NICK DUNNE

Cinco días ausente

Me apoyé contra la puerta, observando a mi hermana. Todavía podía oler a Andie y deseé haber tenido un momento para mí solo al menos un segundo, pues ahora que se había marchado podía disfrutar de ella como concepto. Andie siempre sabía a dulce de mantequilla y olía a lavanda. Champú de lavanda, loción de lavanda. «La lavanda da suerte», me explicó un día. Yo la iba a necesitar.

—¿Cuántos años tiene? —estaba preguntando Go, con las manos en las caderas.

—¿Por ahí es por donde quieres empezar?

—¿Cuántos años tiene, Nick?

—Veintitrés.

—Veintitrés. Maravilloso.

—Go, no…

—Nick. ¿Es que no te das cuenta de lo jodido que estás? ¿Puedes ser más tonto?

Go era capaz de conseguir que una palabra infantil como «tonto» me golpeara con tanta fuerza como si volviese a tener diez años.

—No es una situación ideal —concedí, en voz baja.

—¡Una situación ideal! Estás… estás poniéndole los cuernos a Amy, Nick. O sea, ¿qué ha pasado contigo? Siempre fuiste un tío legal. ¿O es que yo he sido una idiota todo este tiempo?

—No.

Me quedé mirando al suelo, el mismo lugar al que miraba de niño cada vez que mi madre me hacía sentarme en el sofá para reprocharme que no hubiera estado a la altura de cuales fueran las circunstancias.

—¿Ahora? Eres un hombre que engaña a su esposa y eso es algo que nunca podrás deshacer —dijo Go—. Dios, ni siquiera papá hizo eso. Eres tan… O sea, tu esposa ha desaparecido, Amy estará quién sabe dónde y tú mientras tanto aquí pasando el rato con una pequeña…

—Go, me hace gracia esta inversión de papeles en la que ahora eres una defensora de Amy. Vamos a ver, nunca te ha caído bien, ni siquiera al principio, y desde que sucedió esto es como…

—Como si sintiera simpatía por tu esposa desaparecida, sí, Nick, estoy preocupada. Claro que lo estoy. ¿Recuerdas cuando antes te he dicho que te estabas portando de manera rara? Pues es cierto. Lo que estás haciendo es una locura.

Go recorrió la habitación, mordisqueándose la uña del pulgar.

—La policía se enterará y entonces ya verás —dijo—. Estoy muy acojonada, Nick. Es la primera vez que estoy verdaderamente asustada por ti. No puedo creer que no lo hayan averiguado todavía. Deben de haber solicitado tus registros telefónicos.

—Utilicé un desechable.

Go hizo una pausa al oír aquello.

—Eso es incluso peor. Eso es… premeditación.

—Unos cuernos premeditados, Go. Sí, soy culpable de eso.

Go sucumbió por un instante, cayendo al sofá bajo el peso de la nueva realidad que se acababa de imponer sobre ella. A decir verdad, me alivió que Go lo supiera.

—¿Cuánto hace? —preguntó.

Me obligué a levantar los ojos del suelo y a mirarla a la cara:

—Poco más de un año.

—¿Más de un año? Y nunca me lo habías contado.

—Me daba miedo que me dijeras que lo dejase. Que pensaras mal de mí y tuviera que dejarlo. Y no quería dejarlo. Las cosas con Amy…

—Más de un año —dijo Go—. Y ni siquiera lo sospeché en ningún momento. Ocho mil conversaciones de borrachos y en ningún momento confiaste en mí lo suficiente como para decírmelo. No sabía que fueses capaz de algo así, de mantenerme al margen de esa manera tan total.

—Es la única cosa que te he ocultado.

Go se encogió de hombros: «¿Cómo voy a creerte ahora?».

—¿La quieres? —dijo, adoptando un tono ligeramente humorístico para demostrar lo improbable que era.

—Sí. Creo que sí la quiero. La quería. La quiero.

—Eres consciente de que si de verdad salieras con ella, la vieras regularmente, vivieras con ella, acabaría encontrándote algún defecto, ¿verdad? Que descubriría detalles tuyos que la volverían loca. Que te plantearía exigencias que no te gustarían. ¿Que se enfadaría contigo?

—No tengo diez años, Go. Sé cómo funcionan las relaciones.

Go volvió a encogerse de hombros: «¿En serio?».

—Necesitamos un abogado —dijo—. Un buen abogado con talento para las relaciones públicas, porque las cadenas, varios programas de televisión por cable, ya han comenzado a husmear. Tenemos que asegurarnos de que los medios no te convierten en el malvado esposo donjuán, porque si eso sucede, creo que podemos despedirnos.

—Go, ¿no te parece que estás siendo un pelín demasiado drástica?

En realidad estaba de acuerdo con ella, pero no soportaba oír aquellas palabras pronunciadas en voz alta, en boca de Go. Tenía que desacreditarlas.

—Nick, la situación ha pasado a ser un pelín demasiado drástica. Voy a hacer algunas llamadas.

—Lo que tú quieras, si así te sientes mejor.

Go me clavó dos dedos en el esternón con dureza.

—Ni se te ocurra hacerte el puto interesante conmigo, Lance. «Oh, las chicas, siempre exagerando». No me vengas con chorradas. Estás metido en un buen aprieto, amigo mío. Sácate la cabeza del culo y empieza a ayudarme a solucionar esto.

Sentí el golpe quemándome la piel por debajo de la camisa, mientras Go se alejaba de mí y, gracias a Dios, volvía a su cuarto. Me senté en su sofá, entumecido. Después me tumbé al mismo tiempo que me prometía que me iba a levantar.

Soñé con Amy: iba arrastrándose a gatas por el suelo de nuestra cocina, intentando alcanzar la puerta trasera, pero la sangre la cegaba y se movía lentamente, demasiado lentamente. Su bella cabeza parecía extrañamente deformada, hundida por el costado derecho. La sangre le goteaba por un largo mechón de pelo y estaba gimiendo mi nombre.

Me desperté y supe que había llegado el momento de volver a casa. Necesitaba ver el lugar —la escena del crimen—, necesitaba afrontarlo.

Nadie había salido al calor. Nuestro vecindario estaba igual de vacío y solitario que el día de la desaparición de Amy. Entré por la puerta principal y me obligué a respirar. Era raro que una casa tan nueva pudiera percibirse encantada, y no a la manera romántica de una novela victoriana, sino simplemente echada a perder del modo más espantoso y desagradable. Una casa con historia, y eso que solo tenía tres años. Los técnicos del laboratorio la habían recorrido de arriba abajo; las superficies estaban manchadas, pegajosas y llenas de borrones. Me senté en el sofá y olía a persona en vez de a mueble, el aroma de un extraño con loción fuerte para después del afeitado. Abrí las ventanas, a pesar del calor, para que entrara algo de aire. Bleecker bajó trotando las escaleras y ronroneó mientras lo levantaba y lo acariciaba. Alguien, algún policía, le había llenado el comedero. Un bonito gesto, tras haber desmantelado mi casa. Dejé con cuidado al gato sobre el primer escalón, después subí al dormitorio, desabotonándome la camisa. Me eché de través sobre la cama y puse el rostro sobre la almohada, la misma funda de color azul marino que había estado viendo la mañana de nuestro aniversario, «La mañana de».

Sonó mi teléfono. Go. Descolgué.

Ellen Abbott va a emitir un programa especial a mediodía. Sobre Amy. Sobre ti. No… no tiene buena pinta. ¿Quieres que me pase por allí?

—No, puedo verlo solo, gracias.

Los dos guardamos silencio. Esperando a que el otro se disculpara.

—Vale, ya hablaremos después —dijo Go.

En directo con Ellen Abbott era un programa de televisión por cable especializado en mujeres desaparecidas y asesinadas, y estaba presentado por la siempre furiosa Ellen Abbott, una antigua fiscal y defensora de los derechos de las víctimas. El programa comenzó con Ellen, perfectamente peinada y maquillada, mirando agresivamente a cámara.

—Hoy les vamos a hablar de un caso de escándalo: una joven hermosa, la inspiración tras La Asombrosa Amy, la célebre serie de libros. Desaparecida. Su casa destrozada. El marido es Lance Nicholas Dunne, un escritor en paro. Actualmente propietario de un bar que compró con el dinero de su mujer. ¿Quieren saber lo preocupado que está? Estas fotos fueron tomadas después de que su esposa, Amy Elliott Dunne, hubiera desaparecido el cinco de julio, el día de su quinto aniversario.

Corte a una foto mía durante la rueda de prensa: la sonrisa de cretino. Otra imagen mía, sonriente y saludando con la mano como la ganadora de un concurso de belleza mientras salía de mi coche (le estaba devolviendo el saludo a Marybeth; sonriente porque siempre sonrío cuando saludo).

A continuación apareció la foto tomada con móvil en la que salía junto a Shawna Kelly, la repostera de los Fritos. Los dos juntos, mejilla con mejilla, sonrisas profidén. Después, la Shawna real apareció en pantalla, bronceada, escultural y torva mientras Ellen se la presentaba a toda Norteamérica. Noté una erupción de alfilerazos de sudor por todo el cuerpo.

ELLEN: Bien, Lance Nicholas Dunne. ¿Puedes describirnos su comportamiento, Shawna? Le conociste mientras todo el pueblo andaba buscando a su esposa desaparecida y Lance Nicholas Dunne se mostró… ¿cómo?

SHAWNA: Muy tranquilo, muy afable.

ELLEN: Perdona, perdona. ¿Se mostró afable y tranquilo? Su esposa ha desaparecido, Shawna. ¿Qué clase de hombre se muestra afable y tranquilo?

La grotesca foto apareció de nuevo en pantalla. De algún modo, parecíamos más alegres aún.

SHAWNA: Lo cierto es que incluso coqueteó un poco…

«Deberías haber sido más amable con ella, Nick. Deberías haberte comido el puto pastel».

ELLEN: ¿Coqueteó? Mientras su esposa está Dios sabrá dónde, Lance Dunne se dedica a… Discúlpame, Shawna, pero esta foto es simplemente… no se me ocurre una palabra mejor que desagradable. Ese no es el aspecto de un hombre inocente

El resto del reportaje consistió básicamente en Ellen Abbott, azuzadora profesional, obsesionada con mi falta de coartada:

—¿Por qué no tiene Lance Nicholas Dunne una coartada antes del mediodía? ¿Dónde estuvo aquella mañana? —dijo arrastrando las palabras con su acento de sheriff de Texas.

Su panel de expertos se mostró de acuerdo en que resultaba muy sospechoso.

Telefoneé a Go, que dijo:

—Bueno, has conseguido pasar casi una semana entera antes de que se te echaran encima.

Y maldijimos durante un rato. «Jodida Shawna puta loca asquerosa».

—Hoy necesitas hacer algo realmente útil, muéstrate activo —recomendó Go—. Ahora la gente te estará observando.

—No podría quedarme sentado aunque quisiera.

Conduje hasta Saint Louis medio enfurecido, repitiendo el programa en mi cabeza, respondiendo a todas las preguntas de Ellen, haciéndola callar. «Hoy, Ellen Abbott, maldita hija de puta, he rastreado a uno de los acosadores de Amy. Desi Collings. Lo he localizado y he ido tras él para obtener la verdad». Yo, el heroico marido. Si hubiera tenido una música grandilocuente, la hubiera puesto. Yo, el tipo majo de clase trabajadora, enfrentado al malcriado niño rico. Los medios tendrían que morder ese anzuelo: los acosadores obsesivos son más interesantes que un asesino vulgar y corriente. Los Elliott, al menos, lo apreciarían. Marqué el número de Marybeth, pero me saltó el contestador. Sigamos adelante.

Mientras recorría su barrio, tuve que cambiar la imagen que tenía de Desi de acomodado a extremada y asquerosamente rico. El tipo vivía en una mansión en Ladue que probablemente debía de costar cinco millones como poco. Ladrillos encalados, persianas barnizadas de negro, luz de gas y hiedra. Me había vestido para el encuentro con un traje decente y corbata, pero mientras llamaba al timbre me di cuenta de que, en aquel vecindario, daba más lástima con un traje de cuatrocientos dólares que si hubiera aparecido en vaqueros. Oí los pasos de unos zapatos de vestir recorriendo la casa desde la parte trasera hasta la entrada, después la puerta se abrió con un sonido de succión, como una nevera. Me golpeó una oleada de aire frío.

Desi tenía el aspecto que yo siempre había querido tener: el de un tipo muy atractivo y muy decente. Debía de ser algo en la mirada. O en la mandíbula. Tenía unos ojos profundos y almendrados —ojos de osito de peluche— y hoyuelos en ambas mejillas. Si alguien nos viese a los dos juntos, supondría inmediatamente que el bueno era él.

—Oh —dijo Desi, estudiando mi cara—. Usted es Nick. Nick Dunne. Dios mío, siento mucho lo de Amy. Entre, entre.

Me condujo hasta una severa sala de estar. La masculinidad vista a través de los ojos de un decorador: mucho cuero oscuro e incómodo. Desi me señaló una butaca de respaldo particularmente rígido; intenté ponerme cómodo, tal como me había dicho, pero descubrí que la única postura que permitía la butaca era la de un estudiante castigado: «Presta atención y siéntate con la espalda recta».

Desi no preguntó qué hacía en su sala de estar. Ni explicó por qué me había reconocido de inmediato. Aunque las segundas miradas y los cuchicheos habían comenzado a ser más habituales.

—¿Le apetece beber algo? —preguntó Desi, juntando ambas manos: los negocios son lo primero.

—Estoy bien.

Se sentó delante de mí. Iba vestido con impecables tonos azul marino y crema; incluso los cordones de sus zapatos parecían planchados. Encima lo llevaba todo con elegancia. No era el petimetre desdeñoso que había esperado. Desi parecía la definición misma de caballero: un tipo capaz de citar a un gran poeta, pedir un whisky raro y comprarle a una mujer la pieza adecuada de joyería clásica. Parecía, de hecho, un hombre capaz de saber de manera inherente lo que deseaban las mujeres. Frente a él, noté que mi traje se arrugaba, mis modales se entorpecían. Sentí el casi irreprimible impulso de ponerme a hablar de fútbol y tirarme un pedo. Aquella era la clase de individuo que siempre me desarmaba.

—Amy. ¿Alguna pista? —preguntó Desi.

Su cara me recordaba a alguien, a un actor, quizá.

—Ninguna buena.

—Fue secuestrada… en casa. ¿Es correcto?

—En nuestra casa, sí.

Entonces supe quién era: era el tipo que había aparecido solo durante el primer día de búsqueda, el tipo que no hacía más que mirar de reojo la foto de Amy.

—Estuvo en el centro para voluntarios, ¿verdad? El primer día.

—Lo estuve —dijo Desi, con sensatez—. Precisamente se lo iba a comentar. Me hubiera gustado tener la oportunidad de presentarme aquel día, de expresarle mis condolencias.

—Hizo un largo trayecto.

—Podría decirle lo mismo —sonrió él—. Mire, siento mucho aprecio por Amy. Tras oír lo que había sucedido, en fin, tenía que hacer algo. Simplemente… Sé que esto va a sonar terrible, Nick, pero cuando lo vi en las noticias, lo primero que pensé fue: «Por supuesto».

—¿Por supuesto?

—Por supuesto que alguien querría… tenerla —dijo. Tenía una voz grave, perfecta para contar historias junto al fuego—. ¿Sabe? Siempre tuvo esa capacidad. La de hacer que la gente la deseara. Siempre. Ya conocerá esa vieja expresión: «Los hombres la desean, las mujeres desean ser como ella». En el caso de Amy, era cierto.

Desi cruzó sus largas manos por encima de sus elegantes pantalones. No conseguí decidir si se estaba quedando conmigo. Me dije a mí mismo que debía andar con pies de plomo. Es la regla en todas las entrevistas potencialmente controvertidas: no pases a la ofensiva hasta que no te quede más remedio, comprueba antes si el entrevistado tiene tendencia a ahorcarse solo.

—Tuvo una relación muy intensa con Amy, ¿verdad? —pregunté.

—No era solo su físico —dijo Desi. Se apoyó sobre una rodilla, la mirada distante—. He pensado mucho en esto, por supuesto. El primer amor. Ciertamente he pensado en ello. Es el ombliguista que llevo dentro. Demasiada filosofía. —Mostró una sonrisa irónica, asomaron los hoyuelos—. Verá, cuando Amy te aprecia, cuando está interesada en ti, su atención es cálida y reafirmante, completamente envolvente. Como un baño caliente.

Alcé las cejas.

—Déjeme acabar —dijo—. Uno se siente bien consigo mismo. Completamente a gusto, quizá por primera vez. Y entonces Amy ve tus defectos, se da cuenta de que no eres más que otra persona normal y corriente con la que debe tratar. Eres, en realidad, el Habilidoso Andy y, en la vida real, la Asombrosa Amy nunca acabaría con el Habilidoso Andy. Así que su interés se va apagando y dejas de sentirte bien, puedes volver a percibir el frío, como si estuvieras desnudo en el suelo del cuarto de baño, y lo único que quieres es volver a meterte en la bañera.

Conocía aquel sentimiento —llevaba tres años en el suelo del cuarto de baño— y sentí una oleada de disgusto por compartir aquella emoción con aquel individuo.

—Estoy seguro de que sabrá a lo que me refiero —dijo Desi, y me guiñó un ojo sonriendo.

«Qué hombre tan extraño —pensé—. ¿Quién compara a la esposa de otro hombre con una bañera en la que quiere meterse? ¿La esposa desaparecida de otro hombre?».

Detrás de Desi había una larga y encerada mesa de pared sobre la que reposaban varias fotos en marcos de plata. En el centro había una extragrande de Desi y Amy cuando iban al instituto, vestidos de blanco para jugar al tenis, los dos tan absurdamente elegantes, tan glamourosos, que podría haber sido un fotograma de una película de Hitchcock. Me imaginé a Desi, el Desi adolescente, colándose en el dormitorio de Amy en la residencia estudiantil, dejando caer sus ropas al suelo, echándose sobre las sábanas frías, tragando cápsulas recubiertas de plástico. Esperando a ser hallado. Era una forma de castigo, de rabia, pero no la misma que había acontecido en mi casa. Entendí por qué la policía no estaba demasiado interesada. Desi siguió mi mirada.

—Oh, bueno, no podrá culparme por eso. —Sonrió—. Quiero decir, ¿usted habría tirado una foto tan perfecta?

—¿De una chica a la que hace veinte años que no conozco? —dije antes de ser capaz de contenerme.

Me di cuenta de que mi tono había sonado más agresivo de lo que habría sido recomendable.

—Conozco a Amy —replicó bruscamente Desi. Hizo una pausa para respirar—. La conocía. La conocía muy bien. ¿No hay ninguna pista? Tengo que preguntarlo… Su padre, ¿está… allí?

—Por supuesto que sí.

—Imagino que no… ¿Estaba en Nueva York cuando sucedió?

—Estaba en Nueva York, sí. ¿Por qué?

Desi se encogió de hombros: «Por curiosidad, ningún motivo». Seguimos sentados en silencio durante medio minuto, jugando a ver quién se acobardaba y retiraba antes la mirada. Ninguno de los dos parpadeó.

—En realidad he venido aquí, Desi, para ver qué era lo que podía contarme.

Intenté volver a imaginarme a Desi montándoselo con Amy. ¿Tenía una casa junto al lago en algún lugar cercano? Era lo típico entre los de su clase. ¿Sería creíble, que aquel hombre refinado y sofisticado pudiera mantener escondida a Amy en algún sótano de niño bien? Amy caminando en círculo sobre la moqueta, durmiendo en un sofá polvoriento de color brillante y sesentero, amarillo limón o naranja coral. Deseé que Boney y Gilpin hubieran estado allí, hubieran presenciado el tono posesivo en la voz de Desi: «Conozco a Amy».

—¿Yo? —se rio Desi. Se rio suntuosamente. La frase perfecta para describir el sonido—. No puedo contarle nada. Como usted mismo ha dicho, no la conozco.

—Pero acaba de decir que sí.

—Ciertamente no la conozco como la conoce usted.

—La acosó en el instituto.

—¿Que la acosé? Nick. Era mi novia.

—Hasta que dejó de serlo —dije—. Y usted se negó a aceptarlo.

—Oh, probablemente me pasé algún tiempo suspirando por ella. Pero nada fuera de lo corriente.

—¿Considera el intentar matarse en su cuarto de la residencia estudiantil algo normal y corriente?

Desi sacudió la cabeza violentamente, entornó los ojos. Abrió la boca para decir algo, después bajó la mirada hacia las manos.

—No estoy seguro de a qué se refiere, Nick —dijo al fin.

—Me refiero a que usted anduvo acosando a mi esposa. En el instituto. Ahora.

—¿Ese es el verdadero motivo de su visita? —Se echó a reír de nuevo—. Por el amor de Dios. Pensaba que estaba reuniendo dinero para algún tipo de recompensa o algo parecido. Algo en lo cual estaría encantado de participar, por cierto. Como ya he dicho, nunca he dejado de desear lo mejor para Amy. ¿La amo? No. Ya ni siquiera la conozco, en realidad no. Intercambiamos alguna carta ocasional. Pero me resulta interesante que usted haya venido aquí. Está muy confundido. Porque debo decirle algo, Nick: en la tele… demonios, ni siquiera aquí, ahora, no transmite la imagen de marido afligido y preocupado. Parece… engreído. La policía, por cierto, ya ha hablado conmigo, gracias a usted, imagino. O a los padres de Amy. Qué raro que usted no lo supiera. Uno pensaría que tendrían informado al marido, si no sospecharan de él.

Noté que se me encogía el estómago.

—He venido porque quería ver personalmente su cara mientras habla de Amy —dije—. Tengo que decirle que me ha dejado preocupado. Se le ve… muy nostálgico.

—Uno de los dos tiene que estarlo —dijo Desi, una vez más con sensatez.

—¿Cariño? —De la parte trasera de la casa surgió una voz y otro par de caros zapatos repiqueteó en dirección al salón—. ¿Cómo se titulaba ese libro…?

La mujer era una visión desdibujada de Amy, Amy reflejada en un espejo cubierto de vaho; el mismo tono de piel, facciones extremadamente parecidas, pero un cuarto de siglo más viejas, la carne, los rasgos, todo ello un pelín dado de sí, como una tela cara. Seguía siendo hermosa, una mujer que había elegido envejecer con elegancia. Tenía forma de origami: los codos acabados en punta; las clavículas, una percha. Llevaba un vestido ajustado sin mangas de color azul oscuro y se recogía el pelo igual que Amy: mientras estuviera en una habitación, cualquiera volvería continuamente la cabeza hacia ella. Me mostró una sonrisa más bien depredadora.

—Hola, soy Jacqueline Collings.

—Madre, este es el marido de Amy, Nick —dijo Desi.

—Amy. —La mujer volvió a sonreír. Tenía una voz de pozo, grave y extrañamente resonante—. Por aquí hemos seguido el caso con mucho interés. Sí, con mucho interés. —Se volvió hacia su hijo con frialdad—. Nunca podemos dejar de pensar en la soberbia Amy Elliott, ¿verdad que no?

—Ahora Amy Dunne —dije.

—Por supuesto —se mostró de acuerdo Jacqueline—. Lamento mucho, Nick, lo que debe de estar sufriendo. —Me miró en silencio un momento—. Lo siento, reconozco que… No me había imaginado a Amy con un muchacho tan puramente americano. —Parecía no estar hablando ni para mí ni para Desi—. Por el amor de Dios, pero si tiene hasta hoyuelo en el mentón.

—He venido para ver si su hijo tenía alguna información —dije—. Sé que le ha escrito a mi esposa muchas cartas en los últimos años.

—¡Oh, las cartas! —Jacqueline sonrió airadamente—. Una forma muy interesante de perder el tiempo, ¿no le parece?

—¿Amy las compartió con usted? —preguntó Desi—. Me sorprende.

—No —dije, volviéndome hacia él—. Las tiraba a la basura sin abrir, siempre.

—¿Todas? ¿Siempre? ¿Está seguro de eso? —dijo Desi, todavía sonriendo.

—Una vez saqué una de la papelera para leerla. —Me volví nuevamente hacia Jacqueline—. Solo para ver qué estaba sucediendo exactamente.

—Bien hecho —dijo Jacqueline con un ronroneo—. Yo no habría esperado menos de mi marido.

—Amy y yo siempre nos escribíamos cartas —dijo Desi. Tenía la cadencia de su madre, una forma de enunciar que indicaba que te convenía escuchar todas sus palabras—. Era nuestra particularidad. Considero el e-mail tan… barato. Y nadie los conserva. Nadie conserva un e-mail porque es inherentemente impersonal. Y a mí me preocupa la posteridad en general. Todas las grandes cartas de amor, de Simone de Beauvoir a Sartre, de Samuel Clemens a su esposa, Olivia… No sé, siempre pienso en todo lo que se perderá…

—¿También guardas todas mis cartas? —preguntó Jacqueline.

Se había colocado frente a la chimenea y nos miraba desde arriba, extendiendo un largo y nervudo brazo sobre la repisa.

—Por supuesto.

Jacqueline se volvió hacia mí con un elegante encogimiento de hombros.

—Solo era curiosidad.

Me estremecí y estuve a punto de alargar los brazos hacia la chimenea en busca de calor cuando recordé que estábamos en julio.

—Me parece más bien extraño haber mantenido tal devoción durante tantos años —dije—. Después de todo, ella nunca respondió a sus cartas.

Aquello iluminó los ojos de Desi.

—Oh —fue lo único que dijo, el sonido de alguien que espía el estallido de un petardo por sorpresa.

—Me resulta extraño, Nick, que haya venido hasta aquí para preguntarle a Desi acerca de su relación, o falta de la misma, con su esposa —dijo Jacqueline Collings—. ¿No se lo cuentan todo Amy y usted? Puedo garantizarle que hace décadas que Desi no ha mantenido verdadero contacto con Amy. Décadas.

—Solo quería comprobarlo, Jacqueline. En ocasiones uno debe comprobar las cosas por sí mismo.

Jacqueline se encaminó hacia la puerta; se volvió hacia mí y me dirigió un seco movimiento de cabeza, informándome de que había llegado la hora de marcharse.

—Qué intrépido por su parte, Nick. Muy hágalo-usted-mismo. ¿También es de los que construyen su propio porche?

Se rio ante aquella palabra y me abrió la puerta. Miré el hueco de su cuello y me pregunté por qué no llevaba un collar de perlas. Las mujeres como aquella siempre llevan gruesos collares de perlas que hacen crujir y rechinar. Pero capté un olor, un aroma femenino, vaginal y extrañamente lascivo.

—Ha sido interesante conocerle, Nick —dijo—. Esperemos que Amy regrese a casa sana y salva. Hasta entonces, ¿la próxima vez que quiera ponerse en contacto con Desi? —Me puso una gruesa tarjeta de papel verjurado en las manos—. Llame a nuestro abogado, por favor.