomar por culo.
Colgué justo en el momento en el que me vino a la cabeza el nombre del gato de Amy, el primero de todos: Stuart.
Devolví la llamada, me atendió una operadora distinta —una razonable— que desactivó la alarma y, Dios la bendiga, anuló el aviso a la policía. Realmente no estaba de humor para dar explicaciones.
Me senté sobre la fina y barata moqueta y me obligué a respirar, escuchando el triquitraque de mi corazón. Al cabo de un minuto, cuando mis hombros se hubieron destensado y mi mandíbula relajado, cuando mis puños se abrieron y mi corazón regresó a la normalidad, me puse en pie y por un momento me planteé marcharme de sopetón, como si aquello fuera a servir para darle una lección a Amy. Pero al levantarme vi un sobre azul en la encimera de la cocina, como una nota de abandono.
Respiré hondo, exhalé —nueva actitud— y abrí el sobre, sacando la carta marcada con un corazón.
Hola, cariño:
De modo que ambos tenemos aspectos en los que nos gustaría mejorar. En mi caso, sería mi perfeccionismo, mi ocasional (¿o eso me gustaría?) santurronería. ¿En el tuyo? Sé que te preocupa ser a veces demasiado distante, demasiado contenido, incapaz de mostrarte tierno o cariñoso. Bueno, pues quiero decirte —aquí, en casa de tu padre— que eso no es cierto. No eres tu padre. Has de saber que eres un buen hombre, un hombre tierno, amable. Te he castigado por no ser en ocasiones capaz de leerme la mente, por no ser capaz de comportarte exactamente como yo querría exactamente en el momento indicado. Te he castigado por ser un hombre de verdad, de carne y hueso. Te he ordenado por dónde ir en vez de confiar en que serías capaz de encontrar el camino. No te he otorgado el beneficio de la duda: que al margen de cuánto podamos meter la pata, siempre me amarás y querrás que sea feliz. Y eso debería ser suficiente para cualquier chica, ¿verdad? Me preocupa haber dicho cosas sobre ti que no son ciertas y que puedas haber acabado creyéndolas. De modo que estoy aquí para decirte ahora, en este momento: Eres CARIÑOSO. Eres mi sol.
Si Amy estuviese allí conmigo, tal como había planeado, habría enterrado el rostro en mi cuello como solía hacer y me habría besado, y habría sonreído y habría dicho: «Verdaderamente lo eres, ¿sabes? Mi sol». Se me obstruyó la garganta, eché un último vistazo a la casa de mi padre y me marché, cerrándole la puerta al calor. En el coche, abrí torpemente el sobre que anunciaba CUARTA PISTA. Teníamos que estar llegando al final.
Imagíname: soy una chica mala y depravada.
Necesito un castigo, me merezco ser azotada
donde los regalos del quinto aniversario se han de guardar.
¡Perdona si esto se empieza a complicar!
Qué buen rato el compartido allí a mediodía,
después a tomar un cóctel, qué bien, qué alegría.
Así que ve corriendo ahora mismo con presteza
y al abrir la puerta encontrarás tu gran sorpresa.
Se me encogió el corazón. No entendía aquella pista. La releí. Era incapaz incluso de hacer una simple suposición. Amy había dejado de ponérmelo fácil. Finalmente no iba a ser capaz de completar la caza del tesoro.
Sentí una oleada de angustia. Vaya un día de mierda. Boney estaba decidida a pescarme, Noelle estaba loca, Shawna estaba cabreada, Hilary resentida, la mujer de la empresa de seguridad era una zorra y mi esposa me había dejado perplejo. Había llegado el momento de acabar con aquel condenado día. Solo había una mujer cuya presencia me veía capaz de soportar en aquel momento.
Go me echó un vistazo —nervioso, callado y agotado por culpa del calor padecido en casa de mi padre— y me obligó a recostarme en el sofá, anunciando que se encargaría de preparar una cena tardía. Cinco minutos más tarde, regresaba con cautela, haciendo equilibrios con la comida sobre una vieja bandeja. El plato tradicional de los Dunne: sándwich de queso, patatas fritas sabor barbacoa y un vaso de plástico lleno de…
—No es Kool-Aid —dijo Go—. Es cerveza. Kool-Aid habría sido demasiado regresivo.
—Muy maternal e insólito por tu parte, Go.
—Mañana cocinas tú.
—Espero que te guste la sopa de lata.
Go se sentó a mi lado en el sofá, me robó una patata del plato y dijo con exagerada despreocupación:
—¿Alguna idea de por qué la policía querría preguntarme si Amy sigue usando la talla treinta y cuatro?
—Jesús, están emperrados con ese puto detalle —dije yo.
—¿No te acojona? ¿Crees que habrán encontrado su ropa o algo así?
—Me habrían pedido que la identificara. ¿No?
Go se lo pensó un segundo, con cara de concentración.
—Tiene sentido —dijo. Siguió poniendo cara de concentrada hasta que se dio cuenta de que la estaba mirando, después sonrió—. He grabado el partido, ¿te apetece verlo? ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Me sentía espantosamente mal, el estómago pesado, la psique agrietada. Quizá fuese debido a la pista que no había conseguido desentrañar, pero de repente me sentía como si hubiera pasado algo por alto. Como si hubiera cometido un error tremendo; un error que acabaría resultando desastroso. A lo mejor era mi conciencia, que salía arañando a la superficie desde su calabozo secreto.
Go puso el partido y durante los siguientes diez minutos fue lo único que comentó, y solo entre sorbos de cerveza. A Go no le gustan los sándwiches de queso, así que untaba galletas de soda en mantequilla de cacahuete metiéndolas directamente en el bote. Cuando llegó el corte publicitario, apretó la pausa y dijo:
—Si tuviera polla, me follaría esta mantequilla de cacahuete —a la vez que me escupía deliberadamente miguitas de galleta.
—Creo que si tuvieras polla, sucederían todo tipo de cosas malas.
Go aceleró la imagen para pasar una entrada aburridísima. Los Cardinals perdían por cinco. Cuando llegó el momento del siguiente corte publicitario, Go pulsó la pausa y dijo:
—Hoy he llamado para cambiar el plan de mi móvil y mientras me tenían en espera me han puesto una canción de Lionel Ritchie. ¿Alguna vez escuchas a Lionel Ritchie? A mí me gusta «Penny Lover», pero esta no era «Penny Lover». El caso es que me ha atendido una mujer que me ha dicho que todas las teleoperadoras trabajan en una sede central que tienen en Baton Rouge, lo cual me ha parecido extraño, porque no tenía nada de acento, pero me ha dicho que se crio en Nueva Orleans (¿cómo se dice cuando alguien es oriundo de Nueva Orleans, nuevo orleansino?) y lo cierto es que, aunque no todo el mundo lo sepa, allí apenas tienen acento. Y me ha dicho que mi plan, que es el plan A…
Go y yo teníamos un juego inspirado en mi madre, que tenía la costumbre de contar anécdotas tan exageradamente inanes e interminables que Go estaba convencida de que, en el fondo, se estaba choteando de nosotros. Desde hacía ya diez años, cada vez que dábamos con un bache en la conversación, o bien Go o bien yo nos lanzábamos a contar alguna anécdota acerca de la reparación de un electrodoméstico o los intríngulis de un cartón de cupones. Pero Go tenía más aguante que yo. Era capaz de prolongar sus historias, sin titubeos, eternamente. Se alargaban tanto que acababan resultando irritantes de verdad para después volver a ser hilarantes.
En aquel momento estaba relatando un incidente con la luz de su nevera y no mostraba indicios de flaquear. Sintiéndome repentinamente colmado por una densa gratitud, me incliné sobre el sofá y le di un beso en la mejilla.
—¿A qué viene eso?
—Solo… gracias.
Noté que se me humedecían los ojos. Aparté la mirada un momento para quitarme las lágrimas parpadeando y Go dijo:
—Así pues, necesitaba una pila triple A que, según resulta, es diferente a las pilas de un transistor, por lo que tuve que buscar el recibo para poder devolver la pila del transistor…
Terminamos de ver el partido. Los Cardinals perdieron. Cuando terminó, Go le quitó el volumen al televisor.
—¿Quieres hablar o quieres más distracciones? Lo que necesites.
—Vete a la cama, Go. Zapearé un rato. Probablemente me duerma. Necesito dormir.
—¿Quieres un Ambien?
Mi melliza era una firme creyente en los métodos más sencillos. Nada de cintas de relajación ni cantos de ballena para ella; una pastilla y a dormir a pierna suelta.
—No.
—En caso de que cambies de idea, están en el botiquín. Si alguna vez hubo un momento adecuado para el sueño inducido…
Go se cernió sobre mí durante únicamente un par de segundos y después, muy propio de ella, se alejó trotando por el pasillo, evidentemente nada adormilada, y se encerró en su cuarto, sabiendo que lo más amable que podía hacer por mí era dejarme solo.
Un montón de gente carece de ese don: el de saber cuándo desaparecer de la puta vista. A la gente le encanta hablar y yo nunca he sido muy hablador. Mantengo un monólogo interno, pero las palabras a menudo no llegan a mis labios. Puede que piense: «Hoy está muy guapa», pero por algún motivo no se me ocurre decirlo en voz alta. Mi madre hablaba, mi hermana hablaba; yo había sido educado para escuchar. Así pues, poder quedarme sentado en el sofá completamente a solas, sin tener que hablar con nadie, era como un placer decadente. Hojeé una de las revistas de Go y anduve zapeando un rato hasta optar finalmente por un viejo episodio en blanco y negro en el que hombres con sombrero de fieltro tomaban notas mientras una atractiva ama de casa explicaba que su esposo estaba de viaje de negocios en Fresno, lo cual provocó que ambos policías se mirasen el uno al otro asintiendo. Me acordé de Gilpin y Boney y mi estómago dio un vuelco.
Desde mi bolsillo, el móvil desechable profirió un sonido como de máquina tragaperras para avisarme de que tenía un mensaje de texto:
estoy fuera abre la puerta